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La muerte en Yodok

El trabajo en la escuela seguía siendo igual de aburrido. El desinterés, el miedo a que nos pegaran y el cansancio físico se conjugaban para hacer de nosotros unos holgazanes. Y estaba claro que los deberes como «Resumid la conferencia que dio el Gran Líder el 3 de julio de 1954 y aprendedla de memoria» no eran los más apropiados para despertar nuestra curiosidad. Tampoco les importaba mucho; mientras pareciera que estábamos prestando atención, los maestros se quedaban satisfechos y nos dejaban en paz.

Por las tardes era otra historia. El trabajo en el exterior era muy duro y exigía la mayor aplicación. Cavar, escardar, arrancar las malas hierbas, todo bajo la vigilancia de un guardia y la amenaza de un castigo si nuestra productividad era insuficiente, mantenía los músculos y el espíritu en estado de alerta. A veces los guardias relajaban la vigilancia, pero la mayor parte del tiempo trabajábamos como animales. Yo trabajaba tanto que no encontraba mucho tiempo para extrañar a mi madre, ni siquiera para pensar en ella. Vivía en una especie de melancolía difusa en la que, lo sé, su ausencia desempeñaba un importante papel.

La vuelta al barracón por la noche ya no me reconfortaba. El clima alrededor de nuestros tazones de maíz era pesado. Todos parecían abatidos, agotados, sin esperanza. Nuestra familia atravesaba un período malo. La abuela, la más locuaz, se lamentaba abiertamente, reconociendo que ella sola nos había arrastrado a esta aventura. Hablaba del abuelo y se indignaba de que lo hicieran pagar por intrigas internas del Partido.

—¿Por qué no a mí —repetía—, por qué lo han condenado a él y no a mí?

Según los testimonios de algunos prisioneros de nuestro poblado, el abuelo había sido detenido en el marco de una operación de la que no era el único objetivo. Aunque sus comentarios sobre la gestión del país hubieran podido molestar, lo mismo que su excesiva franqueza, su detención estaba más probablemente relacionaba con el asunto Han Duk Su, un conflicto de poder en la dirección política de la Chosen Soren sobre el que volveré más adelante. Numerosos antiguos residentes en Japón estaban implicados en el asunto. Mi abuela había participado con su fogosidad habitual, mientras que mi abuelo apenas había tomado partido.

—La política no era lo suyo —decía ella— y sin embargo ha tenido que pagar el pato.

Creo que le hubiera gustado pagar a ella en su lugar. Soportaba muy mal el sentimiento de responsabilidad por nuestro internamiento y por la condena de su marido. Pobre abuela. Había entregado su vida al comunismo. Durante quince o dieciséis años había militado por sus ideales, convencida de que se estaban realizando en su amada patria. Y este país le había robado al hombre que amaba antes de enviarla a ella misma a un campo con el resto de su familia. Se sentía tan culpable de todo que nos pedía perdón sin cesar. Escuchar las lamentaciones y el arrepentimiento de una mujer que había sido tan fuerte e indomable, nos afectaba sobremanera.

En este clima cercano al desastre, nuestro tío nos confesó que durante la semana en que se encontró solo en el campo, antes de nuestra llegada, había intentado suicidarse. Ignoraba entonces que íbamos a reunimos con él. Me acuerdo como si fuera ayer: la abuela se quedó largo tiempo silenciosa, estupefacta y trastornada. Después lo miró fijamente a los ojos, con mucha solemnidad para dar más peso a sus palabras y, dijo:

—Si una persona debe morir la primera aquí, no eres tú, sino yo. Así que no lo vuelvas a intentar. Y como si no estuviera segura de haber resultado convincente añadió otro argumento, casi un grito: —Si tú mueres, ¿cómo podría yo vivir?

Mi tío intentó de nuevo poner fin a su vida al año siguiente. Esta vez con mi padre. Me lo contó la abuela cuando volví del trabajo. Se habían marchado a la montaña, seguramente para colgarse de un árbol. Me puse a temblar. Me tumbé sobre el jergón y esperé pensando en ellos con todas mis fuerzas: «Volved… volved». No recuerdo cuánto tiempo estuve así. De pronto oí que se abría la puerta de entrada. Eran ellos. Grité de alegría. Habían creído que estaban dispuestos a terminar con el campo, con la humillación, la suciedad y los golpes, pero se detuvieron al pensar en el daño que hubieran producido a la familia.

