Maíz, cucarachas y aguardiente de serpiente
Lo pasé muy mal mi primer invierno en el campo. En particular, enero y febrero de 1978 fueron muy duros. No tanto en la escuela, donde ahora me quedaba callado: la bofetada que recibí por atreverme a mostrar que conocía bien la vida de Kim Il Sung me enseñó a mantener la boca cerrada. Tampoco en mi trabajo. Por la tarde participaba en la tala y transporte de troncos sin demasiadas dificultades. No, el mayor obstáculo tenía que ver con la comida. Siempre tenía hambre y no llegaba a digerir lo poco que me daban. Nuestra alimentación era tan poco variada que empezó a darme asco. Mi abuela lo entendía y de vez en cuando me preparaba arroz, pero estaba decidida a que durara el mayor tiempo posible, para los casos de extrema necesidad, y era inflexible cuando le pedía más.
En el menú, por tanto, maíz y más maíz. Unas veces aromatizado a las hierbas que le traíamos a la abuela, otras al natural, y algunas también con pasta de bellotas. Un plato igual de insulso. Cocíamos las bellotas y después las molíamos; hacíamos un bloque que dejábamos endurecer y luego lo rompíamos en pequeños trozos a los que añadíamos agua y sal. Después de unos días, la preparación se podía comer. Elaborábamos también una especie de oksusupap, un plato típico de arroz con maíz. En el molino del campo triturábamos el maíz en trozos pequeños del tamaño de los granos de arroz, los echábamos al agua y los hervíamos. Una sopa de legumbres secas rompía a veces la monotonía de las comidas y, muy raramente, comíamos pescado que atrapábamos en el río a pesar de los guardias, ya que estaba prohibido pescar. Nos decían —sin el menor tono de broma— que la prohibición tenía el propósito de proteger la naturaleza. Algunos detenidos particularmente ingeniosos conseguían montar líneas de pesca con corchos, plomos y anzuelos. Una buena línea se vendía por alrededor de un kilo de maíz. En el fondo no era tan caro, porque capturar un pescado era todo un acontecimiento. Con las raciones del campo no nos quedábamos jamás satisfechos, pero había que ver cómo devorábamos el almuerzo. Sin hablar una sola palabra y lanzando resoplidos. Las buenas maneras ya no contaban.
Los utensilios de cocina que habíamos traído de Pyongyang se gastaron poco a poco o se rompieron. Nos vimos entonces obligados a usar los recipientes de aluminio que nos habían distribuido. Se abollaban fácilmente, se ennegrecían por el fuego y no podían ser más feos, pero teníamos que apañarnos con ellos. Intentábamos que duraran lo más posible, tapando los agujeros con los medios que teníamos a mano o en el taller de soldadura. El utensilio más útil era una especie de cantimplora. Permitía transportar una pequeña rana o una salamandra capturada durante la jornada y conservarla hasta la noche. También servía para cocer un poco de maíz robado en medio de un campo. Con carbón de madera, que ardía sin humo, los guardias no se enteraban de nada. El plato más apreciado era una especie de sopa espesa de maíz rallado y cocido al agua. Cuando un niño de mi grupo de trabajo conseguía colarse en un campo de maíz, los otros cuatro aumentábamos nuestro ritmo de producción para que no se notara su ausencia mientras él robaba alguna mazorca y preparaba la sopa. Como, con diez años, yo era el más pequeño del grupo, por lo general se me encargaba a mí esa misión. Me sorprendieron una vez. El guardia se contentó con pegarme y no me impuso trabajo extraordinario. Comprendí que la próxima vez lo haría, y por eso la siguiente ocasión en que fui elegido para una misión parecida, las piernas me temblaban del miedo. A pesar de todo, sigo teniendo una cierta nostalgia por esa sopa. La he comido varias veces después, pero no me sabe igual que la del campo. La última vez la compré en una tienda muy elegante de Seúl, pero me decepcionó y no he repetido la experiencia.
