8

Cuestión de razón

La torre se queda donde está. Jarlaxle lo ha decidido —anunció Kimmuriel—. La fortaleza apenas ha sufrido daños, por lo que Dallabad puede seguir funcionando como antes, y nadie de fuera del oasis sabrá que se ha producido un ataque.

—Funcionando —repitió Rai’gy, pronunciando con desdén esa odiosa palabra. El mago se quedó mirando fijamente a Entreri, que entró en la torre de cristal a su lado. La mirada de Rai’gy decía claramente que lo consideraba responsable de todo lo ocurrido ese día y que tendría que responder con la vida si algo iba mal—. ¿Es que Bregan D’aerthe va a dedicarse ahora a recaudar peajes?

—Dallabad será más provechoso para Bregan D’aerthe de lo que supones —respondió Entreri en su deficiente idioma drow—. Por lo que respecta a todos los demás, podemos mantener este lugar separado de la casa Basadoni. Los aliados que dejaremos aquí vigilarán la carretera y se enterarán de las noticias mucho antes de que éstas lleguen a Calimport. Podemos lanzar muchas de nuestras operaciones desde aquí, lejos de las miradas curiosas del bajá Da’Daclan y sus esbirros.

—¿Y quiénes son esos aliados de confianza que harán funcionar Dallabad en beneficio de Bregan D’aerthe? —inquirió Rai’gy—. Yo pensaba en Domo.

—Domo y sus repugnantes hombres rata no abandonarán las cloacas —dijo Sharlotta Vespers.

—Un agujero demasiado bueno para ellos —masculló Entreri.

—Jarlaxle ha insinuado que quizá con los supervivientes de Dallabad será suficiente. Han muerto pocos —explicó Kimmuriel.

—¿Aliarnos con la cofradía conquistada? —Rai’gy sacudió la cabeza—. ¿Una cofradía cuya caída hemos precipitado nosotros?

—No es en absoluto comparable a lo que sería aliarse con una casa conquistada en Menzoberranzan —declaró Entreri, que había percibido el error en la analogía que había establecido interiormente el elfo oscuro. Rai’gy estaba mirando las cosas a través del cristal oscuro de Menzoberranzan, considerando las contiendas y las rencillas generacionales entre miembros de la misma familia o de las diversas familias.

—Ya veremos —repuso el mago, e indicó por señas a Entreri que se quedara con él mientras Kimmuriel, Berg’inyon y Sharlotta empezaban a subir la escalera que conducía al primer piso de la torre mágica de cristal.

—Sé que deseabas la conquista de Dallabad por razones personales —dijo Rai’gy cuando se quedaron solos—. Quizá por venganza, o para conseguir ese guantelete que llevas así como la espada que ahora te cuelga de la cadera. De un modo u otro, no creas que me has engañado, humano.

—Dallabad es una valiosa adquisición —replicó Entreri, sin ceder ni un ápice—. Jarlaxle ha encontrado un lugar donde poder construir la torre cristalina y mantenerla con seguridad. Todos hemos salido ganando.

—Sobre todo, Artemis Entreri.

En respuesta, el asesino desenvainó la Garra de Charon y se la ofreció en posición horizontal a Rai’gy para que la examinara y se apercibiera de su belleza. La espada poseía una reluciente hoja delgada y muy afilada de color rojo, con figuras embozadas y altas guadañas grabadas desde la empuñadura hasta la punta, y una acanaladura negra en el centro. Entreri entreabrió la mano para que Rai’gy viera el pomo en forma de calavera y una empuñadura semejante a vértebras blanqueadas. Hasta el gavilán, la empuñadura había sido forjada de modo que pareciera una columna vertebral y una caja torácica, mientras que el gavilán se asemejaba a los huesos de la pelvis, con las piernas muy abiertas dobladas hacia la cabeza, de modo que la mano del espadachín encajaba perfectamente entre los límites del hueso. Tanto el pomo como la empuñadura y el gavilán eran blancos, como huesos descoloridos, con la única excepción de las cuencas de los ojos del cráneo, pues un momento eran como dos pozos negros y al otro parecían relucir con destellos rojos.

—Estoy muy contento con el trofeo que he conseguido —admitió Entreri.

Rai’gy examinaba la hoja sin pestañear aunque, lenta e inevitablemente, fue a posarse en el otro tesoro, menos obvio: el guantelete negro con pespuntes rojos que Entreri llevaba en la mano derecha.

