No tan listo como piensan
Mi amo dice yo pago a ti, ¿sí? —dijo el hombrecillo de piel morena a uno de los guardias de la fortaleza—. Kohrin Soulez es Dallabad, ¿sí? Mi amo dice yo pago a Kohrin Soulez por agua y sombra, ¿sí?
El soldado de Dallabad miró a su regocijado compañero, y ambos contemplaron a su vez al hombrecillo, que continuaba cabeceando estúpidamente.
—¿Ves esa torre? —preguntó el primero, haciendo que el pequeño sirviente fijara su atención en la estructura cristalina que se alzaba resplandeciente en medio de Dallabad—. Es la torre de Ahdahnia. Ahora Ahdahnia Soulez gobierna Dallabad.
El hombrecillo levantó la mirada hacia la torre, obviamente intimidado.
—Ah-da-nia —repitió lenta y cuidadosamente, como si hiciera un gran esfuerzo para memorizarlo—. Soulez, ¿sí? Como Kohrin.
—La hija de Kohrin Soulez —explicó el guardia—. Ve y di a tu amo que ahora Ahdahnia Soulez manda en Dallabad. Le pagarás a ella a través de mí.
—Sí, sí —accedió el hombrecillo, moviendo frenéticamente la cabeza y entregando al guardia un modesto monedero—. Y mi amo se reúne con ella, ¿sí?
El guardia se encogió de hombros.
—Tal vez, aunque tendría que preguntárselo —respondió al mismo tiempo que tendía la mano. El criado lo miró con curiosidad.
»Si encuentro tiempo para molestarme en ir a preguntárselo —continuó el guardia de manera harto significativa.
—¿Yo pago a ti para decir a ella? —inquirió el hombrecillo. El segundo guardia soltó un sonoro resoplido y sacudió la cabeza ante tanta estupidez.
—Tú me pagas, yo se lo digo —replicó el primer guardia sin rodeos—. Si no me pagas, tu amo no la verá.
—Pero si yo pago a ti, nosotros… ¿él la ve?
—Si ella accede, sí. Se lo preguntaré, aunque no prometo nada.
El hombrecillo continuaba meneando la cabeza, pero desvió la mirada como si considerara la alternativa.
—Pago —decidió al fin, y tendió al guardia otro monedero, éste más pequeño.
El guardia se lo arrebató bruscamente y lo hizo saltar en una mano para comprobar el peso. Entonces sacudió la cabeza y puso mal gesto, indicando claramente que no era suficiente.
—¡No tengo más! —protestó el hombrecillo.
—Pues consíguelo —ordenó el guardia.
El pobre hombre empezó a dar saltitos; parecía inseguro y muy preocupado. Entonces tendió la mano para recuperar el segundo monedero, pero el guardia lo apartó, mirándolo con el entrecejo fruncido. El hombrecillo rebulló un poco más, dio unos brincos, soltó un agudo grito y se marchó a todo correr.
—¿Crees que nos atacarán? —preguntó el otro guardia, aunque por su tono de voz era evidente que esa posibilidad no le preocupaba demasiado.
Esa mañana una caravana formada por seis carretas había llegado a Dallabad para refugiarse del sol abrasador. Los conductores eran veinte hombretones, ninguno de los cuales tenía un aspecto demasiado amenazador ni se parecían remotamente a un hechicero. Cualquier ataque de ese grupo contra Dallabad tan sólo proporcionaría unos momentos de diversión a los soldados de Ahdahnia Soulez.
—Creo que nuestro pequeño amigo ya se ha olvidado del monedero —repuso el primer guardia—. O, al menos, no recuerda cómo lo ha perdido.
Su compañero rió. Casi nada había cambiado en el oasis desde la caída de Kohrin Soulez. Seguían siendo la misma banda de piratas dedicada a cobrar peaje. Desde luego, el guardia comunicaría a Ahdahnia que el jefe de la caravana deseaba reunirse con ella, pues así era como, principalmente, la mujer conseguía información. En cuanto a haber extorsionado a un pobre diablo, eso era algo sin importancia.
Sí, realmente pocas cosas habían cambiado.
