La agrupación de trabajadores número 10
Los dos agentes de seguridad que nos custodiaban se bajaron del camión. Los oía discutir con alguien en voz baja. Uno de ellos regresó a pedir los pasaportes de los adultos y las partidas de nacimiento de los niños. Los recogió sin añadir una palabra y se alejó. Transcurrieron veinte minutos en un silencio espeso. Cuando los guardias volvieron, el camión se puso en marcha lentamente. Yo estaba cada vez más intrigado y, cediendo a la curiosidad, me puse a mirar al exterior por la ventanilla sin que ninguno de los guardias pusiera inconveniente.
Se abrieron los dos batientes de una gran puerta. Encima estaba escrito: «Unidad de guardias fronterizos del pueblo coreano n° 2915». En ese momento la inscripción me dejó indiferente, pero ahora sé que se trataba de una mentira que servía de tapadera del campo frente al mundo exterior. Era una falsedad bastante evidente, además, puesto que Yodok se encontraba bien lejos de la frontera. Sobre los muros de hormigón que se extendían a los lados de la puerta había dos puestos de vigilancia con un guardia armado en cada una. Más allá, los muros terminaban en unas pendientes escarpadas. Se había colocado alambre de espino por todas partes. Aquello se parecía mucho a lo que había visto en las películas sobre los centros de detención de la época de la ocupación japonesa.
No lejos de la puerta se encontraba un puesto de guardia y algunos cañones. Miraba todo eso atónito. El camión se detuvo de nuevo y los dos batientes de la puerta se cerraron detrás de nosotros. Se acercaron más guardias. Llevaban un uniforme bastante parecido al del Ejército Popular: de un color caqui más claro que el de los militares, con la chaqueta recta de cuatro bolsillos cayendo sobre el pantalón. No llevaban ningún signo distintivo de la graduación. Los nuevos guardias intercambiaron algunas palabras con los que nos habían escoltado. Oí que deletreaban nuestros nombres, luego hubo unos conciliábulos en voz baja y el camión se puso de nuevo en marcha durante un cuarto de hora. Se detuvo nuevamente. Fuera, se oía mucha agitación, voces, murmullos. Al parecer, se había agrupado mucha gente para recibirnos. Uno de los guardias bajó del camión y se puso a pegar voces. Sus gritos brutales me sobresaltaron. ¿Cómo podía tutear así a otros adultos? En Corea es francamente chocante. Eran unas órdenes y unas injurias de tal violencia que me entró pánico y me puse a temblar. La mano de mi padre sobre mi espalda me calmó un poco.
Entonces, los guardias quitaron el toldo del camión y nos levantamos todos juntos. Seguía abrazado a mi acuario. Tenía una vaga impresión de que estaba viviendo un momento decisivo. El toldo que acababan de retirar era como el telón de un teatro que se hubiera abierto con demasiada precipitación. Comenzaba una nueva escena, un nuevo acto, para el que nadie nos había preparado. Me hubiera gustado saber algo más sobre los papeles que nos iban a repartir. No tuve tiempo de preguntármelo, porque se aproximaban ya para vernos mejor unos hombres y unas mujeres de aspecto asombroso: sucios, con el pelo revuelto, vestidos como mendigos. Me entró angustia. ¿Quiénes eran? Había oído antes sus conciliábulos y murmullos. A ellos se habían dirigido las exclamaciones brutales de los guardias. Para mi sorpresa, algunos reconocieron a mi abuela y se acercaron a saludarla. Cuando bajamos, una mujer avanzó alegremente hacia ella. Era probablemente una amiga. Las dos se saludaron calurosamente uniendo sus manos, suspirando y llorando.
—Me preocupé tanto cuando desapareciste —le decía mi abuela.
—¿Nadie os avisó?
—No, no tuvimos jamás la menor noticia.
—Y ahora estás aquí, como yo. Después de todo lo que hicimos por el Partido.
Mientras yo las miraba, se me acercaron unos chicos y me preguntaron cómo me llamaba y de dónde venía. Me pareció que éramos de la misma edad, pero me dijeron que tenían unos dos años más.
