Un encuentro humillante
Había recuperado su antiguo cuarto, incluso había recuperado su nombre. Las autoridades de Luskan no tenían tan buena memoria como proclamaban.
El año anterior, Morik el Rufián había sido acusado de intentar asesinar al honorable capitán Deudermont del Duende de Mar, un famoso cazador de piratas. Puesto que en Luskan una acusación equivalía casi a una condena, Morik había estado a punto de sufrir una horrible muerte pública en la Feria de los Reos. De hecho, lo estaban sometiendo a la peor de las torturas cuando el capitán Deudermont, horrorizado por el truculento espectáculo, lo había indultado.
Con o sin perdón, Morik había sido desterrado de por vida de Luskan bajo pena de muerte si se le ocurría regresar. Desde luego, al año siguiente regresó. Al principio, asumió una identidad falsa, pero gradualmente fue adoptando su habitual aspecto externo, su típica forma de moverse, sus contactos en las calles, su cuarto y, finalmente, su nombre y su reputación. Las autoridades estaban al corriente, pero tenían tantos matones a los que torturar hasta la muerte, que prefirieron no darse por enterados.
Ahora Morik era capaz de volver la vista atrás hacia ese aciago día en la Feria de los Reos y verle el lado divertido. Era el colmo de la ironía que hubiese sido torturado por un crimen que no había cometido, cuando habrían podido acusarlo de tantos otros de los que sí era culpable.
Pero todo eso había quedado atrás, no era más que el recuerdo de un torbellino de intrigas y peligro que podía resumirse en un nombre: Wulfgar. Ahora era nuevamente Morik el Rufián y había recuperado su auténtico yo… o casi.
En la vida de Morik había irrumpido un nuevo elemento a la vez fascinante y aterrador. El rufián se aproximó a la puerta de su cuarto y estudió cautelosamente el estrecho pasillo, escrutando entre las sombras. Tras asegurarse de que estaba solo, se arrimó a la puerta, la tapó con su cuerpo de posibles ojos indiscretos que lo vigilaran mágicamente y dio inicio al proceso de retirar la casi una docena de trampas mortales colocadas a lo largo de la jamba, en ambos lados. Una vez hecho esto, sacó un juego de llaves y corrió los cerrojos —uno, dos y tres—. Y, finalmente, abrió la puerta. Aún tuvo que desarmar otra trampa —ésta explosiva— antes de poder entrar, para luego cerrar de nuevo la puerta, asegurarla y volver a colocar todas las trampas. Aunque el proceso completo le llevaba más de diez minutos, lo repetía cada vez que llegaba a su cuarto. Los elfos oscuros habían aparecido en la vida de Morik súbitamente y sin previa invitación, prometiéndole un tesoro digno de un rey si hacía lo que le pedían, aunque también le habían mostrado la parte menos amable del trato.
Morik revisó el pequeño pedestal situado a un lado de la puerta próxima y asintió con la cabeza, satisfecho de comprobar que nadie había tocado el orbe de dentro del ancho jarrón. El recipiente estaba recubierto con un veneno que actuaba por contacto y mantenía una trampa que se disparaba por presión. El orbe le había costado una suma de oro tan desorbitante, que tendría que robar de lo lindo durante todo un año para recuperarla. Pero, a los temerosos ojos de Morik, el objeto valía lo que había pagado por él. El orbe estaba encantado con un potente duomer antimagia que impedía que se abrieran las puertas dimensionales mediante las que cualquier mago podría plantarse en su cuarto con un hechizo de teletransporte.
Morik el Rufián no deseaba repetir la experiencia de despertar y encontrarse a un elfo oscuro junto a su lecho, mirándolo.