—Así pues, es cierto que Kohrin ha muerto —comentó Lipke, el jefe de la partida de exploradores que actuaba como jefe de la «caravana de mercaderes».
El hombre echó una fugaz mirada a la resplandeciente torre a través de una rendija en la puerta de su tienda. Esa torre había causado una gran zozobra en Calimshan. Nadie se había llevado las manos a la cabeza porque Kohrin Soulez hubiese sido asesinado, ni tampoco porque su hija se hubiera hecho con el poder en el oasis Dallabad. Lo que había puesto a los muchos caudillos de la región en pie de guerra eran los rumores que relacionaban ese suceso con otro cambio, éste más traumático, en la cúpula de poder de una de las principales cofradías de Calimport.
—También es cierto que su hija ha ocupado su lugar —replicó Trulbul, mientras se quitaba de la espalda el relleno de la «joroba», parte de su disfraz de pobre diablo—. Maldita sea su nombre por volverse contra su padre.
—Es posible que no tuviera elección —sugirió Rolmanet, otro de los responsables del grupo de exploradores—. Artemis Entreri ha sido visto en Calimport portando la Garra de Charon. Tal vez Ahdahnia se la vendió, como algunos afirman, o tal vez la cambió por la magia que le permitiera construir esa torre, como dicen otros. O tal vez ese inmundo asesino desvalijara el cadáver de Kohrin Soulez.
—Los Basadoni tienen que estar detrás de esto —razonó Lipke—. Conozco a Ahdahnia y ella nunca se hubiera vuelto contra su padre de una manera tan brutal, y mucho menos por la venta de una espada. Dallabad posee suficientes riquezas.
—Pero ¿por qué la cofradía Basadoni la ha dejado al mando de Dallabad? —inquirió Trulbul—. O, para ser más exactos, si Ahdahnia conserva algún vestigio de lealtad hacia su padre, ¿cómo han podido dejarla al mando? Los guardias con los que hablé no eran soldados de Basadoni. Estoy seguro. Tenían la típica piel estropeada de los habitantes del desierto, como la milicia de Dallabad, y no la mugre de las calles de Calimport. Kohrin Soulez trataba bien a los miembros de su cofradía; incluso el más insignificante de sus soldados y ayudantes llevaba siempre oro para apostar en las tiendas de juego. ¿Qué razón tendrían para olvidar tan rápidamente la lealtad que le debían?
Los tres se miraron y rompieron a reír. La lealtad nunca había sido el fuerte de ninguna de las cofradías y bandas de Calimshan.
—Creo que tienes razón —declaró Trulbul—, pero algo me huele mal. Estoy convencido de que esto no ha sido un simple golpe por el poder.
—Todos estamos de acuerdo en eso —replicó Lipke—. Artemis Entreri lleva ahora la poderosa espada de Kohrin; si Ahdahnia Soulez hubiera decidido hacerse con el control del oasis Dallabad, ¿habría renunciado tan fácilmente a tan importante arma defensiva? ¿Justamente cuando más debía temer represalias?
—A no ser que contratara a Entreri para matar a su padre, y el pago fuese la Garra de Charon —razonó Rolmanet. Mientras hablaba asentía con la cabeza, seguro de haber dado con una explicación muy verosímil.
—Si fue así, sería el asesinato más caro de Calimshan en muchos siglos —comentó Lipke.
—¿Se te ocurre otra explicación? —replicó un frustrado Rolmanet.
—Basadoni. Tiene que ser cosa de los Basadoni —afirmó Trulbul, muy seguro de sí mismo—. Primero extienden su zona de control dentro de la ciudad y luego vuelven a atacar para conquistar un lugar lejos de miradas curiosas. Debemos confirmarlo.
Los otros dos asintieron de mala gana.
Jarlaxle, Kimmuriel y Rai’gy estaban cómodamente sentados en el primer piso de la torre cristalina. Gracias a un espejo mágico, creado por Rai’gy en colaboración con Crenshinibon, habían sido testigos de la conversación entre los tres exploradores, después de que el espejo siguiera al supuesto idiota desde el momento que entregó el monedero a un guardia de la fortaleza.