Cuando llovía con mucha fuerza o cuando se lanzaba una nueva campaña de educación recuperábamos los ánimos; eran días en los escapábamos a nuestro régimen cotidiano de bestias de carga. Las campañas de estudio del pensamiento de Kim Il Sung se desarrollaban en una gran sala del poblado. Un cuadro nos leía en voz alta un artículo de Rodong Shinmun, el periódico del Partido, nos lo comentaba —una simple paráfrasis, de hecho— y nos incitaba a inspirarnos en él. Cuando las fuertes lluvias impedían que trabajáramos en el exterior, nos llevaban a los talleres a reparar herramientas o tejer cestas. Esos días nos sentíamos menos cansados, más distendidos. Las cenas se parecían entonces a las de antaño. Mi tío y mi padre nos preguntaban por nuestra salud, nos pedían que les explicáramos en detalle el trabajo que habíamos tenido que hacer. Hablaban mucho, volviendo sobre el mismo tema que solían callar cuando vivíamos en Pyongyang su vida en Japón. Mi hermana y yo escuchábamos mudos a nuestro padre cuando evocaba su victoria, gracias a las palomas viajeras que criaba, en un concurso de colombofilia. Bajaba la voz para explicarnos que en Japón se podía decir cualquier cosa delante de cualquiera sin preocuparse, que se encontraba de todo, incluso comida para palomas. A condición de tener los medios, claro.
—No es un detalle menor —apostillaba mi abuela.
Durante el primer año de detención no recuerdo que dijeran una sola palabra contra el régimen norcoreano y sus dirigentes. Por el contrario, les gustaba mucho evocar sus experiencias de juventud y, a veces, los dos hermanos cantaban en voz baja antiguas canciones japonesas. A mi padre le gustaba cantar la Canción para mi madre como una forma de agradecer a mi abuela el trabajo que se tomaba con el fin de que pudiéramos comer algo aceptable. La letra hablaba de unos guantes de punto tejidos por una tierna madre, bajo sus ojos enrojecidos por la falta de sueño y el viento glacial. Puede que la letra no fuera muy poética, pero nos conmovía y a la abuela se le saltaban las lágrimas. Fue ella la que arrastró a toda la familia a esta tragedia, pero también fue ella la que nos permitió resistir. Sus atenciones, sus discretos gestos de aliento, su solidez aparente. Gracias a ella pude aguantar el tirón. Y mi hermana lo mismo. La pobre necesitaba todo el cariño y la atención posibles. Cuando la gente se horroriza al saber la edad a la que entré en el campo, siempre tengo en la punta de la lengua el nombre de Mi Ho, mi hermana pequeña, que entró con siete años. No sé si esa chiquilla tuvo que pasar por las mismas pruebas que yo: teníamos pocas ocasiones de vernos y por la noche, agotada también, se desplomaba de sueño. El campo nos robó esto también, una verdadera relación de hermanos, y hoy pienso en ella con nostalgia y afecto. Sobrevivió porque se mostró muy fuerte ya que, a pesar del apoyo de nuestra abuela, venció sola sus miedos, a los chivatos, la brutalidad de los agentes, la fatiga y el hambre.
Llegó la primavera de 1979, mi segunda primavera en el campo después de un invierno que, según nos dijeron, había sido más bien clemente para la región. La primavera es una dura estación para los detenidos de Yodok. La peor incluso, creo. Después de haber resistido el frío muchos morían, sobre todo niños y ancianos. Los prisioneros hablaban de la estación amarilla: no estaban en forma, se sentían mal en cuanto realizaban un esfuerzo físico, tenían vértigos y los más enfermos veían el cielo más amarillo que azul. La clave estaba en aprovechar el otoño, cuando se encontraban legumbres y frutas para preparar nuestra hibernación, como los osos: comer más, no solo para pasar el invierno, sino también para conservar las fuerzas en primavera. Esto fue lo más importante que aprendí en la escuela y evidentemente no me lo enseñaron los maestros, sino los niños de mi edad que, en algunos casos, vivían allí desde hacía tres años. En otoño, me explicaron, había que robar metódica y sistemáticamente maíz y soja, comer cuanto pudieras y también esconderlo en previsión de períodos más difíciles; de otra manera no se podía resistir.
