Control y cooperación
La Ficha de Cobre estaba muy concurrida esa noche. Los clientes, en su mayoría halflings, se aglomeraban en torno a las mesas para jugar a los huesos o a otros juegos de azar, mientras comentaban en susurros los últimos acontecimientos acaecidos en la ciudad y los alrededores. Todos procuraban no alzar la voz, pues entre el puñado de humanos presentes en la taberna destacaban dos que habían tomado parte muy activa en los recientes sucesos tumultuosos.
Sharlotta Vespers era muy consciente de ser el blanco de casi todas las miradas y sabía que muchos de los halflings eran aliados secretos del hombre que la acompañaba. Había estado a punto de rechazar la invitación de Entreri para reunirse con él allí, en el local de Dwahvel Tiggerwillies, aunque se daba cuenta de lo acertado de la elección. La Ficha de Cobre estaba a salvo de las intromisiones de Rai’gy y Kimmuriel, algo que, a decir de Entreri, era imprescindible para poder hablar con libertad.
—No puedo creer que te pasees tranquilamente por las calles de Calimport con esa espada —criticó Sharlotta en voz baja.
—Admito que es un arma inconfundible —repuso Entreri con tranquilidad.
—Es una espada muy famosa. Cualquiera que conociera mínimamente a Kohrin Soulez y Dallabad sabe que él nunca se hubiera desprendido de ella voluntariamente. Y tú vas por ahí mostrándosela a todo el mundo. Muchos lo relacionarán con la caída de Dallabad y con la casa Basadoni.
—¿Cómo? —preguntó Entreri, haciéndose el inocente y provocando la exasperación de Sharlotta.
—Kohrin está muerto y Artemis Entreri lleva su espada —contestó la mujer en tono desabrido.
—¿Para qué quiere la espada si está muerto? —replicó Entreri despreocupadamente—. Todos creen que fue asesinado por su propia hija, para hacerse con el poder y, según todos los rumores, Ahdahnia no quiere dejarse atrapar por la Garra de Charon como su padre.
—¿Y así es como ha llegado a manos de Artemis Entreri? —inquirió Sharlotta, incrédulamente.
—También se rumorea que la negativa de Kohrin a vender la espada por el precio que le ofrecían (una cantidad de oro inmensa) precipitó el golpe por el poder —prosiguió el asesino, recostándose cómodamente en la silla—. Cuando Ahdahnia se enteró de que había rechazado el trato…
—Imposible —protestó Sharlotta, hablando entre dientes—. ¿De verdad esperas que alguien se trague ese cuento?
Entreri se limitó a sonreír irónicamente.
—Las palabras de Sha’lazzi Ozoule tienen credibilidad. Pocos días antes del golpe en Dallabad, se propuso a Kohrin la venta por medio de Sha’lazzi.
Sharlotta se apoyó en el respaldo de la silla mientras trataba con todas sus fuerzas de digerir y clasificar esa información. Ciertamente, en las calles se rumoreaba que Kohrin había sido asesinado en un golpe interno por el poder. Jarlaxle dominaba las fuerzas supervivientes de Dallabad por medio de la Piedra de Cristal, lo que daba consistencia a todos los informes procedentes del oasis. Mientras Crenshinibon tuviera en su poder a los antiguos soldados de Kohrin, nada indicaría que alguien había atacado Dallabad. Si Entreri no mentía —y Sharlotta no tenía ninguna razón para creerlo—, la negativa de Kohrin Soulez de vender la espada no se relacionaría con ningún robo ni ataque de la casa Basadoni, sino que se consideraría uno de los catalizadores del golpe.
Sharlotta miraba fijamente a Entreri con una mezcla de enfado y admiración. El asesino había planeado a la perfección cómo hacerse con la codiciada espada. Sabiendo cómo estaban las cosas entre Entreri y los peligrosos Rai’gy y Kimmuriel, Sharlotta no tenía la más mínima duda de que Entreri había favorecido el ataque drow contra Dallabad con el objetivo de conseguir la Garra de Charon.
—Estás tejiendo una malla muy embrollada —comentó la mujer.
—Supongo que hace demasiado tiempo que trato con elfos oscuros.