—Esto debe acabar. Estamos yendo demasiado lejos y llamando la atención —osó decir Rai’gy a Jarlaxle.
Aquí no. No dentro de la réplica de Crenshinibon, advirtió telepáticamente Kimmuriel a su amigo hechicero. Mientras enviaba el mensaje, sintió la energía de la Piedra de Cristal que acechaba más allá de sus defensas mentales. Kimmuriel tenía muy presentes las advertencias de Yharaskrik y no deseaba alertar a Crenshinibon sobre su verdadera naturaleza, por lo que interrumpió rápidamente toda actividad psíquica.
—¿Qué piensas hacer con ellos? —preguntó Rai’gy con más calma. El mago lanzó una fugaz mirada a Kimmuriel para decirle que había recibido el mensaje y que seguiría su sabia advertencia.
—Destruirlos —dijo Kimmuriel.
—No, se unirán a nosotros —lo corrigió Jarlaxle—. Evidentemente, los veinte componentes de la partida están conectados con otras cofradías. Serían magníficos espías.
—Es demasiado arriesgado —protestó Rai’gy.
—Quienes se sometan a la voluntad de Crenshinibon nos servirán —repuso Jarlaxle con extrema calma—. Y los que no, serán ejecutados.
Rai’gy no parecía muy convencido e iba a replicar, pero Kimmuriel le puso una mano sobre el antebrazo para que se contuviera.
—¿Te ocuparás tú de ellos o prefieres que enviemos algunos soldados para capturarlos y llevarlos ante la Piedra de Cristal para que los juzgue? —preguntó Kimmuriel a Jarlaxle.
—Crenshinibon puede penetrar en sus mentes desde la torre —contestó el jefe mercenario—. Quienes se sometan eliminarán a aquellos de sus compañeros que opongan resistencia.
—¿Y si los que se resisten son mayoría? —no pudo evitar preguntar Rai’gy, y nuevamente Kimmuriel le hizo señas para que guardara silencio. El psionicista se levantó y pidió al hechicero que lo acompañara afuera.
—Con los cambios en la jerarquía de Dallabad y la evidente presencia de la torre, tendremos que estar en guardia durante algún tiempo —dijo Kimmuriel a Jarlaxle antes de irse.
—Crenshinibon es muy cautelosa —contestó Jarlaxle.
En respuesta, Kimmuriel sonrió, aunque la convicción que demostraba Jarlaxle lo ponía nervioso, ya que confirmaba que la información sobre la negativa influencia de la Piedra de Cristal era cierta.
Rai’gy y Kimmuriel dejaron a su jefe a solas con su nuevo aliado: la silenciosa reliquia.
Rolmanet y Trulbul parpadearon repetidamente al salir a la brillante luz del sol, que hería sus ojos. A su alrededor, todos los demás miembros del grupo trabajaban metódicamente, aunque sin gran entusiasmo, cepillando los caballos y los camellos, y llenando los odres con el agua que necesitaban para proseguir su viaje hasta Calimport.
Algunos deberían estar explorando el perímetro del oasis y contando los guardias de la fortaleza de Dallabad, pero Rolmanet se dio cuenta de que ninguno de los dieciséis componentes de la partida se había alejado del campamento. También se fijó en que muchos los miraban con una extraña expresión.
Un hombre en particular le llamó la atención.
—¿Todavía no ha llenado los odres? —preguntó Rolmanet en voz baja a su compañero—. ¿Y no debería estar junto a la muralla oriental, contando centinelas? —Al mirar a Trulbul, sus últimas palabras se perdieron en el aire. Trulbul miraba fijamente y en silencio la torre de cristal con un destello de nostalgia en sus ojos oscuros.
—¿Trulbul? —preguntó Rolmanet e hizo ademán de acercarse a su compañero pero, de golpe, sintió que pasaba algo raro y en vez de acercarse, se alejó de él.
En el rostro de Trulbul apareció una expresión de total serenidad.
—¿No la oyes? —preguntó, lanzando una mirada a Rolmanet—. La música.
—¿Música? —Curioso, Rolmanet pasó brevemente la mirada por su compañero y luego se fijó en la torre, escuchando con atención.
