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La vida en la senda oscura

¡Más rápido! ¡Más rápido, te digo! —chilló Jarlaxle. El drow movió un brazo a gran velocidad, arrojando una andanada al parecer inagotable de dagas contra el asesino, que las eludía y rodaba sobre sí mismo.

Entreri blandía furiosamente daga y espada —un arma de factura drow que no le volvía loco precisamente— hacia adentro y hacia afuera a fin de parar los proyectiles y desviarlos, sin dejar ni un momento de mover los pies, corriendo de un lado al otro. El asesino buscaba una abertura en la soberbia postura defensiva de Jarlaxle, reforzada por el constante flujo de dagas que éste arrojaba.

—¡Una abertura! —gritó el mercenario drow, lanzando una, dos y tres dagas más.

Entreri movió la espada hacia el otro lado, aunque sabía que la valoración de su rival era correcta. No obstante, se zambulló y rodó sobre sí mismo, haciéndose un ovillo para tratar de proteger las zonas vitales.

—¡Excelente, excelente! —le felicitó Jarlaxle cuando Entreri se levantó de nuevo tras recibir un solo impacto. Tenía una daga clavada en un pliegue de la capa, en vez de en la carne.

Entreri notó la punta de la daga contra la parte posterior de la pierna al levantarse. Temiendo que lo hiciera tropezar, lanzó al aire su propia daga, se desprendió rápidamente de la capa y, en el mismo movimiento, hizo ademán de arrojarla a un lado.

Pero entonces tuvo una idea y, en lugar de desembarazarse de la capa, empuñó su mortífera daga y se la colocó entre los dientes. Entonces empezó a girar lentamente alrededor del drow agitando la capa, una piwafwi drow, como si fuera un escudo contra los proyectiles.

—Improvisación —dijo Jarlaxle con una sonrisa y en un tono de evidente admiración—. El sello del verdadero guerrero. —Pero aún no había acabado de hablar cuando ya movía de nuevo el brazo. Cuatro dagas volaron por el aire hacia el asesino.

Entreri reaccionó y dio una vuelta completa, al principio de la cual arrojó la capa y la recogió al completarla. Una daga resbaló sobre el suelo, otra le rozó la cabeza, mientras que las otras dos se enredaban en la tela, reuniéndose con la que ya estaba clavada.

El asesino continuó agitando la prenda, pero debido al peso de las tres dagas, ya no ondeaba con ligereza.

—No creo que sea un escudo muy adecuado —comentó Jarlaxle.

—Hablas mejor de lo que luchas. Mala combinación —replicó Entreri.

—Hablo porque me gusta luchar, mi rápido amigo.

Nuevamente, el mercenario drow movió un brazo, pero Entreri estaba en marcha. Con un brazo totalmente extendido mantenía la capa lejos de su cuerpo, para evitar tropezar con ella. El humano dio una voltereta hacia adelante y salvó la distancia que los separaba en un abrir y cerrar de ojos.

Jarlaxle lanzó una daga, que rozó la espalda de Entreri, cogió otra, que llevaba sujeta a un brazalete mágico, y torció la muñeca al mismo tiempo que pronunciaba una orden. La daga obedeció al punto, convirtiéndose en una espada. Cuando Entreri lo atacó con la intención de hundirle la espada en el vientre, el drow ya tenía una parada lista.

En vista de eso, el asesino no se levantó y avanzó por el suelo a rastras, agitando la capa en círculo para enredarla en las pantorrillas de su rival. Jarlaxle se apartó rápidamente y casi consiguió eludir el ataque, pero una de las dagas clavadas en la capa se le enganchó en una bota, haciéndolo caer de espaldas. Como todos los de su raza, Jarlaxle era muy ágil, pero también lo era Entreri. El humano se levantó y se abalanzó sobre el drow, al que lanzó una estocada.

Jarlaxle la paró velozmente, y las espadas de ambos entrechocaron. Para asombro del drow, la espada del asesino salió volando. Jarlaxle entendió lo sucedido cuando la mano que Entreri tenía ahora libre le agarró el antebrazo y lo inmovilizó, impidiéndole usar su arma.