—Pero te mueves al filo del desastre. Muchas cofradías ya han relacionado la caída de Dallabad con la casa Basadoni, y ahora tú te exhibes con la Garra de Charon. Aunque los rumores que corren por la ciudad son verosímiles, tus acciones no contribuyen a distanciarnos del asesinato de Kohrin Soulez.
—¿Cuál es la postura del bajá Da’Daclan y del bajá Wroning? —inquirió Entreri con fingida inquietud.
—Da’Daclan es cauteloso y se mantendrá a la espera —contestó Sharlotta muy seriamente, y Entreri tuvo que reprimir una sonrisa al comprobar que había picado el anzuelo—. No obstante, no le gusta nada la situación, ni las graves implicaciones de lo sucedido en Dallabad.
—No creo que ocurra nada, a no ser que Jarlaxle se vuelva demasiado atrevido construyendo torres cristalinas —razonó Entreri con voz dramática y muy seria, para medir la reacción de Sharlotta sin decirle nada que ella no supiera ya. El asesino percibió un leve temblor en el labio de la mujer. ¿Era frustración, miedo, repugnancia? Entreri sabía que Rai’gy y Kimmuriel no aprobaban las acciones de Jarlaxle. Ambos lugartenientes tenían ideas propias y creían que la silente y dominante Piedra de Cristal podría causar serios problemas. Era obvio que a él lo habían enviado a matar a Morik para debilitar la presencia de Bregan D’aerthe en la superficie; pero ¿por qué entonces seguía viva Sharlotta? ¿Se habría aliado con quienes pretendían sentarse en el oscuro trono de Bregan D’aerthe?
»Lo hecho, hecho está y ya no puede cambiarse —sentenció Entreri—. Reconozco que deseaba la Garra de Charon (¿qué guerrero no la desearía?), pero con Sha’lazzi Ozoule difundiendo chismes acerca de la generosa oferta que se hizo a Kohrin y que éste rechazó, y con Ahdahnia Soulez proclamando el desdén que le inspiraban las decisiones de su padre, especialmente en lo referente a la espada, todo juega a favor de Bregan D’aerthe y de nuestro trabajo aquí. Jarlaxle necesitaba un refugio en el que alzar la torre, y yo le di uno. Ahora Bregan D’aerthe tiene ojos fuera de la ciudad, un lugar desde el que controlar cualquier posible amenaza que surja más allá de nuestra zona de control inmediata. Todos hemos salido ganando.
—Y Artemis Entreri tiene ahora la espada.
—Todos hemos salido ganando —repitió el asesino.
—Hasta que demos un paso en falso, nos pongamos en evidencia y todos se unan contra nosotros.
—Jarlaxle ha vivido en el borde del precipicio durante siglos y aún no se ha despeñado.
Sharlotta iba a replicar, pero en el último momento se tragó sus palabras. Entreri las conocía sin necesidad de oírlas. Eran palabras fruto del rápido toma y daca de la conversación, de la creciente excitación y del impulso del momento, que habían hecho que Sharlotta bajara la guardia brevemente. Estaba a punto de decir que en todos esos siglos Crenshinibon nunca había poseído a Jarlaxle.
—No digas nada de nuestras inquietudes a Rai’gy ni a Kimmuriel —exhortó Entreri—. Ya están lo suficientemente alarmados y cualquier ser asustado, incluso un drow, corre el peligro de cometer graves errores. Tú y yo lo miraremos de lejos; tal vez, si se llega a una guerra interna, encontraremos el modo de sobrevivir.
Sharlotta asintió y comprendió que las últimas palabras de Entreri eran una despedida. Así pues, se levantó, dijo adiós con una inclinación de cabeza y se marchó.
Entreri no se creyó sus asentimientos ni por un momento. Era muy probable que Sharlotta fuera inmediatamente a hablar con Kimmuriel y Rai’gy para tratar de sacar provecho de su conversación. Pero de eso se trataba, ¿no? Entreri acababa de forzar a Sharlotta para que la mujer descubriera quiénes eran sus verdaderos aliados en esa red de intrigas cada vez más tupida. El asesino sabía que sus últimas palabras, en el sentido de que ellos dos podrían hallar el modo de salvarse juntos, no harían mella en Sharlotta, pues la mujer lo conocía demasiado bien para creerse que Artemis Entreri iba a molestarse en incluirla en sus planes para escaparse de Bregan D’aerthe. Entreri había eliminado a otros aliados anteriormente —desde Tallan Belmer hasta Rassiter (el hombre rata)—, y no dudaría en clavar a Sharlotta una daga por la espalda. Sharlotta lo sabía, y Entreri sabía que ella lo sabía.