—Qué música tan hermosa —comentó Trulbul en voz alta, y varios de los hombres más próximos asintieron.
Rolmanet trató de normalizar su respiración para dar, al menos, impresión de calma. Entonces oyó la música, una sutil melodía que transmitía un mensaje de paz y prosperidad, que prometía beneficios y poder y… que exigía fidelidad.
—Yo me quedo en Dallabad —anunció Lipke de pronto mientras salía de la tienda—. Aquí las oportunidades son mejores que con el bajá Broucalle.
Sin poderlo evitar, Rolmanet abrió mucho los ojos y tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para no mirar alarmado a su alrededor ni salir corriendo de allí. Entonces lo comprendió y empezó a respirar entrecortadamente: eran víctimas del encantamiento de un hechicero, que convertía en amigos a los enemigos y viceversa.
—Qué música tan bonita —dijo otro hombre situado cerca.
—¿La oyes? —preguntó Trulbul a Rolmanet.
Éste luchó por tranquilizarse y adoptar una expresión de calma antes de volverse para mirar a su amigo.
—No, no la oye —respondió Lipke antes de que Rolmanet hubiera completado el giro—. Él no ve la oportunidad que se nos ofrece. ¡Él nos traicionará!
—¡Es un hechizo! —gritó Rolmanet, al tiempo que desenvainaba su espada curva—. ¡Un mago intenta hacernos prisioneros! ¡Luchad! ¡Resistíos al hechizo, amigos míos!
Lipke le atacó con la espada, lanzándole una impetuosa estocada que el avezado Rolmanet logró parar con habilidad. Antes de poder pasar al contraataque, Trulbul se puso al lado de Lipke y lanzó una estocada contra el corazón de Rolmanet.
—¿Es que no lo entendéis? —gritó Rolmanet frenético, y solamente por suerte pudo defenderse del segundo ataque.
Mientras retrocedía, lanzaba rápidas miradas a su alrededor en busca de aliados y tratando de evitar nuevos enemigos. Junto al agua se libraba otra lucha; varios hombres se habían abalanzado sobre un compañero, lo habían derribado y lo golpeaban brutalmente con pies y puños, sin dejar de gritarle que no podía oír la música, que los traicionaría en ésa su hora de gloria.
Otro hombre que se resistía a la seductora llamada echó a correr hacia un lado, e inmediatamente el grupo emprendió la persecución, dejando boca abajo en el agua al hombre al que habían matado a golpes.
A un lado, estalló otra lucha.
Rolmanet se volvió hacia sus dos adversarios, los dos hombres que habían sido sus mejores amigos durante años.
—¡Es una mentira, un truco! —insistió—. ¿Es que no lo veis?
Lipke lo atacó con un astuto golpe bajo, seguido por una cuchillada ascendente, que ejecutó doblando la muñeca, y por otro tajo hacia arriba que obligó a Rolmanet a inclinar el cuerpo hacia atrás en precario equilibrio. Aprovechando su posición vulnerable, Lipke cargó de nuevo lanzándole una estocada directa.
Pero la espada de Trulbul interceptó el golpe mortal.
—¡Espera! —gritó Trulbul a su asombrado compañero—. ¡Rolmanet dice la verdad! ¡Reflexiona sobre lo que promete la música, te lo suplico!
Pero Lipke se encontraba por completo bajo el influjo de la Piedra de Cristal, por lo que únicamente hizo una breve pausa para hacer creer a Trulbul que reflexionaba sobre sus palabras. Cuando Trulbul asintió sonriendo y bajó la espada, Lipke le abrió la garganta de un solo tajo.
Al volverse, vio que Rolmanet huía a toda velocidad, dirigiéndose hacia los caballos atados junto al agua.
—¡Detenedlo! ¡Detenedlo! —gritaba Lipke mientras se lanzaba en su persecución. Otros hombres se unieron a él intentando tapar todas las rutas de escape. Rolmanet montó sobre su caballo y le hizo dar media vuelta. Los cascos del animal rechinaron en la arena. Rolmanet era un excelente jinete y escogió la vía de escape acertada, por lo que no pudieron detenerlo.