—Las armas como éstas pueden convertirse fácilmente en una maldición —declaró el hechicero—. Pecan de arrogancia y con demasiada frecuencia infectan la mente de quienes las poseen con ese mismo orgullo estúpido, y los resultados suelen ser desastrosos.

Las miradas de ambos se quedaron prendidas. Poco a poco, Entreri esbozó una sonrisa irónica.

—¿Que extremo preferirías sentir? —le preguntó, aproximando un poco más hacia Rai’gy la mortífera espada, y contestando así a la amenaza del mago con otra.

Rai’gy entrecerró sus ojos oscuros y se marchó.

Entreri conservó la sonrisa mientras miraba cómo ascendía los peldaños aunque, en verdad, las palabras de Rai’gy le habían tocado una fibra sensible. La Garra de Charon poseía una voluntad muy fuerte. —Entreri la sentía claramente— y, si alguna vez se descuidaba, podría llevarlo al desastre o destruirlo, tal como había hecho con Kohrin Soulez.

El asesino bajó la mirada para contemplar su propia postura, mientras se repetía —una humilde advertencia a sí mismo— que jamás debía tocar ninguna parte de la espada con la mano desnuda.

Ni siquiera Artemis Entreri podía negar la necesidad de ser cauteloso si no quería sufrir una muerte tan terrible como la que había presenciado, cuando la Garra de Charon quemó la piel de la cabeza de Soulez.

Crenshinibon domina fácilmente a la mayoría de los supervivientes —anunció Jarlaxle a sus principales consejeros poco después, en la sala de audiencias que había creado en el segundo nivel de la torre—. Los observadores externos creerán que, simplemente, se ha producido un golpe dentro de la familia Soulez, seguido por una fuerte alianza con la cofradía Basadoni.

—¿Ahdahnia Soulez ha aceptado quedarse? —preguntó Rai’gy.

—Estaba dispuesta a asumir el mando en Dallabad antes incluso de que Crenshinibon invadiera sus pensamientos —explicó Jarlaxle.

—Vaya lealtad la suya —dijo Entreri por lo bajo.

Mientras el asesino lanzaba su sarcástica pulla a media voz, Rai’gy admitía:

—Esa joven empieza a gustarme más.

—¿Podemos confiar en ella? —quiso saber Kimmuriel.

—¿Acaso confiáis en mí? —fue la réplica de Sharlotta Vespers—. La situación se repite.

—Excepto que el líder de la cofradía era su padre —dijo Kimmuriel.

—No tenemos nada que temer de Ahdahnia Soulez ni de ninguno de los otros que van a quedarse en Dallabad —intervino Jarlaxle con energía, poniendo fin a la discusión—. Los supervivientes ahora pertenecen a Crenshinibon, y Crenshinibon me pertenece a mí.

A Entreri no se le escapó la expresión dubitativa que apareció en la faz de Rai’gy al oír las palabras de Jarlaxle. Él mismo se preguntaba si el líder mercenario no estaría confundido respecto a quién poseía a quién.

—Los soldados de Kohrin Soulez no nos traicionarán. Ni tampoco recordarán lo sucedido hoy —prosiguió Jarlaxle con total confianza—. Aceptarán como verdadera la historia que les vendamos, si eso es lo que queremos hacer. El oasis Dallabad estará tan seguro como si dejáramos aquí un ejército de elfos oscuros para vigilar las operaciones.

—¿Y confiarás el mando a esa Ahdahnia, aunque acabemos de matar a su padre? —dijo Kimmuriel. Era más una afirmación que una pregunta.

—A su padre lo mató su obsesión por una espada. Ella misma me lo ha dicho. —Mientras él hablaba, todas las miradas convergieron en el arma que Entreri llevaba al cinto. Rai’gy, en particular, no apartó su amenazante mirada de Entreri, como si repitiera silenciosamente la advertencia que le había hecho en su última conversación.

Para el hechicero era más una amenaza que una advertencia, un modo de recordarle que él, Rai’gy, vigilaría todos y cada uno de sus movimientos con mucha más atención y que estaba convencido de que, en efecto, había utilizado a Bregan D’aerthe en beneficio personal, lo cual era una práctica muy peligrosa.

—A ti no te gusta esto —comentó Kimmuriel a Rai’gy, ya de regreso a Calimport.