Pese a que todos los cerrojos estaban en su sitio y que el orbe se encontraba dentro del recipiente protector, una sutil señal, una brisa intangible, un cosquilleo que le erizaba los pelillos de la nuca indicó a Morik que había algo fuera de lugar. El bribón recorrió el cuarto con la mirada, escudriñó las sombras y observó las cortinas que aún tapaban una ventana que había tapiado hacía tiempo. A continuación examinó la cama, con las sábanas bien recogidas para que no colgaran por el borde. Agachándose sólo un poco, pudo echar un vistazo bajo el lecho; no había nadie escondido. Las cortinas entonces, pensó, y se encaminó hacia la ventana dando un rodeo para no alertar al intruso. Con un rápido movimiento lateral se plantó delante de las cortinas, con una daga en una mano, las apartó a un lado y apuñaló con fuerza el aire.
El rufián se echó a reír, aliviado, ante su propia paranoia. Nada era igual desde la llegada de los elfos oscuros. Ahora tenía siempre los nervios de punta. Su primer encuentro con los drows se produjo cuando Wulfgar llegó a la ciudad y, por alguna razón que Morik aún no comprendía, le pidieron que cuidara del descomunal bárbaro. Contando esa vez, no había visto a los elfos oscuros más que en cinco ocasiones.
Siempre tenía los nervios de punta y siempre estaba a punto de saltar, pero se recordaba a sí mismo el beneficio que podría reportarle su alianza con los drows. Por lo que había podido adivinar, si era de nuevo Morik el Rufián era, en parte, porque uno de los secuaces de Jarlaxle había visitado a un mandamás de la ciudad.
El rufián soltó un suspiro de alivio y dejó ir las cortinas, pero se quedó helado de miedo cuando una mano le tapó la boca y el delgado filo de una daga se apoyó contra su garganta.
—¿Tienes las joyas? —le susurró una voz al oído. Pese a hablar en tono muy bajo, la voz transmitía una increíble fuerza y calma. La mano se apartó de la boca para posarse sobre la frente, obligándolo a echar ligeramente la cabeza hacia atrás para recordarle lo vulnerable que era su garganta.
Morik no respondió. En su mente repasaba todas las posibilidades, la menos probable de las cuales era la de la huida, pues la mano que lo sujetaba revelaba una fuerza aterradora, mientras que la daga apoyada en su garganta no temblaba ni un ápice. Fuese quien fuese su atacante, era muy superior a él.
—Te lo preguntaré una vez más y será la última —susurró el intruso.
—Tú no eres drow —replicó Morik, tratando de ganar tiempo y de asegurarse de que ese hombre, pues estaba seguro de que era un humano y no un elfo oscuro, no actuaba precipitadamente.
—Tal vez lo soy y oculto mi identidad bajo un hechizo. Pero eso es imposible, ¿verdad?, puesto que aquí ninguna magia funciona. —Dicho esto, propinó un brusco empellón al asustado Morik, lo agarró por un hombro y lo obligó a dar media vuelta. El rufián retrocedió.
Pese a ser un ladrón tan bueno como los muchos que deambulaban por las calles de Luskan, una ciudad llena de ladrones, no lo reconoció. Morik se había ganado a pulso su reputación, alimentada también por sus baladronadas, actuando en las entrañas de la urbe. Ese hombre que tenía frente a él, unos diez años mayor que él, y con una actitud tan calmada y serena…
Ese hombre se había introducido en su cuarto y había resistido el concienzudo escrutinio de Morik. El rufián se dio cuenta de que las sábanas se veían arrugadas, pero ¿no había observado y comprobado que estaban perfectamente lisas?
—Tú no eres drow —osó repetir el rufián.
—No todos los agentes de Jarlaxle son elfos oscuros, ¿verdad, Morik el Rufián?
Morik asintió con la cabeza y metió su daga en la funda que le colgaba del cinto. Era una acción destinada a reducir la tensión, algo que Morik deseaba desesperadamente.
—¿Y las joyas? —preguntó el hombre.
Morik no pudo ocultar su pánico.
—Deberías habérselas comprado a Telsburgher —comentó el intruso—. Tenías el camino libre y la misión era sencilla.
—Por desgracia, un juez de poca monta que no perdona se ha metido por medio —repuso Morik.
