Una mirada introspectiva
Dwahvel Tiggerwillies entró de puntillas en la pequeña y oscura sala situada en la parte posterior de la planta baja de su establecimiento: La Ficha de Cobre. Dwahvel era una hembra halfling de lo más competente; astuta, buena con las dagas y, sobre todo, muy lista. No tenía por costumbre andar tan cautelosamente en ese local, que era tan seguro como podía serlo una casa en Calimport. Después de todo, ése era Artemis Entreri, y ningún sitio del mundo era realmente seguro cuando el asesino estaba en él.
Cuando Dwahvel entró, Entreri se paseaba impaciente y no pareció reparar en la llegada de la halfling. Dwahvel lo miró con curiosidad. Sabía que últimamente Entreri tenía los nervios a flor de piel y ella era una de las pocas personas ajenas a la casa Basadoni que estaban al tanto de lo que ocurría en esa cofradía. Los elfos oscuros estaban actuando en las calles de Calimport, y Entreri era su hombre de paja. Si Dwahvel tenía alguna idea preconcebida de lo terribles que podían llegar a ser los drows, una sola mirada a Entreri hubiera bastado para confirmar esas sospechas. El asesino nunca había sido del tipo nervioso. —Dwahvel dudaba que ahora lo fuera—, ni tampoco de los que tenían conflictos interiores.
Lo más curioso del caso era que Entreri la había hecho su confidente. No era nada propio de él. No obstante, Dwahvel no creía que se tratara de una trampa. Por sorprendente que resultara, era exactamente lo que parecía ser. Entreri hablaba tanto consigo mismo como con ella para aclararse las ideas y por alguna razón, que a Dwahvel se le escapaba, permitía que ella lo oyera pensar en voz alta.
La halfling se sentía muy halagada, aunque era consciente del potencial peligro que entrañaba la situación. Con ese inquietante pensamiento en mente, la jefa de cofradía tomó silenciosamente asiento en una silla y escuchó con atención, buscando pistas o indicios. La primera, realmente sorprendente, la descubrió al echar un vistazo a una silla colocada contra la pared posterior de la sala y ver en ella una botella medio vacía de whisky de las Moonshaes.
—Me los encuentro en cada esquina de cada calle de esta maldita ciudad —decía Entreri—. Fanfarrones que exhiben sus cicatrices y sus armas como prendas de honor, hombres y mujeres tan obsesionados por la reputación, que han olvidado cuál es su verdadera meta. No son más que arribistas con ambición de fama.
Aunque no hablaba arrastrando las palabras como un borracho, Dwahvel se dio cuenta de que Entreri había bebido.
—¿Desde cuándo a Artemis Entreri le preocupan los rateros de las calles? —inquirió la halfling.
El asesino dejó de pasearse por la habitación y la miró con cara inexpresiva.
—Los veo y me fijo en ellos porque soy perfectamente consciente de que mi reputación me precede. Debido a ella, muchos de los que rondan por las calles estarían encantados de clavarme una daga en el corazón —replicó Entreri, paseándose de nuevo—. ¡Imagina qué prestigio para quien me matara! Saben que me he hecho mayor y creen que soy más lento que antes, lo cual es cierto; ya no me muevo con la misma rapidez que hace diez años.
Dwahvel entrecerró los ojos al oír tan sorprendente confesión.
—No obstante, aunque mi cuerpo haya envejecido y sea más torpe que antes, soy más astuto —prosiguió Entreri—. A mí también me preocupa la reputación, pero no tanto como antes. En el pasado, mi meta era ser el mejor de mi profesión, derrotar a mis enemigos con las armas y con la astucia; deseaba convertirme en el perfecto guerrero. Fue necesario que un elfo oscuro, al cual desprecio, me mostrara cuán equivocado estaba. Mi estancia en Menzoberranzan como invitado a la fuerza de Jarlaxle fue una prueba de humildad, me mostró lo absurdo de mi fanatismo en querer ser el mejor, así como la futilidad de un mundo lleno de aquello que yo tanto ansiaba ser. En Menzoberranzan me vi reflejado en los drows: guerreros tan insensibles a todo lo que los rodeaba, tan obsesionados por su objetivo, que eran incapaces de gozar siquiera un poco del camino que debía llevarlos hasta su meta.
—Son drows. Nosotros no podemos entender sus verdaderas motivaciones —apuntó Dwahvel.
