5

Los primeros hilos de un espléndido tapiz

Otros lo han intentado, y algunos han estado muy cerca de lograrlo —dijo Dwahvel Tiggerwillies, la empresaria y dirigente de la única cofradía de halflings de la ciudad, una caterva de carteristas e informantes que solían reunirse en La Ficha de Cobre—. Al parecer, unos cuantos incluso han llegado a tocar esa maldita cosa.

—¿Maldita? —inquirió Entreri, recostándose cómodamente en la silla, algo que el asesino raramente hacía.

Tan insólita era esa actitud, que él mismo se preguntó por qué se sentía tan cómodo en ese lugar. No era casualidad que ésa fuera la única taberna de todo Calimport en la que Entreri tomaba licor, si bien en cantidades muy moderadas. Desde que matara a su antiguo compinche, el lastimoso Dondon Tiggerwillies, en la habitación de al lado, el asesino solía dejarse caer por allí. Dwahvel era prima de Dondon y estaba al corriente de lo sucedido, pero también sabía que, en algunos aspectos, Entreri había hecho un favor al pobre diablo. De todos modos, cualquier rencor que la halfling pudiera guardar a Entreri había sido barrido por su pragmatismo.

Entreri lo sabía y también sabía que era bienvenido allí tanto por parte de Dwahvel como de los asociados de ésta. También sabía que, probablemente, La Ficha de Cobre era el lugar más seguro de toda la ciudad. No era que contase con unas defensas formidables —de hecho, Jarlaxle podía arrasarlo con una ínfima parte del poder que había llevado a Calimport—, sino que sus salvaguardas contra miradas curiosas eran tan buenas como las de una cofradía de magos. Dwahvel invertía gran parte de sus recursos en ese tipo de defensa, opuesta a las defensas físicas. Asimismo, La Ficha de Cobre era un lugar famoso porque en él se podía comprar información, razón por la que a todos les interesaba que siguiera existiendo. En muchos aspectos Dwahvel y sus camaradas utilizaban la misma técnica de supervivencia que Sha’lazzi Ozoule: ser útiles a todos sus posibles enemigos.

A Entreri le molestaba esta comparación. Sha’lazzi era un despreciable especulador que no era leal a nadie más que a sí mismo. No era más que un intermediario que obtenía información a cambio de dinero, no de inteligencia, y luego la vendía al mejor postor. En realidad, era un comerciante, aunque uno muy bueno. Era una verdadera sanguijuela, y Entreri sospechaba que un día lo encontrarían asesinado en un callejón y que a nadie le importaría.

Era posible que Dwahvel Tiggerwillies tuviera un final similar, pero, en su caso, muchos tratarían de vengar su muerte. Quizás incluso él.

—Maldita —confirmó Dwahvel tras una breve reflexión.

—Para aquellos que se sienten atraídos por ella.

—Para aquellos que la sienten, en general —insistió Dwahvel.

Entreri se movió a un lado y ladeó la cabeza, estudiando a su asombrosa y menuda amiga.

—Kohrin Soulez se ha convertido en su prisionero. Se ha encerrado en una fortaleza por miedo a que se la roben.

—Soulez posee muchos tesoros —arguyó Entreri, aunque sabía que Dwahvel tenía razón, al menos en lo que concernía a Kohrin Soulez.

—Sólo con ese tesoro está despertando la ira de los magos y la ira de quienes confían su seguridad a los magos —fue la predecible respuesta de la halfling.

Entreri asintió. No discrepaba de Dwahvel pero tampoco lo convencían sus argumentos. Era posible que la Garra de Charon fuese una maldición para Kohrin Soulez, pero eso era porque Soulez se había atrincherado en un lugar en el que un arma como ésa se percibía como un constante reclamo o como una constante amenaza. Una vez que él se hiciera con la poderosa espada, no tenía ninguna intención de quedarse cerca de Calimport. Las cadenas de Soulez serían su escape.

—La espada es un antiguo artilugio —comentó Dwahvel, y sus palabras captaron toda la atención de Entreri—. Todos sus poseedores han muerto empuñándola.

Sin duda, la halfling creía que su advertencia sería dramática, pero a Entreri le entró por una oreja y le salió por la otra.

—Todos tenemos que morir, Dwahvel —replicó al punto el asesino, pensando en el infierno de vida que estaba viviendo—. Lo que importa es cómo se vive.