El hombre huyó de Dallabad al galope, sin poder ayudar a los otros que resistían, a los cuales les habían cortado la retirada y pronto serían atrapados y reducidos. No, el arenoso camino lo conducía directamente y a una velocidad casi suicida hacia la lejana Calimport.
Los pensamientos de Jarlaxle y de Crenshinibon orientaron el espejo mágico para observar la ruta del solitario fugitivo.
El jefe mercenario sentía el poder que se estaba acumulando dentro de la torre de cristal. A medida que la torre absorbía energía del sol y la concentraba a través de una serie de prismas y espejos en el vértice de la puntiaguda torre, emitía un suave zumbido. Jarlaxle comprendió qué se proponía la Piedra de Cristal. Dadas las consecuencias de permitir que alguien escapara, parecía la solución más lógica.
No lo mates, ordenó Jarlaxle a Crenshinibon sin saber qué le inducía a hacerlo. No podrá decir a sus superiores muchas cosas que no sepan ya. Los espías no tienen ni idea de quién está detrás del cambio de poder en Dallabad y creerán simplemente que un mago… El drow sintió cómo la energía se seguía concentrando, sin que la reliquia le respondiera, protestara ni dijera nada en absoluto.
Jarlaxle miró en el espejo la imagen del aterrorizado fugitivo. Cuanto más pensaba en ello, más razón creía tener; no había ninguna necesidad de matarlo. De hecho, sería ventajoso para Bregan D’aerthe que informara a sus superiores del absoluto fracaso de su misión en Dallabad. No se habría confiado una misión tan importante a espías de poca monta, y el modo en que el grupo había sido aplastado sin duda impresionaría a los otros bajás, quizá lo suficiente para que se acercaran a Dallabad para negociar y firmar una tregua.
El drow transmitió todos esos pensamientos a la Piedra de Cristal, repitiendo la orden de que se detuviera por el bien de la banda, aunque secretamente deseaba evitar una muerte inútil.
Pero la energía acumulada crecía cada vez más y buscaba el modo de liberarse.
—¡Ya basta! ¡No! —ordenó en voz alta.
—¿Qué ocurre, jefe? —preguntó Rai’gy. El mago y su amigo Kimmuriel regresaron corriendo a la habitación.
Al entrar, vieron a Jarlaxle mirando muy enfadado el espejo.
Entonces, el espejo se iluminó. ¡Y cómo! Se produjo un destello tan intenso y doloroso para los ojos de los drows como el mismo sol. De la punta de la torre salió disparado un rayo de abrasadora energía dirigida al jinete y su caballo, a los que envolvió con un resplandor mortal.
Un instante después, los huesos carbonizados de Rolmanet y del animal yacían en las arenas del desierto.
Jarlaxle cerró los ojos y apretó los dientes, tragándose la rabia y los deseos de gritar.
—Realmente impresionante —comentó Kimmuriel.
—Quince se han pasado a nuestro bando, y los cinco restantes están muertos. La victoria ha sido completa —dijo Rai’gy.
Jarlaxle no estaba tan seguro de eso, pero recobró rápidamente la compostura y miró a sus lugartenientes con expresión serena.
—Crenshinibon decidirá quiénes han sucumbido más fácilmente y de modo más completo a su poder —informó al receloso par—. Ésos serán enviados de vuelta a su cofradía (o cofradías, pues se trataba de una operación conjunta) con una explicación apropiada para la derrota. Los otros serán interrogados, y os aseguro que contestarán de buen grado a todas nuestras preguntas, para averiguar lo máximo posible acerca de quién está metiendo las narices en nuestros asuntos.
Rai’gy y Kimmuriel intercambiaron una mirada que no escapó a Jarlaxle. Era una clara indicación de que, al entrar, se habían fijado en su consternación. El jefe mercenario no sabía qué conclusiones sacarían, pero en esos momentos no se sentía nada satisfecho.
—¿Entreri ha regresado a Calimport? —preguntó.
—Sí, está en la casa Basadoni —contestó Kimmuriel.
—Como debe ser. Interrogaremos a los hombres que acaban de incorporarse a la banda y luego se los entregaremos a Ahdahnia. Dejad aquí a Berg’inyon y un pequeño contingente para que vigilen la operación.