Nuestras raciones de maíz eran demasiado pequeñas: un adulto que trabajaba toda la jornada tenía derecho a quinientos gramos por día; los demás, incluidos los niños, a cuatrocientos gramos. No se distribuía ninguna legumbre: puesto que disponíamos de una parcela de tierra, teníamos que apañarnos. Ahora bien, las pocas berzas y nabos que conseguíamos hacer crecer no bastaban para alimentar a la gente de la casa. Nos veíamos obligados a robar todo lo posible pese al riesgo de que nos cogieran: en las huertas de legumbres o en los huertos reservados de los agentes, en los campos de maíz. Aprovechábamos también la tala del bosque para recoger bayas silvestres. Había que ir lejos, hasta las primeras pendientes de las montañas, para encontrar más cosas que llevarnos a la boca, porque alrededor de los poblados no sacábamos nada. Los detenidos eran como cabras: lo arrasaban todo. Lo que no se comían enseguida, lo dejaban secar y lo consumían en invierno. Y cuando un animal les caía a mano, se lo comían también.
Pese a todas estas precauciones hubo numerosos muertos en nuestro poblado. Más de un centenar cada año, sobre una población de dos mil o tres mil personas. Entre 1976 y 1977, año de mi llegada al campo, internaron a muchos antiguos residentes en Japón. Ese período, y los meses que siguieron, fueron unos de los más letales. Por lo general, los recién llegados morían rápidamente en Yodok, pero si superaban el período de adaptación, podían tener la esperanza de aguantar una buena decena de años. Siempre a condición de soportar la mala alimentación, más peligrosa que los malos tratos. Las enfermedades no eran necesariamente graves, pero en el estado de debilidad en que nos encontrábamos, una simple gripe podía ser mortal. También desempeñaban un cierto papel importante los factores psicológicos. Toda esa gente que había vivido en Japón y que se había acostumbrado a una vida más confortable sufría más que los otros. Para el ciudadano de una gran ciudad japonesa, la vida cotidiana en Corea del Norte no era ya de por sí muy fácil. Y además, apenas se habían hecho a ese nuevo universo, los enviaban a Yodok. El impacto era brutal y difícil de soportar. Sin hablar de las condiciones de vida, su detención suponía ya un golpe terrible a su moral. Se trataba de personas que habían depositado sus esperanzas en el comunismo y en Kim Il Sung y que, de un día para otro, se veían arrojadas a un campo, etiquetadas como traidores, hijos de criminales, y tratadas como esclavos. Era más de lo que podían soportar.
Yo mismo estuve a punto de morir en los primeros meses. Fue, sobre todo, a causa del maíz, que comía mañana, tarde y noche. Ya no podía digerirlo más, a pesar de los esfuerzos de mi abuela para volverlo apetitoso. Mis dificultades no tenían nada de excepcionales, todos las sufríamos por igual, aunque el consumo de maíz parecía plantear menos problemas a las mujeres que a los hombres. Todos los hombres, sin excepción, contraían diarreas y al cabo de dos o tres meses la mayoría había adelgazado mucho. Esas diarreas eran todavía más penosas por el estado de las letrinas, que era terrible, un completo asco. Yo recordaba todavía los cuartos de baño blancos y brillantes del apartamento de Pyongyang y el espectáculo de ese minúsculo barracón sucio y maloliente me daba náuseas. Era inevitable, porque había en total y para todos siete aseos de cuatro plazas cada uno, para dos mil o tres mil personas. Hacíamos nuestras necesidades a la turca, con los pies en dos tablas situadas sobre una especie de balde en el que intentábamos no pensar. Sin papel, naturalmente. Había que proveerse con anterioridad de hojas de plantas. Las hojas de judía o de sésamo eran las mejores. En julio, con la temporada de lluvias, las letrinas se desbordaban. En invierno era todavía peor: los excrementos se congelaban y poco a poco iban amontonándose y llenándolas. No había otra solución que romper a golpe de pico esa montaña creciente o levantarse por la noche, escarbar un pequeño agujero y cubrirlo después de utilizarlo. Si nos acordábamos del sitio, podíamos incluso utilizar lo que habíamos enterrado como abono para nuestra parcela de tierra.
