Introducción

Corea del Norte:
el último régimen estalinista del mundo

Noviembre de 1999. Fatigado por los efectos de la diferencia horaria y de cuatro horas de charla, dejo que me lleven en silencio. Kang Chol Hwan mete su compacto preferido en el aparato del coche. Se oye La paloma y después Nathalie, con el tono de Ojos Negros. Sube un poco el volumen. La música que sale de los dos flamantes altavoces negros parece inspirarle. La cadena estéreo que ha instalado le ha debido de costar cara, pero la calidad del sonido es magnífica. Observo cómo sonríe mientras cambia suavemente de marcha para no romper el encanto.

Estamos en Apkujong, el barrio donde los adolescentes ricos van a las tiendas de Gucci o de Lacroix.

Disco en rojo.

Es ya de noche cuando pasamos junto al Cine House y las Musas, ese gran restaurante en el que se cenaba a la luz de las velas y escuchando ópera en vivo. Me pregunto por qué habrá cerrado. Kang Chol Hwan acelera suavemente mientras subimos hacia el hotel Amiga. Nos encontramos ya a unos cien metros de la casa de Ukyung Song, nuestra intérprete.

Estamos en Seúl, capital histórica de Corea. Catorce millones de habitantes. Kang Chol Hwan tiene una cuenta de correo electrónico, navega por la red, en invierno practica el esquí. Se preocupa por el valor en bolsa de sus acciones de Hyundai. Kang Chol Hwan habla coreano. Escribe en coreano sirviéndose del hangul, un alfabeto de veinticuatro letras —diez vocales y catorce consonantes— inventado hace cinco siglos por el rey Se Jong.

En una palabra, es coreano. Y sin embargo no es de aquí. Viene de otro país que también se llama Corea, pero en el que nadie conduce un Daewoo. Nadie tiene una cadena estéreo en su coche. Los bueyes tiran de las carretas en el campo. Tampoco hay Internet. Ni revistas en papel satinado con fotos de chicas fantásticas. No hay periódicos con opiniones diferentes. Ni posibilidad de elegir entre veinte o treinta emisoras de radio, porque el dial está bloqueado en la emisora oficial. Y la televisión solo tiene una cadena: la del gobierno. Para viajar por el país es necesario contar con la autorización del partido y del responsable de la unidad de trabajo.

Kang Chol Hwan viene del Norte, esto es, del norte de la zona desmilitarizada que separa Corea del Norte de Corea del Sur. Esa zona dibuja sobre el cuerpo de la península coreana una enorme herida: siete kilómetros de ancho, doscientos cincuenta de largo. Es decir, puesto que hay dos lados, quinientos kilómetros de alambre de espino, de rejas y de minas antipersona que separan al país de sí mismo.

¿Cómo pueden soportar esto los coreanos?

Muy mal. Esta separación es una especie de enfermedad. Imaginad esta barrera metálica en Francia: partiría de Poncarlier siguiendo en línea recta hasta Sables-d’Olonne haciendo de Creusot y de Châteauroux ciudades fronterizas. En Italia, separaría por ejemplo, sin ningún sentido, Livorno de Pisa, Florencia de Siena y Pésaro de Ancona.

En España podría ser el paralelo 40, ¿por qué no?, y la frontera pasaría desde Castellón de la Plana, en el Mediterráneo, hasta Torrejoncillo, cerca de la frontera portuguesa. Toledo formaría parte de la España del Sur, como Valencia. Aranjuez, en España del Norte y Talavera de la Reina, en España del Sur, serían las ciudades fronterizas.

Solo los alemanes pueden comprender el horror de esta fractura, de esos fugitivos tiroteados, de esos dos mundos hostiles creados artificialmente. Y eso que entre las dos Alemanias existían algunos puntos de paso, y que algunos intercambios eran posibles. Los alemanes del Este podían ver la televisión del Oeste. En la península coreana la separación es total: a un lado son coreanos y al otro… coreanos también. Pero cada uno en su casa. Prohibido pasar. Si tienes un hermano en el Norte, difícilmente sabrás algo de él. Si vives aquí y tu madre allá, olvídala en la medida de lo posible. Y desengáñate: la zona desmilitarizada es, seguramente, la zona del planeta con más soldados por metro cuadrado.

Los dos Estados que legislan a cada lado de este corte radical fueron creados en 1948. Después de un periodo colonial que duró cerca de una generación —de 1910 a 1945— y que terminó cuando el Japón imperial se hundió bajo las bombas atómicas de los norteamericanos, Corea, ante la consternación de los coreanos, fue dividida en dos. La parte norte fue ocupada por las tropas soviéticas y la parte sur por las tropas estadounidenses.