El intruso seguía mirándolo fijamente, sin mostrar ni especial interés ni ira. Su expresión era tan hermética, que Morik no sabía si le interesaban en absoluto sus excusas.
—Telsburgher está de acuerdo en vendérmelas al precio acordado —se apresuró a añadir Morik—. Si vacila es porque teme las represalias del juez Jharkheld. Ese maldito diablo me guarda rencor. Sabe que he regresado a Luskan y le encantaría llevarme de nuevo a rastras a su Feria de los Reos, pero, por lo que sé, sus superiores no se lo permiten. Da las gracias a Jarlaxle de mi parte.
—Jarlaxle se limita a cumplir su parte del trato —replicó el intruso, y Morik rebulló nervioso—. Él te ayuda para llenarse la bolsa de oro, no para llenarse el corazón de buenos sentimientos.
Morik asintió.
—Me da miedo ir tras Jharkheld —admitió el rufián—. ¿Cómo puedo dar el golpe sin ponerme en contra a las verdaderas autoridades de Luskan y, de rebote, perjudicar los intereses de Jarlaxle?
—No te preocupes por Jarlaxle. —El hombre habló con tal seguridad, que Morik se dio cuenta de que creía cada palabra—. Tú completa la transacción.
—Pero…
—Esta noche.
Dicho esto, el desconocido dio media vuelta y se encaminó hacia la puerta. Bajo la mirada de Morik sus manos se movieron en asombrosos círculos, desactivando una trampa tras otra. A Morik le había costado casi diez minutos abrir esa puerta, y eso que conocía a la perfección cada trampa que él mismo había colocado y que poseía las tres llaves de los respectivos cerrojos, que se suponían casi invulnerables. No obstante, en cuestión de un par de minutos la puerta estuvo abierta de par en par.
El hombre miró hacia atrás y arrojó algo al suelo, a los pies de Morik.
Un trozo de alambre.
—Es de la trampa de abajo. Está tan estirado que ya no sirve. Lo he cambiado.
Entonces atravesó el umbral y cerró la puerta. Morik oyó los clics y los paneles deslizantes, sonidos que indicaban que el intruso estaba colocando en su sitio todas las trampas y cerrojos.
El rufián se acercó cautelosamente a la cama y apartó las sábanas. El intruso había hecho un agujero en el colchón justo de su medida. Morik no pudo por menos que echarse a reír, notando cómo su respeto por la banda de Jarlaxle se multiplicaba. No necesitaba comprobar el jarrón de la puerta para saber que el orbe que contenía era falso y que el verdadero acababa de salir por la puerta.
Entreri parpadeó cuando el sol de la tarde le dio en los ojos. El asesino se llevó una mano al bolsillo para tocar el objeto mágico que acababa de arrebatar a Morik. Ese pequeño orbe había frustrado a Rai’gy, había derrotado su magia cuando trató de visitar personalmente a Morik, cosa que seguramente hacía en esos mismos momentos. A Entreri le complacía pensar en un Rai’gy derrotado. A Bregan D’aerthe le había costado casi diez días descubrir la razón de la súbita distancia de Morik, cómo se las había arreglado el rufián para ocultar su cuarto a los indiscretos ojos de los magos. Así pues, la tarea había recaído en Entreri. El asesino no se hacía ilusiones; sabía que la misión no le había sido encomendada por su habilidad como ladrón, sino porque los elfos oscuros no estaban seguros de la resistencia que presentaría Morik y no deseaban poner en peligro a ningún drow para averiguarlo. A Jarlaxle no le haría ninguna gracia saber que Rai’gy y Kimmuriel habían obligado a Entreri a ir, pero ese par sabía que Entreri no le iría a Jarlaxle con el cuento.
Así pues, Artemis Entreri había hecho de chico de los recados para los temibles y aborrecidos elfos oscuros.
