La ventaja se convierte en desastre
Kohrin Soulez alzó un brazo al frente y centró todos sus pensamientos en el guantelete negro con galones rojos que llevaba en la mano derecha. Los galones parecían palpitar, transmitiendo al reservado Soulez, que vivía recluido, una sensación que le era ya muy familiar.
Unos ojos curiosos estaban posados en él y en su fortaleza.
Soulez se concentró aún más en la manopla mágica. Recientemente, un mediador de Calimport le había sondeado por si le interesaba vender su amada espada, la Garra de Charon. Por supuesto, Soulez había descartado de inmediato tan absurda idea. La espada le era más querida que muchas de sus muchas esposas, incluso más que muchos de sus numerosos hijos. Había sido una oferta en firme, que le prometía riquezas inimaginables a cambio de la espada.
Soulez conocía lo suficiente a los miembros de las cofradías de Calimport y había poseído la Garra de Charon el tiempo suficiente para saber lo que podría ocurrir tras rechazar de plano una oferta como ésa, por lo que no le sorprendió descubrir que se había convertido en el centro de atención de unos ojos curiosos. Según sus propias investigaciones, el posible comprador podría ser Artemis Entreri y la cofradía Basadoni, por lo que Soulez había centrado su atención en ellos.
Por mucho que buscaran sus puntos débiles, no encontrarían ninguno y tendrían que retirarse, creía él.
A medida que el hombre se sumergía más y más en las energías del guantelete, empezó a percibir un nuevo elemento, que sugería que, esta vez, tal vez no sería tan sencillo disuadir al potencial ladrón. Lo que Soulez percibía no era la energía mágica de un hechicero, ni las oraciones de un sacerdote adivino. No, la energía que sentía era distinta a lo que esperaba, aunque no era nada que él y el guantelete no pudieran comprender.
—Psionicistas —dijo en voz alta, apartando la mirada del guantelete para posarla en sus lugartenientes, que se mantenían en posición de firmes en la sala del trono.
Tres de ellos eran hijos suyos, el cuarto era un gran comandante militar de Memnon y el quinto un reputado ladrón de Calimport ya retirado. Soulez se alegró de que se tratara de un antiguo miembro de los Basadoni.
—Al parecer, Artemis Entreri y la cofradía Basadoni, si es que son ellos, cuentan con los servicios de un psionicista.
Los cinco lugartenientes murmuraron entre sí acerca de las implicaciones de ese hecho.
—Quizás ésta ha sido la ventaja con la que contaba Artemis Entreri durante todos estos años —sugirió el lugarteniente más joven, una hija de Soulez de nombre Ahdahnia.
—¿Entreri? —se rió Preelio—. ¿Que tiene gran fortaleza mental? Sí, sin duda. ¿Pero psionicistas? ¡Bah! Es tan bueno con la espada que nunca los ha necesitado.
—Pues quienquiera que sea que ambiciona mi tesoro tiene acceso a poderes mentales —repuso Soulez—. Creen que han hallado un punto débil en mí y en mi tesoro que pueden aprovechar. Desde luego, eso los hace aún más peligrosos. Debemos prepararnos para un ataque.
Los cinco lugartenientes se pusieron rígidos al oír esas palabras, aunque ninguno pareció demasiado preocupado. Kohrin Soulez había pagado una buena suma de dinero para asegurarse de que las cofradías de Calimport no habían urdido una conspiración contra Dallabad. Los cinco lugartenientes sabían que ninguna cofradía, ni siquiera dos o tres de ellas aliadas, podría reunir poder suficiente para conquistar Dallabad, no mientras Soulez conservara la Garra de Charon, que anulaba los poderes de cualquier mago.
—Ningún soldado logrará atravesar nuestros muros, y ningún ladrón conseguirá introducirse deslizándose entre las sombras —afirmó Ahdahnia con una sonrisa de seguridad.
—A no ser mediante algún diabólico poder mental —apostilló Preelio, mirando al anciano Soulez.
Pero el patriarca se limitó a reír.
—Ellos creen que han encontrado un punto débil —repitió—. Pero yo puedo detenerlos con esto —alzó el guantelete— y, por supuesto, con otros medios. —Soulez dejó que esta última idea flotara en el aire y su sonrisa pintó expresiones similares en los rostros de todos los presentes. Había un sexto lugarteniente, un discreto personaje al que apenas se consultaba y que se encargaba de los interrogatorios y la tortura, y que prefería pasar el menor tiempo posible con humanos.
—Reforzad todas las defensas —ordenó Soulez—. Yo me encargaré de los poderes mentales.
Con un ademán despidió a sus lugartenientes y volvió a concentrarse en su poderoso guantelete negro, concretamente en el pespunte rojo que lo recorría como hilos de sangre. Sí, podía sentir una débil mirada fisgona y, mientras deseaba que lo dejaran de una vez en paz, se dijo que disfrutaría poniendo un poco de emoción en su vida.
Sin duda, Yharaskrik lo haría.
Muy por debajo de la sala del trono de Kohrin Soulez, en lo más profundo de unos túneles cuya existencia muy pocos conocían, Yharaskrik había descubierto ya que alguien con poderes psíquicos había violado el oasis. Yharaskrik era un desollador mental, un illita, una criatura humanoide con una protuberante cabeza semejante a un enorme pulpo, con varios tentáculos que le nacían del rostro donde deberían haber estado la nariz, la boca y la barbilla. Los illitas eran seres repugnantes que poseían una enorme fuerza física, aunque sus verdaderos poderes eran mentales; unas energías mentales que eclipsaban los poderes de los magos humanos e incluso de hechiceros drows. Los illitas vencían a sus rivales apabullándolos con descargas de energía mental, tras lo cual los esclavizaban anulándoles la mente, o introducían sus horribles tentáculos dentro del cuerpo de la indefensa víctima y se daban un banquete con el tejido cerebral.
Yharaskrik llevaba muchos años trabajando con Kohrin Soulez. Éste lo consideraba un simple subalterno y creía que había cerrado un trato justo con él después de que lo hubiera vencido en una breve batalla durante la cual había atrapado la descarga enviada por la mente del illita dentro de la red mágica de su guantelete, que dejó a Yharaskrik incapaz de defenderse de un ataque con la mortífera espada. En verdad, si Soulez hubiera atacado, Yharaskrik se habría fundido con la piedra usando energías no dirigidas contra el humano y, por tanto, fuera del alcance del guantelete.