Había prisioneros que sí se suicidaban. Algunos vecinos habían escogido esa manera de salir de Yodok. La mayoría de las veces dejaban una carta con fuertes críticas al régimen, o al menos a los órganos de seguridad. Olvidaban que al hacer esto, su familia podía ser enviada a un campo más duro del que no saldría nunca. Siempre se castigaba de alguna manera a los familiares de un suicida, hubiera o no una carta crítica. Era una regla que no admitía excepción. El Partido veía el suicidio como un intento de escapar a sus consignas y, como la persona que lo había hecho ya no estaba disponible para pagar por su pecado, había que encontrar a alguien más. Algunos suicidas intentaban reducir el castigo para sus parientes dejando una carta en la que protestaban de su inocencia e insistían en su apego al comunismo y al régimen del Gran Líder bien amado. Este tipo de palabras solía incitar a los agentes de seguridad a la indulgencia. Se contentaban entonces con prolongar durante cinco años la duración de la pena, solo conocida por ellos, que la familia, o lo que quedaba de ella, debía purgar.

Después de haber superado su profunda depresión, mi padre y mi tío tuvieron que ayudar a la abuela, que oscilaba entre la desesperación y la cólera. Para consolarla, le recordaron sus propios argumentos cuando ellos intentaron suicidarse: quedaba una oportunidad de salir de ésta, la familia debía permanecer unida; como en los equipos de trabajo, la suerte de cada uno dependía de la de todos.

Permanecimos unidos, efectivamente, y aunque la abuela no recuperó su alegría de vivir, por lo menos recobró el equilibrio. Al mismo tiempo, sus ideas políticas se fueron transformando poco a poco Al principio interpretó nuestro internamiento como un error judicial que sería corregido rápidamente por las autoridades. Con el tiempo, empezó a decir que no había ninguna razón para construir campos de concentración en un régimen comunista, bastaba con, enviar a los que se oponían o no estaban contentos al extranjero. Mantener un campo como el de Yodok era un crimen, un acto inhumano. Luego llegó más lejos, y afirmaba que Corea del Norte podía mantener la etiqueta de país comunista, pero que había perdido su alma. Creo que fue entonces cuando descubrió que se había equivocado. Más tarde dejó de lamentarse y de sentirse culpable. Su crítica se transformó poco a poco en cólera y en odio y se hizo cada día más radical: el régimen se parecía más al de Hitler que al de Marx y Lenin. No renunciaba al comunismo, pero reconocía que su construcción no era tarea fácil.

La abuela fue también la primera de la familia que se puso gravemente enferma. Le sobrevino la pelagra, una enfermedad común entre los indios de América del Norte debida a una alimentación demasiado rica en maíz. La enfermedad es fácil de diagnosticar: la piel se vuelve áspera, se caen las uñas y las ojeras son tan grandes que parece que el enfermo lleva gafas. Los detenidos de Yodok llamaban a la pelagra la enfermedad de las gafas o la enfermedad del perro, porque se habían dado cuenta de que comer este animal aseguraba la curación, como cualquier otra carne, por lo demás. En cualquier caso, al enfermo le entran ganas de comer cualquier cosa, se vuelve más o menos idiota y tiene muchas posibilidades de fallecer.

En la primavera de 1981 me destinaron a un equipo encargado de enterrar los cadáveres abandonados a su suerte durante el invierno. La helada endurecía la tierra y enterrarlos antes de que el sol la calentara era un verdadero problema. Acometíamos nuestra faena después de clase, con un poco de pasta para complementar la ración de maíz. Nos alegraba este destino ya que, además de los tallarines, el trabajo tenía otras ventajas de orden práctico: antes de inhumar al desgraciado le quitábamos la camisa, el pantalón y, si los tenía, los zapatos. Eran cosas que podríamos usar o intercambiar por algo. El precio que pagábamos por ello era muy caro pues, como pide la tradición coreana, debíamos llevar los cadáveres a la montaña o, por lo menos, enterrarlos sobre una altura. Preferíamos las colinas en el centro del campo a las montañas escarpadas de los alrededores, así respetábamos la tradición sin tener que recorrer decenas de kilómetros, pero no quedaba mucho sitio en esas colinas y un día los guardias nos prohibieron enterrar allí a más muertos.

Creímos que la medida se tomaba por cuestiones de salubridad, pero los agentes de seguridad tenían otra idea en la cabeza. Un día que volvía de mi trabajo en la montaña con mi grupo de recolección, cada uno con su saco de hierbas a la espalda, sentimos un olor espantoso que provenía de las colinas. Conforme avanzábamos la peste crecía en intensidad, hasta que encontramos la causa. Vimos, con gran estupor, que los guardias arrasaban con una excavadora la cima de la colina donde solíamos cavar las tumbas. Se atrevían a agredir a los muertos, a perturbar el descanso de sus almas. No les importaba el sacrilegio, estaban decididos a convertir esa zona en terrenos agrícolas. Al romper la tierra, aparecían trozos de carne humana imposibles de identificar, brazos, piernas, pies con los calcetines puestos todavía. Yo estaba petrificado. Uno de mis compañeros vomitó. Nos echamos a correr, cubriéndonos la nariz con la manga para escapar al terrible olor de la carne en putrefacción. Los agentes hicieron luego una fosa y ordenaron a unos detenidos que tiraran allí, todos mezclados, los trozos de cadáveres. Tres o cuatro días más tarde el lugar estaba listo para un campo de maíz. Varios vecinos de nuestro poblado fueron nombrados para sembrar y quitar hierbas en ese nuevo campo. Todos trabajaron a regañadientes. Encontraban restos humanos con frecuencia, pues solo habían enterrado los pedazos más grandes en la fosa común. Todo sea dicho, el maíz creció muy bien en ese lugar durante los años siguientes.

