12

Cuando todo es mentira

¡Capas y más capas! —bramó Artemis Entreri. El asesino golpeó con el puño una mesita en la habitación trasera de La Ficha de Cobre, el único lugar en Calimport donde se sentía razonablemente a salvo de los ojos curiosos de Kimmuriel y Rai’gy. ¡Qué a menudo los sentía clavados en él últimamente!—. Hay tantas capas que giran unas sobre otras formando un bucle infinito.

Dwahvel Tiggerwillies se recostó en la silla y estudió al hombre con interés. Desde que conocía a Entreri, jamás lo había visto tan animado ni tan enfadado, y cuando Artemis Entreri estaba enfadado, todos tenían que andarse con pies de plomo. Pero lo que más sorprendía a la halfling era que el asesino siguiera tan enojado después de matar al odioso Domo. Normalmente, matar a un hombre rata lo ponía de buen humor al menos durante todo un día. No obstante, Dwahvel entendía su frustración. Entreri trataba con elfos oscuros y, aunque a ella se le escapaba la complejidad de la cultura drow, había visto lo suficiente para saber que los elfos oscuros eran unos maestros en el arte de la intriga y el engaño.

—Demasiadas capas —dijo Entreri, ya más calmado después de haberse desahogado. El asesino se volvió hacia Dwahvel y añadió, sacudiendo la cabeza—: Estoy perdido en una red dentro de otra. Ya no sé qué es real y qué no lo es.

—Todavía estás vivo. Así pues, me imagino que estarás actuando con acierto.

—Me temo que matar a Domo haya sido un grave error —admitió Entreri, sacudiendo la cabeza—. Nunca me han gustado los hombres rata, pero, tal vez, en esta ocasión debería haberlo dejado con vida aunque sólo fuera para que se opusiera a la conspiración contra Jarlaxle.

—Ni siquiera sabes si Domo y sus repugnantes compañeros mentirosos te han dicho la verdad acerca de la conspiración drow —le recordó Dwahvel—. Es posible que su intención fuese confundirte y confundir a Jarlaxle, provocando así una escisión en Bregan D’aerthe. O quizá Domo dijo todo eso para salvar el pellejo. Él conocía tu relación con Jarlaxle y también sabía que, mientras él esté al mando, tú estás a salvo.

Entreri miró a la halfling fijamente. ¿Domo sabía todo eso? Naturalmente, se dijo el asesino. Por mucho que odiara al hombre rata, no podía negar la astucia con la que controlaba la cofradía más problemática de Calimport.

—De todos modos, es irrelevante —prosiguió Dwahvel—. Ambos sabemos que, en el mejor de los casos, los hombres rata serán simples peones en cualquier lucha interna dentro de Bregan D’aerthe. Si Rai’gy y Kimmuriel asestan un golpe, ni Domo ni los suyos podrían detenerlos.

Entreri volvió a sacudir la cabeza. Sentía una profunda frustración. Estaba convencido de que solo podría vencer con la espada o el ingenio a cualquier drow, pero no estaban solos, nunca lo estaban. Las camarillas que se habían formado en el seno de la banda se movían con tal armonía, que Entreri ya no estaba seguro de nada. La Piedra de Cristal aún complicaba más las cosas y no permitía ver de dónde procedía el ataque —si existía tal ataque—, de tal modo que el asesino debía preguntarse si Jarlaxle seguía al mando o si ya no era más que un esclavo de la reliquia. Por consciente que fuera de la protección que le brindaba Jarlaxle, también lo era de que la Piedra de Cristal lo quería ver muerto.

—Te estás olvidando de todo lo que has aprendido —comentó Dwahvel con voz serena—. Las intrigas de los drows no superan a las que solía urdir el bajá Pook, o el bajá Basadoni, o cualquiera de los otros. Su juego es el mismo que ha tenido lugar en Calimport durante siglos.

—Pero los drows dominan mejor ese juego.

—Tal vez, pero ¿acaso la solución no es la misma? Cuando todo es fachada… —La halfling dejó el resto de la frase en suspenso. Era una de las verdades básicas de la calle, y sin duda Artemis Entreri la conocía tan bien como cualquier otro—. ¿Cuándo todo es fachada…? —Dwahvel lo incitó a acabar la frase.

Entreri hizo un esfuerzo por serenarse, por descartar ese respeto excesivo, rayano al miedo, que empezaban a inspirarle los drows, en especial Rai’gy y Kimmuriel.