El año 1979 fue para mi familia tal vez más difícil que el anterior. Habíamos salido airosos de la fase de prueba en los primeros meses, pero la fatiga, la malnutrición y el desaliento estuvieron a punto de acabar con nosotros. Yo no tenía todavía verdaderos amigos, solamente unos chicos que me menospreciaban porque no trabajaba bien. El campo los había convertido en unos pequeños brutos y algunos de ellos me provocaban, buscando la rivalidad para hacerme sentir su superioridad. Pero estaban más enclenques que yo y no me dejé.
Me seguía doliendo el vientre, me faltaban las fuerzas, y las diarreas que me daban tres o cuatro veces al día no arreglaban nada. A todo esto se añadía la ausencia de mi madre que, en ese momento difícil, me empezaba a faltar mucho. Mi abuela seguía siendo incapaz de explicarme su ausencia. Hasta un día de 1979: un agente de seguridad convocó a mi padre y le anunció que su mujer había solicitado y obtenido el divorcio. Mi padre dudaba mucho del carácter voluntario de esa decisión, pero era imposible comprobarlo. Esta incertidumbre acrecentó su ansiedad y su tristeza. Por mi parte, yo no comprendía lo que eso significaba para mi vida. La abuela, con una fuerte expresión de abatimiento en el rostro, se contentó con decirme que mi madre no vendría más y que era mejor olvidarla.
A pesar de su edad, Mi Ho no se derrumbaba nunca. Estaba siempre tranquila, incluso un poco taciturna. De carácter introvertido, no cayó nunca en la tentación de rebelarse, por lo que no le pegaron nunca en clase y rara vez tuvo que hacer trabajos extraordinarios. Yo la veía poco, pero conocía su corazón de oro. Mientras que todos nosotros tratábamos de acumular la mayor cantidad de alimentos posible, Mi Ho cedía su parte al que tenía más hambre. Sin embargo, trabajaba como todo el mundo. Por la noche, cuando la veía volver a casa con la cara deshecha, sucia, agotada, yo sentía una gran compasión por ella. Pero no podía hacer nada por ayudarla. Hoy vive en Corea del Norte y tampoco puedo ayudarla. Sueño a menudo con Mi Ho. Corre detrás de mí. No parece reprocharme nada, mientras que la mirada de mi tío, presente él también en mis sueños, está llena de reproches.
Reaccioné con menos valor que Mi Ho a la noticia de que no volveríamos a ver a nuestra madre en mucho tiempo y puede que nunca. Estaba abatido. Acababa de cumplir doce años y recuerdo que me entraron ganas de morir. Todo se me volvió insoportable y no quería seguir viviendo. La tomé contra mi abuelo: debía de haber hecho algo muy grave para que nos encontráramos todos en el campo. Mi abuela intentaba consolarme recordándome cuánto me había querido, pero yo estaba convencido de que me ocultaban su verdadero crimen. Solo tuve noticias de él una vez, y eso tres años después de su desaparición. Lo habían enviado a Senghori, un campo situado a unos cuarenta kilómetros de Pyongyang que tenía la reputación de ser particularmente duro y que nadie conocía porque se encontraba en una zona militar prohibida. Lo había visto el padre de uno de mis amigos, uno de los pocos supervivientes de ese lugar terrible. No podía darme más detalles. Él se había beneficiado de una medida extraordinaria y había sido trasladado a Yodok. Me contó que los condenados políticos detenidos en Senghori trabajaban en una mina de carbón. Sus condiciones y su ritmo de trabajo eran tales que no tenían esperanzas de volver un día a la vida normal, si hubiera algo parecido en Corea del Norte. Me contó también que en una ocasión los detenidos habían asistido a la liquidación de sus compañeros de infortunio: mientras trabajaban a lo largo de una carretera de montaña, se les había ordenado darse la vuelta cuando pasaba un camión. Desafiando la consigna algunos alcanzaron a ver lo que ocurrió: el camión se detuvo un poco más adelante, cerca de una fosa, descendieron algunos detenidos, los alinearon en el borde de la fosa y los fusilaron. No supo decirme de qué se les acusaba. Senghori tuvo que cerrar después de un informe de Amnistía Internacional. La existencia de Yodok ha sido igualmente denunciada en el extranjero y espero que un día este campo termine por ser tan conocido en el mundo como lo es en Corea del Norte. A las autoridades norcoreanas no les gusta nada este tipo de publicidad, pero Yodok es demasiado importante y aloja a demasiadas personas como para que lo puedan cerrar o trasladar a otro sitio. Senghori, aunque fuera más duro, era mucho más pequeño.
