PRÓLOGO

Se deslizaba bajo el agobiante calor del mediodía procurando, como era habitual en él, ocultarse en las sombras, aunque en ese lugar había pocas. Su actitud sugería que ni siquiera el polvo podría tocarlo. Como de costumbre, el mercado al aire libre estaba abarrotado de vendedores y clientes que regateaban a voz en grito por cada moneda de cobre. Los ladrones se situaban en los mejores lugares —los más concurridos—, para cortar los cordeles de los monederos sin que sus propietarios se dieran cuenta o, en el caso de ser descubiertos, mezclarse con la multitud en un revoloteo de brillantes colores y ropas ondeantes.

Artemis Entreri vio a los ladrones claramente. Con un simple vistazo era capaz de decir si alguien había acudido al mercado a comprar o a robar. En vez de eludir a los del segundo grupo, lo que hizo fue encaminarse expresamente hacia ellos, apartando un lado de su oscura capa para mostrar así su bien provisto monedero…

… así como la daga adornada con piedras preciosas que protegía tanto su dinero como a él mismo. Esa daga era su arma característica, una de las más temidas en las peligrosas calles de Calimport.

A Entreri le gustaba el respeto que le mostraban los jóvenes ladrones. Más aún, lo exigía. Se había ganado a pulso la reputación de ser el mejor asesino de Calimport, pero empezaba a hacerse mayor. Tal vez había empezado a perder su toque de genialidad, lo que intentaba compensar comportándose con más audacia que en sus años mozos, y retando a cualquiera que osara enfrentarse a él.

El asesino cruzó la concurrida avenida. Su meta era una pequeña taberna al aire libre, con muchas mesas redondas colocadas bajo un gran toldo. Pese a que todas las mesas estaban ocupadas, Entreri vio al momento a su contacto —el extravagante Sha’lazzi Ozoule— con su característico turbante amarillo. Entreri se dirigió directamente hacia la mesa de éste. Sha’lazzi compartía mesa con otros tres hombres, aunque para Entreri era evidente que no se trataba de amigos, ni siquiera de conocidos. Los tres hombres charlaban entre sí y se reían entre dientes, mientras que Sha’lazzi, recostado en su silla, miraba a su alrededor con nerviosismo.

Cuando llegó a la mesa y contempló con mirada interrogadora a los tres intrusos, Sha’lazzi se encogió nerviosamente de hombros.

—¿No les has dicho que esta mesa está reservada para nuestro almuerzo? —preguntó Entreri muy calmado.

Los tres hombres interrumpieron su conversación para mirar con curiosidad al recién llegado.

—Traté de explicárselo, pero… —empezó a decir Sha’lazzi, mientras secaba el sudor que perlaba su oscura frente.

Entreri alzó una mano, conminándolo al silencio, y clavó su impresionante mirada en los tres intrusos.

—Tenemos que hablar de negocios —les dijo.

—Y nosotros tenemos comida y bebida —replicó uno de los hombres.

Entreri no dijo nada. Se limitó a mirarle fijamente, sin parpadear. El hombre le sostuvo la mirada.

Los otros dos hicieron algunos comentarios que Entreri no escuchó. Seguía mirando fijamente al que lo había desafiado. Los segundos iban pasando, y Entreri continuaba taladrando al hombre con la mirada, con creciente intensidad, mostrando la fuerza de voluntad, la fiera determinación y el control a los que se enfrentaba.

—Pero ¿qué pasa aquí? —preguntó uno de los otros dos hombres, levantándose y acercándose a Entreri.

Sha’lazzi masculló rápidamente el inicio de una conocida oración.

—Eh, te he hecho una pregunta —insistió el sujeto, mientras alargaba una mano para empujar a Entreri.

La mano del asesino salió disparada hacia arriba, agarró la del hombre por el pulgar, retorciéndosela e impulsándola hacia abajo, con lo que inmovilizó a su atacante en una dolorosa llave.

Durante todo el proceso Entreri ni parpadeó, ni apartó la mirada del primer hombre, al que mantenía inmovilizado con su atroz mirada sentado justo frente a él.

El hombre que había tratado de atacarlo gruñó por lo bajo cuando el asesino endureció la presión y se llevó la mano libre a la daga curva que le colgaba del cinto.

Sha’lazzi masculló otra línea de la oración.

El hombre sentado a la mesa, del que Entreri no apartaba su aterradora mirada, hizo un gesto a su amigo para que mantuviera la calma y no tratara de desenvainar su arma.