—Su ciudad es un lugar muy hermoso, mi menuda amiga, con tal poder que no puedes ni imaginarlo —replicó Entreri—. No obstante, es una ciudad vacía y hueca, desprovista de toda pasión excepto el odio. Mi estancia en esa ciudad de veinte mil asesinos me cambió, hizo temblar los cimientos de mi existencia. Después de todo, ¿qué sentido tiene?
Dwahvel entrelazó los dedos de sus manos menudas y regordetas y se las llevó a los labios, mientras estudiaba con atención al hombre. ¿Entreri le estaba anunciando su retirada? ¿Estaba renegando de la vida que había llevado, de la gloria que había alcanzado? La halfling lanzó un quedo suspiro, sacudió la cabeza y dijo:
—Todos nos preguntamos lo mismo, ¿no crees? Vivimos para alcanzar oro, respeto, bienes materiales, poder o…
—Sí claro —la interrumpió Entreri fríamente—. Ahora me conozco mejor a mí mismo y sé cuáles de los desafíos que se me plantean son verdaderamente importantes. Aún no sé dónde espero ir, qué retos me quedan, pero ahora comprendo que lo importante es disfrutar del camino que me llevará hasta allí.
»¿Realmente me importa mantener mi reputación? —prosiguió Entreri, justo cuando Dwahvel estaba a punto de preguntarle si tenía alguna idea de adónde le conducía su camino, lo que, dado el poder de la cofradía Basadoni, sería una información importante—. ¿Deseo seguir siendo considerado el mejor asesino de Calimport?
»Sí, deseo ambas cosas, pero no por las mismas razones por las que esos estúpidos se pavonean por las esquinas, ni por las mismas razones por las que muchos de ellos intentarían matarme sólo para acabar muertos en el arroyo. Si yo me preocupo de mi reputación es porque me permite ser mucho más eficaz en mi oficio. Me gusta que me conozcan, pero únicamente porque de ese modo mis enemigos me temen más, me temen más allá de lo racional y más allá de los límites de lo que dicta la prudencia. Incluso aunque vayan a por mí, me tienen miedo. En lugar de sentir un sano respeto, el miedo los paraliza, lo que hace que continuamente se cuestionen sus propios movimientos. Yo soy capaz de utilizar ese miedo contra ellos. Me basta con un simple bluf o una finta para que la duda los conduzca a una posición completamente errónea. Puesto que soy capaz de fingir vulnerabilidad y usar mis ventajas contra los incautos, en las ocasiones en las que soy realmente vulnerable, los cautos no me atacan de manera agresiva.
Entreri hizo una pausa y asintió, mientras ponía en orden sus pensamientos.
—Es una posición ciertamente envidiable —comentó la halfling.
—Que los estúpidos vengan a por mí, uno tras otro, en una línea interminable de ansiosos asesinos —prosiguió Entreri—. Por cada uno que mato, gano en sabiduría y la sabiduría me hace más fuerte.
El asesino se golpeó el muslo con el sombrero —una curiosa chistera negra de ala estrecha—, y lo hizo girar por el brazo hacia arriba con un giro de muñeca, de modo que rodó sobre su hombro hasta quedar posado sobre su cabeza, complementando el distinguido corte de pelo que acababa de hacerse. Fue entonces cuando Dwahvel reparó en que Entreri también se había recortado la espesa barba de chivo que solía llevar, dejando sólo un fino bigote y una línea de pelo bajo el labio inferior que al llegar al mentón se bifurcaba formando una T invertida.
Entreri miró a la halfling, le guiñó un ojo con aire malicioso y abandonó el local.
Dwahvel se preguntó qué significaba todo eso. Desde luego se alegraba de que el asesino se hubiera aseado, pues sabía por experiencia que las pocas ocasiones en las que se le veía desaliñado era signo de que estaba perdiendo el control y, peor todavía, el corazón.
Dwahvel se quedó sentada largo rato, pensativa, golpeándose levemente el labio inferior con sus manos entrelazadas, mientras se preguntaba por qué Artemis Entreri la había hecho partícipe de ese espectáculo, por qué habría sentido la necesidad de abrirse a ella, a otra persona, o incluso a él mismo. La halfling se dio cuenta de que Entreri había tenido una revelación y, de pronto, cayó en la cuenta de que ése también era su caso: Artemis Entreri era un amigo.