Yongpyung, que pertenece al complejo de Yodok, es otro de esos campos de régimen severo. Los detenidos trabajan más que en otras partes, la alimentación es menos abundante y los encierran por la noche. Es una parte de la zona de alta segundad, reservada a los irrecuperables y está consagrada a la producción de arroz para los agentes de seguridad. Si un detenido recuperable cometía algún acto muy grave, lo mandaban ahí. Uno de mis amigos terminó allí con su familia. El padre de mi amigo Choe Myung Ho mató a un vigilante golpeándolo con una piedra; era un antiguo cuadro del Partido del Trabajo y estaba destinado en la cantera de yeso, un sitio del que salían decenas de camiones todos los días. Un guardia particularmente agresivo, famoso por azotar a los presos, solía atormentar y provocar continuamente a Choe Myung Ho. Un día escupió a la cara del niño. El padre lo vio, no aguantó más y, lleno de rabia, lo golpeó con una gran piedra. El hombre se derrumbó, muerto en el acto. El padre fue detenido, ejecutado en público en Kouoep, uno de los lugares de ejecución de Yodok, y toda la familia fue enviada a Yongpyung.
En los primeros meses de 1980 un acontecimiento feliz vino a mejorar un poco la situación de la familia. Mi tío fue destinado a la destilería del campo. Se trataba de una verdadera promoción y todos nos alegramos mucho. Escaparía de este modo a la fatiga de los trabajos agrícolas y puede que encontrara la manera de sacar algún beneficio desviando productos. El trabajo en la destilería era uno de los más apreciados. En cuanto a dureza y peligrosidad la peor reputación se la llevaban la cantera de yeso y la mina de oro. Al otro lado del espectro se encontraban los talleres de costura, donde trabajaba mi hermana, y la fábrica de productos alimenticios que suministraba queso, pasta de soja, aceite y sal a los agentes y a sus familias, y vendía en el exterior los excedentes de producción. La calderería tenía también buena reputación, así como la carpintería, donde mi padre estuvo destinado con algunos artesanos experimentados. El puesto más envidiable, no obstante, era trabajar en una oficina como secretario. El hecho de estar sentados en un despacho, protegidos del frío, nos parecía maravilloso. Los detenidos que habían corrido con la suerte de ser nombrados secretarios se dedicaban a anotar los fallecimientos, las llegadas y salidas de presos, la entrada de material, las exportaciones del campo, las cantidades de comida distribuidas, etcétera. No era nada complicado y te garantizaba un techo y un trato más humano.
En ocasiones te cambiaban temporalmente de trabajo. Podían pedirnos que interrumpiéramos nuestra actividad agrícola para completar un equipo al que le faltaran brazos o para cumplir con el plan de producción, por ejemplo, para echar una mano en la cantera. A mí me enviaron una o dos veces a ayudar en la construcción de edificios. En primavera me pidieron que participara en la construcción de unas pequeñas presas. Cada tres o cuatro meses las autoridades del campo lanzaban una nueva campaña del tipo «Ganemos dólares para Kim Il Sung». Se suponía entonces, que teníamos que lanzarnos con entusiasmo desbordante a cortar tal tipo de árbol o a recolectar tal planta medicinal o ginseng salvaje, productos que se podían exportar.