Entreri le dirigió una inclinación de cabeza, indicándole que cogiera a sus amigos y se largara. El asesino liberó al hombre que tenía al lado, el cual, aferrándose el dolorido pulgar, dirigió una amenazadora mirada a Entreri. No obstante, ni él ni ninguno de sus amigos le atacaron, limitándose a recoger sus bandejas y marcharse a toda prisa. Aunque no habían reconocido a Entreri, éste les había hecho saber quién era sin necesidad de desenvainar su arma.

—Yo iba a hacer lo mismo —comentó Sha’lazzi riéndose entre dientes, mientras los intrusos se alejaban y Entreri se sentaba frente a él.

El asesino le clavó la mirada, notando, por enésima vez, que el otro era realmente un bicho raro. Sha’lazzi tenía una cabeza enorme y un rostro grande y redondo pero su cuerpo era tan flaco que parecía descarnado. Además, ese gran rostro redondo siempre sonreía, revelando unos enormes y relucientes dientes blancos y cuadrados que contrastaban con su piel oscura y sus ojos negros.

Sha’lazzi carraspeó y añadió:

—Me sorprende que hayas salido para esta reunión. Te has ganado muchos enemigos con tu ascensión en la cofradía Basadoni. ¿No temes la traición, oh poderoso Entreri? —preguntó Sha’lazzi sarcásticamente, riéndose quedamente.

El asesino lo miró fijamente. Sí, había temido una traición, pero no iba a admitirlo ante Sha’lazzi. Kimmuriel Oblodra, un drow con poderes psíquicos a sueldo de Jarlaxle, había examinado a fondo la mente de Sha’lazzi y había llegado a la conclusión de que no se preparaba ninguna conspiración.

No obstante, teniendo en cuenta que esa información procedía de un elfo oscuro que no sentía ningún aprecio por él, Entreri no se sentía del todo tranquilo.

—Puede ser una cárcel para los poderosos, ¿sabes? —seguía divagando Sha’lazzi—. Me refiero a que ser poderoso puede ser como una cárcel. Piensa en todos los bajás que no osan poner un pie fuera de casa sin ir acompañados por un séquito de un centenar de guardias.

—Yo no soy un bajá.

—Por supuesto que no, pero Basadoni no es más que un pelele en tus manos y en las de Sharlotta.

Sha’lazzi estaba hablando de Sharlotta Vespers, la mujer que había usado sus tretas para convertirse en la lugarteniente del bajá Basadoni. Asimismo había sobrevivido a la toma de poder de los drows para convertirse en el mascarón de proa de la cofradía, la cual había adquirido más poder del que nadie podría haber imaginado.

—Todo el mundo lo sabe —prosiguió Sha’lazzi, lanzando otra de sus irritantes risitas—. Siempre he sabido que eras bueno, amigo mío. ¡Pero tanto!

Entreri le devolvió la sonrisa mientras imaginaba el placer que sentiría al clavar su daga en el flacucho cuello de Sha’lazzi, por la única razón de que era un parásito y no lo soportaba.

Sin embargo, Entreri tenía que admitir que necesitaba a Sha’lazzi. Justamente así era como el bien conocido informante sobrevivía. Sha’lazzi se ganaba la vida vendiendo la información que cada uno necesitaba, y era todo un genio en lo suyo. De hecho, era tan bueno, estaba tan al tanto de cómo respiraban desde las familias gobernantes de Calimport hasta los matones de la calle, que se había convertido en una figura demasiado valiosa para las cofradías, a menudo enfrentadas, para ser asesinado.

—Vamos, háblame del poder que se oculta tras el trono de Basadoni. Seguro que hay más de lo que se ve —sonrió Sha’lazzi de oreja a oreja.

Entreri tuvo que esforzarse para mantener su imperturbable expresión. Por mucho que le divirtiera la honesta ignorancia de Sha’lazzi sobre la verdad de los nuevos Basadoni, el asesino sabía que una simple sonrisa por su parte revelaría demasiado. El informante nunca podría imaginarse que un ejército de elfos oscuros se había establecido en Calimport tras la fachada de la cofradía Basadoni.

—Creía que esta reunión era para hablar del oasis Dallabad —dijo Entreri.

Sha’lazzi suspiró, encogiéndose de hombros.

—Hay tantos temas interesantes de los que hablar… Y me temo que Dallabad no es uno de ellos.

—Ésa es tu opinión.

—Allí no ha cambiado nada en veinte años. No sé nada de Dallabad que tú no sepas y no hayas sabido todos estos años.

