El Jabalí: un maestro armado y violento
La abuela me despertó en cuanto salió el sol. No era cuestión de remolonear, como en Pyongyang, cuando me hacía el dormido para ganar unos minutos en la cama. Me levanté a la pálida luz de la única bombilla que teníamos. Me puse mi horrible uniforme y después de haber tragado otro poco de maíz me acerqué hasta el punto de encuentro que me habían indicado. Allí se reunieron otros niños, que me miraban con curiosidad. Unos alumnos, posiblemente delegados, nos pusieron en fila y nos fuimos hacia la escuela a paso cadencioso y entonando el Canto del general Kim Il Sung, que conocía bien pues lo había aprendido en la Escuela del Pueblo en Pyongyang. Sin embargo, nuestro cantar de esa mañana era más bien reservado y tímido. Así lo juzgaron, en todo caso, los maestros que nos esperaban en la entrada. Nos detuvieron delante del barracón y nos hicieron retroceder unos diez metros para que retomáramos la marcha cantando de una manera más enérgica.
La escuela ocupaba un espacio cuadrado. En dos lados había unas edificaciones para las aulas, y en los otros dos un muro la separaba del resto del campo. Delante de las aulas se extendían unos parterres de flores y césped. Las aulas se calentaban a la manera tradicional, es decir, a través del suelo, pero solo cuando la temperatura descendía por debajo de menos 10 grados. Encima de la pizarra se encontraban los retratos de Kim Il Sung y Kim Jong Il. Los pupitres eran dispares. A todas luces los habían fabricado los detenidos con los medios que encontraron a mano. Como en Corea circula la idea de que la guerra es inminente, que los enemigos están por todas partes y se vive en un estado de movilización permanente, los pabellones escolares estaban bajo constante vigilancia, día y noche. Para eso se habían construido dos anexos detrás de las aulas: un pequeño pabellón para los maestros, que se encargaban de la vigilancia por turnos, y otro un poco más grande para los alumnos que estaban de guardia por la noche, unos diez, que se relevaban cada dos horas. No lejos de ahí se encontraba una pequeña casita, la sala Kim Il Sung, donde se conservaban carteles, libros y fotos sobre las hazañas del Gran Líder. Por último, detrás de los anexos había una fila de jaulas para los conejos que se criaban en la escuela.
Ese mes de septiembre de 1979 yo entraba en el último año del ciclo de primaria. En Corea del Norte este ciclo dura cuatro años y luego se va durante cinco años al instituto. En Yodok se reunía a los niños de varios poblados en una de las dos clases mixtas por nivel, con unos cincuenta alumnos cada una. Empezamos barriendo y fregando el suelo de la clase. Después de esta limpieza, a eso de las siete, el maestro repartió el trabajo de la mañana. Durante la primera hora debíamos repasar en grupo la lección del día anterior. Yo tuve que esperar, puesto que era nuevo. Hasta el mediodía tuvimos una clase de coreano, otra de matemáticas, una tercera de biología y al final una sobre política del Partido en la que insistió mucho el maestro. Esta clase consistía esencialmente en repetir las consabidas fórmulas de toda la vida y en explicarnos por enésima vez las ventajas de la ideología del Juche para el país: la prioridad en la autosuficiencia de la comunidad coreana, fundida en un cuerpo único, cuya alma no era otra que el Gran Líder. No aprendí gran cosa que no conociera ya en esta y otras clases. Cada lección duraba cincuenta minutos, seguida de una pausa de diez minutos.
Contada de esta manera, la escuela del campo, aunque bastante rutinaria y dogmática, parece aceptable. Durante mis años de escuela en Yodok tuve maestros que incluso mostraron cierta seriedad en sus cursos. Otros, con el pretexto de la autosuficiencia y la autodisciplina, hicieron gala de un desinterés total por nosotros y les daba igual si dormitábamos o poníamos atención. Sin embargo, la semejanza con el resto de las escuelas norcoreanas termina ahí, pues la vida de los alumnos de Yodok no se parecía en nada a las demás. La mayor parte de los maestros nos trataba con desprecio y dureza. En vez de llamarnos por nuestros nombres nos decían:
—¡Eh, tú, el del fondo, eh, el bruto de la tercera fila, eh, hijo de puta!
Era también frecuente que nos pegaran. Fue un descubrimiento terrible para mí. Al contrario que los maestros que había conocido en Pyongyang —atentos, pacientes y dedicados—, los de Yodok eran en su mayor parte unos brutos que buscaban la humillación de esos gusanos contrarrevolucionarios que eran los detenidos, o de sus hijos, que para ellos era lo mismo.