Puede que dividida no sea la palabra adecuada. Más que de una división, se trató de la puesta en práctica de una doble administración. La idea era que esta tutela fuera provisional y que durara hasta la convocatoria de unas elecciones generales bajo supervisión de las Naciones Unidas. Pero no hubo elecciones. No llegaron nunca. Las dos administraciones se enfrentaron en cuanto a los partidos que podrían participar en la campaña electoral, sobre la fecha de los comicios y sobre el número de diputados. Se trataba sobre todo de pretextos. Stalin no tenía ninguna intención de retirarse. Formó en el norte unos cuadros políticos sumisos, puso en pie un ejército y organizó una reforma agraria con mucha propaganda que lanzó a los campesinos más pobres contra los terratenientes y suscitó numerosos apoyos entre los partidos de izquierda de todo el mundo. Los hombres de Stalin no se limitaron a la reforma agraria. Pronto llegaría la hora de la colectivización.

Durante todo ese tiempo las Naciones Unidas se impacientaban. Pasaron los años 1945 y 1946 entre reuniones y conferencias, comunicados acusadores y respuestas agridulces. Una marea de refugiados pasó de la zona norte a la zona sur. Pero en 1947, cruzar la línea divisoria se volvió más difícil. La antigua fraternidad militar de soviéticos y estadounidenses contra el fascismo no era más que un recuerdo. Empezaba la guerra fría.

El límite entre las dos zonas se convirtió en frontera. En el norte se constituyeron comités populares que formaron un embrión de Estado. En el sur, los estadounidenses, menos emprendedores que los soviéticos, formaron una importante fuerza policial en lugar de un poderoso ejército. Decidieron no crear un gobierno al estilo de la democracia norteamericana y optaron por dejar el poder en manos de la misma burguesía local que había colaborado, en parte, con la ocupación japonesa. Tampoco hicieron reformas iluminadas, pero a cambio se beneficiaron de una baza importante: el apoyo de las Naciones Unidas. Ante la reiterada negativa de la administración soviética a que se celebraran unas elecciones en todo el país, los estadounidenses las organizaron en el sur. Su carácter general fue completamente ficticio y la mitad de los escaños de la Asamblea Nacional se quedaron vacíos. No obstante, había nacido la República de Corea. Se eligió a un presidente para el conjunto del país: Syngman Rhee, un hombre de derechas que había luchado contra la ocupación japonesa. Fue en agosto de 1948. La réplica no tardó en llegar. Un mes más tarde, en Pyongyang, la ciudad más poblada de la zona norte, se proclamó la República Democrática Popular, dirigida por un cierto Kim Il Sung, antiguo jefe local de la guerrilla que había combatido contra los japoneses en Manchuria. Kim Il Sung presidía lo que era ya un verdadero Estado, con una administración renovada de arriba abajo, y equipado con una policía y un ejército lo bastante fuertes como para que los soviéticos se pudieran retirar ostensiblemente de la zona durante el otoño de 1948. Despojados de toda legitimidad como efecto de esta retirada, los estadounidenses tuvieron que retirar sus tropas del sur el invierno siguiente.

Conocemos la continuación gracias a los archivos que Boris Yelsin abrió en 1994: Kim Il Sung, el hombre de los soviéticos, se impacientaba. Quería lanzar su ejército al asalto del sur, que estaba mal armado, mal organizado, que sufría grandes dificultades económicas, y que vivía agobiado por una guerrilla apoyada por el Norte. Stalin, prudente como siempre, esperó todavía unos meses antes de dar la señal de partida. El 25 de junio de 1950, cuando los observadores juzgaban casi imposible un ataque del Norte, los carros armados norcoreanos, proporcionados por Moscú, atravesaron por sorpresa la línea de demarcación situada a lo largo del paralelo 38. Seúl cayó en tres días; las tropas norcoreanas se lanzaron hacia el Sur y aplastaron al pequeño ejército de Syngman Rhee y a sus varios centenares de asesores estadounidenses. En poco tiempo, Corea del Norte controlaba el noventa por ciento de la península.

Fue el principio de la guerra de Corea, un conflicto que dio muchas vueltas. El presidente norteamericano Harry Truman reaccionó rápidamente. Denunció la agresión norcoreana en el seno del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y abogó por una respuesta de la joven organización internacional «por todos los medios». El Consejo aprobó la intervención, decisión que se vio facilitada por el hecho de que la Unión Soviética no participaba por aquella época en los trabajos de la organización en señal de protesta por la presencia en su seno de la China de Chang Kai Chek. El 27 de junio las Naciones Unidas hicieron un llamamiento a los países miembros para que aportaran ayuda militar a Corea del Sur.