Con la otra mano empuñaba la mortífera daga con gemas incrustadas. Entreri tenía una abertura y la posibilidad de asestar el golpe; Jarlaxle no podría pararlo ni eludirlo. De pronto, el asesino se sintió invadido por una oleada de desaliento, una abrumadora sensación de desesperanza total y completa. Era como si alguien hubiera penetrado en su mente y se dedicara a esparcir todos sus pensamientos, deteniendo todos sus reflejos. Aprovechando la inevitable pausa, Jarlaxle adelantó el otro brazo, impulsó una daga contra el vientre de su rival y se apartó de un brinco.

El aluvión de emociones discordantes y paralizantes seguía causando estragos en la mente de Entreri. Sin ser apenas consciente de sus actos, retrocedió tambaleándose y, cuando empezó a ver con más claridad, se sorprendió al encontrarse en el otro extremo de la pequeña habitación, sentado contra la pared, frente a un sonriente Jarlaxle.

Entreri cerró los ojos y, con gran esfuerzo, puso orden en su mente. El asesino supuso que Rai’gy había intervenido. El mago drow había lanzado tanto sobre Entreri como sobre Jarlaxle hechizos de protección para que pudieran luchar el uno contra el otro como si les fuera la vida en ello, pero sin peligro de hacerse daño. Pero el mago no se veía por ninguna parte, por lo que Entreri se dijo que, seguramente, Jarlaxle había usado uno de los inagotables trucos que escondía en la manga. Tal vez había utilizado su última adquisición mágica —la poderosa Crenshinibon— para hacerle perder la concentración.

—Quizá sí que estás perdiendo facultades —comentó el mercenario drow—. ¡Qué lástima! Menos mal que ya conseguiste derrotar a tu más acérrimo enemigo, porque Drizzt Do’Urden seguiría siendo joven por muchos siglos.

Entreri fingió mofarse de estas palabras, aunque, en realidad, la idea lo carcomía por dentro. Él había vivido toda su vida rozando la perfección, estando en todo momento preparado. Incluso ahora, con casi cuarenta años, estaba seguro de poder vencer a casi cualquier enemigo, ya fuese con su habilidad con las armas o con la astucia, preparando de antemano el campo de batalla. El asesino se resistía a ir perdiendo facultades, especialmente ese toque de genialidad que había marcado su vida.

Entreri quería negar las palabras de Jarlaxle, pero no podía, pues en el fondo de su corazón sabía que de no haber sido por los poderes psíquicos de Kimmuriel Oblodra, Drizzt habría sido proclamado vencedor.

—No me has vencido limpiamente —le espetó el asesino, negando con la cabeza.

Jarlaxle se acercó a él, entrecerrando peligrosamente sus relucientes ojos en una expresión de amenaza e ira. Era una expresión ciertamente insólita en el hermoso rostro del siempre ponderado jefe del grupo de mercenarios drows.

—¡Yo tengo esto! —exclamó Jarlaxle, al mismo tiempo que se abría la capa y mostraba a Crenshinibon, la Piedra de Cristal, que asomaba por un bolsillo—. No lo olvides nunca. Sin esto, es muy posible que pudiera vencerte; aunque eres bueno, amigo mío, mejor que cualquier humano que haya conocido. Pero con Crenshinibon en mi poder… no eres más que un simple mortal. En comunión con Crenshinibon puedo destruirte con un simple pensamiento. Nunca lo olvides.

Entreri bajó los ojos, tratando de asimilar las palabras y el tono, así como la insólita expresión que se reflejaba en el rostro del drow, por lo general risueño. ¿En comunión con Crenshinibon?… ¿Un simple mortal? ¿Qué significaba eso, por los nueve infiernos? Nunca lo olvides, había dicho Jarlaxle y, ciertamente, era una lección que Entreri pensaba tener muy presente.

Cuando alzó de nuevo la mirada, Jarlaxle mostraba su rostro habitual: una expresión de astucia, ligeramente divertida, que decía a quienes lo miraban que ese ladino drow sabía más de lo que admitía, más de lo que debería saber.