La halfling lo observó con curiosidad, y Entreri se preguntó si acaso había revelado demasiado o había picado lo suficiente su curiosidad para que tratara de descubrir qué poder respaldaba a Entreri y la cofradía Basadoni. Si la astuta halfling sabía demasiado, y Jarlaxle y sus lugartenientes se enteraban de ello, ninguna salvaguarda mágica, ninguno de sus asociados —ni siquiera Artemis Entreri—, ni su utilidad probada, la salvarían de los despiadados soldados de Jarlaxle. La Ficha de Cobre sería arrasada, y Entreri perdería el único lugar en el que podía relajarse.

Dwahvel seguía mirándolo fijamente con una mezcla de curiosidad profesional y personal así como ¿compasión?

—¿Qué es lo que tan trastornado tiene a Artemis Entreri? —preguntó la halfling, pero todavía no había acabado de formular la pregunta, cuando el asesino ya se sacaba su daga adornada con gemas y salvaba de un brinco la distancia que los separaba. Ocurrió tan rápidamente que los guardias de Dwahvel ni siquiera captaron el movimiento, y ésta no se dio cuenta de qué sucedía.

De pronto Entreri se cernía sobre ella, tirándole la cabeza hacia atrás por su abundante melena, y apoyaba la daga en su cuello.

La halfling sintió dolorosamente el contacto de la depravada arma, que absorbía la energía vital de sus víctimas. Pese a que la daga tan sólo le había hecho una pequeña herida, Dwahvel sentía cómo su fuerza vital abandonaba su cuerpo.

—Si esa pregunta se repite alguna vez fuera de estas paredes, te arrepentirás de que no te haya matado —la amenazó Entreri, echándole su cálido aliento en la cara.

Dicho esto se apartó de la halfling, la cual, inmediatamente, alzó una mano, agitando los dedos adelante y atrás. Era la señal para que sus ballesteros no dispararan. Con la otra mano se frotó la garganta y se presionó la pequeña herida.

—¿Estás del todo segura que aún está en manos de Kohrin Soulez? —inquirió Entreri, más por cambiar de tema y regresar a un terreno profesional que porque necesitara la información.

—Sí, aún la tiene él, y sigue vivo. Me parece prueba suficiente —respondió una Dwahvel todavía impresionada.

Entreri asintió con la cabeza y fue a sentarse de nuevo en la silla en una posición relajada que contrastaba con la peligrosa luz que brillaba en sus ojos.

—¿Todavía deseas abandonar la ciudad por una ruta segura? —quiso saber Dwahvel.

Entreri se limitó a asentir.

—Entonces necesitaremos a Domo y a sus hombres…

—No —la atajó el asesino.

—Pero tiene los…

—He dicho que no.

Dwahvel quiso protestar nuevamente. No sería nada fácil sacar a Artemis Entreri de Calimport sin que nadie lo supiera, ni siquiera con la colaboración de Domo. Todos en la ciudad conocían los fuertes vínculos de Entreri con la cofradía Basadoni, y esa cofradía era objeto de una atenta vigilancia por parte de todos los poderes de Calimport. La halfling enmudeció. Esta vez Entreri no la había interrumpido con palabras sino con una mirada, una mirada de amenaza que el asesino había perfeccionado durante décadas. Con esa mirada decía a su víctima que estaba precipitando su propio fin.

—En ese caso, necesitaré más tiempo. No mucho, te lo aseguro. Quizás una hora —dijo Dwahvel.

—Nadie debe saberlo excepto tú —le ordenó Entreri en voz tan baja que los ballesteros apostados en los rincones en sombra de la sala no pudieran oírle—. Ni siquiera tus halflings de más confianza.

—Muy bien, pues dos horas —dijo la halfling, soltando un largo suspiro de resignación.

Entreri la miró marcharse. El asesino sabía que no podría abandonar Calimport sin que nadie lo supiera, pues las calles estaban vigiladas, pero sus palabras recordarían a la halfling que, si alguien de los suyos se iba de la lengua, Entreri la consideraría personalmente responsable.

El asesino no pudo evitar reírse entre dientes; no le entraba en la cabeza la idea de matar a Dwahvel. Le gustaba la halfling, y también la respetaba tanto por su coraje como por sus habilidades.