—En una situación en la que las capas se superponen, cuando todo es fachada tejida en las redes del engaño, la verdad es lo que uno elija —recitó Entreri. Era una lección básica para cualquiera que deseara medrar dentro de una cofradía.

Dwahvel asintió.

—Sabrás cuál es el camino de la verdad porque ése será el camino que tú harás real —convino con él la halfling—. No hay nada que duela más a un mentiroso que el que un oponente convierta en verdad una de sus mentiras.

Entreri asintió, más tranquilo. Justamente para calmarse se había escabullido de la casa Basadoni al sentirse vigilado, para dirigirse directamente a La Ficha de Cobre.

—¿Crees a Domo? —inquirió la halfling.

Tras pensárselo unos momentos, Entreri asintió.

—Ya se ha dado la vuelta al reloj de arena, y la arena está cayendo. ¿Tienes la información que te pedí?

Dwahvel metió la mano debajo del polvoriento volante de la silla, que casi tocaba el suelo, y sacó una carpeta llena de pergaminos.

—Cadderly —se limitó a decir, tendiéndosela al asesino.

—¿Y qué hay de lo otro?

Nuevamente la halfling buscó debajo de la silla y esta vez sacó una bolsa idéntica a la que Jarlaxle llevaba atada al cinto. Sin siquiera mirar, Entreri supo que contenía un fragmento de cristal de aspecto semejante a Crenshinibon.

El asesino la tomó con cierta inquietud pues, a su entender, ésa era la última y definitiva prueba de que estaba a punto de tomar un rumbo muy peligroso, quizás el más peligroso de su vida.

—No es mágico —le aseguró Dwahvel al ver su expresión preocupada—. Lo que notas es un aura mística que ordené colocar para que pasara cualquier control mágico superficial.

El asesino asintió y se ató la bolsa al cinturón por detrás de la cadera, para ocultarla bajo la capa.

—Podemos sacarte de la ciudad —le sugirió Dwahvel—. Habría sido muchísimo más barato contratar a un hechicero para que te teletransportara muy lejos.

Entreri se rió quedamente al imaginárselo. Esa idea le había cruzado la mente miles de veces desde que Bregan D’aerthe se instalara en Calimport, aunque siempre la había desechado. ¿Dónde iba a esconderse para que Kimmuriel y Rai’gy no lo encontraran?

—Mantente cerca de él. Cuando ocurra, tendrás que ser el más rápido —le advirtió Dwahvel.

Entreri asintió y, ya se disponía a levantarse, cuando se detuvo, taladrando a Dwahvel con la mirada. Se había dado cuenta de que a la halfling le preocupaba sinceramente lo que pudiera pasarle y eso, que la preocupación de Dwahvel no tuviera nada que ver con un beneficio personal, le tocaba la fibra sensible. Le mostraba algo que apenas había conocido en su miserable existencia: la amistad.

Antes de salir de La Ficha de Cobre, Entreri se refugió en una habitación contigua para echar un vistazo a la información que Dwahvel había recogido sobre el sacerdote llamado Cadderly. ¿Sería ese hombre la respuesta al dilema de Jarlaxle y, por tanto, al dilema de Entreri?

La frustración guiaba los movimientos de Jarlaxle mientras regresaba a toda prisa a Dallabad, usando diversos objetos mágicos que le permitían hacerlo de manera silenciosa y casi invisible. Expresamente se abstuvo de pedir ayuda a la Piedra de Cristal.

El jefe drow era consciente de que ésa era la verdadera prueba de su última alianza. De pronto, se había empezado a preguntar si acaso Crenshinibon no dominaba demasiado en la relación entre ambos, razón por la cual había decidido dejar las cosas claras.

Tenía la intención de derribar la torre de cristal.

Crenshinibon lo sabía. Jarlaxle notaba cómo la reliquia latía descontenta en la bolsa y se preguntó si el poderoso artilugio iba a forzar una desesperada lucha de voluntades de la que solamente uno de ellos podría salir vencedor.

Jarlaxle estaba preparado para ello. Él siempre había estado dispuesto a compartir la responsabilidad y la toma de decisiones, aunque sin perder nunca de vista sus propios objetivos. Pero, últimamente, empezaba a percibir que la Piedra de Cristal estaba alterando esos objetivos y lo conducía hacia rumbos que él no había elegido.