El asesino pensó que quizá Sharlotta, Rai’gy y Kimmuriel no se equivocaban al pensar que Crenshinibon ejercía una influencia negativa sobre Jarlaxle; que la reliquia estaba conduciendo al astuto mercenario en una dirección que podía condenar al fracaso los planes de Bregan D’aerthe en la superficie. Desde luego, a Artemis Entreri eso le importaba bien poco y se alegraría de ver a los elfos oscuros regresar a Menzoberranzan. Lo que realmente preocupaba al asesino era la dinámica de su relación con los principios de la banda drow. Rai’gy y Kimmuriel eran racistas declarados que odiaban a cualquiera que no fuese drow, especialmente a Entreri porque sus habilidades y su instinto de supervivencia representaban una amenaza para ellos. Sin la protección de Jarlaxle, Entreri podía imaginarse cuál sería su suerte. Aunque se sentía más fuerte con la Garra de Charon —la pesadilla de los magos— en sus manos, no se engañaba creyendo que tendría alguna posibilidad de victoria en un enfrentamiento contra el hechicero drow y el psionicista. Si Rai’gy y Kimmuriel asumían conjuntamente el mando de Bregan D’aerthe, con más de un centenar de guerreros drows a su disposición…
Artemis Entreri tenía todas las de perder.
Sabía, sin lugar a dudas, que si Jarlaxle caía, él estaba perdido.
Kimmuriel avanzaba por los túneles subterráneos de Dallabad invadido por el sentimiento de zozobra que le producía el inminente encuentro con un haszakkin, un desollador mental, un miembro de una raza tan impredecible como mortífera. No obstante, el drow acudía solo a la cita, para lo cual había tenido que engañar a Rai’gy.
Había cosas que sólo los poseedores de poderes mentales eran capaces de entender y juzgar.
Al doblar un súbito recodo en el túnel, Kimmuriel se topó con la criatura de cabeza bulbosa, sentada tranquilamente en una roca y recostada contra la pared. Yharaskrik tenía los ojos cerrados, pero Kimmuriel sabía que estaba despierto por la potente energía mental que emanaba de la criatura.
Parece que no me equivoqué al apostar por Bregan D’aerthe, dijo telepáticamente el illita. No había duda de quién vencería.
Los drows son más fuertes que los humanos, coincidió con él Kimmuriel, usando el vínculo telepático del illita para transmitirle sus pensamientos.
Más fuertes que esos humanos en concreto, lo corrigió Yharaskrik.
Kimmuriel asintió con la cabeza, pues no tenía ningún interés en discutir sobre ese tema, pero el illita insistió.
Más fuertes que Kohrin Soulez, obsesionado como estaba por un artilugio mágico en particular.
Kimmuriel empezó a entender qué unía al desollador mental con la lamentable cofradía del oasis Dallabad. ¿Por qué un ser del poder de Yharaskrik iba a perder su tiempo con criaturas tan inferiores a él?
Viniste aquí para observar la espada y el guantelete mágicos, declaró el drow.
Deseamos comprender todo aquello que puede ser capaz de vencernos, confesó Yharaskrik honestamente. Pero tanto la espada como el guantelete tienen sus limitaciones. Ninguno de ellos es tan poderoso como creía Kohrin Soulez, o vuestro ataque jamás habría tenido éxito.
De eso ya nos hemos dado cuenta.
No tenía previsto quedarme mucho más tiempo junto a Kohrin Soulez, dijo el illita. Pocas razas eran más meticulosas que los desolladores mentales, y si Yharaskrik pensaba marcharse era porque la Garra de Charon ya no tenía secretos para él.
El humano, Artemis Entreri, confiscó ambos objetos, explicó el drow.