Jarlaxle se había quedado en el oasis Dallabad, asegurando lo que quedaba de las fuerzas de Kohrin Soulez y para explicar a Ahdahnia Soulez el ligero cambio de orientación en las operaciones de la cofradía.

—Pues claro que no. Cada día que pasa, es como si el objetivo que nos trajo a la superficie se ampliara. Creía que a estas alturas ya habríamos regresado a Menzoberranzan y, en vez de eso, estamos echando tallos cada vez más profundos.

—Raíces, querrás decir —lo corrigió Kimmuriel en un tono que demostraba bien a las claras que tampoco él aprobaba la continua expansión de las actividades de Bregan D’aerthe en la superficie.

En un principio, los planes de Jarlaxle consistían en salir a la superficie y establecer una serie de contactos, en su mayoría humanos, que actuarían como hombres de paja en las transacciones comerciales de la banda de mercenarios drows. Aunque nunca había entrado en detalles, las explicaciones de Jarlaxle hicieron creer a ambos que pasarían en la superficie un corto período de tiempo.

Pero Bregan D’aerthe se había expandido, habían construido incluso una estructura física, y había más planificadas, y habían añadido una segunda base de operaciones a la casa Basadoni. Aunque no lo decían en voz alta, ambos elfos oscuros pensaban que lo peor de todo no era eso, sino que quizás había algo más detrás del progresivo cambio de actitud de Jarlaxle. Tal vez el líder mercenario se había equivocado al arrebatar al renegado Drizzt Do’Urden una cierta reliquia.

—Jarlaxle le ha cogido gusto a la superficie —prosiguió Kimmuriel—. Todos sabíamos que estaba un poco cansado de las continuas luchas internas de Menzoberranzan, pero tal vez subestimamos hasta qué punto.

—Es posible. O es posible que, sencillamente, nuestro amigo necesite que le recuerden que éste no es nuestro lugar.

Kimmuriel se quedó mirándolo fijamente, preguntando en silencio cómo podría nadie «hacer recordar» algo al temible Jarlaxle.

—Empezaremos por los bordes —respondió Rai’gy, repitiendo una de las máximas favoritas de Jarlaxle y una de las tácticas favoritas de Bregan D’aerthe. Siempre que la banda iniciaba una operación de infiltración o conquista, empezaban royendo los bordes del enemigo, es decir rodeando el perímetro y avanzando poco a poco hasta cerrar el círculo—. ¿Ha entregado ya las joyas Morik?

Allí estaban, ante él, en todo su malvado esplendor.

Artemis Entreri contempló largo rato la Garra de Charon sin apartar ni por un momento la vista, frotando los dedos contra las palmas húmedas de sus manos desnudas. Una parte de él quería alargar una mano, asir la espada y librar cuanto antes una batalla que sabía inevitable entre su propia fuerza y la de la silente arma. Si él ganaba, la espada le pertenecería verdaderamente, pero si perdía…

El asesino revivió los últimos y horribles momentos de la miserable vida de Kohrin Soulez.

Y fue justamente el recuerdo de esa vida lo que lo impulsó hacia una acción en apariencia suicida. Él no quería convertirse en otro Soulez. No quería ser el prisionero de la espada, un hombre encerrado en una prisión que él mismo se había creado. No, sería el amo, o moriría.

No obstante, era un modo de morir tan espantoso…

Entreri alargó un brazo hacia la espada, mientras hacía acopio de toda su fuerza de voluntad para resistir el ataque.

Entonces oyó movimiento en el pasillo, fuera de su cuarto.

Inmediatamente se enfundó la manopla, asió la espada con la mano derecha y la devolvió a la vaina que le colgaba de la cadera, todo esto en un único y elegante movimiento, que completó justo cuando la puerta de sus aposentos privados —si es que una habitación ocupada por un humano podía ser considerada privada en Bregan D’aerthe— se abrió de golpe.

—Ven conmigo —le ordenó Kimmuriel, quien dio media vuelta y salió.

Entreri no se movió. Tan pronto como el drow se dio cuenta de ello, regresó con una expresión burlona en su hermoso rostro anguloso. Pero esa expresión curiosa se tornó amenazadora cuando sus ojos se posaron en el asesino, que se mantenía casi inmóvil.

—Ahora posees un arma verdaderamente excelente —comentó Kimmuriel—. Un magnífico complemento a tu inmunda daga. No temas. Ni Rai’gy ni yo subestimamos el poder del guantelete que pareces llevar siempre puesto en la mano derecha. Conocemos sus poderes, Artemis Entreri, y también cómo vencerlos.