Pero, tal como Yharaskrik había calculado, Soulez no había atacado. En vez de eso, el humano le había propuesto un trato: su vida y un lugar cómodo en el que meditar —o fuese lo que fuese lo que hiciesen los illitas— a cambio de ciertos servicios, especialmente la defensa del oasis Dallabad.
En todos los años transcurridos desde entonces, Soulez jamás había tenido la más mínima sospecha de que Yharaskrik había ido a Dallabad y se había dejado vencer expresamente. El illita había sido elegido entre los miembros de su raza para buscar y estudiar la Garra de Charon, siguiendo la costumbre de los desolladores mentales de reunir conocimientos sobre todo aquello capaz de vencerlos. Yharaskrik apenas se había enterado de nada de interés sobre el guantelete en cuestión, pero no se sentía inquieto. Los brillantes illitas eran una de las razas más pacientes del universo, capaces de disfrutar más del proceso que de la consecución de sus objetivos. Yharaskrik se sentía satisfecho viviendo en ese túnel.
El desollador mental había captado un flujo de energía psiónica con la suficiente intensidad para estar seguro de que no procedía de otro illita que husmeara por el oasis Dallabad.
Yharaskrik, convencido de su superioridad como todos los de su raza, estaba más intrigado que preocupado. De hecho, le perturbaba un poco que ese idiota de Soulez hubiese capturado la llamada psíquica con su guantelete, pero, la llamada había regresado, redirigida a otro sitio. Yharaskrik la había contestado, internándose mentalmente cada vez más profundamente en las entrañas de la tierra.
Al descubrir la fuente de la energía, el illita no trató de disimular su asombro, y la criatura presente al otro lado, un drow, también quedó pasmado.
¡Haszakkin!, la mente del drow gritó instintivamente la palabra drow que significaba illita, y que llevaba una carga de respeto que los elfos oscuros otorgaban a muy pocas criaturas de otras razas.
¿Dyon G’ennivalz?, preguntó Yharaskrik. Era el nombre de una ciudad drow que el illita conoció bien en su juventud.
Menzoberranzan, respondió el drow telepáticamente.
Casa Oblodra, manifestó el brillante illita, pues esa atípica casa drow era bien conocida en todas las comunidades de desolladores mentales ubicadas en la Antípoda Oscura.
Ya no.
Yharaskrik percibió ira en esa respuesta y comprendió la razón cuando Kimmuriel le transmitió sus recuerdos sobre la caída de su arrogante familia. Durante el Tiempo de Conflictos toda la magia había quedado anulada durante un período de tiempo, pero no así los poderes psíquicos. En ese breve espacio de tiempo, las dirigentes de la casa Oblodra habían desafiado a las principales casas de Menzoberranzan, incluyendo a la poderosa matrona Baenre. Cuando la guerra entre los dioses dio un giro, la situación se invirtió y, mientras la magia convencional volvió a funcionar, los poderes psiónicos desaparecieron temporalmente. La respuesta de la matrona Baenre a las amenazas de la casa Oblodra fue arrasar la casa y eliminar a todos los miembros de la familia —excepto Kimmuriel, el cual logró huir de la ciudad utilizando su relación con Jarlaxle y Bregan D’aerthe— arrojándolos al abismo denominado Grieta de la Garra.
¿Pretendes conquistar el oasis Dallabad?, preguntó Yharaskrik. Honestamente esperaba una respuesta, pues entre las criaturas con poderes psíquicos solía establecerse un vínculo de lealtad más fuerte incluso que los vínculos de sangre.
Dallabad será nuestro antes del amanecer, contestó sinceramente Kimmuriel.
La conexión se interrumpió bruscamente. Yharaskrik comprendió la razón al ver a Kohrin Soulez irrumpir en la oscura cámara con la mano derecha enfundada en ese maldito guantelete que provocaba tantas interferencias con la energía psiónica.
El illita saludó con una reverencia a su supuesto amo.
—Nos han sondeado —dijo Soulez sin andarse por las ramas. El repugnante desollador mental percibió inmediatamente su tensión.
—Una incursión mental. Sí, también yo la he sentido —replicó el illita con su floja voz física.
—¿Poderosa?
Yharaskrik emitió un quedo gorgoteo, el equivalente illita a encogerse de hombros, con el que mostraba su falta de respeto hacia cualquier psionicista que no fuese illita. Pese a que el psionicista en cuestión no fuese humano sino drow y vinculado a una casa drow muy conocida entre el pueblo de Yharaskrik, era una valoración honesta. Aunque al desollador mental no le inquietaba demasiado tener que enfrentarse al psionicista drow, conocía a los elfos oscuros lo suficiente como para saber que Kimmuriel Oblodra sería el menor de los problemas de Kohrin Soulez.
—El poder siempre es un concepto relativo —contestó el illita enigmáticamente.
Mientras subía la larga escalera de caracol que lo conduciría de regreso a la planta baja de su palacio, Kohrin Soulez sentía el hormigueo de la energía mágica. El jeque de Dallabad echó a correr tan aprisa como pudo, poniendo al límite sus músculos y sus viejos huesos. Tenía el presentimiento de que el ataque ya había comenzado.
Poco a poco se fue calmando, dejó de correr y resopló, tratando de recuperar el aliento. Al llegar al nivel de la casa de la cofradía, se encontró con muchos de sus soldados que deambulaban hablando excitadamente, aunque parecían más curiosos que asustados.
—¿Es cosa tuya, padre? —le preguntó Ahdahnia. Los oscuros ojos de la mujer resplandecían.
Kohrin Soulez la miró curioso, comprendiendo que debía seguirle la corriente. Ahdahnia lo guió a una habitación exterior con una ventana que miraba al este.
Allí, en medio del oasis de Dallabad, ¡dentro de las murallas de su fortaleza!, se alzaba una torre cristalina que relucía bajo la brillante luz del sol. Era una imagen de Crenshinibon, la tarjeta de visita de la fatalidad.
Mientras contemplaba la mágica estructura, Kohrin Soulez sintió el hormigueo de la energía y cómo la mano derecha le palpitaba. Su guantelete era capaz de capturar energías mágicas e incluso volverlas en contra de quien las había conjurado. Nunca le había fallado, pero, con sólo echar un vistazo a la espectacular torre, Soulez tuvo conciencia de su propia insignificancia y de la de sus juguetes. No necesitaba salir afuera para saber que jamás podría absorber las energías mágicas de esa torre y que, si lo intentaba, lo consumirían a él y a su guantelete. El jeque se estremeció mientras se imaginaba una manifestación física de esa absorción, a él mismo paralizado como una gárgola en el borde superior de esa magnífica construcción.