El 15 de septiembre, las fuerzas estadounidenses dirigidas por el general MacArthur desembarcaron en la retaguardia de las tropas norcoreanas. Tomado por sorpresa, parte del ejército de Pyongyang fue destruido y parte huyó. Las tropas norteamericanas y surcoreanas, bajo la bandera blanca y azul de las Naciones Unidas, junto con otros contingentes turcos, británicos, franceses y holandeses, liberaron la capital, entraron en el norte, tomaron Pyongyang y se acercaron al río Anmok. Conocido tanto por los norteamericanos como por los chinos como Yalu, el río marca la frontera noroeste entre Corea y China.

Mao Tse Tung respondió lanzando a cientos de miles de voluntarios a la batalla. Las tropas de las Naciones Unidas tuvieron que retirarse precipitadamente después de sufrir enormes pérdidas. La balanza se inclinó para el otro lado: Pyongyang fue abandonada, las tropas de las Naciones Unidas se replegaron más allá del paralelo 38 y perdieron Seúl.

Después de cinco meses de combates encarnizados el frente se estabilizó. Lentamente, la balanza se inclinó de nuevo en sentido contrario y Seúl fue recuperada por segunda vez. Los combates prosiguieron más al norte.

Tras un millón de muertos y tres años después del ataque por sorpresa de Kim Il Sung, el 23 de julio de 1953, poco después de la muerte de Stalin, se firmó un armisticio en la pequeña ciudad de Panmunjom.

Las Naciones Unidas habían repelido una invasión, pero no habían conseguido reunificar el país.

Un día, un soldado norcoreano que acababa de desertar al Sur me preguntó, suplicante y con el desconcierto de no saber bien dónde se encontraba:

—Pero entonces, ¿quién ha ganado la guerra de Corea? Se dice aquí lo contrario de lo que me han dicho en el Norte.

¿Qué podía responderle?

«Empate» habría sido una buena respuesta ya que, a fin de cuentas, los dos ejércitos se habían encontrado aproximadamente en la casilla de salida. Pero no hubiera sido muy serio por mi parte responder así ante la gravedad de esa pregunta. ¿Debía acaso decirle que las dos partes habían perdido? Sí, teniendo en cuenta las inmensas pérdidas y los centenares de miles de víctimas de la guerra. Pero responder de ese modo hubiera significado desconocer el desarrollo posterior de Corea del Sur, que solo fue posible después de rechazar a las fuerzas comunistas.

Hasta que en 1987 comenzó un proceso de democratización, Corea del Sur estuvo sometida a un régimen autoritario, por no decir dictatorial. A pesar de ello, desde 1960 el régimen propició un avance económico sin precedentes. Treinta años de trabajo duro han llevado a Corea del Sur desde el nivel de Bangladesh hasta el nivel de España. Las calles de tierra batida de Seúl, en las que las chiquillas solían vender su cabello, han visto el surgimiento de grandes rascacielos y se han saturado de coches con cadenas estéreo y aire acondicionado made in Korea. Corea del Sur se ha convertido en la séptima potencia industrial del mundo.

Durante este mismo período, a menos de cincuenta kilómetros al norte, se formaba un engendro ideológico y militar que oscilaba entre la China maoísta y la Unión Soviética de Breznev. Lo dominaba por completo un hombre: Kim Il Sung. Sus purgas sangrientas en la década de los años 80 prepararon el camino para que lo sucediera su hijo, Kim Jong Il, con lo que se creó la primera dinastía comunista del mundo.

Las relaciones políticas y diplomáticas entre Corea del Norte y el Sur «capitalista» permanecieron en estado embrionario, con esporádicos enfrentamientos: ataque de un comando contra la Casa Azul —el palacio presidencial de Seúl— en 1968; atentado contra una delegación del gobierno del Sur que se encontraba de visita en Rangún, la capital birmana, en 1981; explosión en pleno vuelo de un avión de las líneas aéreas surcoreanas en 1987; intrusión de submarinos y envío de comandos en 1994; un conflicto naval en 1999, etc.

En Corea del Norte, un país con veintidós millones de habitantes, la policía ejerce una vigilancia feroz sobre todos los aspectos de la vida de los ciudadanos. Todos los desplazamientos requieren una autorización. Toda la información se filtra de antemano. Reina una ideología única y obligatoria, una autosuficiencia exaltada. Las prisiones y los campos de concentración se extienden por todo el país. La economía siguió el modelo estalinista de la Unión Soviética: planificada, centralizada y colectivizada. Fue decayendo durante las décadas de los años 70 y 80, antes de hundirse definitivamente con la caída del comunismo en la Unión Soviética, las reformas en la China popular y la muerte del Gran Líder Kim Il Sung en 1994.

El hambre se ha ido adueñando gradualmente de todo el país hasta el punto de que se habla de tres millones de muertos. Hoy, Corea del Norte es un barco que hace agua por todas partes. La comunidad internacional le ha concedido numerosas ayudas que permiten al Estado —en realidad más que Estado es un partido— acumular divisas fuertes que debería utilizar en el mercado internacional agroalimentario.