Sus instrucciones eran precisas: debía coger el orbe y poner fin a la alianza con Morik. Debía dejar a un lado el orbe y soplar el silbato mágico que Rai’gy le había entregado, para avisar a los elfos oscuros, que esperaban su señal en la lejana Calimport; pero el asesino no tenía ninguna prisa.
Sabía que debería haber matado a Morik, tanto por la impertinencia que había mostrado al tratar de ocultarse de los magos como por no haber sido capaz de conseguir las joyas. Rai’gy y Kimmuriel sin duda exigirían la cabeza del rufián, y Entreri tendría que justificar sus acciones para tratar de proteger a Morik.
Entreri conocía la ciudad de Luskan bastante bien, pues había estado en ella en varias ocasiones, incluyendo una estancia bastante prolongada sólo unos días antes, cuando en compañía de otros agentes drows, había descubierto el objeto antimagia con el que Morik se protegía. Llevaba pocos minutos deambulando por las calles cuando escuchó los gritos y los vítores de la cruel Feria de los Reos. Entró en la plaza abierta justo cuando a un pobre diablo le sacaban los intestinos, como quien tira de una cuerda; pero Entreri apenas reparó en el espectáculo, pues su mirada estaba fija en la menuda figura de afiladas facciones, ataviada con una túnica que dirigía la tortura.
El hombre gritaba a la víctima, que se retorcía, tratando de persuadirlo de que delatara a sus compinches allí mismo, antes de que fuese demasiado tarde.
—¡Asegúrate la posibilidad de vivir una vida más agradable después de la muerte! —chillaba el juez. Su voz era tan afilada como sus airadas y angulosas facciones—. ¡Vamos! ¡Confiesa antes de morir!
Pero el condenado se limitó a gemir. A Entreri le pareció que ya ni siquiera era capaz de captar el sentido de las palabras del magistrado.
Pocos minutos después expiró, poniendo así fin al espectáculo. La gente empezó a vaciar la plaza, la mayoría asintiendo con la cabeza y sonriendo, al tiempo que comentaba excitada el buen espectáculo que les había ofrecido Jharkheld ese día.
Entreri no necesitaba oír más.
Ocultándose en las sombras, siguió al juez por el corto trayecto que mediaba entre la plaza y la torre que albergaba las oficinas de los responsables de la Feria de los Reos, así como las mazmorras en las que estaban encerrados los condenados que pronto serían martirizados en público.
El asesino se felicitó por la buena suerte de llevar encima el orbe de Morik, pues en cierta medida lo protegía de cualquier mago que hubiese sido contratado para defender la torre. Tan sólo debería preocuparse por los centinelas y las trampas mecánicas, y Artemis Entreri no temía ni a los unos ni a las otras.
Entreri penetró en la torre justo cuando el sol se ponía por el oeste.
—Cuentan con demasiados aliados —insistió Rai’gy.
—Desaparecerán sin dejar rastro. Como si se esfumaran —replicó Jarlaxle con una amplia sonrisa.
El mago gruñó y sacudió la cabeza, mientras Kimmuriel, al otro lado de la habitación, sentado cómodamente en una silla de felpa y con una pierna apoyada en el reposabrazos acolchado, alzaba la vista al techo y ponía los ojos en blanco.
—¿Es que aún dudas de mí? —inquirió Jarlaxle en tono ligero e inocente, para nada amenazador—. Recuerda todo lo que ya hemos conseguido aquí, en Calimport, y en otros lugares de la superficie. Poseemos agentes en varias de las ciudades más importantes, incluyendo Aguas Profundas.
—Poseemos agentes exploradores en otras ciudades —lo corrigió Rai’gy—. En la actualidad, sólo tenemos un agente en activo fuera de Calimport, ese despreciable rufián de Luskan. —El mago hizo una pausa, miró a su compañero psionicista y sonrió—. O teníamos.
Kimmuriel se rió entre dientes al pensar en el segundo agente que actuaba en Luskan, y que Jarlaxle ignoraba que había abandonado Calimport.