Volvamos a la destilería. En ella se producían tres tipos de aguardiente. Dos de ellos, uno de maíz y el otro de bellota, se destinaban a la venta; el tercero, en cuya composición se encontraban serpientes, estaba reservado al consumo de los agentes. Antes de echarlas al caldo, se hacía ayunar a las serpientes hasta que morían de hambre, con lo que el veneno dejaba de ser nocivo. En esto se tardaba un mes. No recuerdo que este aguardiente llevara un nombre en particular, pero en el campo lo llamaban aguardiente de Yodok, aguardiente de serpiente o aguardiente de Byungbong, el nombre de una montaña de más de mil quinientos metros donde se encuentran muchas hierbas medicinales que se venden incluso en Japón. Tenía la reputación de ser excelente, pero no sé de dónde habían sacado esta impresión. En la destilería solo se admitía a presos que no quisieran o no pudieran beber.
En diez años en el campo, nunca vi que un solo prisionero bebiera una gota de aguardiente de serpiente.
Mi tío fue durante siete años el responsable técnico de la destilería. Nunca había permanecido nadie tanto tiempo en ese puesto y solo el puñado de detenidos que trabajaban en los despachos de los guardias o en la cocina de los solteros se beneficiaba de privilegios semejantes. Para obtener el puesto en la destilería hacía falta, por lo menos, contar con la protección de un guardia y eso fue lo que mi tío consiguió. Primero tuvo la desagradable sorpresa de que lo nombraran soplón. No le entusiasmó la idea, pero le dio miedo rechazarla. Sabía también que si entregaba informes poco útiles, terminarían cansándose de él. Los informes de mi tío resultaron no ser tan malos, pero sí intrascendentes. Se ganó algunos paquetes de tabaco y un poco de comida adicional, pero sobre todo la confianza de un guardia, que, posteriormente, lo recomendó para el puesto en la destilería. Supongo que su diploma de bioquímica, que le daba cierta competencia en el dominio de la destilación, tuvo también algo que ver. Una vez convertido en señor de las botellas de aguardiente, alcanzó gran prestigio y gran poder en el campo. Al menos en teoría, ya que el puesto conllevaba algunos peligros también. Los agentes de seguridad solían pedirle aguardiente a escondidas y mi tío se veía en una situación muy comprometida. Si rehusaba se podrían vengar de él con mucha facilidad; si aceptaba, se podía meter en problemas cuando controlaran los resultados de la producción.
Un agente de seguridad supervisaba su trabajo todos los días y podía descubrir cualquier irregularidad. Había que hilar fino: aceptar algunas salidas clandestinas y conseguir a la vez que no se notara nada. Estaba sometido a muchas presiones, pues los diferentes agentes de seguridad no se entendían entre ellos necesariamente. Un día lo convocaron ante uno de los oficiales del campo y este quiso obligarlo a confesar que le había dado aguardiente al oficial encargado de la destilería. Mi tío lo negó rotundamente, convencido de que el interrogatorio se basaba solamente en rumores y simples sospechas. Estuvo a punto de confesarlo todo cuando el oficial lo amenazó con mandarlo al calabozo a que se le refrescara la memoria. Pensó entonces que si hablaba sería enviado al calabozo y además en calidad de criminal, no de sospechoso, y al hablar se granjearía la enemistad de muchos guardias que se ensañarían con él. Se arriesgaba incluso a ser transferido a Shengori o a alguno de esos campos de los que no se vuelve. Por lo que no abrió la boca. Hacia las tres de la mañana el tono del interrogatorio cambió. De pronto, el oficial se puso de pie, sonrió distendido, lo sacó de la oficina y le dijo:
—Aprecio tu silencio, sigue así.
El calabozo era uno de los sitios más terribles, y como se usaba para castigar por nimiedades, faltas que en cualquier parte hubieran parecido ridículas, su amenaza pendía permanentemente sobre nuestras cabezas. Cuando digo «nuestras cabezas» exagero: los niños no iban al calabozo. Pero cuando enviaban a un pariente allí, toda la familia se inquietaba, pues no sabías si saldría vivo o no. Robar tres mazorcas de maíz, no responder con el celo debido a la orden de un guardia, faltar a una llamada, incluso si estaba claro que no había mala voluntad por parte del culpable, era suficiente para ir al calabozo. Y sin embargo, eran faltas que cualquier detenido podía cometer. Peor todavía, eran faltas que había que cometer si querías sobrevivir.