—¿Es cosa tuya, padre? —insistió Ahdahnia.
La palidez del rostro de Kohrin Soulez apagó el entusiasmo en la voz de su hija así como la chispa que relucía en sus ojos.
Al otro lado de las murallas de Dallabad, protegido por un bosquecillo de palmeras y rodeado por globos mágicos de oscuridad, Jarlaxle lanzó una llamada a la torre. El muro exterior de ésta se alargó y envió una prolongación, un túnel con una escalera, que atravesó los globos de oscuridad y llegó hasta los pies del mercenario. Seguro de que todos los soldados ocupaban las posiciones asignadas, Jarlaxle inició el ascenso. Dirigió un pensamiento a la Piedra de Cristal y el túnel se retrajo, aislándolo en su interior.
Desde su privilegiada atalaya en medio de la fortaleza, Jarlaxle contempló el drama que se desarrollaba a su alrededor.
¿Puedes atenuar la luz?, preguntó telepáticamente a la torre.
La luz es fuerza, respondió Crenshinibon.
Para ti, quizá, pero a mí me molesta.
Jarlaxle tuvo una sensación semejante a una risita ahogada por parte de la Piedra de Cristal, pero ésta accedió a su petición e hizo más grueso el muro oriental, mitigando así la luminosidad que reinaba en la sala. Asimismo creó para Jarlaxle una silla flotante para que pudiera desplazarse sin esfuerzo por el perímetro de la torre y observar la batalla que estaba a punto de comenzar.
Fíjate, Artemis Entreri piensa tomar parte en el ataque, señaló la Piedra de Cristal, al mismo tiempo que enviaba al drow flotando al lado norte de la habitación. Jarlaxle miró con atención hacia abajo, más allá de los muros de la fortaleza, hacia las tiendas, los árboles y las rocas. Finalmente, con la ayuda de Crenshinibon, localizó al asesino, que acechaba en las sombras.
»No lo hizo cuando planeamos el ataque contra el bajá Da’Daclan, agregó la piedra. Por supuesto, la Piedra de Cristal sabía que Jarlaxle pensaba lo mismo que ella: el comportamiento de Entreri reforzaba las sospechas de que el asesino tenía un objetivo personal en esa aventura, algo que ganar que estaba fuera del dominio de Bregan D’aerthe o tendría consecuencias en la jerarquía del segundo nivel de la banda.
Fuese una cosa o la otra, tanto a Jarlaxle como a Crenshinibon les parecía más divertido que amenazador.
La silla flotante cruzó de nuevo la pequeña sala circular, poniendo a Jarlaxle en línea con el primero de los ataques de diversión; una serie de globos de oscuridad lanzados contra la parte superior de la muralla. Los soldados que defendían la fortaleza se dejaron invadir por el pánico, y corrieron para formar una nueva línea defensiva lejos de esas manifestaciones mágicas. —Jarlaxle notó que lo hacían de manera bastante ordenada—. Pero el verdadero ataque se preparaba bajo el patio interior de la fortaleza.
Rai’gy había cruzado el patio, avanzando dificultosamente tres metros cada vez, mientras con una varita lanzaba una serie de hechizos. A continuación, a partir de un túnel natural que afortunadamente ya existía bajo la fortaleza, el hechicero drow tejió el último de sus encantamientos que hizo desaparecer una sección de piedra y tierra.
Inmediatamente, los soldados de Bregan D’aerthe pasaron a la acción y ascendieron al patio interior levitando, al mismo tiempo que lanzaban hacia arriba más globos de oscuridad para tratar de confundir a sus enemigos y atenuar el cegador impacto del odiado sol.
—Deberíamos haber atacado de noche —dijo Jarlaxle en voz alta.
Durante el día es cuando mi poder es máximo, replicó enseguida Crenshinibon, y Jarlaxle sintió vívidamente el resto del razonamiento.
Crenshinibon le recordaba de manera no especialmente sutil que era más poderosa que todas las fuerzas combinadas de Bregan D’aerthe.
Por razones que aún no había empezado a desentrañar, esa manifestación de confianza desconcertó no poco al jefe mercenario.
Desde el agujero, Rai’gy impartía órdenes a los elfos oscuros, que corrían, cogían carrerilla para empezar a levitar y flotaban hacia la superficie, ansiosos por entrar en batalla. El hechicero se sentía especialmente animado ese día. La sangre le hervía, como siempre durante una conquista, aunque no le gustaba nada que Jarlaxle hubiera decidido lanzar el ataque al alba. Poner a los guerreros drows, acostumbrados a la oscuridad del mundo subterráneo, en desventaja simplemente para construir una torre cristalina desde la que observar la batalla le parecía un proceder estúpido. Sin duda, la torre ofrecía un aspecto impresionante y servía para exhibir ante los defensores de la fortaleza el poder de los invasores. Rai’gy reconocía el mérito de causar tal terror, pero cada vez que veía a un soldado drow entrecerrar los ojos cuando emergía del agujero y debía enfrentarse a la luz del sol, se irritaba al pensar en el sorprendente comportamiento de su jefe y tenía que apretar los dientes.
Asimismo le parecía demasiado arriesgado usar tan abiertamente a elfos oscuros en el ataque. ¿No podrían haber conquistado la fortaleza como planeaban hacer contra el bajá Da’Daclan, usando a humanos e incluso a soldados kobolds, mientras los drows se infiltraban sigilosamente? ¿Qué quedaría de Dallabad después de la conquista? Casi todos los supervivientes del ataque —y habría muchos, pues los elfos oscuros utilizaban en sus asaltos dardos impregnados con una droga narcótica— deberían ser ejecutados para que no pudiesen revelar a nadie la identidad de los invasores.
Rai’gy se recordó a sí mismo el lugar que ocupaba dentro de la cofradía. Sabía que si quería conseguir dentro de la organización el apoyo necesario para derrocar a Jarlaxle, éste debía cometer un error monumental que costara la vida a muchos soldados de Bregan D’aerthe. Tal vez ése sería el error.