—Los otros sólo preparan el terreno. Algunos prometen y otros no, pero ninguno de ellos se merece ser considerado agente nuestro, de momento —prosiguió Rai’gy.
—Eso cambiará pronto. ¡Muy pronto! —afirmó Jarlaxle, inclinándose hacia adelante en la silla, tan cómoda como la de Kimmuriel—. Se convertirán en asociados rentables o encontraremos a otros. No nos será nada difícil, pues los humanos son codiciosos. La situación aquí, en Calimport,… mira a tu alrededor. ¿Niegas que fue una buena idea venir? Las gemas y las joyas fluyen rápidamente hacia las manos de una población drow ansiosa por aumentar sus posesiones más allá de la limitada riqueza de Menzoberranzan.
—Seremos afortunados si las casas de Ched Nasad deciden que estamos perjudicando sus intereses económicos —comentó sarcásticamente Rai’gy, que era natural de esa otra ciudad drow.
Jarlaxle descartó la idea con una sonrisa.
—No niego que podemos sacar mucho provecho de Calimport, pero cuando planeamos subir a la superficie, acordamos que deberíamos obtener beneficios inmediatos y muy elevados. Acordamos que nuestra estancia en la superficie sería de corta duración y que, después de obtener los beneficios iniciales, reconsideraríamos nuestra posición y tal vez regresaríamos a la Antípoda Oscura, dejando en la superficie solamente algunas conexiones comerciales y a nuestros mejores agentes.
—Sí, acordamos que reconsideraríamos nuestra posición, y yo ya lo he hecho —dijo Jarlaxle—. Para mí, es evidente que subestimamos el potencial de nuestras operaciones en la superficie. ¡Así pues, digo que nos expandamos!
Nuevamente hubo caras largas. Kimmuriel seguía con la mirada clavada en el techo, en actitud de abierta oposición a Jarlaxle.
—Los Raker quieren que limitemos nuestras operaciones a una sección —les recordó el mercenario—, pero muchos de los artesanos que elaboran las mercancías más exóticas, que seguramente resultarían muy atractivas en Menzoberranzan, trabajan fuera de esta zona.
—Pues cerremos un trato con los Raker; dejémosles participar en este nuevo y provechoso mercado al que ellos no tienen acceso —propuso Rai’gy. A la luz de la historia de Bregan D’aerthe, una banda mercenaria y oportunista cuyo lema era «mutuo beneficio», era una sugerencia perfectamente razonable.
—No son más que granos —replicó Jarlaxle, extendiendo ante él los dedos pulgar e índice y presionando uno contra otro como si apretara un grano—. Y desaparecerán.
—No será tan sencillo como crees —intervino una voz femenina desde la entrada. Los tres drows miraron en esa dirección y vieron a Sharlotta Vespers entrando en la habitación con andares sinuosos. La mujer llevaba un vestido largo con una abertura lateral tan alta que dejaba totalmente al descubierto una de sus torneadas piernas—. Los Raker se precian de extender los tentáculos de su organización por todas partes. Aunque destruyeras todas sus casas y eliminaras a todos sus agentes conocidos, incluso a todas las personas que tienen algo que ver con sus agentes, todavía quedarían muchos testigos.
—¿Quién haría algo así? —preguntó Jarlaxle, que seguía sonriendo e incluso dio unos golpecitos en la silla que ocupaba para que Sharlotta se acercara y compartiera asiento con él, cosa que la mujer hizo, acurrucándose con familiaridad.
Esta imagen hizo que Rai’gy lanzara una fugaz mirada a Kimmuriel. Ambos sabían que Jarlaxle se acostaba con esa humana que, junto con Entreri, era el miembro más poderoso de la antigua cofradía Basadoni, y a ninguno de los dos le gustaba la idea. Sharlotta era astuta para ser humana, casi lo suficiente para merecer ser aceptada en la sociedad drow. Incluso había logrado aprender el idioma drow y ahora trataba de asimilar el complicado código mudo de signos. Rai’gy la encontraba francamente repulsiva, mientras que a Kimmuriel, pese a considerarla exótica, tampoco le gustaba la idea de que susurrara peligrosas sugerencias al oído de Jarlaxle.