Con el paso del tiempo viviría momentos muy difíciles en el campo: la muerte de buenos amigos, las enfermedades de mi abuela, cuando se me congelaron los pies, el espectáculo obligatorio de las ejecuciones públicas. Pero cuando llegaron esos momentos yo contaba ya con cierta experiencia, en cierta forma estaba blindado y tenía unos cuantos años más. Además, de una enfermedad, de un accidente o de una ejecución no se espera nada bueno. Por el contrario, un niño de diez años espera mucho de la escuela: amigos, maestros que se ocupen de él, que lo ayuden a descubrir cosas, que lo escuchen y lo animen. Abandoné esta esperanza desde el momento que entré en la escuela. El maestro, armado con una pistola, nos insultaba y nos pegaba en cuanto algo no le gustaba: Como yo era un recién llegado y no estaba al día en la forma de hacer las cosas, quise reaccionar y demostrar que valía más que los demás. A lo mejor, después de todo, estaba rodeado de malos elementos. Por mi parte, yo no lo era. Mi abuela era diputada de la Asamblea Nacional. Mi abuelo había donado su fortuna al Partido. Quise mostrar lo buen soldado de Kim Il Sung que yo era haciendo preguntas y poniendo mi granito de arena en el curso.
Mal hecho. Un día, cuando el maestro nos hablaba de la conferencia de Namhodu y del brillante discurso de Kim Il Sung del 27 de febrero de 1936, me di cuenta de que confundía las circunstancias de ese discurso con las intrigas de la conferencia de Dahongdan. Levanté la mano y le pregunté sobre la posible confusión. El hombre de la pistola se acercó a mí pesadamente y me dio una bofetada. Escuché unas risas. El nuevo acababa de encajar su primera lección. Me quedé paralizado por el terror, pero más indignado que dolido y más lleno de odio que abatido. Pensé en fastidiar todo lo que pudiera a ese bruto infame que se hacía pasar por profesor. Haría como los demás, sin embargo, me quedaría sentado y callado. Mi obstinado silencio no me sirvió de mucho para olvidar lo que sufrí en ese momento. Cuando recibí esa bofetada comprendí realmente que había caído en un sitio «feo», para recordar la expresión que habían usado mis amigos de Pyongyang.
La ruptura con el mundo anterior no se produjo con mi llegada al campo. Tampoco dependía del lugar al que nos habían llevado. Cuando miraba a mi alrededor, a menudo olvidaba que estaba detenido y me dejaba llevar por el placer del paisaje. La naturaleza, las montañas a lo lejos, el río, todo ello contribuía un poco a calmarme y consolarme. Pero ese primer día de clase me dejó muy mal recuerdo. Se había roto algo importante del mundo que había conocido hasta entonces. Tenía un miedo a mis maestros parecido al que había sentido desde el interior del camión cuando escuché, al llegar al campo, a los guardias insultar a la gente que se agolpaba para vernos. Me habían hecho creer que la República Popular Democrática de Corea era el mejor de todos los países. Reverenciaba a Kim Il Sung como a un dios. Sin embargo, aquí los maestros llevaban pistola e insultaban y pegaban a sus alumnos.
Durante el tiempo que estuve detenido pasé por media docena de maestros y dos maestras, ambas casadas con guardias. Uno solo entre ellos merece el título de maestro. El peor fue uno al que llamábamos El Jabalí, el mismo que no había aceptado mis puntualizaciones históricas.
Casi igual de cruel era Pak Tae Su, alias El Viejo Zorro, un hombre que acostumbraba castigar a los alumnos obligándolos a permanecer en el patio todo el día sin pantalones y con las manos a la espalda. Lo detestábamos tanto que un día nos arriesgamos a estropearle su bicicleta. Nos encerró a todos hasta que no denunciáramos al culpable. Como comprendió que el método no le funcionaba, intentó doblegarnos con amenazas, palizas y horas de trabajo extraordinario por la noche, cuando solo pensábamos en dormir. Nunca cedimos.
Uno de los castigos más comunes era limpiar las letrinas. En la puerta de la escuela había siempre dos vigilantes, dos detenidos en realidad, que controlaban las llegadas de los alumnos e informaban de los que llegaban tarde. El rezagado se arriesgaba a la pena de limpiar los retretes durante una semana o de vaciar las fosas sépticas. Como era necesario vaciarlas por lo menos dos veces al año, cuando no había a mano algún estudiante desobediente, los maestros elegían al primero que les viniera en mente.
Una vez, uno de mis compañeros de clase que había sido elegido para este trabajo varias veces protestó:
—¿Cómo puede ser que me toque siempre a mí? ¿No me puede poner algo más inteligente que hacer? Parece que al maestro le gusta la mierda.