—¿Kohrin Soulez conserva todavía la Garra de Charon? —preguntó Entreri.

—Pues claro que sí —repuso Sha’lazzi con una risita—. La conserva y la conservará. Le ha servido durante cuatro décadas y, a su muerte, uno de sus treinta hijos se hará con ella, a no ser que su ruda hija Ahdahnia la consiga antes. ¡Es terriblemente ambiciosa! Si lo que querías preguntarme es si está dispuesto a desprenderse de ella, ya conoces la respuesta. Insisto, deberíamos hablar de temas más interesantes, como la cofradía Basadoni.

Entreri volvió a mirarlo con dureza.

—¿Qué razón tendría el viejo Soulez para venderla ahora? —preguntó Sha’lazzi, alzando dramáticamente sus descarnados brazos, que parecían grotescos junto a esa enorme cabeza—. ¿Qué te pasa, mi viejo amigo? ¿Tratas por tercera vez de comprar esa espléndida espada? ¡Sí, sí! Ya lo intentaste cuando no eras más que un mocoso andrajoso con unos cientos de monedas de oro, que por cierto te regaló Basadoni, ¿verdad?

Involuntariamente, Entreri hizo una mueca, aunque sabía que Sha’lazzi, pese a sus muchos defectos, sabía leer gestos y expresiones como nadie en Calimport y descubrir la verdad que se ocultaba detrás. Pese a ello, ese recuerdo, sumado a acontecimientos más recientes, provocó en el asesino una respuesta inconsciente. Sí, mucho tiempo atrás el bajá Basadoni había regalado varios cientos de monedas de oro a su lugarteniente más prometedor sin ningún motivo en concreto, excepto el deseo de hacerle un obsequio. Al recordarlo, Entreri se dijo que, posiblemente, Basadoni había sido la única persona que le había dado algo sin esperar recibir nada a cambio. Y él lo había matado hacía unos meses.

—Sí, sí —dijo Sha’lazzi, más para sí que para Entreri—, e intentaste de nuevo comprarla poco después de la muerte del bajá Pook. ¡Pero qué cara vendió su piel!

Entreri siguió mirándolo de hito en hito. Sólo entonces Sha’lazzi pareció darse cuenta de que estaba yendo demasiado lejos con el peligroso asesino, pues se aclaró la garganta, incómodo.

—Ya entonces te dije que era imposible. Y lo sigue siendo.

—Ahora tengo más dinero —replicó Entreri.

—¡Ni por todo el oro del mundo! —gimió Sha’lazzi.

Entreri ni se inmutó.

—¿Sabes cuánto oro hay en el mundo? —inquirió el asesino con una calma un tanto excesiva—. ¿Sabes cuánto oro se guarda en los cofres de la casa Basadoni?

—La casa Entreri, querrás decir —le corrigió el informante.

Entreri no lo negó, y Sha’lazzi abrió mucho los ojos. Ya tenía la confirmación, tan clara como si la hubiera escuchado con sus propios oídos. Circulaban algunos rumores de que el viejo Basadoni estaba muerto y de que tanto Sharlotta Vespers como los demás jefes de la cofradía no eran más que peleles en manos de quien realmente movía los hilos: Artemis Entreri.

—La Garra de Charon —reflexionó Sha’lazzi en voz alta, al tiempo que una sonrisa se le pintaba en el rostro—. Así pues, el poder que se oculta tras el trono de Basadoni es Entreri, y el poder que se oculta tras Entreri es… bueno, teniendo en cuenta lo empecinado que estás en conseguir esa espada, seguramente es un mago. Sí, un mago, y se está volviendo un poco peligroso, ¿verdad?

—Tú sigue haciendo suposiciones.

—Y tal vez acierte, ¿no?

—En ese caso, tendría que matarte —repuso el asesino con el mismo tono de ominosa calma—. Habla con el jeque Soulez y averigua su precio.

—No tiene ningún precio —insistió Sha’lazzi.

Artemis Entreri actuó con la rapidez de un rayo. Una mano se posó con fuerza en un hombro de Sha’lazzi, mientras la otra empuñaba la mortífera daga enjoyada. El temible asesino acercó peligrosamente su rostro al de su interlocutor hasta que sus cabezas casi se tocaron.

—Eso sería una pena para ti —le dijo.

Entreri empujó al informador de nuevo a su asiento, se irguió y echó un rápido vistazo a su alrededor, como si un extraño apetito se hubiera despertado en él y ahora buscara una presa con la que saciarlo. Miró de nuevo fugazmente a Sha’lazzi, abandonó la protección del toldo y se internó en el tumulto del mercado.