Los dos lugartenientes volvieron a intercambiar una fugaz mirada, pero no objetaron nada. Con una inclinación de cabeza abandonaron la habitación.
Jarlaxle clavó los ojos en los huesos ennegrecidos que mostraba el espejo.
Era preciso, le susurró mentalmente Crenshinibon. Hubiera alertado a otros, que hubieran venido mejor preparados. Todavía no estamos listos para eso.
Jarlaxle se dio cuenta de que la Piedra de Cristal mentía. Crenshinibon no temía la intrusión de ojos curiosos ni tampoco el ataque de ningún ejército. Arrogante como era, la Piedra de Cristal estaba convencida de que podría convertir a la mayoría de cualquier fuerza de ataque de modo que se volviera contra quienes se negaran a someterse a ella. Jarlaxle se preguntó a cuántos podría llegar a controlar. ¿A cientos, a miles, a millones?
Crenshinibon «oyó» las silenciosas preguntas y las contestó proyectando en la mente de Jarlaxle imágenes de dominación, no sólo de las calles de Calimport, sino de todo el reino.
El drow cambió la posición del parche y se concentró en él para debilitar su conexión con la reliquia, al tiempo que se esforzaba en ocultarle, todo lo posible sus pensamientos. Jarlaxle sabía que Crenshinibon mentía, que no había matado al fugitivo por miedo a posibles represalias. Tampoco había desatado una fuerza tan aplastante contra el solitario jinete porque se opusiera a los argumentos de Jarlaxle a favor de salvarle la vida.
No. La Piedra de Cristal había matado al hombre justamente porque Jarlaxle le había ordenado lo contrario, porque el drow había cruzado la raya que marcaba su alianza y había tratado de asumir el control.
Crenshinibon no podía tolerar algo así.
¿Pero podría ella cruzar la raya en sentido contrario?
Era una idea desagradable que inquietó a Jarlaxle, el cual había pasado la mayor parte de su vida sin ser el servidor de nadie, ni siquiera de una madre matrona.
—Tenemos a los nuevos aliados totalmente dominados, lo que nos hace más fuertes —declaró Rai’gy sarcásticamente cuando se quedó a solas con Kimmuriel y Berg’inyon.
—A medida que nuestras filas crecen, también aumenta el peligro de que nos descubran —coincidió con él Berg’inyon.
—Y el peligro de que nos traicionen —añadió Kimmuriel—. Recordad que uno de los espías, que estaba bajo la influencia de Crenshinibon, se volvió contra nosotros cuando la lucha empezó. La dominación no es completa ni inquebrantable. Con cada nuevo soldado que se incorpora a nuestras filas, aumenta el riesgo de que estalle una rebelión interna. No es probable que ninguno de ellos se sustraiga a la dominación de Crenshinibon y nos cause un daño real (después de todo no son más que unos pobres humanos); pero no podemos descartar la posibilidad de que alguno escape y revele a su cofradía quiénes son los nuevos amos de la casa Basadoni.
—Todos estamos de acuerdo en cuáles serían las consecuencias si se descubriera nuestra presencia en la superficie —añadió Rai’gy en tono ominoso—. Ese grupo de espías vino a Dallabad en busca de la respuesta a esa pregunta, y cuanto más ampliemos la fachada de la cofradía Basadoni, más probable es que nos descubran. Estamos arriesgando nuestro anonimato por un estúpido anhelo de expansión.
Los otros dos guardaron silencio largo rato. Por fin, Kimmuriel preguntó en voz baja:
—¿Vas a decirle esto mismo a Jarlaxle?
—¿Debemos plantear este problema a Jarlaxle o al verdadero líder de Bregan D’aerthe? —replicó Rai’gy con amargo sarcasmo.
La atrevida proclamación del hechicero dio a sus interlocutores mucho que pensar. Por fin alguien se había atrevido a decir sin ambages que Jarlaxle había entregado el control de la banda a un artilugio sensible.
—Tal vez ha llegado el momento de que demos un golpe de timón —dijo Kimmuriel sombríamente.