El aspecto nuevamente relajado de Jarlaxle recordó a Entreri que esos lances que disputaban eran toda una novedad. El jefe mercenario se negaba a batirse con nadie excepto con él. Rai’gy se había quedado con la boca abierta cuando Jarlaxle le comunicó sus intenciones de enfrentarse regularmente a Entreri.

Entreri comprendía la idea que se ocultaba tras esa decisión. Si Jarlaxle sobrevivía era, en parte, porque seguía siendo un misterio incluso para quienes lo rodeaban. Nadie era capaz de penetrar esa coraza de reserva. El drow conseguía desconcertar tanto a amigos como a enemigos y, sin embargo, a él, Artemis Entreri, le estaba revelando muchas cosas.

—Esas dagas no eran más que una ilusión —dijo el asesino, sintiéndose nuevamente a gusto y adoptando su habitual expresión de astucia.

—En tu mente, tal vez —replicó el elfo oscuro con su típico hermetismo.

—Eran una ilusión —insistió Entreri—. Es imposible que llevaras tantas, y ninguna magia podría crearlas tan rápidamente.

—Sea —concedió Jarlaxle—, aunque te recuerdo que oíste cómo sonaban al chocar contra tus propias armas y notaste el peso cuando te atravesaron la capa.

—Me pareció que lo oía —lo corrigió Entreri, preguntándose si, al fin, había encontrado una rendija en el inacabable juego de adivinanzas del drow.

—¿Y no es lo mismo? —Jarlaxle se echó a reír, y el sonido sonó ominoso en los oídos de Entreri.

El asesino alzó la capa y vio varias dagas —dagas metálicas muy sólidas—, todavía clavadas en los pliegues, así como varios agujeros en la tela.

—Algunas sólo eran una ilusión —insistió aunque sin convicción.

Jarlaxle se limitó a encogerse de hombros. El drow nunca revelaba sus secretos.

Lanzando un suspiro de exasperación, Entreri se dispuso a marcharse.

—Amigo mío, ten siempre presente que una ilusión puede matarte si crees en ella —le dijo Jarlaxle a su espalda.

Entreri se detuvo y lanzó al drow una sombría mirada. No estaba acostumbrado a que lo avisaran o amenazaran de manera tan directa, aunque también sabía que las amenazas del mercenario drow nunca eran vanas.

—Y la realidad puede matarte tanto si crees en ella como si no —replicó el asesino, y se encaminó hacia la puerta.

Entreri se marchó sacudiendo la cabeza, frustrado y, al mismo tiempo, intrigado. Con Jarlaxle, siempre sucedía lo mismo, y lo más sorprendente era que justamente ese aspecto del inteligente drow era el que más le atraía.

Ésa es, transmitió por gestos Kimmuriel Oblodra a Rai’gy y Berg’inyon Baenre, que acababa de incorporarse al ejército de Bregan D’aerthe que actuaba en la superficie.

Como hijo favorito de la casa más poderosa de Menzoberranzan, Berg’inyon había tenido todo el mundo drow a sus pies, al menos tanto como podía tenerlo un varón en la sociedad de Menzoberranzan. Pero su madre, la poderosa matrona Baenre, había muerto dirigiendo un ataque contra un reino enano que acabó en desastre y sumió a la gran ciudad drow en el más absoluto caos. En esa época de total confusión y miedo, Berg’inyon se había unido a Jarlaxle y a su escurridiza banda de mercenarios llamada Bregan D’aerthe. Berg’inyon era uno de los mejores guerreros de la ciudad y pertenecía a la aún poderosa casa Baenre, por lo que fue acogido en la banda con los brazos abiertos y fue subiendo escalones dentro de la misma muy rápidamente, hasta alcanzar el grado de lugarteniente. Así pues, no estaba bajo las órdenes de Rai’gy y de Kimmuriel, sino que era su igual. Ahora estaba en una especie de misión de entrenamiento.

El drow observó a la humana que Kimmuriel señalaba; una curvilínea hembra vestida como una puta callejera.