No obstante, su pequeña excursión debía ser un secreto. Si alguno de los otros, en especial Rai’gy y Kimmuriel, descubrían que había abandonado la ciudad, investigarían y, sin duda, no tardarían en saber adónde había ido. Entreri quería evitar que los dos peligrosos drows fijaran su atención en Kohrin Soulez.

Antes de que transcurrieran las dos horas que había predicho con pesimismo, Dwahvel regresó y entregó a Entreri un burdo mapa de la ciudad en el que había marcada una ruta.

—Habrá alguien esperándote al final de la avenida Media Luna, justo frente a la panadería —le explicó Dwahvel.

—En cuanto a la segunda parte del trayecto, ¿tus halflings han comprobado que esté despejado? —comentó el asesino.

Dwahvel asintió.

—Los míos y otros asociados.

—Y, desde luego, vigilarán los movimientos mientras se recogen los otros mapas —indicó Entreri.

—Tú eres un maestro del disfraz, ¿no? —replicó Dwahvel, encogiéndose de hombros.

Entreri no se molestó en contestar, sino que se puso en marcha inmediatamente, salió de La Ficha de Cobre y, después de recorrer un oscuro callejón, apareció al otro lado con veinte kilos más y una pronunciada cojera.

Antes de una hora se había alejado de Calimport y avanzaba rápidamente por la carretera del noroeste. El amanecer lo sorprendió en lo alto de una duna, desde la que observaba el oasis Dallabad. Durante mucho rato Entreri se exprimió los sesos, tratando de recordar todo lo que sabía sobre el anciano Kohrin.

—Anciano —repitió el asesino en voz alta, y suspiró pues, de hecho, Soulez acababa de entrar en la cincuentena y apenas era quince años más viejo que Artemis Entreri.

El asesino centró sus pensamientos en el palacio fortaleza, intentando recordar los detalles del lugar. Desde su atalaya, lo único que veía era unas pocas palmeras, un pequeño estanque, una roca solitaria y algunas tiendas, incluyendo un pabellón de considerables proporciones y, tras todo ello, la fortaleza amurallada de color marrón que parecía fundirse con la arena del desierto. Los pocos centinelas, ataviados con túnicas, que montaban guardia en los muros parecían aburridos. Pese a que la fortaleza Dallabad tenía un aspecto inexpugnable —desde luego no para alguien tan hábil como Artemis Entreri—, el asesino sabía que esa impresión era engañosa.

Entreri había visitado a Soulez y Dallabad en varias ocasiones cuando trabajaba para el bajá Basadoni y, más recientemente, para el bajá Pook. Por esta razón sabía que las murallas cuadradas albergaban un edificio circular con pasillos en forma de espiral, cada vez más estrecha a medida que se aproximaban a las enormes cámaras del tesoro de Kohrin. En el centro de la espiral se encontraban los aposentos privados del jefe del oasis.

Con esos detalles en la memoria, Entreri recordó lo que Dwahvel le había dicho sobre Soulez y su palacio. El asesino rió sordamente al darse cuenta de que la halfling tenía toda la razón: Kohrin Soulez era un prisionero.

No obstante, la prisión lo era en ambas direcciones, por lo que le resultaría imposible infiltrarse en la fortaleza y llevarse el objeto de sus anhelos. El palacio era una fortaleza llena de soldados especialmente entrenados para frustrar cualquier intento de robo de los ladrones que infestaban la región.

Pero Dwahvel se equivocaba en una cosa, pensó Entreri; si Kohrin Soulez era prisionero no era por culpa de la Garra de Charon sino del mismo Soulez. El hombre tenía tanto miedo de perder la preciosa arma que había permitido que ésta lo dominara y lo consumiera. Su propio temor le impedía arriesgarse a perder la espada. ¿Cuándo había sido la última vez que Kohrin Soulez había salido de Dallabad? ¿Cuándo había acudido por última vez al mercado al aire libre o había charlado con sus antiguos socios en las calles de Calimport?

No, Entreri sabía perfectamente que la gente se construía su propia prisión, porque a él le había ocurrido lo mismo al permitir que Drizzt Do’Urden se convirtiera en una obsesión. Se había dejado consumir por la estúpida necesidad de enfrentarse a un insignificante elfo oscuro que, en realidad, no tenía nada que ver con él.