Entreri continuaba mirando sin pestañear al psionicista drow. ¿Era un bluf? ¿O acaso los ingeniosos Kimmuriel y Rai’gy habían hallado realmente un modo de burlar el guantelete que anulaba la magia? El asesino sonrió irónicamente, seguro de que fuese cual fuese el secreto al que el drow hacía referencia no le serviría de nada allí y entonces. Entreri sabía, y se lo comunicó con la mirada a Kimmuriel, que podía cruzar la habitación, superar fácilmente cualquier defensa mental que el drow pudiese levantar y atravesarlo con la poderosa Garra de Charon.

Si el drow, siempre tan frío y seguro de sí, se sentía molesto o preocupado, su rostro no lo reveló.

Pero el de Entreri tampoco.

—Hay algo que hacer en Luskan —habló al fin Kimmuriel—. Nuestro amigo Morik no ha entregado las joyas, como debía.

—¿Seré de nuevo vuestro mensajero? —preguntó Entreri con sarcasmo.

—No, esta vez no hay ningún mensaje para Morik. Nos ha fallado —respondió Kimmuriel fríamente.

Era una declaración tan definitiva que afectó profundamente a Entreri, aunque logró disimular su sorpresa hasta que Kimmuriel hubo dado media vuelta y salió nuevamente de la habitación. Desde luego, el asesino se daba cuenta de que el drow acababa de ordenarle que fuera a Luskan y matara a Morik. No era nada insólito, pues, al parecer, Morik no estaba a la altura de las expectativas de Bregan D’aerthe. No obstante, a Entreri se le antojaba extraño que Jarlaxle estuviera dispuesto a cortar tan sencillamente el único hilo que lo unía a un mercado tan prometedor como Luskan sin siquiera pedir algún tipo de explicación al taimado rufián. Últimamente Jarlaxle se comportaba de manera rara, desde luego, pero ¿tan confuso estaba?

Mientras echaba a andar en pos de Kimmuriel, al asesino se le ocurrió que quizás esa operación no tenía nada que ver con Jarlaxle.

Sus sentimientos y sus temores se acrecentaron cuando entró en una pequeña habitación, siguiendo a Kimmuriel, y dentro sólo encontró a Rai’gy. —Kimmuriel había desaparecido— esperándolo.

—Morik nos ha vuelto a fallar —declaró el hechicero de inmediato—. No podemos darle ninguna otra oportunidad. Sabe demasiado de nosotros y, en vista de tal falta de lealtad, ¿qué podemos hacer? Ve a Luskan y elimínalo. Será sencillo. Las joyas no nos interesan. Si las tiene, gástatelas como te apetezca. Lo único que quiero es el corazón de Morik. —Mientras acababa de hablar, se hizo a un lado y dejó a la vista una puerta mágica que había creado. La borrosa imagen del interior mostró a Entreri el callejón situado al lado de donde vivía Morik.

—Tendrás que quitarte el guante para atravesar la puerta —dijo Kimmuriel con picardía, lo que hizo que Entreri se preguntara si, tal vez, todo eso era una artimaña para atacarlo cuando fuera vulnerable. Sin embargo, el asesino ya había previsto tal contingencia mientras seguía a Kimmuriel, por lo que se limitó a reírse quedamente, aproximarse a la puerta mágica y atravesar el umbral sin vacilar.

Inmediatamente se halló en Luskan y volvió la mirada para ver cómo la puerta mágica se cerraba a su espalda. Kimmuriel y Rai’gy lo miraban con unas caras que eran todo un poema.

Entreri les dijo adiós con un gesto burlón de la mano enguantada, mientras la puerta dimensional se esfumaba. El asesino sabía que los drows se estarían preguntando cómo era posible que ejerciera un control tan completo sobre el guantelete mágico. Estaban tratando aún de calibrar su poder y sus limitaciones, cosas que ni siquiera Entreri conocía todavía. Desde luego, no pensaba dar ninguna pista a sus discretos adversarios, por lo que había cambiado el guantelete real por el falso con el que tan bien había engañado a Kohrin Soulez.

Cuando la puerta mágica se cerró, salió del callejón, se enfundó el guante verdadero y guardó el otro en una pequeña bolsa que llevaba bajo los pliegues de su capa, enganchada en el cinturón, a la espalda.