El hechicero percibió un cambio en el timbre de los gritos que le llegaban desde arriba. Al alzar la vista, notó que la luz del sol parecía más brillante, ya que los globos de oscuridad habían desaparecido. El pozo creado mágicamente también se cerró de repente, atrapando entre la piedra a dos drows que levitaban. Sólo duró un momento, como si alguien hubiera anulado los duomer s que habían abierto los túneles, pero lo suficiente para aplastar a los infortunados soldados drows.
El mago maldijo a Jarlaxle, aunque procuró hacerlo en voz baja. Tuvo que recordarse que debía esperar en un lugar seguro el final del ataque y que, incluso si resultaba un completo desastre, era posible que no le fuera personalmente beneficioso.
Kohrin Soulez inició la retirada. Se sentía apabullado tanto por la presencia de elfos oscuros en el aislado Dallabad como por el contraataque mágico que había vencido a su guantelete. Soulez había salido del edificio principal con la idea de reunir a sus soldados, trazando en el aire líneas de lívida oscuridad con la hoja desnuda de la Garra de Charon color rojo sangre. Soulez había corrido hacia la zona en la que se producía la invasión, donde los globos de oscuridad y los chillidos de dolor anunciaban la batalla.
El guantelete no tuvo dificultad alguna en disipar esos globos de oscuridad ni tampoco en cerrar el agujero en el suelo por el que el enemigo se introducía dentro de la fortaleza, pero Soulez casi fue aplastado por una oleada de energía que respondía al contraataque mágico que él mismo lanzaba. Era una descarga de energía tan brutal, tan pura, que jamás podría contenerla. El jeque sabía que procedía de la torre.
¡La torre! ¡Elfos oscuros! ¡Dallabad estaba condenado!
Así pues, se retiró hacia el edificio principal tras ordenar a sus soldados que lucharan hasta la muerte. Mientras corría por los pasillos casi desiertos que conducían a sus aposentos, seguido por su querida Ahdahnia, envió una llamada telepática a Yharaskrik para que acudiera a ayudarlo.
No hubo respuesta.
—Me ha oído —aseguró Soulez a su hija—. Solamente debemos mantenernos lejos de los invasores hasta que Yharaskrik nos ayude a escapar. Entonces correremos a informar a los señores de Calimport de que los elfos oscuros están aquí.
—Las trampas y las puertas en los corredores contendrán al enemigo —replicó Ahdahnia.
Pese a la sorprendente naturaleza de los enemigos, la mujer estaba convencida de lo que decía. La red de largos corredores que recorrían el edificio principal de Dallabad, de forma casi circular, estaban flanqueados por pesadas puertas de piedra o madera reforzadas con metal capaces de repeler casi cualquier invasión de fuerzas físicas o mágicas. Asimismo, entre la muralla exterior y el sanctasanctórum de Kohrin Soulez se habían colocado tantas trampas, que detendrían incluso al ladrón más avezado.
Pero no al más listo.
Artemis Entreri había llegado hasta la base del muro septentrional de la fortaleza sin que nadie reparase en su presencia. No había sido tarea fácil —de hecho, en circunstancias normales habría sido del todo imposible, pues entre la fortaleza y la zona de árboles, tiendas, rocas y los pequeños lagos que formaban el oasis había unos treinta metros de campo abierto—, pero ésas no eran circunstancias normales. Después de ver cómo una torre se materializaba en el interior de la ciudadela, la mayoría de los guardias había corrido de acá para allá tratando de descubrir si se trataba de una invasión o si era un proyecto secreto de Kohrin Soulez. Incluso los guardias que custodiaban las murallas no habían podido evitar contemplar, maravillados y espantados, la asombrosa torre.
Entreri se atrincheró. La capa oscura que había tomado prestada —una piwafwi de camuflaje que no aguantaría mucho la luz del sol— le ofrecía algo de protección por si a alguno de los guardias se le ocurría asomarse por la muralla de más de seis metros de altura y mirar hacia abajo. El asesino esperó hasta que dentro estallaron gritos de lucha.
Para unos ojos no expertos, las murallas de la fortaleza de Dallabad parecían inexpugnables. Las junturas de mármol blanco pulido contrastaban agradablemente con la arenisca marrón y el granito gris. Pero para Entreri más que un muro era una escalera con grietas en las que apoyar los pies y asideros para las manos.
Escaló el muro en cuestión de segundos y se asomó por el borde. Los dos únicos guardias estaban ocupados cargando a toda prisa sus ballestas. Miraban hacia el patio, donde se libraba la batalla.
El asesino salvó el muro silenciosamente, embozado en la piwafwi, y pocos segundos después descendía por el otro lado de la muralla vestido como uno de los guardias de Kohrin Soulez.
Entreri se unió a un grupo de guardias que corría frenéticamente hacia el patio delantero, pero se alejó de él tan pronto como tuvo a la vista la batalla. El asesino trató de confundirse con el muro, mientras se acercaba a la puerta principal abierta, donde divisó a Kohrin Soulez. El jeque combatía la magia drow blandiendo su maravillosa espada. Cuando Soulez emprendió la retirada, Entreri procuró mantenerse algunos pasos por delante y entró en el edificio principal antes que Soulez y su hija.
El asesino corrió por los pasillos silenciosamente, sin que nadie lo viera, atravesando puertas abiertas, pasando por delante de las trampas, siempre por delante de los Soulez que huían así como de los soldados que cubrían la retirada de su jefe y aseguraban los corredores por detrás. El asesino llegó a la puerta principal de los aposentos privados de Soulez con tiempo suficiente para percatarse de las alarmas y las trampas colocadas en ella y anularlas.
Así pues, cuando Ahdahnia Soulez empujó la espléndida puerta decorada con pan de oro que conducía a los aposentos, en apariencia seguros, de su padre, Entreri ya estaba allí, esperando en silencio detrás de un tapiz que iba del suelo al techo.
Los tres soldados de Dallabad —bien entrenados, bien armados y bien pertrechados con su armadura de brillante cota de malla y pequeñas hebillas— se encararon a los tres elfos oscuros junto al muro occidental de la fortaleza. Pese a hallarse muy asustados, los humanos conservaron el suficiente aplomo para formar una defensa triangular y asegurarse las espaldas con el muro que se alzaba tras ellos.
Los drows se desplegaron y a continuación atacaron al unísono. Cada uno de ellos empuñaba dos asombrosas espadas drows, con las que ejecutaban los movimientos de ataque circular tan velozmente, que apenas podía distinguirse dónde acababa una espada y dónde empezaba la otra.