Algún chivato debió de contárselo al Jabalí, pues un minuto después lo vimos acercarse con los ojos desorbitados por la rabia. Cogió al alumno y se puso a pegarle brutalmente, primero puñetazos y luego patadas. El pobre chico, aturdido por la paliza, tropezó y se cayó en la fosa séptica, en la que permaneció atrapado un buen rato sin que nadie pudiera ayudarlo a salir. Satisfecho de su acción, el maestro se desinteresó de su suerte y se marchó. Al final, mi amigo consiguió alcanzar el borde y salir, pero estaba en un estado tan lamentable que nadie quiso ayudarlo a lavarse ni a curar las heridas de la paliza del maestro. Murió a los dos o tres días. Nunca supimos bien de qué. La historia no terminó ahí: la madre vino llorando a pedirle al maestro que le devolviera a su hijo. El Jabalí respondió tranquilamente que el chico había dicho unas cosas asquerosas y que merecía la corrección. Él no era responsable de su muerte. Y tras decir eso echó a la madre.
El Jabalí no nos trataba como niños, sino como bestias. Y se mostraba indulgente, pues nos recordaba con cualquier pretexto que nuestros padres eran contrarrevolucionarios que debían morir y nosotros con ellos, por ser hijos de traidores. Afortunadamente el Partido era benevolente y el Gran Líder, magnánimo, nos había concedido un aplazamiento y la oportunidad de redimirnos. En lugar de estar agradecidos, cometíamos más faltas. No debíamos olvidar que si cometíamos demasiadas, no seríamos perdonados. Todos bajábamos la vista, anhelando en silencio la pronta muerte del verdugo. Tampoco hacía distinciones entre chicos y chicas. Su respeto a la igualdad de los sexos le llevaba a mostrar la misma brutalidad con unos y otras. Infligía a todos por igual su castigo preferido: andar a cuatro patas delante de los demás alumnos repitiendo «soy un perro… soy un perro».
Las dos maestras eran mucho menos duras. Habíamos bautizado a una de ellas, una rolliza mujer de unos cincuenta años, La Col China. Aunque era más fuerte que muchos maestros, nos pegaba menos. Ahora bien, tenía una especialidad: daba unos pellizcos que te dejaban una gran marca azul en la piel. Como no había modo de saber cuando le iban a entrar las ganas de practicar su especialidad, intentábamos mantenernos siempre fuera de su alcance. La otra era más joven, de unos treinta años. No es que fuera mala por naturaleza, pero se esforzaba en parecerlo. Solía pegar alaridos para reprender a los alumnos, a pesar de que no había verdadera cólera en su voz. Después de los gritos, a veces nos daba con la regla en la punta de los dedos, pero eran golpes tan falsos como su cólera. Por desgracia se marchó del campo a los dos años para traer un niño al mundo. Aparte de estas dos mujeres y de un maestro al que recuerdo con cariño, el resto era una partida de salvajes. El Jabalí, con sus palizas y sus rabiosos cambios de humor, estaba francamente loco. El Viejo Zorro, por su parte, demostraba una maldad que rayaba en el sadismo. Nos pegaba metódicamente, como un técnico competente del dolor, buscando la manera de hacer el mayor daño posible. Por ejemplo, nos obligaba a limpiarnos las manos, ennegrecidas de pelar castañas, frotándolas en la tierra. Si no las frotábamos demasiado fuerte, nos las aplastaba con el pie.
En esas condiciones era imposible establecer una relación de confianza entre alumnos y maestros. En cuanto al bestia que había sido responsable de la muerte de nuestro compañero, nuestro único vínculo con él era un odio profundo. No soportábamos la arrogancia de estos supuestos maestros, la ridícula vanidad con la que circulaban por el campo en sus bicicletas. Recuerdo el día de invierno en que vimos llegar al patio, en su bicicleta recién estrenada, al maestro que llamábamos El Jovencito. Quiso hacer un vistoso derrape a la hora de frenar, pero resbaló y se cayó en el barro. Un aullido de risa se elevó hasta el cielo. Rojo de furia, el muy imbécil nos persiguió con un palo. Era el estilo de la casa.