Pero Artemis Entreri tenía la absoluta confianza de que jamás volvería a cometer el mismo error. El asesino contempló Dallabad con una amplia sonrisa en el rostro. Sí, Kohrin Soulez había hecho bien en levantar una fortaleza para defenderse de cualquier ladrón que acechara en las sombras o avanzara al amparo de la noche, pero ¿cómo responderían esos centinelas al ataque de un ejército de elfos oscuros?

—Tú estabas con él cuando le informaron de la retirada. ¿Cómo se lo tomó? —preguntó Sharlotta Vespers a Entreri la noche siguiente. El asesino acababa de regresar subrepticiamente a Calimport.

—Con su calma habitual —respondió Entreri—. Jarlaxle lleva siglos al frente de Bregan D’aerthe y sabe ocultar bien sus emociones.

—¿Incluso a los ojos de Artemis Entreri, que es capaz de mirar a un hombre a los ojos y saber lo que cenó la noche anterior? —trató de provocarlo la mujer.

Pero la sonrisa burlona de Sharlotta desapareció ante la expresión de absoluta calma de Entreri.

—Ya veo que todavía no entiendes en absoluto a nuestros nuevos aliados —afirmó el asesino, muy serio.

—Invasores, dirás. —Era la primera vez desde que los drows se habían hecho con el control, que Entreri oía a Sharlotta decir algo en contra de los elfos oscuros. Sin embargo, no le sorprendió; ¿quién no aprendería rápidamente a aborrecerlos? Por otra parte, Entreri conocía a la mujer y sabía que ésta se hallaba siempre dispuesta a aceptar cualquier tipo de aliados que pudieran ayudarla en su empeño por ir subiendo en la pirámide de poder.

—Si quieren, pueden hacerlo —repuso Entreri inmediatamente, en su tono de voz más serio—. No subestimes ninguna faceta de los elfos oscuros, ni sus habilidades guerreras ni si se traicionan o no a sí mismos con expresiones, o acabarás mal.

La mujer fue a responder algo, pero se lo pensó mejor, pugnando por hacer desaparecer de su rostro una expresión de desesperanza insólita en ella. Entreri se dio cuenta de que Sharlotta empezaba a sentirse como él durante su estancia en Menzoberranzan, y como volvía a sentirse cada vez que tenía cerca a Rai’gy o a Kimmuriel. Era humillante compararse con esas hermosas y angulosas criaturas. Los drows siempre sabían más de lo que debían y nunca decían todo lo que sabían. El aura de misterio que los rodeaba se intensificaba por el innegable poder que se ocultaba tras sus sutiles amenazas. Y no había que olvidar la condescendencia con la que solían tratar a cualquiera que no fuese drow. En la presente situación, con Bregan D’aerthe que podía barrer fácilmente a los supervivientes de la casa Basadoni —incluyendo a Artemis Entreri—, esa actitud condescendiente resultaba especialmente desagradable, pues le recordaba dolorosamente quiénes eran los amos y quiénes los esclavos.

Entreri notó que Sharlotta compartía ese mismo sentimiento, que se hacía más intenso a cada momento, y estuvo en un tris de utilizarlo para implicarla en su plan secreto para conquistar Dallabad y la más preciada posesión de Kohrin Soulez.

Pero en el último momento se echó atrás, horrorizado de que los sentimientos que le inspiraban Rai’gy y Kimmuriel hubieran estado a punto de hacerle cometer un grave error. Salvo en contadas ocasiones, Entreri siempre había trabajado solo y había usado su ingenio para ganar aliados involuntarios. No le gustaba tener cómplices, porque siempre acababan por saber demasiado. En esos momentos su única aliada era Dwahvel Tiggerwillies, y Entreri estaba casi del todo seguro de que la halfling jamás lo traicionaría, ni siquiera si los elfos oscuros la sometían a interrogatorio. Ésa había sido siempre la mayor virtud de Dwahvel y de sus camaradas halflings.

Entreri se recordó a sí mismo que Sharlotta era muy distinta. Si la implicaba en su plan para robar a Kohrin Soulez, ya no podría quitarle el ojo de encima. Era muy probable que fuera enseguida con el cuento a Jarlaxle o incluso a Rai’gy y Kimmuriel, y que usara el cadáver de Entreri para subir escalones de poder.