Pero en ese asunto en particular, Sharlotta parecía estar de su lado, por lo que no trataron de interrumpirla como solían hacer.
—Esos testigos contarían lo ocurrido a todas las demás cofradías e informarían a las autoridades de Calimshan —explicó la mujer—. La destrucción de la cofradía Raker pondría de manifiesto que un gran poder se ha infiltrado en Calimport.
—Lo cual es cierto —dijo Jarlaxle con una sonrisa burlona.
—Pero una de las bases de ese poder es seguir siendo secreto —replicó Sharlotta.
Jarlaxle la empujó fuera de su regazo y de la silla, por lo que la mujer tuvo que reaccionar rápidamente para no perder el equilibrio y mantenerse en pie con un mínimo de dignidad.
El jefe mercenario se levantó, pasó junto a Sharlotta sin siquiera mirarla, como si la opinión de la mujer fuera del todo irrelevante, y se dirigió a sus lugartenientes.
—En un principio imaginé que el papel de Bregan D’aerthe en la superficie sería de importador y exportador. Ya lo hemos conseguido. Pero ahora veo la verdad de las sociedades dominadas por los humanos, y esa verdad es su debilidad. Podemos y debemos ir más allá.
—¿Hablas de conquista? —inquirió Rai’gy en tono agrio y sarcástico.
—No como Baenre intentó conquistar Mithril Hall —se apresuró a explicar Jarlaxle—. Me refiero más bien a una absorción, para quienes se dejen absorber por supuesto —añadió con una malévola sonrisa.
—¿Y los que no, serán eliminados? —inquirió Rai’gy, pero su sarcasmo no hizo mella en el mercenario, el cual se limitó a sonreír más ampliamente.
—¿Acaso no ejecutasteis a una espía Raker el otro día?
—Hay una gran diferencia en defender nuestra intimidad y tratar de ampliar nuestras fronteras —respondió el mago.
—No es más que una cuestión semántica —replicó Jarlaxle, echándose a reír.
Detrás de él, Sharlotta Vespers se mordió un labio y sacudió la cabeza. Mucho se temía que sus nuevos benefactores estaban a punto de cometer un tremendo y peligroso error.
Desde un callejón próximo, Entreri escuchó los gritos y la confusión que procedían de la torre. Lo primero que había hecho tras entrar fue bajar una escalera y buscar un prisionero especialmente desagradable para liberarlo. Después de conducir al criminal a un lugar relativamente seguro —los túneles abiertos situados detrás de los calabozos—, había subido de nuevo a la planta baja y había recorrido lenta y silenciosamente los oscuros corredores, escasamente iluminados por las antorchas.
Hallar las dependencias de Jharkheld había sido un juego de niños. La puerta ni siquiera estaba cerrada con llave.
Si no hubiese acabado de presenciar la actuación del magistrado en la Feria de los Reos, Artemis Entreri hubiera tratado de hacerlo entrar en razón respecto a Morik. Ahora, el rufián tenía vía libre para conseguir las joyas.
Entreri se preguntó si los guardias ya habrían localizado al prisionero fugado, lógicamente el asesino del pobre Jharkheld, en el laberinto de túneles. El hombre no se imaginaba lo que le esperaba. Entreri esbozó una irónica sonrisa, pues no albergaba ningún sentimiento de culpabilidad por usar a ese pobre diablo en beneficio propio. Después de todo, se lo merecía por idiota. ¿Por qué debería un desconocido poner en peligro su propia vida para liberarlo? ¿Por qué no había preguntado nada a Entreri mientras éste le quitaba los grilletes? ¿Por qué, si era lo suficientemente listo para seguir viviendo, no había tratado de capturar a Entreri y encadenarlo, para que su desconocido salvador, al que nadie había dado vela en ese entierro, se enfrentase al verdugo en su lugar? Por esos calabozos pasaban tantos prisioneros, que los carceleros ni siquiera se habrían percatado del cambio.