—El campo no es un buen sitio para crecer y ponerse fuerte —me dijo uno de ellos—. Aquí verás a un montón de niños que ya no crecen.
Los adultos continuaban intercambiándose noticias. Se hablaban al oído y algunos tenían lágrimas en los ojos. Yo estaba fascinado por el espectáculo que ofrecían sus harapos, su pelo hirsuto y la mugre, que contrastaba con la bienvenida tan educada que nos habían dado y con sus maneras civilizadas. La bienvenida hubiera continuado más tiempo, pero los guardias interrumpieron la escena. Restablecieron la disciplina en un abrir y cerrar de ojos, ordenaron a unos que volvieran a sus barracones y a otros que se pusieran a trabajar. Me arrancaron de mi contemplación y volví a las cosas importantes, es decir a mis peces. Por desgracia, más de la mitad ya habían muerto. Constaté el desastre sin saber qué hacer. Las pocas personas que permanecían a nuestro alrededor se acercaron y se quedaron en silencio delante de un espectáculo tan extraño para ellas: la visión de un niño en mitad del campo que lloraba dulcemente con un acuario en el que flotaban, con la tripa al aire, unos peces exóticos.
Un hombre que parecía ser el jefe atravesó entonces el pequeño grupo que me rodeaba y me conminó secamente:
—Todo esto huele muy mal. Hay que tirar estos peces más lejos. Luego se volvió hacia mis padres y les señaló con un gesto de la mano un grupo de barracones que se encontraban a un centenar de metros: —Ahí es donde vais a vivir.
Lo seguimos sin discutir, pero antes de avanzar diez metros tuvimos la increíble sorpresa de ver que llegaba corriendo mi tercer tío. Llevaba en el campo una semana. La Agencia de Seguridad lo había detenido donde estudiaba y lo había enviado ahí por la misma razón que a nosotros, como familiar de un traidor. Desde su llegada vivía con los solteros, en un barracón especial que tenía una organización particular sobre la que hablaré más adelante. Mi abuela se llevó una gran alegría al verlo. Sin embargo, había deseado tanto que su tercer hijo se librara del campo que, mientras lo abrazaba, no podía contener el llanto.
Nos acercamos al barracón indicado. Mi padre empujó en silencio la puerta de madera. Lo que vimos nos dejó destrozados. ¿Es que íbamos a vivir ahí, bajo ese techo de simples planchas, entre esos muros de tierra seca y sobre ese suelo de tierra batida? Los guardias ordenaron a unos detenidos que nos habían acompañado que nos ayudaran a hacer la mudanza. No hizo falta mucho tiempo para instalar nuestras dos cómodas, nuestra mesa baja, nuestra ropa y nuestros cincuenta kilos de arroz. La impresión que nos producían nuestros muebles, tan llenos de recuerdos del lujoso apartamento de Pyongyang, en aquel lugar sombrío e incómodo, era muy penosa. En medio de aquel silencio denso, nuestros ojos iban de nuestros muebles de antes al lúgubre decorado del presente.
Nuestro barracón estaba previsto para cuatro familias y nuestro alojamiento, el más grande, estaba dividido en dos por un tabique que no llegaba al techo para permitir que se difundiera por ambos lados la débil luz de una sola bombilla. Más adelante supe que la separación entre las dos habitaciones del interior solo se mantenía cuando los miembros de las familias no se llevaban bien; entonces estaba permitido retirarla. Existía otro tipo de barracones, más pequeños, para dos o tres familias, a los que se llamaba armónicas, porque tenían el techo bajo y pequeñas aberturas a modo de puertas. Todos los barracones disponían de una pequeña parcela de tierra. En ese espacio delimitado por una empalizada los detenidos tenían derecho a cultivar lo que quisieran, o más bien lo que pudieran, ya que trabajaban tanto durante el día y estaban tan cansados por la noche que no tenían verdaderas fuerzas ni tiempo y solo deseaban dormir.