Sin embargo, los dirigentes norcoreanos prefieren invertir los pocos recursos disponibles en el desarrollo de armas sofisticadas. Sus misiles se venden en Irán o en Siria, y el modelo más potente pronto tendrá capacidad para alcanzar el territorio de los Estados Unidos. Ante el riesgo de que la península coreana desestabilice la región, las grandes potencias intentan seducir a Kim Jong Il para convencerlo de las virtudes de la democracia política y del liberalismo de mercado. El reciente espectáculo montado por el hijo de Kim Il Sung —un gran aficionado al cine—, en el que desplegó amabilidades y sonrisas durante la cumbre con el presidente surcoreano Kim Dae Jung el 12 de junio de 2000, no cambia mucho las cosas. Es verdad que es preferible que los dirigentes norcoreanos se sienten en la mesa de negociación a que amenacen con llevar la guerra al Sur. De hecho, han comprendido que no se consiguen los preciados wones surcoreanos mediante discursos bélicos. El Norte tiene extraordinarias dificultades económicas para sobrevivir y la ayuda con la que el Sur recompensa las sonrisas de Kim Jong Il es de vital importancia. Pero después de la cumbre, y como antes, la población norcoreana sufre la ausencia total de libertades políticas y soporta a diario una propaganda delirante, cuando no se muere de hambre. Los niños no crecen, miles de mujeres jóvenes se venden en China y el ejército desfila en Pyongyang, listo para defender un paraíso comunista fantasmagórico.

Algunos consiguen huir. Kang Chol Hwan es uno de ellos. Dejó Corea del Norte en el año 1992, antes de que la hambruna llegara al paroxismo. Y no huyó del país, como muchos otros, para escapar del hambre, sino porque, tras haber sobrevivido a su detención en el campo de concentración número 15, estaba en peligro de ser detenido nuevamente, esta vez por «escuchar una emisora de radio prohibida». Lo esperaba un nuevo círculo del infierno.

Aunque llegue con un poco de retraso, su testimonio tiene un interés excepcional: es el primero en ser recogido por un investigador europeo y la primera narración de la vida de un joven adulto norcoreano de hoy. Sobre todo, es el primer testimonio sobre un campo de concentración norcoreano que se publica en Europa.

Conocí a Kang Chol Hwan en Seúl, poco después de su deserción. Yo viajaba con frecuencia a Corea del Sur como parte de mi trabajo para la Sociedad Internacional de los Derechos Humanos e intentaba entrevistar al mayor número posible de tránsfugas para comprender mejor las diferentes formas de represión en Corea del Norte. Como el régimen totalitario norcoreano se nutre de la ignorancia en que se encuentra su población con respecto del resto del mundo y del desconocimiento de la opinión pública internacional sobre sus crímenes, sus amenazas y su menosprecio total por la vida humana, le propuse a Kang Chol Hwan que relatase al mundo lo que era vivir bajo el yugo de Kim Il Sung y después bajo el de su hijo Kim Jong Il. Aceptó rápidamente, pues considera un deber moral hacer todo lo posible para que se conozcan los horrores del régimen de Pyongyang y en especial su sistema «concentracionario».

Nos vimos en cinco o seis ocasiones en Seúl; nos encerrábamos en una habitación de hotel y solo salíamos para comer y cenar. Nos comunicábamos gracias a una universitaria surcoreana, especialista en literatura francesa, que desempeñó un papel esencial e irremplazable. Su modestia y su eficacia me ayudaron a conocer mejor el conjunto del país y el menosprecio de los derechos humanos de que hace gala el Norte.

La redacción de este libro es, por lo tanto, una empresa de tres personas, una empresa realizada bajo el signo de la amistad que tiene la esperanza de contribuir a alertar a la opinión internacional. Aspira a recordar a todos los que tienen tratos con Corea del Norte —diplomáticos, políticos, empresarios—, que su interlocutor es el último régimen estalinista del planeta, un régimen que tiene encerradas en campos de concentración entre ciento cincuenta mil y doscientas mil personas; un régimen que se burla de la libertad de conciencia; un régimen que machaca incansablemente a su población con una propaganda pomposa y falsa; un régimen responsable de una de las peores hambrunas del final de siglo XX. El término que mejor lo caracteriza ha sido empleado ya muchas veces, pero lo utilizo de nuevo aquí por lo justo que me parece: es un régimen «ubuesco». Es decir, grotesco y sanguinario.

La lectura de este libro es un primer paso para que los defensores de los derechos humanos en todo el mundo se ocupen de luchar contra la represión en Corea del Norte.

PIERRE RIGOULOT