Los humanos se mantuvieron firmes en su posición, parando y desviando los golpes y reprimiendo el impulso de cargar ciegamente contra los rivales, tal como hacían algunos de sus camaradas con resultados desastrosos. Gradualmente, hablando rápidamente entre ellos para analizar todos los movimientos del enemigo, el trío empezó a descifrar la engañosa y brillante danza drow lo suficiente para lanzar uno o dos contraataques.
La lucha se prolongó. Los humanos, prudentemente, mantenían la posición sin seguir a ninguno de los elfos oscuros que fingían retirarse, ya que eso solamente conseguiría debilitar sus defensas. Las espadas mágicas con las que Kohrin Soulez había equipado a sus mejores soldados eran dignas oponentes de las armas drows.
Los elfos oscuros intercambiaron unas palabras que los humanos no entendieron, tras lo cual atacaron los tres a una, blandiendo las seis espadas en un vertiginoso movimiento. Los soldados de Soulez alzaron espadas y escudos para enfrentarse al desafío, y el entrechocar de metal contra metal resonó como una única nota.
Esa nota cambió poco después, perdió intensidad, y los tres humanos se dieron cuenta de que, por alguna razón que se les escapaba, los drows ahora sólo empuñaban una espada cada uno.
Mientras se defendían del continuado ataque drow alzando armas y escudos, se dieron cuenta demasiado tarde que habían dejado la parte inferior del cuerpo desprotegida al oír los chasquidos de tres pequeñas ballestas y sentir un pinchazo en el abdomen.
Los elfos oscuros recularon un paso. Tonakin Ta’salz, el soldado del centro, gritó a sus compañeros que lo habían alcanzado pero se encontraba bien. El compañero de su izquierda empezó a decir lo mismo, pero hablaba vacilando y arrastrando las palabras. Tonakin le echó un vistazo justo a tiempo de ver cómo caía de bruces al suelo. De la derecha no le llegó ninguna respuesta.
Tonakin se había quedado solo. El soldado inspiró profundamente y fue reculando a lo largo del muro mientras los tres elfos oscuros recogían sus espadas. Uno de ellos le dijo algo, que no entendió, aunque tampoco era necesario pues la expresión de su rostro era suficientemente elocuente.
El drow le estaba diciendo que hubiera sido mejor que se hubiera dormido. Tonakin no podía estar más de acuerdo con él, pues los tres drows se abalanzaron sobre él en un brutal y perfecto ataque combinado de seis espadas.
Tonakin Ta’salz era un guerrero muy bien entrenado, por lo que consiguió detener a dos.
La lucha se prolongaba en el patio y a lo largo de la muralla. Con armas físicas y magia, los mercenarios de Jarlaxle arrollaron a los soldados de Dallabad. El líder de Bregan D’aerthe había ordenado a sus drows que mataran al menor número posible de defensores, procurando dormirlos con los dardos narcóticos envenenados, y que aceptaran rendiciones. Sin embargo, se percató que bastantes elfos oscuros no daban opción a que los enemigos que no sucumbían al narcótico se rindieran.
El líder drow se limitó a encogerse de hombros, sin importarle la suerte de los humanos. Ni él ni sus mercenarios tenían suficientes oportunidades de combatir en una batalla declarada. Si morían demasiados soldados de Kohrin Soulez como para que el oasis siguiera funcionando, él y Crenshinibon sencillamente buscarían sustitutos. En cualquier caso, el poder de la Piedra de Cristal había obligado a Soulez a refugiarse en el edificio, y el asalto había llegado a la segunda fase.
Todo salía de maravilla. Tras asegurar el patio y la muralla, y penetrar en el edificio principal por varios puntos, Kimmuriel y Rai’gy aparecieron por fin en escena.
Kimmuriel ordenó que condujeran a su presencia a varios de los prisioneros aún despiertos, a los que obligó a que entraran en la casa antes que él. Usando sus poderes mentales, les leería los pensamientos mientras lo guiaban por el laberinto lleno de trampas hasta el objetivo: Soulez.
Jarlaxle se quedó dentro de la torre de cristal. Un parte de él deseaba ir abajo y unirse a la fiesta, pero decidió quedarse al margen y compartir ese momento con su más poderoso aliado, la Piedra de Cristal. Incluso permitió que Crenshinibon volviera a hacer menos espeso el muro oriental para que la luz del sol invadiera la habitación.
—¿Dónde se ha metido? ¡Yharaskrik! —Kohrin Soulez echaba chispas y daba vueltas airadamente por la habitación.
—Tal vez no puede llegar hasta aquí —razonó Ahdahnia. Mientras hablaba se acercó al tapiz.
Entreri sabía que podía salir de detrás del tapiz, matarla e ir a por su premio, pero resistió la tentación, intrigado y cauteloso.
—Tal vez la misma fuerza de la torre… —sugirió Ahdahnia.
—¡No! —la atajó Kohrin Soulez—. Yharaskrik está por encima de tales cosas. Su gente ve cosas, todo, de modo distinto.
Todavía no había acabado de hablar, cuando Ahdahnia ahogó una exclamación y retrocedió, cruzando el campo de visión de Entreri. La joven abrió muchos los ojos con la mirada posada en su padre, al que ahora Entreri ya no podía ver.
Confiando en que Ahdahnia estaba absorbida por lo que fuera que mirara, Entreri hincó sigilosamente una rodilla y osó asomarse por el borde del tapiz.
Lo que vio fue a un illita salir de una puerta dimensional y plantarse frente a Kohrin. ¡Un desollador mental allí!
El asesino buscó refugio de nuevo detrás del tapiz. La cabeza le daba vueltas. Muy pocas cosas en el mundo eran capaces de poner nervioso a Artemis Entreri, el cual había tenido que aprender a sobrevivir en las calles desde su más tierna infancia y había escalado posiciones hasta llegar a la cumbre de su profesión; había sobrevivido en Menzoberranzan y había salido bien parado de muchos combates contra elfos oscuros. Pero los desolladores mentales eran una de esas cosas. Entreri había visto a unos cuantos en la ciudad drow y los detestaba más que a cualquier otra criatura. Lo que tanto alteraba al asesino no era su aspecto físico, aunque cualquiera que no fuese illita los encontraría verdaderamente repulsivos, sino su conducta, esa visión del mundo radicalmente distinta a la que había hecho alusión Kohrin.