La corriente eléctrica venía de una pequeña central hidroeléctrica instalada en el recinto del campo. Íbamos a descubrir pronto los límites de este sistema: en invierno el agua se congelaba y en verano escaseaba. De ahí que hubiera averías frecuentes. La primera noche tuvimos otro problema: ¿cómo íbamos a hacer fuego sin cerillas ni mecheros? Afortunadamente nuestros vecinos se mostraron muy serviciales y nos enseñaron un gran número de cosas útiles para sobrevivir en el campo. Nos enseñaron a cortar los árboles de una manera rápida y segura, a conservar el fuego con una mecha empapada en resina de pino, a cocer maíz sobre un fuego de leña y otras cosas más. No había grifos en los barracones, era necesario ir a buscar el agua al río. Se tardaba un poco menos de diez minutos con el cubo vacío y un poco más a la vuelta, cuando estaba lleno. Para alguien bien alimentado, esos desplazamientos habrían sido aburridos e incómodos, pero no una prueba insuperable. En nuestro futuro estado de debilidad y de mala alimentación, esas idas y venidas se revelarían como algo terriblemente agotador. Otra cosa que no teníamos era gasóleo. Era lo que usábamos para la calefacción en Pyongyang, pero en Yodok no existían tales lujos. Era necesario recoger madera que no estuviera demasiado verde y pudiera arder. En la habitación había una hornacina a tal efecto, sobre la que se podía colocar una marmita. Cada familia se las tenía que arreglar para cocinar y como mi abuela era una mujer mayor, los guardias le asignaron esta tarea. Había hecho bien en traer de Pyongyang algunos utensilios, algunos recipientes de barro y algunos tazones. La administración del campo solo distribuía unas escudillas de estaño maltratadas y poco prácticas.
Además de estos barracones había otros mucho más grandes y en forma de herradura en donde se alojaba a los solteros. Mi tío nos contó que había cinco o seis detenidos por habitación y que en cada barracón vivían entre sesenta y cien personas. Al igual que en los barracones familiares, estos contaban con un pequeño huerto en los que los presos podían cultivar sus legumbres, pero con el paso de los años el espacio cultivable se redujo: además de la cocina colectiva, se habían construido en él dos cuartos de baño y un establo que albergaba varios bueyes y vacas para tirar de las carretas. En cada uno de los barracones los guardias nombraban a uno de los presos como jefe de sus compañeros y asignaban a otros cuatro prisioneros a la cocina, por lo general a tres mujeres y a un hombre, este último encargado principalmente de recoger la leña. Algunos solteros pertenecían a familias criminales. Otros eran meramente pequeños delincuentes: habían faltado a un desfile oficial, mostrado poco entusiasmo por el Gran Líder o manifestado un celo insuficiente en una campaña de denuncia de un grupo de traidores. Al contrario que los verdaderos delincuentes, se libraban de la cárcel, pero permanecían detenidos bajo estricta vigilancia y tenían prohibido salir de su barracón por la noche.
El grupo de diez barracones en el que estábamos nosotros constituía lo que los prisioneros llamábamos un poblado, un término poco apropiado puesto que no había ni calles ni centro ni periferia ni edificios oficiales. Su verdadera denominación era la de «agrupación de trabajadores» y a cada una de ellas se le asignaba un número para identificarla. Por su parte, los presos se negaban a utilizar esa denominación tan fría y burocrática y habían encontrado nombres más poéticos. La agrupación de trabajadores n° 2 había sido bautizada como el Poblado del Pino Real, la agrupación de trabajadores n° 4 como el Poblado de los Castaños, y la nuestra, la n° 10, era el Poblado de la Llanura.