Tanto él como Rai’gy habían servido a las órdenes de Jarlaxle durante muchísimo tiempo, por lo que comprendían las tremendas dificultades de lo que se planteaban. Arrebatar a Jarlaxle las riendas de Bregan D’aerthe sería tan complicado o más que tratar de robar la casa Baenre a su matrona durante los siglos que ésta la había gobernado con mano de hierro. En muchos aspectos, Jarlaxle era tan taimado, poseía tantas defensas y disfrutaba de una comprensión tan profunda de todo lo que lo rodeaba, que podría resultar un enemigo aún más formidable.
No obstante, los tres veían claramente que el asalto al poder había empezado a fraguarse cuando la casa Basadoni inició su expansión.
—Tengo una fuente que puede proporcionarnos más información sobre la Piedra de Cristal. Tal vez haya un modo de destruirla o, al menos, de anularla temporalmente para que Jarlaxle sea vulnerable —dijo Kimmuriel.
Rai’gy miró a Berg’inyon, y ambos asintieron con graves semblantes.
Artemis Entreri empezaba a comprender que se estaba cociendo la ruina de Jarlaxle y, por ende, la suya propia. Poco después de que la mayoría de los elfos oscuros regresara a la casa Basadoni, se había enterado del incidente en Dallabad y, por la expresión y el tono de voz de los drows, supo que muchos de los subordinados de Jarlaxle no se sentían precisamente entusiasmados con los últimos acontecimientos.
Tampoco Entreri. El asesino sabía que las quejas de Rai’gy y Kimmuriel tenían fundamento, y que la política de expansión de Jarlaxle estaba llevando a Bregan D’aerthe por un camino extremadamente peligroso. Cuando se filtrara la verdad sobre la casa Basadoni y del cambio de poder en Dallabad —y Entreri no tenía duda de que se acabaría sabiendo— todas las cofradías, todos los señores y todos los poderes de la región harían un frente común contra Bregan D’aerthe. Jarlaxle era astuto, y la banda de mercenarios poderosa —más aún ahora que contaban con la Piedra de Cristal—; pero, al final, todos serían definitivamente eliminados, uno a uno.
No, se dijo el asesino, seguramente no se llegaría a eso. El trabajo preliminar ya había sido hecho, y Entreri estaba convencido de que Rai’gy y Kimmuriel atacarían a Jarlaxle, y pronto. Los dos lugartenientes ponían cada día caras más largas, y sus palabras eran más y más audaces.
Esto planteó a Entreri una cuestión desconcertante. ¿Sería posible que la Piedra de Cristal estuviera alentando el golpe por el poder, tal y como la diosa Lloth alentaba los ataques entre las diferentes casas de Menzoberranzan? ¿Acaso pensaba la reliquia que saldría ganando si se aliaba con alguno de los dos lugartenientes de Bregan D’aerthe con poderes mágicos? ¿O quizá Jarlaxle estaba provocando el golpe mediante sus acciones a instancias de Crenshinibon o bajo su influencia directa?
Fuese como fuese, Entreri sabía que, pese a su última adquisición mágica, su posición se estaba debilitando. Desde cualquier perspectiva que contemplara la situación, Jarlaxle era vital para su propia supervivencia.
El asesino enfiló una familiar avenida, moviéndose discretamente entre la muchedumbre que abarrotaba las calles a primera hora de la noche, procurando mantenerse en las sombras sin meterse en líos. Tenía que hallar el modo de conseguir que Jarlaxle recuperara el mando y volviera a pisar terreno firme. Necesitaba que Jarlaxle controlara Bregan D’aerthe, no sólo las acciones de los mercenarios sino también sus corazones. Sólo así podría desbaratar un golpe que, si triunfaba, sellaría el destino de Entreri.
Sí, tenía que afianzar la posición de Jarlaxle y después buscar el modo de alejarse lo más posible de los elfos oscuros y sus peligrosas intrigas.
Los centinelas apostados a la puerta de La Ficha de Cobre no se sorprendieron al verlo y le informaron de que Dwahvel lo esperaba en la sala del fondo.
El asesino dedujo que la halfling ya estaba enterada de los últimos sucesos acaecidos en Dallabad y sacudió la cabeza, recordándose que precisamente era esa asombrosa habilidad de la halfling para obtener información lo que le había llevado esa noche a la taberna.