Justamente ésta era su intención. El humano te teme, con razón. Posees un espíritu muy fuerte, Kimmuriel de la casa Oblodra.
El drow volvió a inclinar la cabeza.
Respeta la espada llamada Garra de Charon y aún más el guantelete que el humano lleva puesto ahora. Con ambos objetos puede utilizar tus poderes en tu contra, si no eres cauteloso.
Kimmuriel le aseguró mentalmente que vigilaría muy de cerca a Artemis Entreri y a su peligrosa nueva arma.
¿Ya ha acabado tu labor de observación de ambos objetos?, preguntó el drow.
Es posible.
Tal vez Bregan D’aerthe podría ofrecerte un puesto adecuado a tus especiales talentos, sugirió Kimmuriel. Sería fácil convencer a Jarlaxle de que aceptara al illita, ya que los elfos oscuros y los desolladores mentales solían ser aliados en la Antípoda Oscura.
El silencio de Yharaskrik fue muy revelador para el perspicaz e inteligente drow.
—¿Acaso tienes una oferta mejor? —preguntó en voz alta, riéndose entre dientes.
Será mejor que me mantenga al margen y que nadie en Bregan D’aerthe, excepto Kimmuriel Oblodra, conozca mi existencia, respondió Yharaskrik muy serio.
En un principio esta respuesta confundió al drow. ¿Acaso el illita temía que Bregan D’aerthe se pusiera del lado de Entreri y la Garra de Charon si surgía un conflicto entre él y el humano? Pero antes de poder asegurar al desollador mental de que tal cosa no ocurriría, Yharaskrik le transmitió una imagen muy clara: una torre cristalina que relucía bajo el sol entre las palmeras del oasis Dallabad.
—¿Las torres? —preguntó Kimmuriel a viva voz—. No son más que manifestaciones de Crenshinibon.
Crenshinibon, repitió Yharaskrik mentalmente, dándole un sentido de urgencia y gran importancia.
No es más que un artilugio mágico. Un nuevo juguete para la colección de Jarlaxle, explicó el drow.
No, es mucho más que eso. Yo la temo, y tú también deberías temerla.
Kimmuriel entrecerró sus relucientes ojos rojos, mientras se concentraba por completo en los pensamientos de Yharaskrik con la esperanza de confirmar los temores que tanto él como Rai’gy albergaban desde hacía un tiempo.
Crenshinibon se introduce en la mente de Jarlaxle, pero yo no puedo. Algo me lo impide, dijo el illita.
Es un parche que le tapa un ojo. Impide que ningún hechicero, ningún sacerdote ni nadie con poderes mentales le lea la mente.
Pero algo tan simple no es ninguna barrera para Crenshinibon, declaró Yharaskrik.
¿Cómo sabes tanto de ella?
Crenshinibon no es ningún misterio para mi pueblo. Se trata de una reliquia muy antigua que se ha cruzado en nuestro camino muchas veces, admitió el illita. De hecho, Crenshinibon , la Piedra de Cristal, nos desprecia porque somos los únicos a los que no puede seducir. Nuestra gran raza es la única que posee la disciplina mental necesaria para oponerse a su ansia de control absoluto. También tú, Kimmuriel, puedes sustraerte a la influencia de Crenshinibon.
El drow reflexionó durante un largo instante sobre las implicaciones de las palabras de Yharaskrik, pero, naturalmente, enseguida llegó a la conclusión de que el illita quería decir que tan sólo los poseedores de poderes mentales podían defenderse de las intrusiones de la Piedra de Cristal, pues el potente parche de Jarlaxle basaba su eficacia en la magia tradicional y no en los poderes psíquicos.
Crenshinibon dirige sus ataques al ego, explicó el illita. Convierte a su dueño en su esclavo con promesas de grandeza y riqueza.
Más o menos como los drows, replicó Kimmuriel, pensando en las tácticas que Bregan D’aerthe había utilizado con Morik.
Yharaskrik rió con un sonido gorgoteante y efervescente.
Cuanto más ambicioso es quien la posee, más fácilmente lo controla.