La noche en Calimshan era muy oscura. Poco después del atardecer Jarlaxle llegó donde se alzaba la torre cristalina y la contempló fijamente. El drow se reafirmó en su decisión y se preparó mentalmente para la lucha que sabía que inevitablemente se produciría. Después de echar un último vistazo alrededor para asegurarse de que estaba solo, metió la mano en la bolsa y sacó el sensible artilugio.

¡No!, gritó Crenshinibon en su cabeza. Obviamente la piedra sabía exactamente qué se proponía el elfo oscuro. Te lo prohíbo. Las torres son una manifestación de mi… de nuestra fuerza y la aumentan. ¡Te prohíbo que destruyas la torre!

¿Que me lo prohíbes, dices?, replicó Jarlaxle.

Va en contra de tus intereses que…

Yo decido qué va en contra de mis intereses, interrumpió Jarlaxle con determinación. Y ahora derribar esta torre va en mi propio interés. El drow concentró toda su energía mental en lanzar una única y poderosa orden a la Piedra de Cristal.

Así empezó una titánica aunque silenciosa lucha de voluntades entre Jarlaxle —que poseía una sabiduría de siglos y gran astucia— y el duomer de miles de años de existencia que era Crenshinibon. Pocos segundos después de iniciar la batalla, Jarlaxle sintió que su voluntad empezaba a flaquear como si la reliquia fuera a doblegarle la mente. El drow sentía cómo todos los miedos que alguna vez hubiera alimentado en algún oscuro rincón de su mente de pronto se hacían reales e, inexorablemente, iban invadiendo sus pensamientos, sus recuerdos, su identidad misma.

¡Qué desnudo se sentía! ¡Qué indefenso ante los dardos y las flechas de la Piedra de Cristal!

Jarlaxle logró serenarse y, con un tremendo esfuerzo, logró separar las imágenes, singularizar cada horrible manifestación y aislarla de las otras. A continuación, se concentró al máximo en uno de esos horrores tan vívidamente imaginados y contraatacó usando sentimientos de poder y fuerza, recurriendo a todas las situaciones conflictivas que había tenido que capear para convertirse en lo que era: el jefe de Bregan D’aerthe, un elfo oscuro varón que había penetrado en el infierno matriarcal de Menzoberranzan.

Una a una, las pesadillas fueron cayendo ante él. Cuando las luchas internas empezaron a remitir, Jarlaxle recogió la fuerza de voluntad de lo más profundo de su mente para lanzarla contra Crenshinibon, mientras impartía una única y poderosa orden:

¡Derriba la torre de cristal!

La Piedra de Cristal conjuró en su mente imágenes de gloria, de ejércitos que caían ante campos de torres cristalinas, de reyes que se postraban ante el drow y le ofrecían los tesoros de su reino, de las madres matronas de Menzoberranzan que lo ungían como soberano perpetuo de su consejo y hablaban de él en unos términos que antes reservaban a la misma Lloth.

En muchos aspectos, este segundo intento de manipulación era más difícil de controlar y vencer. Jarlaxle no podía sustraerse al atractivo de esas imágenes y, sobre todo, no podía negar las posibilidades para Bregan D’aerthe y para él mismo que le ofrecía la poderosa Crenshinibon.

Jarlaxle sintió cómo su resolución se esfumaba y vio un posible compromiso entre él y la piedra, que les permitiera a ambos alcanzar lo que deseaban.

Estaba a punto de liberar la reliquia de su control, de admitir que era ridículo derribar la torre, a punto de ceder y firmar una nueva alianza de la que ambos se beneficiarían.

Pero entonces recordó.

Ellos no eran aliados. Para la Piedra de Cristal, él no era un socio real, controlable, reemplazable y previsible. No. Jarlaxle se recordó a sí mismo que la Piedra de Cristal era una reliquia, un objeto encantado que, pese a ser sensible, poseía una inteligencia artificial, un método de razonamiento basado en un objetivo fijo y predeterminado. Al parecer, su objetivo era captar tantos seguidores como fuera posible y adquirir el máximo poder que le permitiera su magia.

Aunque Jarlaxle simpatizaba con ese objetivo e incluso lo aplaudía, se recordó enfáticamente que él era quien debía llevar la voz cantante. El elfo oscuro luchó contra las tentaciones y se opuso a la manipulación de la Piedra de Cristal del mismo modo que antes se había enfrentado a su fuerza bruta.