Además, Entreri no tenía ninguna necesidad de mencionar el asunto de Dallabad a Sharlotta, pues ya había tomado medidas para que la mujer se enterara. Dwahvel atraería a Sharlotta hacia Dallabad soltándole unas cuentas mentiras convincentes y Sharlotta, que era de lo más predecible cuando estaban en juego sus intereses, transmitiría la información a Jarlaxle, lo que contribuiría a reforzar la misma propuesta que le haría Entreri en el sentido de que conquistar Dallabad sería muy provechoso.

—Nunca creí que llegaría a echar de menos al bajá Basadoni —confesó Sharlotta de pronto. Era lo más revelador que la mujer había dicho hasta entonces.

—Tú odiabas a Basadoni —le recordó Entreri.

Sharlotta no lo negó, pero tampoco se retractó.

—No le temías tanto como temes a los drows, y haces bien —prosiguió el asesino—. Basadoni era leal y, por tanto, predecible. Pero los elfos oscuros no son ni una cosa ni la otra. Son demasiado peligrosos.

—Kimmuriel me contó que pasaste un tiempo en Menzoberranzan. ¿Cómo lograste sobrevivir?

—Sobreviví porque estaban demasiado ocupados para molestarse en matarme —respondió Entreri con toda sinceridad—. Para ellos yo era un dobluth, un marginado no drow, y no valía la pena ocuparse de mí. Además, ahora creo que Jarlaxle me usó para comprender mejor a los humanos de Calimport.

Una risita se escapó de los carnosos labios de Sharlotta.

—Jamás se me ocurriría pensar que Artemis Entreri es un humano típico de Calimport. Y si Jarlaxle hubiera creído que todos los habitantes de Calimport poseen tus habilidades, dudo que hubiera osado venir aquí, ni siquiera con toda la ciudad de Menzoberranzan marchando tras él.

Entreri agradeció educadamente el cumplido inclinando ligeramente la cabeza, aunque nunca le había gustado que lo adularan. Para su modo de pensar, uno era lo suficientemente bueno o no lo era, y ni todos los halagos del mundo podían cambiar eso.

—Y éste es por ahora nuestro objetivo, por nuestro bien —continuó Entreri—. Debemos mantener a los drows ocupados. Dado el súbito deseo de Jarlaxle por expandir rápidamente su imperio en la superficie, no debería ser muy difícil. Estaremos más seguros si la casa Basadoni libra una guerra.

—Pero no dentro de la ciudad. Las autoridades empiezan ya a tomar nota de nuestros movimientos y no seguirán de brazos cruzados mucho tiempo más. Estaremos más seguros si los drows libran una guerra, pero no si ésta se circunscribe a las demás cofradías de la ciudad.

Entreri asintió. Se alegraba de que lo que Dwahvel había insinuado a Sharlotta, que otros ojos podrían estar centrados en la cofradía Basadoni, hubiera conducido tan rápidamente a la inteligente mujer a esas conclusiones. Ciertamente, si la casa Basadoni se elevaba demasiado y demasiado rápidamente, no tardaría en descubrirse el verdadero poder que la sustentaba. Una vez que el reino de Calimshan lo descubriera, lanzaría un contundente ataque contra la banda de Jarlaxle. Esto era lo que el mismo Entreri había esperado que sucediera hasta hacía poco tiempo, pero ahora lo descartaba. Dudaba que él, o cualquier otro iblith de la casa Basadoni, sobreviviera si Bregan D’aerthe regresaba a la Antípoda Oscura.

Así pues, el caos final se había convertido en la última opción, por si todo lo demás fallaba.

—Tienes razón —coincidió Sharlotta—. Debemos mantenerlos ocupados, al menos a su brazo militar.

Entreri sonrió y resistió fácilmente la tentación de incluirla en sus planes en contra de Kohrin Soulez. Dwahvel ya se encargaría de eso, y Sharlotta jamás llegaría a imaginar que había sido una marioneta en manos de Artemis Entreri.

Aunque era tan inteligente que tal vez un día descubriera la verdad. En ese caso, Entreri tendría que matarla.

Para Artemis Entreri, que llevaba muchos años soportando el doble juego de Sharlotta Vespers, no era una perspectiva desagradable.