Pero ¿y si es ambicioso pero también cauteloso?, inquirió Kimmuriel, que nunca había visto a Jarlaxle anteponer su ambición al buen juicio, al menos hasta entonces, pues últimamente él, Rai’gy y otros habían empezado a cuestionar el acierto de algunas de las decisiones del jefe mercenario.
Algunos inferiores pueden sustraerse a su llamada, admitió el illita. Para Kimmuriel era evidente que Yharaskrik consideraba inferior a cualquiera que no fuese illita o, al menos, poseedor de poderes mentales. Crenshinibon no es capaz de influir sobre paladines, sacerdotes bondadosos, reyes justos o campesinos nobles, pero cualquiera que desee más —¿y quién de las razas inferiores no lo desea, drows incluidos?— y que no descarte el engaño y la destrucción como medios para lograr sus fines, inevitablemente caerá en las garras de Crenshinibon.
Desde luego, a Kimmuriel le parecía muy lógico. Esto explicaba por qué la Piedra de Cristal no había influido en Drizzt Do’Urden ni en sus «heroicos» amigos. También explicaba el comportamiento reciente de Jarlaxle, y confirmaba las sospechas de Kimmuriel de que Bregan D’aerthe estaba en peligro.
En circunstancias normales, no rechazaría una oferta de Bregan D’aerthe, agregó Yharaskrik seguidamente, aunque dando tiempo a Kimmuriel para que asimilara la información previa. Al menos, tú y los de tu raza sois interesantes, y probablemente podría aprender algo de vosotros, pero mucho que temo que, muy pronto, Crenshinibon dominará todo Bregan D’aerthe.
¿Por qué teme Yharaskrik algo así si, con Crenshinibon al mando, nos moverían las mismas ambiciones de siempre?, preguntó el drow, aunque temía conocer la respuesta.
No confío en los drows, pero conozco lo suficiente vuestros deseos y vuestros métodos para darme cuenta de que no tenemos por qué ser enemigos entre el ganado humano. No confío en ti, pero no te temo, porque no ganarías nada con destruirme. Eres consciente de que estoy unido a una comunidad y que, si me mataras, te ganarías unos enemigos muy peligrosos.
Kimmuriel asintió con la cabeza, dándole la razón al illita.
Sin embargo, los actos de Crenshinibon no son racionales, prosiguió Yharaskrik. La Piedra de Cristal lo devora todo, es un azote para el mundo; controla todo lo que puede y destruye lo que no puede controlar. Es la pesadilla de los demonios, aunque éstos ansían poseerla, y niega las leyes porque anhela la destrucción que provoca el caos. Tu diosa Lloth adoraría un artilugio como éste y gozaría con el caos que genera, aunque, naturalmente, lo que no le gustaría es que Crenshinibon no actúa con un fin concreto (como hacen sus agentes drows) sino simplemente para devorar. Crenshinibon proporcionará mucho poder a Bregan D’aerthe —fíjate si no en los nuevos esclavos que os ha dado, incluyendo a la misma hija del hombre al que derrocasteis— pero, al final, Crenshinibon os abandonará y os enfrentará a enemigos tan poderosos que no podréis vencerlos. Ésta es la historia de la Piedra de Cristal, que se ha repetido una y otra vez a lo largo de los siglos. Crenshinibon es puro anhelo sin disciplina, por lo que inexorablemente acaba en pura destrucción.
Sin poder evitarlo, Kimmuriel se estremeció; había visto que ése era el destino que llamaba a la puerta de Bregan D’aerthe.
Lo devora todo, repitió Yharaskrik. Controla todo lo que puede y destruye lo que no puede controlar.
¿A ti, por ejemplo?, preguntó Kimmuriel.
—A mí y a ti —respondió Yharaskrik con su débil voz física—. «Torre de Voluntad Férrea y Mente en Blanco» —recitó el illita. Eran dos defensas mentales típicas y rápidamente disponibles que los psionicistas solían utilizar cuando se enfrentaban entre sí.