—Fue la casa Broucalle de Memnon —le informó Dwahvel tan pronto como Entreri hubo entrado en la sala y se hubo sentado en uno de los lujosos cojines colocados en el suelo frente a la halfling.
—Ha actuado con mucha rapidez —replicó Entreri.
—La torre de cristal es como un enorme faro que se alza en la arena del desierto. ¿Por qué se empeñan tus aliados en llamar la atención, cuando necesitan mantener su existencia en secreto?
Entreri no contestó con palabras, pero su expresión lo decía todo sobre los temores que lo embargaban.
—Se están equivocando —prosiguió Dwahvel, compartiendo los mismos temores que el asesino—. Tienen ya la casa Basadoni, una espléndida pantalla para comerciar con mercancías exóticas. ¿Por qué ir más allá y provocar una guerra que no pueden ganar?
Entreri tampoco respondió a eso.
—¿O acaso ha sido éste desde siempre el propósito de la banda drow? —inquirió Dwahvel con auténtica preocupación—. Tal vez te engañaron acerca de sus intenciones y te hicieron creer que habían venido en busca de beneficios, cuando no son más que la avanzadilla de un ejército que desea conquistar Calimport y todo Calimshan.
—No —la contradijo el asesino—. Conozco bien a Jarlaxle. Vino aquí para sacar provecho para su banda y beneficiar asimismo a quienes trabajaran con él. Así es como funciona él. No creo que jamás accediera a formar parte de algo tan peligroso como la avanzadilla de un ejército invasor. Jarlaxle no es un caudillo guerrero ni tiene las habilidades para serlo. Es más bien un oportunista al que le importa muy poco la gloria y mucho los lujos.
—Pero está llamando al desastre al construir un monumento tan evidente y tentador, como es esa torre. —Dwahvel ladeó su regordeta cabeza mientras estudiaba con atención la expresión preocupada de Entreri—. Por cierto, ¿qué es?
—¿Qué sabes tú de Crenshinibon, la Piedra de Cristal?
Dwahvel arrugó la frente y se abstrajo un momento en sus pensamientos antes de negar con la cabeza.
—Apenas nada —admitió—. Sólo que crea torres a su imagen.
—Se trata de una reliquia sensible de gran poder —le explicó Entreri—. No estoy seguro de que los fines de Crenshinibon y de Jarlaxle sean los mismos.
—Muchas reliquias poseen voluntad propia. No sería tan extraordinario que ésta también la tuviera.
—Averigua todo lo que puedas sobre la Piedra de Cristal —le pidió Entreri—, y hazlo rápido, antes de que tus temores se hagan realidad. —El asesino hizo una pausa y consideró cuál sería el curso de acción más conveniente para Dwahvel a la luz de los últimos acontecimientos—. Intenta descubrir cómo llegó a manos de Drizzt y dónde…
—Por los Nueve Infiernos, ¿qué es un «drizzt»?
Entreri iba a explicárselo, pero cambió de idea y se echó a reír al recordar que el mundo era, verdaderamente, muy grande.
—Era un elfo oscuro. Ahora está muerto.
—Ah, ya. Tu rival. Ese al que llamabas Do’Urden.
—Olvídalo, como yo he hecho —le ordenó Entreri—. Tan sólo es relevante porque fue a él a quien un secuaz de Jarlaxle arrebató la Piedra de Cristal. Se hizo pasar por un sacerdote de renombre llamado Cadderly, creo, que reside en las montañas Copo de Nieve.
—Un viaje muy largo —comentó la halfling.
—Mereció la pena. Y ambos sabemos que la distancia no es problema para un mago que conozca los hechizos adecuados.
—Te saldrá caro.
Con un giro de sus musculosas piernas, un movimiento que incluso hubiera resultado difícil a un avezado guerrero con la mitad de años que Entreri, el asesino se levantó. Su alta figura se cernía amenazadora sobre Dwahvel. Entonces, se inclinó hacia ella y le palmeó un hombro con la mano derecha enfundada en el guantelete mágico.
La halfling captó el mensaje.