Entonces sintió un clic en su mente, tan tangible como una soga que se rompe, y que le dio la respuesta que buscaba.

Él era el amo. Él era el jefe de Bregan D’aerthe y mandaba sobre la Piedra de Cristal.

Jarlaxle supo, sin lugar a dudas, que podía destruir la torre, por lo que volvió a ordenárselo a Crenshinibon. Esta vez Jarlaxle no sintió ni ira, ni rechazo, ni recriminaciones; sólo tristeza.

El artilugio, vencido, empezó a zumbar con las energías que necesitaba para destruir su réplica mágica a gran escala.

Jarlaxle abrió los ojos y sonrió satisfecho. La lucha había sido tan dura como se había temido pero, al final, sabía sin lugar a dudas que había vencido. El drow sentía un hormigueo a medida que la estructura cristalina empezaba a debilitarse. Muy pronto la energía que la mantenía en pie dejaría de sostenerla, y la materia que Crenshinibon había unido con su magia se desparramaría por todas partes. Por la orden que había impartido, y que Crenshinibon acataría, no estallaría, ni sus muros se derrumbarían, sino que simplemente se disiparía.

El jefe mercenario asintió, más satisfecho con esa victoria que con cualquier otra que hubiera conseguido en una larga vida de luchas.

Se imaginó Dallabad sin la torre y se preguntó qué otros espías meterían la nariz con la misión de determinar qué había pasado con la torre, por qué había aparecido allí y si, por tanto, Ahdahnia seguía al mando.

—¡Detente! —mandó a la piedra—. Te ordeno que la torre siga en pie.

Inmediatamente el zumbido cesó y la Piedra de Cristal, fingiendo humildad, se unió a los pensamientos de Jarlaxle.

La sonrisa del drow se ensanchó. Sí, la torre se quedaba donde estaba y por la mañana construiría otra junto a la primera. Serían las torres gemelas de Dallabad, las torres gemelas de Jarlaxle.

Y quizás habría más.

El jefe mercenario ya no temía a las torres ni a la fuente que le había inspirado erigir la primera. No, había ganado la lucha y podía usar el poder de la Piedra de Cristal para llegar a alturas insospechadas. Jarlaxle sabía que Crenshinibon nunca volvería a amenazarlo.

Artemis Entreri paseaba nervioso por la pequeña habitación que había alquilado en una anodina posada lejos de la casa Basadoni y de las demás cofradías. Sobre la mesilla de noche, junto a la cama, estaba el guantelete negro con repunte rojo, brillando a la luz de las velas.

Entreri no estaba seguro de lo que iba a hacer. Se preguntó qué pensaría el posadero si se encontraba su cadáver en el suelo con el cráneo pelado.

El asesino se recordó a sí mismo que era una posibilidad muy real. Cada vez que utilizaba la Garra de Charon, el arma le mostraba un nuevo aspecto, un nuevo truco, y Entreri conocía lo suficiente la magia sensible para saber que cuantos más poderes poseyera una espada como ésa, mayor sería también su fuerza de voluntad. Ya había visto los resultados de una derrota en una lucha de voluntades contra esa peligrosa arma. Aún tenía grabado en la memoria el horrible final de Kohrin Soulez, tan vívidamente como si hubiera ocurrido esa misma mañana; la piel de la cara del hombre deshaciéndose y dejando los huesos al descubierto.

Pero debía hacerlo, allí y entonces. Muy pronto debería enfrentarse a la Piedra de Cristal, y pobre de él si para entonces todavía no había dirimido la batalla mental contra su propia espada. Con ese temor en mente, se planteó la posibilidad de vender la Garra de Charon o esconderla en alguna parte, pero dada la naturaleza de sus enemigos. —Rai’gy y Kimmuriel—, debía conservarla.

Sí, debía conservarla y dominarla completamente. No había más remedio.

El asesino se encaminó a la mesilla de noche, se frotó las manos, luego se las llevó a los labios y sopló en ellas.

Antes de decidirse a coger la espada dio una vuelta sobre sí mismo, pensando, buscando una alternativa. Nuevamente se preguntó si no sería mejor vender la peligrosa espada o entregársela a Dwahvel para que la enterrara en un agujero muy profundo hasta que los elfos oscuros se marcharan de Calimport y, tal vez entonces, él pudiera regresar.