Kimmuriel gruñó al comprender la trampa que acababa de tenderle el illita, la alianza de necesidad que Yharaskrik —temeroso de que el drow lo traicionara a Jarlaxle y a la Piedra de Cristal— acababa de imponerle. Por supuesto Kimmuriel conocía esas defensas mentales y, si la Piedra de Cristal trataba de controlarlo, ahora que sabía que con esas defensas podía impedírselo, más aún, que automática e inevitablemente recurriría a ellas. Como cualquier ser dotado de poderes mentales, como cualquier ser racional, el ego de Kimmuriel nunca se avendría a ser poseído.
El drow clavó largamente la mirada en el illita. Odiaba a Yharaskrik, pero también simpatizaba con los temores que Crenshinibon le inspiraba. Se le ocurrió que, tal vez, Yharaskrik acabara de salvarlo. Tarde o temprano Crenshinibon iría a por él, para dominarlo o destruirlo, y si Kimmuriel no hubiera descubierto el modo de impedir a tiempo la intrusión de la Piedra de Cristal, se hubiera convertido en un enemigo situado en una posición muy desfavorable. Pero ahora era él, y no Crenshinibon, quien tenía la sartén por el mango.
—¿Nos seguirás? —preguntó al illita con la esperanza de obtener una respuesta afirmativa.
El drow se sintió invadido por una oleada de pensamientos. Pese a que eran muy ambiguos, Kimmuriel supo que Yharaskrik tenía la intención de no perder de vista a la peligrosa Piedra de Cristal.
Así pues, la necesidad los había convertido en aliados.
—No me gusta nada —dijo con su vocecilla aguda Dwahvel Tiggerwillies. La halfling se aproximó a la mesa de Entreri arrastrando los pies y se sentó en la silla que había dejado libre Sharlotta.
—¿Es su belleza y su estatura lo que tanto te molesta? —replicó sarcásticamente el asesino.
—No —repuso la halfling, lanzándole una mirada de incredulidad—. Es su deshonestidad.
Entreri enarcó una ceja. ¿Acaso todos los habitantes de Calimport no eran básicamente unos manipuladores, incluyéndolo a él y a la misma Dwahvel? Si en Calimport ser deshonesto era razón suficiente para que a alguien le disgustara otra persona, la persona que pensara de ese modo estaría muy sola.
—Hay una diferencia —explicó Dwahvel, al mismo tiempo que interceptaba a un camarero que pasaba portando una bandeja llena y cogía una bebida.
—Es decir, que el problema sí es la belleza y la estatura —la reprendió Entreri con guasa.
Realmente encontraba divertidas sus propias palabras, pero lo que de verdad le causaba regocijo era ser capaz de hablar en ese tono. A lo largo de toda su vida, Artemis Entreri había conocido a muy pocas personas con las que poder mantener una conversación distendida, pero con Dwahvel se sentía tan a gusto que incluso había pensado en la conveniencia de contratar los servicios de un hechicero para descubrir si la halfling usaba algún tipo de encantamiento con él. Entreri apretó la mano enfundada en el guantelete y se concentró brevemente en el artilugio, tratando de descubrir cualquier tipo de emanación mágica proveniente de Dwahvel.
Pero tan sólo percibió un honesto sentimiento de amistad, algo que para Artemis Entreri era la más exótica de las magias.
—Muchas veces me he sentido celosa de las hembras humanas —respondió Dwahvel con sarcasmo, logrando mantener una cara muy seria—. La mayoría de ellas son tan altas que resultan irresistibles para los ogros.
Entreri rió en una manifestación de regocijo tan insólita que él fue el primer sorprendido.
—Hay una diferencia entre Sharlotta y muchos otros, incluido tú —prosiguió Dwahvel—. Todos participamos en el juego (después de todo, así es como sobrevivimos) y todos engañamos y conspiramos, mezclando la verdad y la mentira para lograr nuestros objetivos. Pero algunos, entre ellos Sharlotta, están confundidos en sus objetivos. Yo te comprendo. Sé cuáles son tus deseos, tus objetivos y sé que si te impido lograr esos objetivos, corro un riesgo. Pero también sé que, mientras no me cruce en tu camino, no tengo nada que temer de ti.
—Lo mismo pensaba Dondon Tiggerwillies —la atajó Entreri, refiriéndose al primo de Dwahvel, el que en otro tiempo fuera su mejor amigo en la ciudad. Entreri lo mató poco después de regresar de su duelo final con Drizzt Do’Urden, al hallarlo en un estado lastimoso.