El calabozo estaba situado cerca de la entrada principal del campo, al lado de la caseta de los guardias. Era también una caseta, pero mucho más pequeña y sin aberturas. Las descripciones que me han hecho, ya que yo me libré, me recuerdan ahora a la prisión de Henri Carrère, el famoso Papillon: la oscuridad era total y la comida tan escasa que había que contar con las cucarachas y los ciempiés que se paseaban por allí para llevarse algo a la boca.
Conocí a un antiguo deportista que se hizo famoso en el campo por haber soportado un largo período en el calabozo. De acuerdo con lo que contaban, sobrevivió porque se comió todos los insectos que pudo encontrar. Fuera cierto o no, se ganó un mote: La Cucaracha. Su verdadero nombre era Park Seung Jin y había conocido sus horas de gloria en 1966, en la Copa del Mundo de fútbol que se jugaba en Inglaterra. Corea del Norte no solo se clasificó para la final, sino que, además, realizó la proeza de ganar a Italia por 1 a 0. Para celebrar el acontecimiento los jugadores organizaron una fiesta salvaje en un bar. Bebieron mucho y ligaron con algunas chicas. Dos días después, el día del siguiente partido, no se habían recuperado todavía. Después de un formidable inicio contra Portugal, cuando iban 3 a 0, se hundieron. Portugal remontó el marcador y terminó por ganar 5 a 3.
En Pyongyang la actuación del equipo en el terreno de juego y en el bar fue muy comentada. Se juzgó el comportamiento de los jugadores como burgués, reaccionario, corrompido por el imperialismo y por sus ideas nocivas. Todo el equipo fue detenido en cuanto llegó al país, salvo uno de los jugadores que se había quedado en el hotel porque le dolía el estómago. A Park Seung Jin su fama le sirvió de poco en Yodok cuando lo descubrieron robando clavos y cemento del almacén de materiales del campo. Lo negó todo y la emprendió a golpes contra el guardia que lo acusaba. El resultado fue tres meses de calabozo. Resistió, sin embargo, y yo lo conocí cuando llevaba ya doce años en el campo. A mi salida, todavía seguía detenido, pero estaba mucho más débil, claro está.
El calabozo destroza a los hombres más resistentes. Pueden sobrevivir, pero a menudo salen tocados y a veces con secuelas graves. La falta de alimentos, la atmósfera de confinamiento, la obligación de permanecer en cuclillas, con las manos sobre los muslos y sin moverse, es una cosa atroz. A fuerza de estar inmóvil, con el culo sobre los talones, el condenado suele salir del calabozo con las nalgas negras por la necrosis e incapaz de andar. Para hacer sus necesidades debe levantar la mano izquierda. Si está enfermo levanta la mano derecha. Son los únicos gestos autorizados. Está prohibido cualquier otro movimiento. No se puede pronunciar una sola palabra. Si el guardia que pasa delante del calabozo no ve su mano levantada, peor para el desgraciado: debe esperar sin decir nada. Si habla, le pegan; si se mueve, le pegan o lo someten a un castigo especial: debe inclinarse con la nariz en las letrinas y las manos a la espalda durante media hora. Solo los trabajos forzados son comparables en horror al calabozo. En cierta medida son equivalentes y opuestos. En los trabajos forzados hay que moverse sin interrupción, hacer terraplenes, cargar grandes troncos de árbol en los camiones, todo a un ritmo infernal. Si no hay nada que hacer los guardias imponen algún trabajo inútil, como cavar un agujero y cubrirlo después. Según decían los que llevaban mucho tiempo en Yodok, la única diferencia entre estos dos castigos era que el calabozo conllevaba automáticamente a una prolongación de la pena de cinco años.