A lo largo de toda su vida Artemis Entreri había llevado siempre las de ganar porque comprendía a sus enemigos mejor de lo que éstos lo comprendían a él. Con los elfos oscuros le había costado un poco más, pues los drows poseían una experiencia demasiado dilatada y eran maestros en el arte de conspirar, por lo que no lograba llegar a su corazón.
Pese a que apenas había tratado con los illitas, su desventaja respecto a ellos era aún más fundamental e insalvable. Artemis Entreri jamás podría entender a ese particular enemigo, porque nunca podría llegar a mirar el mundo como un illita.
Era del todo imposible.
Así pues, el asesino trató de hacerse muy pequeño mientras escuchaba con atención todo lo que se decía, las inflexiones de voz e incluso las respiraciones.
—¿Por qué no has acudido antes a mi llamada? —preguntó Kohrin Soulez.
—Son elfos oscuros. Están dentro del edificio —contestó Yharaskrik con una voz gorgoteante y floja que a Entreri le recordó a un hombre muy anciano con la garganta llena de flema.
—¡Deberías haber venido antes! —gritó Ahdahnia—. Podríamos haber vencido a… —la mujer ahogó una exclamación al quedarse sin voz, se tambaleó hacia atrás y pareció que iba a caer. Entreri supo que el desollador le había lanzado una descarga de energía mental.
—¿Qué hago? —gimoteó Kohrin Soulez.
—No puedes hacer nada. Estás perdido —respondió Yharaskrik.
—¡Ne… negocia con ellos, padre! —exclamó Ahdahnia, que empezaba a recuperarse—. Dales lo que quieren o te matarán.
—De todos modos cogerán lo que quieren —le aseguró Yharaskrik, y añadió dirigiéndose a Kohrin—: No tienes nada que ofrecerles. Estás perdido.
—¿Padre? —de pronto, la voz de Ahdahnia sonaba débil, casi lastimera.
—¡Atácalos! ¡Acaba con ellos! —ordenó Kohrin Soulez al illita, amenazándolo con su mortífera espada.
Yharaskrik emitió un sonido que Entreri, el cual había hecho acopio de valor suficiente para asomarse por el borde del tapiz, interpretó como una expresión de regocijo. No una risa, sino más bien una tos entrecortada aunque clara.
Kohrin Soulez interpretó del mismo modo ese sonido, pues enrojeció de rabia.
—Son drows. ¿Es que no entiendes eso? No hay esperanza —dijo el illita.
Kohrin Soulez iba a ordenarle de nuevo que atacara a los invasores, pero, preso de una súbita inspiración, hizo una pausa, miró fijamente a su compañero de cabeza semejante a la de un pulpo y le acusó:
—Tú lo sabías. Cuando se produjo esa incursión mental en Dallabad, supiste que…
—Que el psionicista era drow —confirmó el illita.
—¡Traidor!
—No ha habido traición. Tú y yo nunca hemos sido ni amigos ni aliados —razonó el illita con lógica.
—¡Pero lo sabías!
Yharaskrik no se molestó en responder.
—¿Padre? —Ahdahnia temblaba como una hoja.
Kohrin Soulez respiraba dificultosamente. El jeque se llevó la mano izquierda al rostro para limpiarse el sudor y las lágrimas.
—¿Qué debo hacer? —se preguntó en voz alta—. ¿Qué…?
Yharaskrik tosió de nuevo para manifestar su regocijo y, esta vez, Entreri comprendió que el desollador mental se burlaba del pobre Kohrin. De pronto éste recuperó la compostura y fulminó con la mirada al illita.
—¿Te parece divertido? —le espetó.
—Me divierten las ironías de las especies inferiores. Cuánto se parecen tus gemidos a los que lanzaban las personas a las que has matado. ¿Cuántas te suplicaron en vano que les perdonaras la vida, del mismo modo que tú vas a suplicar en vano clemencia a unos enemigos tan poderosos que jamás podrías entenderlos?
—¡Pero tú los conoces muy bien! —exclamó Kohrin.
—Prefiero los drows a los lastimosos humanos —admitió Yharaskrik con franqueza—. Ellos nunca suplican clemencia si saben que no se les concederá. A diferencia de los humanos, aceptan los fallos de los seres individualistas. No existe una comunidad entre ellos, como tampoco existe entre los humanos, pero ellos comprenden y aceptan que son falibles. —El illita inclinó levemente la cabeza y añadió—: Éste es todo el respeto que puedo demostrarte ahora, en la hora de tu muerte. Podría lanzarte un flujo de energía para que la capturaras y la dirigieras contra los elfos oscuros, que ya están muy cerca te lo aseguro, pero no lo haré.
Artemis Entreri supo entonces que Kohrin Soulez pasaría de la desesperación a la cólera de quien no tiene nada que perder; una reacción que había presenciado muchas veces durante las duras décadas vividas en la calle.
—¡Aún tengo el guantelete! —exclamó Kohrin con voz sonora, mientras apuntaba a Yharaskrik con su magnífica espada—. ¡Al menos tendré el placer de ser testigo de tu muerte!
Antes de que acabara de hablar, el illita ya había desaparecido como si se hubiera fundido con la piedra.
—¡Maldito sea! ¡Maldito…! —El jeque interrumpió sus diatribas cuando en la puerta resonó un golpe.
—¡La varita! —gritó Kohrin a su hija, volviéndose hacia ella y hacia el gran tapiz que decoraba sus aposentos privados.
Ahdahnia, con ojos desorbitados, ni siquiera trató de coger la varita que llevaba al cinto. Sin mudar de expresión, se desplomó.
Allí estaba Artemis Entreri.
Kohrin Soulez contempló boquiabierto cómo su hija se derrumbaba aunque, en el fondo, solamente le importaba la suerte de Ahdahnia por lo que pudiera afectar a su seguridad, así que clavó la mirada en Entreri.
—Hubiera sido mucho más fácil si me hubieras vendido la espada —comentó el asesino.
—Sabía que tú estabas detrás de esto, Entreri —gruñó Kohrin Soulez, dando un paso hacia él, empuñando la espada de filo rojo sangre, que relucía.
—Te ofrezco otra oportunidad para venderla. —Kohrin se quedó inmóvil, con una expresión de total incredulidad en el rostro—. La espada a cambio de su vida —propuso el asesino, señalando a Ahdahnia con la punta de su daga—. No te puedo ofrecer salvar la tuya; eso tendrás que negociarlo con otros.