—Lo que hiciste no le sorprendió, te lo aseguro. Era buen amigo tuyo y también él te habría matado en caso de haberte encontrado en la misma situación. Le hiciste un favor.
Entreri se encogió de hombros. Él no estaba tan seguro de eso, ni siquiera de cuáles habían sido sus verdaderas motivaciones para matarlo. ¿Lo había hecho para liberar a Dondon de su apetito voraz, de las cadenas que lo mantenían prisionero en una habitación y en un estado de incapacidad permanente? ¿O había matado al fracasado Dondon simplemente porque estaba enfadado con él, porque no podía soportar mirar el despojo en el que se había convertido?
—Sharlotta no es de fiar porque no se puede entender cuáles son sus verdaderos objetivos ni motivaciones —continuó Dwahvel—. Sharlotta desea poder, sí, como tantos otros, pero con ella uno no se imagina dónde cree que puede encontrarlo. No es leal ni siquiera con quienes son coherentes con su carácter y sus acciones. No, Sharlotta trata siempre de sacar beneficio a expensas de todo y de todos.
Entreri asintió con la cabeza en manifiesta aprobación. Sharlotta nunca había sido santo de su devoción y, al igual que Dwahvel, jamás había confiado en ella. Sharlotta Vespers no tenía escrúpulos ni principios; era una manipuladora nata.
—Se pasa de la raya continuamente —declaró Dwahvel—. A mí nunca me han gustado las mujeres que utilizan su cuerpo para lograr lo que desean. Yo también tengo mis encantos, ya sabes, pero nunca me he rebajado hasta ese punto.
El desenfadado comentario de la halfling pintó otra sonrisa en el rostro de Entreri, aunque sabía que sólo bromeaba a medias. Realmente Dwahvel poseía sus propios encantos: un físico agradable y atractivo, ropa que le sentaba bien, un ingenio muy agudo y un sentido muy desarrollado de lo que la rodeaba.
—¿Qué tal te va con tu nueva compañera? —inquirió la halfling.
Entreri la miró con curiosidad. Dwahvel tenía por costumbre saltar de un tema a otro.
—Me refiero a la espada —se explicó Dwahvel con fingida exasperación—. Por fin la posees, o ella te posee a ti.
—Yo la poseo a ella —le aseguró el asesino, llevándose una mano a la ósea empuñadura.
Dwahvel le lanzó una mirada suspicaz.
—Todavía no he medido mis fuerzas con la Garra de Charon —tuvo que admitir Entreri, sin apenas poderse creer lo que estaba haciendo—, pero no creo que deba temer su poder.
—¿Igual que Jarlaxle tampoco cree que deba temer a Crenshinibon? —preguntó Dwahvel, y Entreri volvió a enarcar una ceja—. Ha construido una torre de cristal —arguyó la halfling con su habitual perspicacia—. Si debemos creer a los viejos sabios, éste es uno de los deseos más básicos de la Piedra de Cristal.
Entreri iba a preguntarle cómo podía ella saber algo acerca de la Piedra de Cristal, de la torre en Dallabad ni de la conexión entre ambas cosas, pero decidió ahorrarse la molestia. Pues claro que Dwahvel lo sabía. Ella siempre sabía, y éste era otro de sus encantos. En las conversaciones que habían mantenido, Entreri había dejado caer suficientes indirectas para que la halfling sacara conclusiones, y además tenía un número increíble de otras fuentes. Si Dwahvel Tiggerwillies se había enterado de que Jarlaxle poseía un artilugio llamado Crenshinibon, sin duda habría acudido a los sabios para que le dijeran, a cambio de unas monedas, cualquier detalle, por insignificante que pareciera, sobre la poderosa reliquia.
—Jarlaxle cree que la controla —dijo Dwahvel.
—No subestimes a Jarlaxle. Muchos lo han hecho y ahora están muertos.
—No subestimes a la Piedra de Cristal —replicó la halfling—. Muchos lo han hecho y ahora están muertos.
—Pues qué combinación tan maravillosa —comentó Entreri con total naturalidad. Se llevó una mano a la barbilla, se acarició la suave piel de la mejilla y se tironeó la exigua perilla, mientras reflexionaba sobre lo dicho y sus implicaciones.