Así pues, ese matón se merecía lo que le esperaba y, en opinión de Entreri, se lo había buscado. Desde luego, el hombre juraría y perjuraría que alguien lo había ayudado a escapar y lo había dispuesto todo para que pareciera que él había asesinado al juez.
Pero a los responsables de la Feria de los Reos no les interesaban las excusas de los condenados. Y a Artemis Entreri tampoco.
El asesino descartó todo pensamiento sobre ese asunto, echó una mirada alrededor para asegurarse de que se encontraba solo y colocó el orbe que neutralizaba la magia en un lado del callejón. Entonces, se alejó de él y sopló el silbato, preguntándose cómo funcionaría. Obviamente, tendría que regresar a Calimport por medios mágicos, pero ¿funcionaría la magia si llevaba consigo el orbe? ¿O el duomer de éste impediría el teletransporte?
Junto a él apareció una cortina de luz azul. Era un portal mágico. No uno conjurado por Rai’gy, sino por Kimmuriel Oblodra. «Ah —se dijo—, entonces es que el orbe no es efectivo contra los psionicistas».
O quizá sí. La duda causaba una profunda desazón al por lo general inconmovible Entreri. ¿Qué ocurriría si el orbe afectaba la distorsión dimensional de Kimmuriel?, se preguntaba mientras recogía el objeto antimágico. ¿Iría a parar a un lugar equivocado, quizás a otro plano de la existencia?
El asesino desechó la idea. Con o sin orbes mágicos, la vida era muy arriesgada cuando uno trataba con drows. Entreri procuró meterse el orbe en el bolsillo disimuladamente, por si alguien lo espiaba desde el oscuro callejón, tras lo cual se aproximó rápidamente a la puerta mágica y, tras inspirar profundamente, la atravesó.
Salió de ella mareado, pugnando por recuperar el equilibrio, a cientos de kilómetros de distancia de Luskan, concretamente en las habitaciones secretas destinadas a la hechicería en la sede de la cofradía.
Kimmuriel y Rai’gy lo miraban con dureza.
—¿Tienes las joyas? —le preguntó Rai’gy en lengua drow, que Entreri entendía sólo a medias.
—Pronto las tendré —respondió el asesino, chapurreando en drow—. Había un problema.
Ambos elfos oscuros arquearon las cejas, sorprendidos.
—He dicho «había» —dijo Entreri, acentuando el verbo en pasado—. Morik conseguirá las joyas enseguida.
—Así pues, Morik sigue con vida —comentó Kimmuriel de manera harto significativa—. ¿Y sus intentos de sustraerse a nuestra observación?
—Eran los magistrados locales, que trataban de aislarlo de cualquier influencia externa —mintió Entreri—. Mejor dicho, de un magistrado local. Pero ya he solucionado el problema —se apresuró a añadir al ver el gesto agrio de los drows.
Ni Rai’gy ni Kimmuriel parecían complacidos, pero ninguno protestó.
—¿Y dices que ese magistrado local aisló mágicamente el cuarto de Morik para que no pudiésemos observarlo? —insistió Rai’gy.
—Sí, en su cuarto no funcionaba ningún tipo de magia. Pero también he remediado eso.
—¿Era por el orbe? —quiso saber Kimmuriel.
—Morik adquirió el orbe. —Rai’gy entornó los ojos.
—Al parecer, no sabía qué estaba comprando —repuso Artemis Entreri con toda calma, sin alarmarse, pues sabía que su estratagema había funcionado.
Por supuesto, Rai’gy y Kimmuriel sospechaban que había sido obra de Morik y no de un juez de Luskan. Asimismo intuían que Entreri había maquillado la verdad en su propio interés; pero el asesino sabía que no tenían nada sólido para actuar contra él sin despertar la ira de Jarlaxle.