Pero la idea de que los malditos lugartenientes de Jarlaxle lo echaran de la ciudad lo inflamó, y se acercó resueltamente a la mesilla. Sin detenerse a considerar las posibles implicaciones, gruñó y asió la Garra de Charon con la mano desnuda.

Inmediatamente sintió el tirón. No era un tirón físico, sino algo más profundo, algo que buscaba la esencia de Artemis Entreri, su espíritu. La espada estaba hambrienta; Entreri notaba perfectamente su hambre. Quería consumirlo, destruir su misma esencia simplemente porque había mostrado la osadía, o la estupidez, de cogerla sin el guantelete protector.

¡Oh, qué hambre de él sentía la espada!

Entreri notó un temblor en la mejilla, una sensación de excitación en la piel y se preguntó si iba a consumirse. Haciendo un esfuerzo, apartó esa idea de su mente y volvió a concentrarse en la batalla que libraba contra la espada.

La Garra de Charon tiraba sin parar, implacablemente, y Entreri oyó en su cabeza algo semejante a una carcajada. Era una risa de suprema confianza que le decía que la espada no se cansaría, y él, en cambio, sí. Con su siguiente pensamiento se dio cuenta de que ni siquiera podía soltar la espada aunque quisiera, que estaba enzarzado en un combate sin marcha atrás y sin posible rendición.

Era una estratagema de la diabólica espada; transmitir a cualquiera que la desafiara la sensación de absoluta desesperanza, decirle claramente que la batalla tendría un final muy amargo y desastroso para él. Ese mensaje había quebrado el espíritu de muchos antes que Entreri, cosa que la Garra de Charon había aprovechado para alzarse con la victoria.

Pero con Entreri esa estratagema únicamente sirvió para inflamar aún más su rabia y erigir un muro rojo de rechazo y de cólera resuelta, concentrada.

—¡Yo soy el amo! —proclamó el asesino, haciendo rechinar los dientes—. ¡Tú no eres más que una posesión, una cosa, un trozo de metal batido! —Entreri levantó ante él la centelleante espada roja y le ordenó que conjurara su luz negra.

La espada no obedeció, sino que continuó atacando a Entreri tal como había atacado a Kohrin Soulez, tratando de vencerlo mentalmente, amenazando con consumirlo como había hecho con tantos otros antes que él.

—Eres mía —repitió Entreri con mayor serenidad, pues aunque la espada no había cejado en su ataque, en el asesino crecía la confianza de poder vencerla.

De pronto, la Garra de Charon le lanzó toda su energía, y el asesino sintió un pinchazo en su interior y tuvo la sensación de que se quemaba. Pero, en vez de rechazarla, aceptó esa energía y la tomó. Ésta fue aumentando hasta alcanzar un vibrante crescendo, y finalmente estalló.

La luz negra iluminó el cuarto y a un sonriente Entreri. Esa luz era la confirmación de que había vencido a la Garra de Charon, de que él era realmente el amo de la espada. Entreri bajó el acero y respiró hondo varias veces tratando de tranquilizarse y olvidar que había hecho equilibrios en el borde del precipicio.

Pero eso ya no importaba. Había vencido a la espada, había quebrado el espíritu de la Garra de Charon, y ahora el arma le pertenecía del mismo modo que la daga enjoyada que le colgaba de la otra cadera. Desde luego, debería estar alerta, pues la espada trataría de liberarse, pero a lo sumo no sería más que una ligera molestia.

—Eres mía —repitió tranquilamente, y ordenó a la espada que apagara la luz negra.

Nuevamente el cuarto quedó iluminado únicamente por la luz de las velas. La Garra de Charon, la espada de Entreri, estaba sometida.

Jarlaxle creía que lo sabía. Jarlaxle creía que había vencido. Pero Crenshinibon lo engañaba. Crenshinibon quería que la batalla entre el jefe mercenario y sus levantiscos lugartenientes fuera honesta, para así poder determinar quién merecía más poseerla.

La Piedra de Cristal tenía preferencia por Rai’gy, pues sabía que el hechicero era más ambicioso y no dudaba en matar, incluso disfrutaba con ello.

Pero al artilugio no se le escapaban las posibilidades que se le presentaban si se quedaba con Jarlaxle. No había sido tarea fácil envolverlo en diversas capas de engaños, pero, al fin, Crenshinibon tenía a Jarlaxle justamente donde quería.

Al alba del día siguiente se alzó en el oasis Dallabad una segunda torre cristalina.