La escena me horroriza más ahora que entonces. En su momento, mantuve una calma relativa ante el espectáculo, lo que prueba que me había hecho más insensible a los horrores del campo. Me pasaba otra cosa también: cuanto más asistía a este tipo de atrocidades, cuanto más me codeaba con los cadáveres, más ganas me entraban de vivir, costase lo que costase. Me sentía dispuesto a hacer cualquier cosa para conseguirlo. Tal vez no hubiera aceptado convertirme en soplón, ni delatar a mis amigos, pero es verdad que los sentimientos de compasión y de piedad parecían abandonarme, sustituidos por una tenaz voluntad de vivir y por una desconfianza generalizada hacia los que me rodeaban. En mi propio interés, aprendí a controlar mis emociones, sobre todo delante de los guardias. La astucia formaba parte de mi nueva vida. Astucia para comer, astucia para matar las ratas, para robar el maíz, para dar la impresión de que estaba trabajando cuando no hacía nada. Astucia, por último, con los soplones.

No era el único. Unas semanas después de que arrasaran el cementerio me encontré con un corro de habitantes del poblado reunidos en torno a una mujer que lloraba y se lamentaba de su suerte. Dirigiéndose a un fallecido cuyo cadáver debía de estar todavía en el barracón, exclamaba:

—¿Por qué te has muerto tan pronto, por qué has abandonado este maldito mundo?

En el grupo había un soplón y un responsable de una brigada de trabajo. La pobre mujer no se había dado cuenta, y su hijo, que veía el peligro que corría si seguía con sus imprecaciones, le hacía signos desesperados con los ojos y la cabeza. La mujer comprendió de pronto la situación, cambió totalmente de registro y, sin la menor transición, continuó:

—Sí, ¿por qué te has marchado de este mundo que es tan hermoso gracias a la sabia dirección de nuestro Gran Líder?

Nadie se atrevió a reír, pero ya nadie pudo llorar tampoco.

En la primavera de 1981 me libré de una de las mayores causas de mortalidad entre los jóvenes del campo: mis diarreas se calmaron poco a poco gracias a un remedio a base de opio que le había proporcionado un amigo a mi tío, tal vez a cambio de aguardiente. Mi organismo había aprendido a tolerar el maíz, pero esa primavera, como las demás, trajo consigo su ración de cadáveres. Los trabajos agrícolas eran agobiantes en esa época del año. Realizábamos una actividad sin tregua, armados con los pobres azadones y layas de que disponíamos. La mayoría estaban en mal estado y cuando no había suficientes, los guardias obligaban a los detenidos que no tenían herramientas a cavar la tierra con las manos.

Aprovechábamos la jornada para capturar ranas, muy numerosas en esta estación. Era una compensación nada desdeñable aunque llegara a menudo demasiado tarde para los más debilitados. Las matábamos, las desollábamos y las poníamos a cocer o a secar al sol. Sus huevos también eran muy apreciados. Para sobrevivir en Yodok había que encontrar algo mejor que las pobres raciones de maíz que nos daban. Nos comíamos también las salamandras que atrapábamos junto a las fuentes de agua clara. A mí nunca me gustaron. La gente afirmaba que eran muy buenas para la salud: te comías tres al día y estabas en plena forma, era un verdadero concentrado de vitaminas. A lo mejor no eran más que creencias. Para comérselas había que cogerlas por el rabo y tragárselas de un golpe, antes de que proyectaran un líquido con un gusto muy desagradable. Mi abuela no consiguió comerse una que le llevé. Solo los niños lo hacían con facilidad. Se comían todo lo que se moviera, mucho más que los adultos que, sin embargo, tampoco eran muy remilgados. Cuando un grupo de trabajo terminaba sus labores en algún lugar, no quedaba ahí ningún bicho viviente. Hasta las lombrices se comían. La naturaleza necesitaba un poco de tiempo para recuperarse y ofrecer algo nuevo de comer. El hambre, por su parte, persistía, lacerante y agotadora.