Dwahvel se encogió de hombros, sin comprometerse.
—Más que eso —prosiguió Entreri—. Jarlaxle aceptará gustosamente la unión si Crenshinibon demuestra que está a su altura. Aquí radica la diferencia entre él y yo —aunque se dirigía a Dwahvel, Entreri hablaba más bien para sí mismo, para tratar de poner en orden sus pensamientos sobre ese complicado asunto—. Jarlaxle se asociará con Crenshinibon, si es necesario, y hallará el modo de que los objetivos de ambos coincidan.
—Pero Artemis Entreri no tiene socios.
Entreri pensó sobre ello cuidadosamente e incluso miró fugazmente la espada que ahora le pertenecía, un arma sensible y poderosa, una espada con un espíritu hecho sin duda para quebrar y dominar.
—Es cierto. No tengo socios y tampoco los quiero. La espada me pertenece y me será útil. Eso es todo.
—¿O?
—O la arrojaré a la ácida boca de un dragón negro —masculló con firmeza el asesino en un tono que no invitaba a discrepar.
—¿Quién es más fuerte, entonces? ¿Jarlaxle, que cuenta con socios, o Entreri, el solitario?
—Yo —respondió Entreri sin el menor titubeo—. Es posible que ahora Jarlaxle parezca el más fuerte, pero inevitablemente uno de sus socios lo traicionará y provocará su caída.
—Nunca has podido soportar que te dieran órdenes —comentó Dwahvel con una carcajada—. Por eso el mundo, tal como es, te irrita.
—Yo no acepto órdenes si no confío en quien las imparte —replicó Entreri en tono de broma, lo que indicaba que no se había ofendido. De hecho, ponía un calor en las palabras poco habitual en él, únicamente atribuible al encanto de Dwahvel Tiggerwillies—. Es por esto, mi querida Dwahvel Tiggerwillies, que el mundo tal como es me irrita. Era muy joven cuando aprendí que no podía confiar en nadie y que sólo podía contar conmigo mismo. Si confías en otros, estás llamando al engaño y la traición, y muestras una vulnerabilidad que otros pueden explotar. Es una debilidad.
Dwahvel se recostó en la silla para digerir las palabras de Artemis Entreri.
—Pero, al hablarme como acabas de hacerlo, demuestras que me tienes confianza. ¿Eres por eso más débil, amigo mío?
Entreri sonrió de nuevo. Era una sonrisa torcida que tanto podía ser de regocijo como de advertencia para que no siguiera por esa línea.
—Tal vez es, simplemente, que os conozco a ti y a tu banda lo suficiente para saber que no tengo nada que temer —declaró con arrogancia el asesino, levantándose y estirándose—. O tal vez es que nunca has sido tan estúpida como para darme una orden.
Ahora Dwahvel también sonreía, pero ella lo hacía sinceramente. En los ojos de Entreri percibía un destello de reconocimiento. Quizás, a modo de ver de Entreri, las conversaciones que mantenían eran una pequeña debilidad pero, le gustara o no admitirlo, lo cierto era que el asesino realmente confiaba en ella, acaso más profundamente de lo que había confiado en nadie en toda su vida. Al menos, más que desde que alguien —que Dwahvel imaginaba que debió ser uno de sus padres o un pariente cercano— lo había traicionado, provocándole una herida que aún no había cicatrizado.
Entreri se encaminó a la puerta con su habitual andar natural y despreocupado, tan equilibrado y elegante como el de un bailarín. Muchas cabezas se volvieron para ver cómo se iba, pues eran muchos quienes siempre querían saber por dónde andaba el peligroso Artemis Entreri.
Pero no era éste el caso de Dwahvel Tiggerwillies. Al poco de la muerte de Dondon, había comprendido la relación que los unía, su especial amistad. Sabía que, si algún día se cruzaba en el camino de Artemis Entreri, éste la mataría, pero también sabía hasta dónde podía llegar sin peligro.
La sonrisa de Dwahvel era genuina y satisfecha mientras contemplaba cómo su peligroso amigo abandonaba La Ficha de Cobre.