Cuando más tarde se calmó y recapacitó sobre la conversación que habían mantenido, Entreri se reprendió a sí mismo. El sentimiento de frustración empezaba a minar su autocontrol. Al mostrarse tan interesado en adquirir la Garra de Charon había revelado claramente cuáles eran las raíces de su problema, pues esa combinación de arma y guantelete había sido especialmente diseñada para combatir a magos.

¿Y tal vez a psionicistas?

Esos dos eran quienes le quitaban el sueño: Rai’gy y Kimmuriel, hechicero el uno y psionicista el otro, ambos lugartenientes de Bregan D’aerthe, que dirigía Jarlaxle. Entreri los detestaba profundamente y sabía que ellos también le odiaban a él. Para empeorar aún más las cosas, Entreri sabía que su única protección contra ese peligroso par era el mismo Jarlaxle. Para su sorpresa, poco a poco había llegado a confiar en el mercenario drow, pero dudaba que la protección de Jarlaxle durara siempre.

Después de todo, siempre hay accidentes.

Entreri necesitaba protección, pero debía actuar con su habitual paciencia e inteligencia, enredando el rastro de sus acciones para que nadie pudiera seguirlas y empleando la táctica que había perfeccionado en sus muchos años de lucha en las duras calles de Calimport: embarullar múltiples capas de información correcta y errónea, de modo que ni sus amigos ni sus enemigos fuesen capaces de separar unas de la otras. Cuando sólo él supiera la verdad, él y sólo él estaría al mando.

A la luz de estas reflexiones, el asesino comprendió que la reunión con el perspicaz Sha’lazzi había sido un aviso, un recordatorio de que si quería sobrevivir a los elfos oscuros debía mantener un autocontrol absoluto.

De hecho, Sha’lazzi había estado muy cerca de descubrir en qué tipo de dificultades se encontraba. Había adivinado al menos la mitad, y era evidente que el informante ofrecería esa información a cualquiera que estuviera dispuesto a pagar bien por ella. En esos días corrían muchos personajes por las calles de Calimport que trataban de desentrañar el enigma del súbito y despiadado ascenso de la cofradía Basadoni.

Sha’lazzi sabía la mitad, por lo que se barajarían las opciones habituales: un poderoso archimago o varias cofradías de hechiceros.

Pese a estar de un humor de perros, Entreri no pudo evitar reírse entre dientes al imaginarse la cara que pondría Sha’lazzi si algún día descubría la otra mitad que se ocultaba tras el trono de Basadoni: ¡que un ejército de elfos oscuros había invadido la ciudad!

Por supuesto, su amenaza de matarlo no era vana. Si Sha’lazzi llegaba a imaginárselo, Entreri o cualquiera de los miles de agentes de Jarlaxle le rebanarían el pescuezo.

Sha’lazzi Ozoule se quedó sentado mucho rato a la pequeña mesa redonda, repasando cada palabra y cada gesto de Entreri. El informante sabía que su hipótesis de que el ascenso de Basadoni se debía al poder de un mago era correcta, aunque eso no era nada nuevo. Teniendo en cuenta la celeridad con la que se había producido ese ascenso y los estragos causados a las casas rivales, era de sentido común pensar que uno o, más probablemente, varios magos actuaban en beneficio de la cofradía Basadoni.

La verdadera revelación había sido la reacción visceral de Entreri. Artemis Entreri, el maestro del control, la sombra de la muerte, nunca había mostrado tal agitación interior o incluso miedo. ¿Cuándo había necesitado Artemis Entreri tocar a alguien para amenazarlo? No, él se limitaba a clavar esa espantosa mirada suya en quien fuera, con lo que esa persona sabía que si seguía por el mismo camino acabaría muy mal. Si la persona en cuestión no rectificaba, no había ninguna amenaza más, Entreri no lo agarraba ni lo golpeaba. Simplemente lo liquidaba.

La insólita reacción de Entreri intrigaba a Sha’lazzi. ¡Qué no daría él por saber qué ponía tan nervioso a Artemis Entreri! Aunque, al mismo tiempo, el comportamiento del asesino era una advertencia clara y aterradora. Sha’lazzi era consciente de que algo capaz de turbar al asesino podía destruir a Sha’lazzi Ozoule con toda facilidad.

Era una situación muy interesante, pero que a la vez, le aterraba profundamente.