Todos los guardias tenían derecho a una de estas bicicletas, que no sé por qué llevaban el nombre de Gaviotas. Era una marca distintiva, el símbolo de su superioridad sobre todos los que nos arrastrábamos por el campo con zapatos raídos y trapos en los pies. Al contrario que la mayor parte de los productos norcoreanos, las Gaviotas, fabricadas en la cárcel de Sou Song, eran de buena calidad y hubieran podido competir en el mercado internacional. Por lo general valían tres mil wones, es decir, unos cuarenta dólares en el mercado negro, o cuatrocientos dólares al cambio oficial. Las bicicletas chinas valían dos mil wones y las japonesas diez mil. Cuando los presos de Sou Song sobrepasaban la producción fijada en el plan, los excedentes se vendían en unos mil quinientos wones. Los primeros en aprovechar estas ofertas eran los familiares de los agentes de seguridad o de los guardias de campos y cárceles. Cuidaban sus bicicletas con gran esmero y precisamente por eso la tomamos con la del Viejo Zorro.
Este tipo de travesuras infantiles, como las que hacen todos los chicos del mundo, te podían acarrear graves problemas en Yodok. Un día, El Jabalí le pidió a uno de nosotros, Kim Chae Yu, que le vigilara su Gaviota durante una reunión en la sala de profesores. En cuanto El Jabalí se dio la vuelta, todos empezamos a rogarle a Kim que nos dejara dar unas vueltas en la bici. Nos costó trabajo convencerlo, pero al final cedió. Yo fui el quinto en dar una vuelta, no poco orgulloso de pedalear en una máquina tan estupenda, y eso que cuando me llegó el turno la bici ya no tenía tan buena pinta. El primer chico que la cogió tuvo una caída en la que se dobló uno de los guardabarros. Aunque logramos enderezarlo con las manos, la marca del accidente se notaba bastante. El segundo dio dos o tres vueltas al patio sin incidentes, pero el tercero encontró la manera de romper un radio. Y todos habíamos puesto gran dedicación en atravesar todos los charcos y pasar por el barro. Estábamos en plena acción cuando El Jabalí volvió antes de lo previsto. Sin pestañear, se puso a pegarle a Kim Chae Yu y cuando terminó con él se lio a patadas con todos nosotros. Nos impuso un castigo colectivo: trabajo extraordinario por la noche durante una semana, que consistía en cavar un hoyo, rellenarlo con piedras, cavar otro nuevo para poner la tierra del primero, y volver a empezar. Como en una pesadilla.
Las clases terminaban a mediodía. Teníamos una hora para descansar y comer el maíz que hubiéramos traído de casa en la escudilla. Después, trabajábamos al aire libre bajo la dirección del maestro. Fue así como aprendí a plantar arroz, a cultivar maíz y a cortar árboles.
Mi primera tarea fue ayudar a los adultos a cortar los árboles. Los niños debíamos llevar los troncos podados hasta el poblado, donde otro equipo de adultos los cortaba en leños de un metro de largo y los cargaba en un camión. Los troncos pesaban enormemente, incluso llevándolos entre dos, y desde el lugar en que se cortaban hasta el camión había tres o cuatro kilómetros. Para cumplir con la norma asignada, era necesario hacer doce viajes, es decir, teníamos que recorrer unos cuarenta kilómetros por día, y la mitad de ellos con un tronco a la espalda. Cualquier niño se agotaría pero, para un niño de la ciudad como yo, que vivía así su primera experiencia de trabajo físico, era sencillamente imposible. Al tercer viaje estaba ya muerto de fatiga y le pedí al niño que trabajaba conmigo que parásemos un rato para recuperar el aliento. Me senté y de repente un velo negro me tapó la vista y caí por tierra. Estuve sin conocimiento durante cerca de una hora. Cuando desperté, estaba rodeado por mis compañeros de grupo. Todos estaban furiosos conmigo.
Como los adultos, funcionábamos en grupos de cinco. Cada grupo debía respetar la norma, que era la suma del trabajo cotidiano impuesto por los guardias. Si uno de los detenidos se rezagaba, ya porque estuviera enfermo o porque fuera menos hábil, todo el grupo se retrasaba y se arriesgaba a una penalización. No existía la responsabilidad individual: teníamos que rendir cuentas colectivamente de nuestra actividad. Ninguno de los integrantes del grupo, por ejemplo, podía volver al poblado hasta que el trabajo asignado al grupo estuviera terminado. Aunque el rezagado fuera viejo, estuviera cansado o enfermo, no importaba. Esta política generaba animosidad entre todos e impedía que se crease cualquier tipo de solidaridad o apoyo moral. Los guardias podían frotarse las manos: reinaba el orden gracias al control y la vigilancia mutua que unos detenidos ejercían sobre otros. Se comprende así el enfado de mis compañeros esa tarde. Unos me acusaron de fingir, otros me dieron patadas para despertarme y obligarme a que me levantara. Al día siguiente el maestro me destinó a un trabajo más fácil: anotar los viajes de los demás. Eso sí, me reintegró progresivamente al circuito en cuanto me juzgó apto de nuevo para el trabajo forzado.