¿Has leído sus pensamientos?, inquirió Rai’gy, realizando complicados gestos con los dedos, que se complementaban a la perfección con las variadas expresiones y muecas de sus hermosas y angulosas facciones drow.

Es una espía Raker, aseguró silenciosamente Kimmuriel a sus compañeros. La coordinadora del grupo. Todos pasan junto a ella para comunicarle qué han averiguado.

Berg’inyon rebulló nervioso, sintiéndose incómodo por las revelaciones del extraño Kimmuriel, poseedor de extraños poderes. El joven esperó que Kimmuriel no le estuviera leyendo los pensamientos, pues se estaba preguntando cómo podía Jarlaxle sentirse seguro con él cerca. Kimmuriel era capaz de penetrar en la mente de otros al parecer con la misma facilidad con la que él, Berg’inyon, entraba por una puerta abierta. El guerrero soltó una risita, que enmascaró como un ataque de tos, al pensar que el inteligente Jarlaxle habría colocado una trampa en la puerta de su mente. También él tendría que aprender la técnica, si es que existía, para mantener a raya a Kimmuriel.

¿Sabéis dónde pueden estar los otros?, preguntó Berg’inyon en lenguaje gestual.

¿Estaría el espectáculo completo si no lo supiéramos?, fue la respuesta de Rai’gy. El mago sonrió de oreja a oreja, y los tres elfos oscuros mostraron expresiones arteras y hambrientas.

Kimmuriel cerró los ojos y respiró profundamente, tratando de calmarse. Rai’gy siguió su ejemplo y sacó de una de las múltiples bolsas que llevaba al cinto una pestaña incrustada en un trozo de goma arábiga. Entonces, volviéndose hacia Berg’inyon empezó a agitar los dedos. Instintivamente, el guerrero drow se encogió, como haría la mayoría de la gente si un mago drow empezara a lanzar un hechizo en su dirección.

Conjurado el primer encantamiento, Berg’inyon se tornó invisible y desapareció. Rai’gy empezó a conjurar un nuevo hechizo, esta vez destinado a hacerse con el control de la mente de la espía y capturarla.

La mujer se estremeció y, por un momento, pareció que el hechizo surtía efecto. No obstante, se liberó de él y miró nerviosamente a su alrededor, alertada.

Rai’gy gruñó y se dispuso a tejer de nuevo el hechizo. El invisible Berg’inyon lo miraba fijamente con una sonrisa casi burlona (ventajas de ser invisible). El mago siempre rebajaba a los humanos y los calificaba con todos los sinónimos posibles de basura y carroña en idioma drow. Rai’gy se mostraba sorprendido de que esa humana hubiera resistido su encantamiento —toda una hazaña mental—, aunque, tal como vio Berg’inyon, el retorcido mago había preparado más de un hechizo. Si no hubiera habido ninguna resistencia, con uno habría bastado.

Esta vez, la mujer dio un paso adelante y quedó paralizada a media zancada.

¡Ve!, ordenó Kimmuriel con los dedos. Mientras gesticulaba, con el poder de la mente abría la puerta entre los tres drows y la mujer. De pronto, allí estaba ella, aunque, en realidad, seguía en la calle a unos pocos pasos de distancia. Berg’inyon dio un brinco hacia ella, la agarró y la arrastró hacia el espacio extra-dimensional. Kimmuriel cerró la puerta.

Todo había ocurrido tan rápidamente que, si alguien lo hubiese visto, habría creído que la mujer simplemente se había esfumado.

El psionicista alzó una delicada mano negra hacia la frente de su víctima y ambas mentes se fundieron. Kimmuriel sentía el horror de la mujer pues, aunque su cuerpo físico se hallaba en estasis, su mente continuaba funcionando y se daba cuenta de que se hallaba frente a elfos oscuros.

Kimmuriel se recreó en ese terror sólo un instante, disfrutando por completo del espectáculo. Acto seguido, empezó a derramar sobre su víctima energía psiónica, envolviéndola en una armadura de energía cinética absorbente con la técnica que había perfeccionado en el curso del enfrentamiento entre Entreri y Drizzt Do’Urden.