Al otro lado de la puerta sonó otro golpetazo, seguido por ruidos de lucha.
—Están muy cerca, Kohrin Soulez. Están cerca y son imparables.
—Has traído elfos oscuros a Calimport —gruñó Kohrin.
—Vinieron por voluntad propia. Yo simplemente fui lo bastante prudente como para no tratar de oponerme a ellos. Te lo ofrezco por última vez: la Garra de Charon a cambio de Ahdahnia. No está muerta, sólo dormida. —Como para demostrarlo enseñó a Kohrin un extraño dardo de pequeño tamaño, un dardo drow impregnado con una droga narcótica—. Dame la espada y el guantelete, y tu hija vivirá. Después podrás negociar para tratar de salvar la vida. La espada no te servirá de nada contra los drows, pues pueden destruirte sin necesidad de usar magia.
—Pero, si debo negociar para salvar la vida, ¿por qué no hacerlo espada en mano?
En lugar de responder, Entreri echó una mirada a Ahdahnia dormida.
—¿Puedo confiar en tu palabra? —preguntó Kohrin Soulez.
En vez de responder, Entreri le clavó su gélida mirada.
En la pesada puerta resonó un fuerte golpe. Como incitado por ese sonido de peligro inminente, Kohrin se abalanzó sobre Entreri blandiendo la espada.
El asesino podría haber matado a Ahdahnia y después eludir el ataque, pero no lo hizo. Su táctica consistió en ocultarse rápidamente detrás del tapiz e ir avanzando de rodillas. Detrás de él, Soulez hundía una y otra vez la Garra de Charon en el pesado tejido, destrozándolo con facilidad y llevándose incluso pedazos de muro.
Al salir por el otro lado, Entreri se encontró con un Soulez que avanzaba en su dirección con una expresión mezcla de locura y alborozo.
—Los drows me creerán muy valioso cuando entren aquí y vean que he matado a Artemis Entreri —chilló con voz aguda, lanzó una estocada, hizo un amago y trató de herir al asesino en un hombro.
Pero Entreri había desenvainado ya su espada, que sujetaba con la mano derecha mientras que en la izquierda blandía la daga, y la movió hacia arriba para desviar el golpe. Soulez era bueno, muy bueno, y antes de que Entreri pudiera avanzar hacia él con la daga, ya había adoptado una posición defensiva con su formidable arma.
El respeto lo mantenía alejado del hombre y, sobre todo, de esa devastadora arma. Sabía lo suficiente acerca de la Garra de Charon para comprender que un simple pinchazo, incluso en la mano a resultas de una parada, se infectaría y, muy probablemente, acabaría por matarlo.
Seguro de que había encontrado la abertura que necesitaba, el avezado asesino fue acechando a su rival lenta, muy lentamente.
Soulez atacó de nuevo con una estocada baja que Entreri eludió saltando hacia atrás, y otra alta, ante la cual el asesino se agachó. A continuación impulsó la espada hacia el abdomen de su rival en un movimiento brillante y veloz con el que hubiera logrado herir, aunque fuese superficialmente, a cualquier otro oponente.
En ningún momento Soulez estuvo cerca de tocar a Entreri. El jeque retrocedió dificultosamente y tuvo que lanzar una estocada lateral para mantener a raya al asesino, que se las había arreglado para colocarse a su derecha, mientras contrarrestaba con fuerza la tercera estocada.
Kohrin Soulez gruñó de frustración, viéndose de nuevo en igualdad de condiciones; se quedaron uno frente a otro, mirándose desde una distancia de aproximadamente tres metros. Entreri seguía acechando a su rival serenamente. Soulez avanzó hacia él oblicuamente con la intención de interceptarlo.
Entreri se dio cuenta de que Soulez avanzaba manteniendo un pie retrasado, listo para cambiar de dirección si a su rival se le ocurría huir.
—Estás desesperado por conseguir la Garra de Charon, pero no tienes ni idea de cuál es su auténtica belleza —le espetó Kohrin Soulez, riéndose entre dientes—. ¿Puedes imaginarte su poder y sus trucos, asesino?
Entreri continuaba retrocediendo, ora a la izquierda ora a la derecha, permitiendo que Soulez restringiera el campo de batalla. El asesino empezaba a ponerse nervioso, y los ruidos en la puerta indicaban que la resistencia en el pasillo había sido aplastada. Pese a que la puerta era sólida y muy resistente, acabaría por ceder, y Entreri necesitaba terminar el duelo antes de la entrada de Rai’gy y los elfos oscuros.
—Crees que soy un viejo —manifestó Soulez, al mismo tiempo que se lanzaba a fondo contra el asesino.
Entreri desvió el golpe y contraatacó, metió su acero bajo la espada de Soulez y la deslizó hacia afuera. Inmediatamente dio media vuelta y avanzó, atacando con la daga, pero tuvo que apartarse demasiado pronto de la poderosa espada de su rival. El ángulo de la parada era tal que el arma encantada se acercaba peligrosamente a una de sus manos. Al dejar de bloquear la espada, tuvo que recular rápidamente mientras Soulez lanzaba su ataque.
—Sí, soy un viejo, pero la espada me da fuerzas —afirmó Soulez, con voz impertérrita—. Estamos igualados, Artemis Entreri y, mientras yo tenga mi espada estás condenado.
Nuevamente atacó, pero Entreri lo esquivó fácilmente, deslizándose hacia la pared opuesta a la puerta. Sabía que se estaba quedando sin espacio, pero para él eso solamente significaba que lo mismo le ocurría a Soulez; se estaba quedando sin espacio, y sin tiempo.
—Ah, sí, corre y huye como un conejo —se mofó de él Soulez—. Te conozco, Artemis Entreri. Te conozco muy bien. ¡Guárdate de mí! —Dicho esto, empezó a blandir la espada frente a él, y Entreri tuvo que parpadear pues el arma dejaba tras de sí estelas de oscuridad.
Sorprendido, el asesino descubrió que, en realidad, la espada emitía oscuridad. Kohrin Soulez se estaba creando un campo de batalla a su medida con esa densa ceniza que flotaba en el aire, formando amplios abanicos.
—¡Te conozco! —repitió Soulez, y avanzó mientras creaba más cortinas de ceniza.