Una vez más se daba cuenta de que su seguridad dependía casi exclusivamente del jefe mercenario, algo que a Entreri le turbaba. No le gustaba depender de nadie, pues para él dependencia equivalía a debilidad. Tenía que darle la vuelta a la situación.
—Entrégame el orbe —ordenó Rai’gy, mientras extendía una delgada mano engañosamente delicada.
—Será mejor que lo guarde yo y no tú —osó replicar el asesino. Sus palabras pusieron a ambos drows en pie de guerra.
Aún no había acabado de hablar, cuando Entreri sintió un cosquilleo en el bolsillo. Metió una mano dentro, y sus sensibles dedos percibieron una leve vibración que emanaba del corazón del objeto encantado. El asesino clavó la mirada en Kimmuriel. El psionicista tenía los ojos cerrados y parecía estar muy concentrado.
Entonces lo entendió. La magia del orbe nada podía contra los formidables poderes mentales de Kimmuriel, y Entreri había presenciado antes ese truco mental. Kimmuriel había entrado en contacto con la energía latente del interior del orbe y la estaba alimentando hasta alcanzar niveles explosivos.
El asesino acarició la idea de esperar hasta el último momento y después arrojar el orbe a la cara de Kimmuriel. ¡Cómo disfrutaría viendo a ese maldito drow atrapado en uno de sus propios trucos!
Con un ademán, Kimmuriel abrió una puerta dimensional que conducía a la polvorienta y casi desierta calle. Era una puerta lo suficientemente grande para el orbe, aunque demasiado pequeña para que Entreri la atravesara.
El asesino notaba cómo la energía iba creciendo más y más; las vibraciones ya eran evidentes. No obstante, seguía inmóvil mirando a Kimmuriel, simplemente mirándolo y esperando, para que el drow supiera que no estaba asustado.
De hecho, no se trataba de una prueba de fuerza entre ambos. Entreri tenía en el bolsillo una explosión en ciernes, mientras que Kimmuriel se había situado a suficiente distancia de él, de modo que el único efecto que sufriría serían las salpicaduras de la sangre de Entreri. Nuevamente el asesino consideró la posibilidad de arrojar el orbe a la cara de Kimmuriel, y de nuevo se percató de lo fútil de tal acción.
El psionicista se limitaría a dejar de alimentar la energía latente del orbe, con lo que evitaría la explosión tan eficazmente como quien apaga una antorcha sumergiéndola en agua. Además, eso daría a Rai’gy y a Kimmuriel la excusa que necesitaban para acabar con él. Probablemente, Jarlaxle se enfadaría, pero no podría negarles el derecho a defenderse.
Artemis Entreri no estaba preparado para luchar contra ellos. Aún no.
Así pues, lanzó el orbe por la puerta abierta y esperó. Un instante después, estalló convirtiéndose en polvo.
La puerta mágica se cerró.
—Practicas unos juegos muy peligrosos —comentó Rai’gy.
—Ha sido tu amigo el que ha provocado la explosión —replicó el asesino con toda tranquilidad.
—No me refiero a eso. Entre los de tu raza se afirma que es imprudente encomendar a un niño el trabajo de un hombre. Nosotros tenemos un dicho similar: es imprudente encomendar a un humano el trabajo de un drow.
Entreri no respondió, limitándose a clavar la mirada en el hechicero. Empezaba a sentirse como cuando estuvo atrapado en Menzoberranzan y era consciente de que en esa ciudad habitada por veinte mil elfos oscuros por bueno que fuera, por muy hábil que fuese en su oficio, nunca conseguiría ascender ni un solo peldaño en la sociedad drow.
Rai’gy y Kimmuriel intercambiaron unas cuantas frases, la mayoría de ellas insultos —algunos groseros y otros sutiles— pero todos dirigidos a Entreri.
El asesino tomó buena nota de todos ellos y nada dijo, porque nada podía decir. No podía dejar de pensar en el oasis Dallabad y en una particular combinación de espada y guantelete.
Aguantó las ofensas de los drows porque debía hacerlo. De momento.