Al acabar, asintió con la cabeza.

Berg’inyon se hizo de nuevo visible, y su excelente espada drow ya atravesaba la garganta de la mujer, pues el ataque disipó casi de inmediato la magia defensiva que le proporcionaba el hechizo de invisibilidad de Rai’gy. El guerrero drow empezó a ejecutar una danza, clavando y cortando con sus dos espadas, hundiéndolas con saña y llegando incluso a descargar un potente mandoble contra la cabeza de la mujer.

Pero no saltó ni un chorro de sangre ni hubo gruñidos de dolor, pues la armadura conjurada por Kimmuriel absorbía todos los golpes, captando y reteniendo la tremenda energía que le ofrecía la brutal danza del guerrero drow.

Éste siguió atacando varios minutos más, hasta que Rai’gy le advirtió que el hechizo de control sobre la mujer estaba a punto de disiparse. Berg’inyon retrocedió y Kimmuriel volvió a cerrar los ojos, mientras el mago se disponía a lanzar otro encantamiento.

Tanto Berg’inyon como Kimmuriel esbozaron unas siniestras sonrisas cuando Rai’gy sacó una diminuta bola de guano de murciélago que desprendía un aroma sulfuroso. Acto seguido, la introdujo con un dedo en la boca de la mujer y pronunció las palabras mágicas. Un fuerte resplandor se encendió en la parte posterior de la boca de la víctima, tras lo cual desapareció por su garganta.

Kimmuriel abrió una segunda puerta dimensional en el mismo lugar de la acera, y Rai’gy empujó violentamente a la mujer hacia allí. Kimmuriel canceló la puerta, y los tres observaron, divertidos. El hechizo de control desapareció, y la mujer trastabilló. Trató de gritar, pero sólo pudo toser violentamente, pues la garganta le ardía. Una extraña expresión, de absoluto terror, invadió su rostro.

Siente la energía que contiene la barrera cinética, explicó Kimmuriel. Ya no la retiene, es su propia voluntad la que le impide liberarse.

¿Por cuánto tiempo?, preguntó inquieto Rai’gy, pero Kimmuriel se limitó a sonreír y a indicarles por gestos que miraran y se divirtieran.

La mujer echó a correr. Los tres elfos drows se fijaron en la gente que se movía a su alrededor; algunas personas se aproximaban a ella con cautela —probablemente otros espías—, otras simplemente parecían curiosas y, las más, procuraban apartarse, asustadas.

Durante todo el tiempo, la mujer intentaba gritar, pero la ardiente sensación en la garganta sólo le permitía toser. Tenía los ojos muy abiertos en una deliciosa mirada de absoluto terror. Era evidente que sentía la tremenda energía almacenada en su interior, de la que pugnaba por liberarse, pero sin saber cómo hacerlo.

La mujer no pudo contener la barrera cinética y, al percatarse del problema, su miedo se tornó en confusión. Súbitamente, el terrible asalto de Berg’inyon se desató contra la mujer en toda su brutalidad: todos los tajos y las estocadas, el mandoble contra la cabeza y la espada clavada en el corazón. Los que miraban vieron que se desmoronaba entre borbotones de sangre que manaban de cara, cabeza y pecho.

La mujer se desplomó casi al instante, pero antes de que nadie pudiera reaccionar, salir corriendo o acudir en su ayuda, el hechizo final de Rai’gy —una bola de fuego de efecto retardado— estalló, inmolando a la mujer, ya muerta, y a muchos de los que la rodeaban.

Los observadores más alejados contemplaron incrédulos los cuerpos carbonizados tanto de amigos como de inocentes transeúntes, con una expresión del más puro terror que llenó de gozo a los implacables elfos oscuros.

Un magnífico espectáculo, sí señor.

A Berg’inyon el espectáculo le sirvió como recordatorio de que debía cuidarse muy mucho de los otros lugartenientes de Bregan D’aerthe. Incluso para él, un elfo oscuro acostumbrado como todos los de su raza al asesinato y la tortura, la brutalidad de Rai’gy y Kimmuriel y su maestría en ambos temas eran insólitas.