Cada poblado agrupaba a una categoría de detenidos. El nuestro, creado en 1974, era solo para los antiguos residentes en Japón. La segregación era una especie de tácito reconocimiento de nuestra dificultad para integrarnos en la sociedad norcoreana y una forma de evitar que hablásemos del infierno capitalista a los demás detenidos. En cualquier caso, no podíamos tener contacto con el resto de los poblados, estaba estrictamente prohibido y castigado. Conseguíamos sin embargo mantener alguna conversación furtiva durante las ceremonias a las que asistían todos los residentes, o en las montañas, donde nos enviaban a recoger hierbas medicinales, aprovechando algún momento en que nuestros guardias se descuidaban. Intercambiábamos entonces alguna información que completaba lo que los viejos residentes nos habían enseñado sobre todo tipo de cosas que nos interesaban: cuántos presos había en otros poblados, si los guardias eran severos o no, cómo conseguían alimentarse.
Todo eso llegó tiempo después. En nuestra primera noche en el campo de Yodok parecíamos más bien marineros recién desembarcados en una isla desierta, marcados todavía por el mundo que acabábamos de dejar, pero obligados a redescubrir los gestos de un pasado más remoto: coger un hacha, cortar un árbol, hacer un fuego y preparar bien o mal una comida. Había que ponerse a ello de inmediato, se acercaba la noche y no sabríamos hacerlo en la oscuridad. Mi tío, que conocía el lugar mejor que nosotros, se ofreció para ayudarnos. Cortó un árbol joven e hizo unos leños que ardieron desprendiendo tanto humo que tuvo que venir un vecino a dejarnos un poco de leña seca. Nos recomendó que almacenáramos lo antes posible una provisión de ramas secas.
No era la única dificultad. Ahora había que cocer el arroz sobre el fuego directo. Era la primera vez que lo hacíamos y la abuela tampoco estaba particularmente concentrada. Tengo todavía en la boca el sabor de aquel arroz de nuestro primer día en el campo: medio quemado y medio crudo. Sin embargo, despertó grandes envidias; un soltero se deslizó en nuestro barracón y nos propuso que le cambiáramos un tazón de nuestro poco apetecible arroz por un pequeño paquete de maíz. Mi abuela se negó, pese a mi insistencia. La cena tampoco fue ningún éxito. Aunque nos la sirvió con la intención de levantarnos la moral, no tuvo nada de alegre, pues la abuela nos anunció que a ese ritmo nuestros cincuenta kilos de arroz no durarían mucho y que había que limitar su consumo. Solo podíamos estar de acuerdo.
Esa noche nos prometimos permanecer unidos y ayudarnos mutuamente. Por la mañana recibiríamos las consignas de trabajo; sería ciertamente duro, pero, si nos manteníamos unidos, sabríamos salir del paso. No podían dejarnos mucho tiempo en un lugar así. ¿Pensaba alguno de nosotros de verdad que las cosas iban a ser así de sencillas y que bastaría con los buenos propósitos para afrontar la realidad? De momento nos quedamos reconfortados, pero el optimismo aparente y las resoluciones más o menos heroicas se desmoronaron en cuanto nos tumbamos en la cama. Dudo que nadie hubiera dormido mucho esa noche, a pesar del cansancio. Estábamos decididos a hacer frente común pero ¿contra qué?
Por la mañana muy temprano lo primero que vi desde la ventana del barracón fueron las montañas que nos rodeaban. Sus pendientes estaban cubiertas de bosques hasta media altura y el paisaje me pareció magnífico. Encantado por ese espectáculo campestre más bien extraño para un habitante de la ciudad como yo, me levanté emocionado y me dirigí hacia el río. Solo me puedo explicar mi despreocupación en aquellos momentos debido a mi corta edad. Oía cantar a los pájaros. El aire que respiraba era vivificante y traía efluvios de heno cortado. El agua tenía un bello color verde azulado. Intenté encontrar algunos peces y me volví al barracón. Todo el mundo se había levantado ya, pero entre los adultos el ambiente no estaba para evocaciones bucólicas. Tuve el instinto de callarme, pero guardaba en mi interior la fuerte impresión que me había causado la naturaleza de nuestro entorno. Me fui después con mi tío a buscar madera seca. No encontramos mucha, era a todas luces un producto muy valorado.
