Muerte de un campeón negro
Los primeros meses fueron los más difíciles. Tuve que acostumbrarme a un modo de vida sin comodidades, a un horario muy estricto, a grandes esfuerzos físicos y a una alimentación que no había conocido hasta entonces. Y todo eso en relativa soledad, porque en ese sitio las relaciones de amistad y solidaridad eran más bien raras.
En su momento, nuestra llegada fue un acontecimiento importante para los detenidos, una oportunidad de retomar el contacto con el mundo exterior. Hablar con un recién llegado era como recibir un soplo de aire fresco de ese mundo que se encontraba más allá de las montañas. A mí, al principio no me gustaba acercarme mucho a los demás detenidos. Me parecían feos, les faltaban clientes, llevaban el pelo apelmazado y muy largo, y estaban sucios como animales. Me impresionaba aún más una especie de profunda debilidad que emanaba de todos sus poros. Su aspecto descuidado se debía quizás a ese cansancio, a ese abatimiento; puede que también a una desesperación que llevaran más escondida. Ninguno se preocupaba por su aspecto. Era evidente que se lavaban muy poco, o nunca, y que solo la nieve y la lluvia hacían desaparecer las manchas más visibles de la ropa.
En los primeros tiempos me hice amigo de un niño que llevaba calcetines negros. Al menos eso me pareció hasta que descubrí que se trataba de una increíble capa de mugre. Con el paso del tiempo también yo llevaría calcetines así, pero todavía hoy le agradezco a mi abuela que nos obligara a lavarnos pies y manos cuando teníamos un poco de tiempo y no estábamos demasiado cansados. Era una forma de resistir a las condiciones de vida que nos habían impuesto y al agotamiento y desprecio por nosotros mismos que estas producían.
Mi padre, mi tío y mi hermana parecían tan agotados como yo. Cuando volvíamos por la noche, apenas intercambiábamos algunas palabras alrededor de la pequeña mesa donde comíamos nuestro maíz. Luego nos acostábamos rápidamente; el instinto nos decía que si no recuperábamos un poco las fuerzas, no podríamos resistir mucho tiempo. Antes de dormir, sin embargo, yo encontraba un poco de tiempo para asomarme a mi acuario. Ahora era demasiado grande para los tres o cuatro peces que habían sobrevivido. A pesar de que les cambiaba el agua y de que les llevaba insectos que capturaba en mis horas de trabajo, era evidente que también a ellos les era difícil acostumbrarse a Yodok. En poco tiempo solo quedó uno, de color negro, el único que se había habituado a la comida que le daba. Cuando llegó noviembre y las temperaturas bajaron, temí por su vida, pero llegado diciembre, mi pez resistía todavía. Envolví el acuario con todo tipo de trapos para que el agua no estuviera demasiado fría y le pedí a la abuela que lo acercara al fuego cuando cocinaba. Pero el frío aumentaba. Pronto heló en nuestro barracón y por la noche tiritábamos debajo de las mantas.
A pesar de mis cuidados el campeón negro terminó por morir. Yo había recogido durante las últimas semanas del verano gran cantidad de insectos, libélulas, orugas de gusanos de seda y todo tipo de bichos que me parecieran comestibles para un pez. Los ponía a secar al sol y luego los trituraba. El pez aceptó esa comida, pero el frío acabó con él. Me produjo una gran tristeza ver como flotaba en la superficie del agua, pero su pérdida no me sumió en la desesperación. Me enfrentaba al problema de mi propia supervivencia y no tenía espacio para la pena. Más bien, tuve la impresión de que estaba asistiendo a la desaparición de mi vida anterior. La muerte de mi último pez era otra puerta que se cerraba. El pez había formado parte de nuestra vida en Pyongyang y a veces me recordaba los guijarros, la arena, los insectos que compraba en la tienda de la esquina. Con su pérdida, todo eso se alejaba un poco más todavía.
La ausencia de mi madre era otra manifestación del fin de mi vida anterior. Al principio no pensaba mucho en ella. Hacíamos tantas cosas durante el día que no teníamos tiempo de pensar en nada, y por las noches estaba tan cansado que sólo podía pronunciar su nombre. Su imagen no me venía a la mente, ni siquiera el deseo de verla. Luego, con el paso de los días, mi hermana y yo empezamos a extrañarla cada vez más. La abuela nos respondía invariablemente que no sabía nada. Papá nos pedía que tuviéramos paciencia, pero daba la impresión de que no se creía sus propias palabras.