Primero fue a la habitación de Morik y descubrió que el ratero no había reforzado la seguridad con ninguna trampa o truco nuevos. Este comportamiento sorprendió a Entreri, pues si Morik estaba decepcionando a sus despiadados patrones debería esperar una visita como la suya. Además, era obvio que el rufián no había huido.

Como no le apetecía quedarse allí y esperar, el asesino salió a las calles de Luskan a recorrer todas las tabernas y esquinas. Los pocos mendigos que se le acercaron huyeron al toparse con su gélida mirada. Un carterista tuvo la osadía de tratar de robarle la bolsa, que Entreri había sujetado al cinturón en el lado derecho, pero Entreri le destrozó la muñeca con una simple torsión de la mano y lo dejó sentado en el arroyo.

Algo más tarde, cuando pensó que ya era hora de regresar a casa de Morik, se topó con una posada llamada Cutlass, situada en la calle de la Media Luna. El local estaba casi vacío. El corpulento tabernero frotaba la sucia barra, mientras un hombrecillo flacucho sentado frente a él no dejaba de parlotear. Uno de los pocos clientes que quedaban llamó la atención del asesino.

El hombre estaba cómodamente sentado en el extremo más alejado de la barra, a la izquierda, con la espalda contra la pared y la capucha de una harapienta capa echada sobre el rostro. A juzgar por su respiración, sus hombros hundidos y la inclinación de su cabeza parecía dormir, pero Entreri se fijó en algunos signos muy reveladores —tenía la cabeza inclinada en el ángulo correcto para gozar de una espléndida visión de lo que le rodeaba—, que indicaban lo contrario.

Al asesino no le pasó por alto la leve tensión de uno de los hombros del durmiente cuando él entró en su campo de visión.

Entreri fue directo a la barra y se colocó junto al hombrecillo nervioso y flacucho, que dijo:

—Arumn ya no sirve más por esta noche.

Con una sola mirada de sus ojos oscuros, Entreri tomó la medida a quien había hablado.

—¿Mi oro no es lo suficientemente bueno para ti? —preguntó al tabernero, volviéndose lentamente hacia el corpulento hombre situado detrás de la barra.

Entreri se dio cuenta de que el tabernero le dirigía una larga mirada apreciativa, tras la cual asomó un nuevo respeto en sus ojos. No le sorprendió. Ese tabernero, como otros de su oficio, sobrevivía fundamentalmente porque comprendía a su clientela. Los movimientos elegantes y sólidos de Entreri revelaban de qué era capaz. El presunto durmiente no dijo nada, así como tampoco el hombrecillo nervioso.

—Eh, Josi sólo bromeaba, como siempre —comentó Arumn, el tabernero—. Aunque es cierto que esta noche pensaba cerrar antes. Apenas he tenido clientela.

Dándose por satisfecho, Entreri echó un vistazo a la izquierda, hacia la figura que fingía dormir.

—Dos jarras de aguamiel —pidió, al tiempo que depositaba sobre la barra un par de relucientes monedas de oro, que era diez veces más de lo que costaba la bebida.

El asesino continuaba observando al «durmiente» como si ni Arumn ni Josi existieran. Este último no paraba de rebullir a su lado e incluso le preguntó su nombre, pero el asesino hizo oídos sordos, limitándose a evaluar al durmiente, estudiando cada movimiento y comparándolos con lo que ya sabía de Morik.

Al oír el tintineo de cristal sobre la barra, se volvió. Entreri cogió una jarra con la mano derecha, protegida por el guantelete, y se llevó el oscuro líquido a los labios, mientras asía la segunda jarra y, en vez de alzarla, la lanzaba hacia la izquierda. La jarra resbaló veloz sobre la barra en un curso ligeramente diagonal hacia el borde exterior, perfectamente calculado para que cayera sobre el regazo del hombre supuestamente dormido.

El tabernero lanzó un grito de sorpresa, mientras Josi Puddles se ponía de pie de un brinco y daba un paso hacia Entreri, el cual lo ignoró.

La sonrisa del asesino se hizo más amplia cuando Morik —porque realmente era Morik— alzó una mano en el último segundo para detener la jarra de aguamiel, moviendo la mano en un amplio arco para absorber el impacto y asegurarse de que, si salpicaba algo, no le cayera encima.

Entreri bajó del taburete, cogió su jarra de aguamiel e hizo una seña a Morik para que lo acompañara afuera. Pero apenas había dado un paso cuando percibió un movimiento hacia su brazo. Se volvió y pilló a Josi Puddles a punto de agarrarlo por el brazo.