—Sí, me conoces —replicó Entreri con toda calma. Soulez aflojó el ritmo. El timbre de voz de Entreri le había hecho recordar el poder de su rival—. Sueñas conmigo de noche, Soulez. Cuando miras las sombras más oscuras de esas pesadillas, ¿no ves unos ojos que te acechan?
Antes de acabar de hablar, dio un paso hacia adelante lanzando la espada en el aire, frente a él, en el ángulo justo para que fuese lo único que Kohrin Soulez pudiese ver.
La puerta de la habitación estalló en miles de fragmentos. Pero Soulez apenas se dio cuenta, tan ofuscado estaba contrarrestando el ataque y golpeando la espada de su rival primero en la parte superior, luego en la inferior y, finalmente, desviándola a un lado. Tan bien había calculado Entreri el ángulo del lanzamiento, que las paradas de Soulez, muy rápidas, dieron al jeque la impresión de que Entreri seguía empuñando el arma.
Soulez saltó hacia adelante, atravesó los opacos abanicos de ceniza generados por su espada y se lanzó hacia donde suponía al asesino.
De pronto, notó la punzada en su espalda y se quedó rígido. La daga de Entreri se le hundió en la carne.
—¿Ves unos ojos que te acechan desde las sombras de tus pesadillas, Kohrin Soulez? —preguntó Entreri—. Pues son mis ojos.
Soulez sintió cómo la daga del asesino le iba arrebatando la fuerza vital. Entreri no se la había clavado hasta el fondo, pero tampoco era necesario. Soulez estaba perdido y lo sabía. La Garra de Charon cayó al suelo y el brazo que la sostenía quedó laxo colgando a un lado.
—Eres un demonio —espetó al asesino.
—¿Yo? —replicó Entreri—. No he sido yo quien estaba dispuesto a sacrificar a mi hija por una espada.
Apenas había acabado de hablar, cuando, con la mano libre, le quitó violentamente de la mano derecha el guantelete negro. Para asombro del jeque, el guantelete cayó al suelo justo al lado de la espada.
En el umbral sonó una voz melodiosa pero cortante, en un idioma que sonaba muy suave, aunque plagado de consonantes duras y fuertes.
Entreri se apartó de Soulez. Éste se volvió y vio varios elfos oscuros entre la cortina de ceniza que caía lentamente el suelo.
Kohrin Soulez hizo una profunda inspiración y trató de calmarse. En silencio se recordó a sí mismo que había tratado con seres peores que los drows: había negociado con un illita y había sobrevivido a diversos enfrentamientos con los más notorios jefes de las cofradías de Calimport. Soulez se concentró en Entreri y vio que el asesino hablaba con el que parecía ser el dirigente de los drows, mientras se alejaba cada vez más de él.
Allí, justo a su lado, estaba su espada —su posesión más preciada—, que estaba dispuesto a conservar incluso a cambio de la vida de su hija.
Entreri se alejó un poco más de él. Ninguno de los elfos oscuros avanzó hacia Soulez. En realidad, no le prestaban ninguna atención.
La Garra de Charon, tan convenientemente cerca de él, parecía llamarlo.
Kohrin Soulez hizo acopio de toda su energía, tensó los músculos y calculó cuál era la mejor opción. De repente se lanzó, se enfundó en la mano derecha el guantelete negro con repuntes rojos y, sin percatarse de que no le quedaba exactamente igual de ajustado que antes, empuñó la poderosa espada encantada.
—Diles que quiero hablar con su jefe… —gruñó en dirección a Entreri, pero las palabras se le confundían, el tono de voz era cada vez más grave y apenas podía articular, como si algo le estrujara las cuerdas vocales.
El rostro de Soulez se contrajo de manera extraña, y todas sus facciones parecieron alargarse hacia la espada.
Las conversaciones cesaron y todos los ojos se volvieron, incrédulos, hacia Soulez.
—¡Mal… maldito seas, En… Entreri! —balbució el jeque, salpicando cada palabra con un ronco gruñido.
—¿Qué está haciendo? —preguntó Rai’gy a Entreri.
El asesino no respondió. Se lo estaba pasando en grande viendo cómo Kohrin Soulez luchaba contra el poder de la Garra de Charon. Nuevamente se le alargó la cara, y de su cuerpo empezaron a salir volutas de humo. Soulez trató de gritar, pero lo único que logró emitir fue un indescifrable gorgoteo. El humo fue haciéndose más denso, mientras Soulez temblaba violentamente sin dejar de esforzarse en hablar.
Pero de su boca sólo salía humo.
Entonces, pareció que todo acababa. Soulez se quedó de pie, pugnando por respirar, con los ojos clavados en Entreri.
Kohrin Soulez vivió el tiempo suficiente para adoptar la expresión más horrorizada y atónita que Artemis Entreri hubiese visto jamás. Fue una expresión que le complació enormemente. Había algo demasiado familiar en el modo en que Soulez había traicionado a su hija.
El hombre estalló en una súbita y chisporroteante explosión. La piel de la cabeza se consumió, quedando tan sólo un cráneo chamuscado y unos horrorizados ojos abiertos de par en par.
Nuevamente la Garra de Charon cayó al suelo con un sonido sordo que nadie esperaría de un arma de metal. El cuerpo sin vida de Soulez se derrumbó a su lado.
—Explícate —ordenó Rai’gy.
Entreri se acercó al cadáver y, llevando un guantelete en apariencia idéntico al de Kohrin Soulez, aunque no era su pareja porque era también para la mano derecha, recogió tranquilamente el trofeo que acababa de ganar.
—Reza para que no vaya a los Nueve Infiernos, que es donde tú habrás acabado, Kohrin Soulez, porque si te encuentro allí te seguiré atormentando por toda la eternidad —dijo el asesino al cadáver.
—¡Explícate! —exigió el hechicero.
—¿Que me explique? —Entreri se volvió para mirar al enfadado mago y se encogió de hombros, como si la respuesta fuese evidente—. Yo estaba preparado, y él era un estúpido.
Rai’gy le lanzó una ominosa mirada, pero Entreri se limitó a sonreír con la esperanza de que su sonrisa incitara al mago a pasar a la acción.
Ahora esgrimía la Garra de Charon y llevaba el guantelete con el que atrapar y redirigir la magia.
El mundo acababa de cambiar de un modo que ese maldito Rai’gy ni siquiera se imaginaba.