Siento un cierto escrúpulo por quejarme públicamente de la vida que llevé en Yodok. Escrúpulo, sí, porque Yodok no es el campo más duro de Corea del Norte. Los hay mucho peores, envueltos en tal capa de misterio que durante mucho tiempo ha sido imposible hablar de ellos con precisión. Durante mi detención escuché rumores sobre ellos. Oí también algunas cosas en boca de ciertos detenidos que habían pasado por ellos, aunque en Yodok eran pocos los que habían estado en otros campos. La mayor parte de los presos de esos otros campos cumplían cadena perpetua y se les consideraba irrecuperables. Había algunas excepciones, sin embargo, y algunos habían sido trasladados a Yodok. Según esos testigos, nuestro campo era un paraíso comparado con lo que habían vivido ellos, afirmación difícil de concebir. Atosigábamos de preguntas a estos pocos. Contaban que los agentes vigilaban a los prisioneros de cerca, los maltrataban continuamente para que trabajasen más, con la kalasnikov en bandolera y listos para usarla. En Yodok los guardias estaban armados con un simple revólver que dejaban en su funda. Además, no ponían demasiado celo en la vigilancia. Lo importante era cumplir con las normas de producción. El hostigamiento de los detenidos no estaba en el programa.
Como los irrecuperables de Yodok, los detenidos en los campos de trabajos forzados cumplían condena por ser propietarios de tierras, capitalistas, agentes de los estadounidenses o de los surcoreanos, cristianos o miembros del Partido víctimas de purgas. Recibían todos el mismo tratamiento, no importaba la naturaleza de su delito. A diferencia de los detenidos recuperables de Yodok, que trabajaban menos cuando hacía mal tiempo, los presos de esos campos cumplían con las mismas horas tanto en verano como en invierno. Hombres y mujeres estaban separados, agrupados de acuerdo con su salud y fuerza física, y se elegía a los más vigorosos para los trabajos más duros. Sus hijos iban a un colegio mucho menos digno de ese nombre que el nuestro. Después de tres años de educación secundaria se les clasificaba como adultos, es decir, aptos para el trabajo de la mañana a la noche. En Yodok los niños de los irrecuperables iban a escuelas distintas, y teníamos estrictamente prohibido juntarnos con ellos. Sus ropas estaban todavía más raídas, rotas y sucias que las nuestras. Un último detalle: llevaban un corte de pelo muy particular que señalaba su condición de prisioneros a perpetuidad y hacía que no pasaran desapercibidos en caso de fuga.
Yodok y los campos de régimen severo presentaban sin embargo algunas similitudes. Los soplones, por ejemplo. En las primeras semanas en el campo mi padre y mi tío estaban muy preocupados por la dureza del trabajo impuesto y las amenazas de sanciones. Con cualquier paso en falso te podían caer horas extras o una visita al calabozo. Este estado continuo de terror era consecuencia de la red de chivatos que cubría todo el campo. Había soplones por todos los rincones. No se podía confiar en nadie, era imposible reconocerlos. Los presos más antiguos se reían de sus preguntas ingenuas y esto los deprimía aún más. El único consejo que podían darles era que tuvieran paciencia: muy pronto sabrían reconocer a un soplón de un solo golpe de vista. Mientras fueran aprendiendo, debían ser muy prudentes. En efecto, después de algún tiempo, desarrollamos todos un sexto sentido que nos permitía distinguir quién era un soplón y quién no. Por lo pronto, hay que decir que los soplones no son necesariamente malos tipos. Los agentes les asignan ese trabajo sin consultar con ellos y la mayor parte de las veces los elegidos no están muy orgullosos de serlo.
Otra semejanza entre Yodok y los campos de régimen severo era la disposición del espacio. Mucha gente tiende a imaginar los campos de concentración como espacios limitados, rodeados de alambradas y torres de vigilancia. En realidad, Yodok es una de las muchas reservas —de hecho, la mayor— en las que los prados, los ríos y las colinas sustituyen a los obstáculos creados por el hombre. Se construyó en 1959. El ministro de Defensa había visitado la zona y notado su particular relieve topográfico, propicio para la instalación del campo. Poco después, el gobierno mandó varias brigadas de presos al lugar e hizo construir los primeros edificios —puestos de vigilancia, alojamientos para los guardias y sus familias, talleres y escuelas—; más tarde se levantaron con tablones las barracas en forma de poblados y luego se cerró la hondonada. Desde mi poblado hasta el pie de las montañas, en el extremo del campo, había que hacer casi una jornada de marcha, es decir, unos cuarenta kilómetros. Calculé esta distancia durante un viaje de trabajo a las montañas. Otros desplazamientos posteriores me permitieron evaluar la extensión del campo, pero como no me alejaba normalmente de los alrededores de mi barracón ya que hacía falta una autorización especial, me resulta difícil hablar de los lugares que no estaban directamente relacionados con mi trabajo habitual.