—¡Ni hablar del peluquín! —exclamó el hombrecillo flacucho—. ¡De aquí no sale nadie llevándose las jarras de Arumn!

Entreri observó la mano que se le acercaba y alzó la vista para mirar a Josi Puddles directamente a los ojos. Con sólo una mirada y ese ominoso comportamiento sereno y mortal, le dijo que si llegaba siquiera a rozarle el brazo, muy probablemente lo pagaría con su vida.

—Nadie se lleva… —empezó a repetir Josi, pero la voz le falló y la mano se quedó inmóvil. Lo sabía. Vencido, el enclenque hombrecillo tuvo que apoyarse en la barra.

—Las monedas que te he dado pagarán de sobra las jarras —dijo Entreri al tabernero, que pareció haberse contagiado del nerviosismo de Josi.

Mientras se encaminaba hacia la puerta, Entreri aún tuvo el placer de oír cómo Arumn reñía a Josi por su estupidez.

Fuera, la calle aparecía silenciosa y oscura. Por la postura cautelosa y el modo en que sus ojos miraban rápidamente en todas direcciones, Entreri notaba el desasosiego de Morik.

—Tengo las joyas —anunció el rufián enseguida y echó a andar hacia su casa, seguido por Entreri.

Al asesino le pareció muy curioso que Morik le entregara las joyas —y por el tamaño de la bolsa había conseguido todas las que los drows querían— tan pronto como entraron en la oscura habitación. Si Morik las tenía, ¿por qué no las había entregado en el momento convenido? Morik el Rufián no era ningún tonto y tenía que darse cuenta de que sus jefes eran extremadamente peligrosos.

—Me preguntaba cuándo vendrías a buscarlas —dijo Morik. Era evidente que hacía esfuerzos por parecer completamente calmado—. Las conseguí al día siguiente de que te marcharas, pero no he sabido nada de Kimmuriel ni de Rai’gy.

Entreri asintió, sin mostrar sorpresa. De hecho, cuanto más lo pensaba, menos le sorprendía. Después de todo, se trataba de drows, seres que mataban a su conveniencia o capricho. Tal vez le habían enviado a él a matar a Morik con la esperanza de que el rufián resultara ser el más fuerte de los dos. Tal vez no les importaba quién de los dos muriera y sólo querían gozar del espectáculo.

O, tal vez, Rai’gy y Kimmuriel estaban ansiosos de sacudir los fundamentos que Jarlaxle estaba creando para Bregan D’aerthe. Matar a Morik y a cualquier otro como él, cortar todos los vínculos y regresar a su hogar. El asesino alzó el guante en el aire para tratar de percibir cualquier tipo de emanación mágica. Detectó algunas en Morik así como otros duomer s de poca importancia dentro y alrededor de la habitación, pero nada que pareciera un hechizo de adivinación. Tampoco podría haber hecho nada en caso de detectar ese tipo de hechizo o la presencia de psionicistas en la zona, pues ya había aprendido que el guantelete únicamente podía atrapar energías mágicas dirigidas específicamente contra él. De hecho, sus poderes eran bastante limitados. Podría detener uno de los rayos de Rai’gy y devolvérselo, pero si el mago drow llenaba la habitación con una bola de fuego mágico…

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Morik al distraído asesino.

—Fuera de aquí. Sal de este edificio y vete de la ciudad, al menos por una temporada.

Morik lo miró perplejo.

—¿Estás sordo o qué?

—¿Es una orden de Jarlaxle? —inquirió el rufián—. ¿Teme que me hayan descubierto y que puedan llegar a él a través de mí?

—¡Que te largues! Soy yo quien te lo ordena, ni Jarlaxle ni mucho menos Rai’gy o Kimmuriel.

—¿Soy una amenaza para ti? ¿Estoy impidiendo tu ascenso dentro de la cofradía?

—¿Cómo puedes ser tan estúpido?

—¡Me prometieron que me harían rico! —protestó Morik—. La única razón por la que…

—Fue porque no tenías otro remedio —lo interrumpió Entreri—. Sé que fue así, y quizá por eso estoy dispuesto a perdonarte la vida.

Morik sacudió la cabeza, muy alterado y aún escéptico.

—Luskan es mi hogar —empezó a decir.