Informaciones tomadas de aquí o allá me han dado una idea más detallada del conjunto, pero a pesar de los años que permanecí allí, mentiría si pretendiera tener un conocimiento exhaustivo del campo de Yodok, y esta ignorancia del lugar donde estuve detenido me indigna hoy todavía.
Nuestro aislamiento nos parecía casi normal. Sabíamos que lo compartíamos con presos de todas las latitudes y de todas las edades. A diferencia de otras prisiones, en Yodok no estaba permitido recibir paquetes; yo no recibí uno solo nunca. Para mí, la sensación de estar aislado en el lugar donde vivía, hasta el punto de no saber quién se encontraba allí ni dónde se situaba el campo exactamente, era particularmente difícil de llevar. No se contentaban con impedirme saber dónde estaba, también atacaban mi identidad. Tras diez años en el campo, mis conocimientos se reducen a lo siguiente: de los diez poblados del campo, cuatro agrupaban a los recuperables y los otros seis a irrecuperables o criminales políticos. Estos últimos vivían en una zona de alta seguridad separada de la nuestra por algunas colinas y por una fila de alambradas de espino a todo lo largo del relieve de la hondonada.
Todos los irrecuperables estaban condenados a perpetuidad. Sabían que no saldrían nunca del campo y que su vida civil había terminado aunque se perpetuara biológicamente. Sus hijos sufrían la misma suerte porque, como repetía sin cesar la propaganda oficial, era necesario «secar los gérmenes de la contrarrevolución, arrancar sus raíces, exterminar su casta». Las autoridades norcoreanas utilizan este verbo, exterminar, en coreano se dice myulhada. Se arrojaba a estos prisioneros a un mundo de fantasmas anónimos, tan privado de esperanza que sus habitantes no estaban obligados a colgar los retratos de Kim Il Sung ni de Kim Jong Il, ni a aprenderse de memoria las lecciones sobre la revolución de Kim Il Sung ni a asistir a las sesiones de crítica y autocrítica. Por pesadas y absurdas que fueran estas últimas, la obligación de asistir significaba, a pesar de todo, que seguías siendo un ciudadano digno de ser reeducado. Te habías alejado del sendero del Partido, pero todavía podías volver al redil. Con los irrecuperables no pasaba lo mismo. Para el Partido y el Estado comunistas, eran simples ceros a la izquierda que solo servían para trabajar hasta el día de su muerte. Representaban cerca del sesenta por ciento de la población del campo.
El Estado norcoreano, amante de clasificaciones y categorías, había introducido otra distinción entre los irrecuperables. No sé bajo qué criterios. En todo caso, algunos detenidos me han contado que a ciertos irrecuperables se les condenaba a unos trabajos tan pesados y en unas condiciones tan espantosas que morían sin remedio. A estos infelices los enviaban por lo general a lugares de trabajo aislados donde trabajan en el mayor de los secretos en la construcción de complejos militares o en la fabricación de material especializado, como misiles o armamento sofisticado.
En Corea del Norte este tipo de trabajos no se confía nunca a ciudadanos comunes, ni tampoco a detenidos que un día puedan quedar libres. En el caso de los irrecuperables, como trabajan hasta el día de su muerte, el secreto militar está bien guardado. Además, el Estado se ahorra mucho dinero: no solo no gasta una sola bala para matarlos, sino que también se beneficia de una mano de obra gratuita a la que ni siquiera hay que alimentar bien.
En el campo corrían rumores sobre revueltas salvajes y desesperadas de los irrecuperables. No sé si eran producto de la fantasía o realidad. Según una historia que escuché varias veces, unos años antes de nuestra llegada a Yodok los irrecuperables de nuestro campo se habían sublevado con hachas y hoces y habían matado a una parte de los agentes de seguridad que los vigilaban. El ejército intervino antes de que pudieran fugarse. No tuvo piedad y acabó con todos los prisioneros varones. De hecho, cuando llegamos nosotros al campo, en la zona de alta seguridad había solamente personas mayores, mujeres y niños.
Es muy probable que esas historias fueran ciertas. Los pocos contactos que tuve con irrecuperables me convencieron de que tenían una mentalidad muy particular. En nuestra zona manteníamos la esperanza de ser libres algún día. Apretábamos los dientes, aguantábamos en silencio, intentábamos resistir. La esperanza se te aferraba al cuerpo, por más que abandonara tu mente. Por el contrario, los presos de la zona de alta seguridad no tenían ninguna esperanza de salir y ningún motivo para aguantar con paciencia. Debieron pensar, como el proletariado de Carlos Marx, que solo podían perder las cadenas. Vivían en condiciones tan atroces que la muerte era su único horizonte, pasara lo que pasara.