La Garra de Charon abandonó su vaina en un estallido rojo y negro. Entreri la blandió hacia abajo, junto a Morik, a izquierda y derecha, tras lo cual trazó un arco justo por encima de la cabeza del ladrón. La espada dejó estelas de ceniza negra que dejaron a Morik casi encerrado dentro de esas paredes opacas. Los movimientos de Entreri habían sido tan veloces, que el confundido y deslumbrado rufián ni siquiera había tenido tiempo de sacar su daga.

—No me han enviado para recoger las joyas ni siquiera para reñirte o avisarte, grandísimo idiota, sino para matarte —dijo Entreri con una voz tan fría que helaba la sangre.

—Pero…

—No tienes ni idea de la maldad de tus nuevos aliados. Huye, Morik, abandona esta casa y esta ciudad. Corre si quieres salvar la vida, idiota. Si no te encuentran fácilmente, no te buscarán. Para ellos no merece la pena molestarse por ti. Huye a donde no te encuentren y reza para haberte librado de ellos.

Morik se quedó allí, rodeado por las paredes de ceniza negra que flotaban mágicamente en el aire, con la mandíbula desencajada por el asombro. El rufián echó un vistazo a derecha e izquierda y luego tragó saliva, indicando así a Entreri que acababa de darse cuenta de que estaba en sus manos. Pese a que en su anterior visita el asesino había salvado fácilmente todas las trampas colocadas por Morik, éste no había entendido la extrema peligrosidad de Entreri hasta que presenció esa brutal exhibición de esgrima.

—¿Por qué…? —osó preguntar Morik—. Soy su aliado, soy los ojos de Bregan D’aerthe en el norte. El mismo Jarlaxle me ordenó que…

La carcajada de Entreri lo silenció.

—Eres un iblith, o sea basura, un no drow, lo cual te convierte en un mero juguete en manos de los elfos oscuros. Me han ordenado que viniera a matarte.

—Pero tú los desafías. —Su voz no dejaba entrever si creía a Entreri.

—Crees que esto es una prueba de lealtad —supuso Entreri correctamente, sacudiendo la cabeza—. Morik, los elfos oscuros no ponen a prueba la lealtad de nadie, porque no la esperan. Ellos se limitan a predecir acciones basadas meramente en el miedo.

—Pero tú los estás traicionando al dejar que me escape. Tú y yo no somos amigos, apenas nos hemos visto y no me debes nada. ¿Por qué haces esto?

Entreri se inclinó hacia atrás y reflexionó sobre las palabras de Morik más profundamente de lo que éste podría haber esperado. El ladrón tenía razón: sus acciones carecían de lógica. Entreri podría haber cumplido la misión encomendada y regresar a Calimport sin asumir ningún riesgo. Por lógica, nada ganaba perdonando la vida a Morik.

¿Por qué lo hacía?, se preguntó el asesino. Había matado a muchas personas y a menudo en situaciones similares; a instancias de un jefe de cofradía que quería castigar a un insolente o a un subordinado que lo amenazaba. Había matado a personas sin saber qué delito habían cometido, personas quizá semejantes a Morik, que no había hecho nada.

No, esto último no era del todo cierto. Todos y cada uno de sus asesinatos habían sido cometidos contra personas asociadas con el mundo del crimen, o contra personas honestas que, de algún modo, se habían visto involucradas en asuntos sucios y se le habían cruzado en el camino. Incluso Drizzt Do’Urden, el paladín drow, se había convertido en enemigo de Entreri al evitar que éste capturara a Regis y recuperara el rubí mágico que el insensato halfling había robado al bajá Pook. Le había costado años, pero la muerte de Drizzt Do’Urden había sido un punto álgido de su carrera, además del castigo por haber metido las narices en lo que no le importaba. Tanto en la mente como en el corazón de Entreri, todos quienes habían muerto a sus manos participaban de un modo u otro en el gran juego y habían renunciado a su inocencia en la búsqueda del poder o del beneficio material.

Para él, todos a quienes había asesinado se lo merecían, pues él era un asesino entre asesinos, un superviviente en un juego brutal que no permitía que las cosas fuesen de otro modo.

—¿Por qué? —preguntó de nuevo Morik, arrancando a Entreri de sus cavilaciones.

El asesino se quedó mirando al ladrón un instante y dio una respuesta rápida y sencilla a una pregunta demasiado compleja en esos momentos. Pero en el fondo esa respuesta contenía más verdad de lo que Entreri imaginaba.

—Porque odio a los drows más que a los humanos.