En el camino nos cruzamos con un chico que me dijo que tenía dos años más que yo. A pesar de que ya me habían prevenido de que la vida en el campo no favorecía el crecimiento, no pude dejar de mirarlo con incredulidad. Se llamaba Oh Jung Il y también vivía en el poblado de los antiguos residentes en Japón. Llevaba aquí cerca de cuatro años. Mi tío lo saludó y le hizo un comentario sobre la belleza del paisaje:
—Por lo menos es un consuelo.
—Pues vaya consuelo —respondió el chico—. Mirad un poco a vuestro alrededor. Estamos en el fondo de una hondonada. Una hondonada irregular y con montículos, pero una hondonada al fin y al cabo, rodeada por grandes montañas. Lo habréis visto al llegar, hay una barrera de alambre de espino a cada lado de la puerta de entrada que se extiende por donde los límites del campo no son lo bastante definidos, es decir, hasta que los bordes de la hondonada son lo suficientemente escarpados. Donde las pendientes son más pronunciadas y no se puede instalar esta alambrada, que sería poco útil además, hay unos hilos de acero que ponen en marcha una alarma en cuanto los tocas. Y por si fuera poco, en cada cima de las montañas hay una unidad del ejército que vigila los alrededores.
Desde donde estábamos no podíamos ver esos hilos instalados a ras del suelo. Estábamos tratando de forzar la vista cuando Oh Jung Il añadió:
—Además de las alambradas y de las patrullas militares hay trampas como las que se utilizan para cazar a los animales salvajes, unos agujeros profundos disimulados bajo la hierba y el ramaje, con unos pinchos verticales muy afilados en el fondo. En el caso de que tuvierais ganas de fugaros, es mejor tenerlo en cuenta —terminó, burlón.
En caso de fuga los detenidos tenían cerca de doce horas de ventaja sobre los agentes que los perseguían. Se realizaba una llamada para pasar lista cada seis horas y la alarma no se ponía en marcha hasta la segunda.
—¿Llamadas? ¿A qué hora, dónde?
—Todavía no sabéis nada —respondió riendo—. Hay tres llamadas en el campo de Yodok. La primera a las cinco y media, la segunda a mediodía y la tercera a las seis y media de la tarde. Se llevan a cabo delante del despacho de intendencia, y allí se reparte el trabajo entre los grupos. Dura media hora, haga el tiempo que haga. Solo los enfermos están exentos de acudir. Los demás se arriesgan a un castigo, incluso por un simple retraso.
Luego volvió a la cuestión de las evasiones. El chico solo había visto una vez una fuga. Sonaron las sirenas y los agentes de seguridad salieron en busca de un fugitivo. Lo encontraron a medio camino, mucho antes de alcanzar la cima de una montaña y lo golpearon, lo torturaron y lo ejecutaron unas semanas más tarde.
—La sanción, en un caso como ese, es siempre la muerte, en presencia de todo el poblado. Con todo esto me resulta difícil encontrar bonitas estas montañas.
Lo escuchábamos en silencio, pero debíamos de tener cara de espanto, porque el chico se dio cuenta y nos dirigió algunas palabras amistosas y algunos consejos que demostraban una bondad y una humanidad aún vivas en él.
—Sí —continuó—, hay que estar loco para intentar evadirse. Pero hay que comprenderlo. A veces es más loco aún quedarse aquí, sobre todo cuando estás solo, sin familia y sin amigos. El trabajo es duro y te quedas siempre con hambre. Te vas a sorprender con lo que llaman la escuela —dijo dirigiéndose a mí—. Tendréis que apoyaros los unos a los otros y desconfiad de todo el mundo. Pero, buena suerte en todo caso.
Se alejó con su hatillo de hierbas sobre la cabeza. Habíamos perdido mucho tiempo hablando con él y nos dimos prisa. Los guardias nos habían dicho que a las ocho nuestro jefe de brigada nos explicaría nuestro trabajo y nos comunicaría las consignas disciplinarias. Todos los miembros de la familia debían estar presentes, habían insistido. En Corea del Norte, como en la Unión Soviética o en la Alemania nazi, según he podido descubrir desde que vivo en Seúl, los guardias no se contentan con vigilar: nombran entre los detenidos, la mayor parte de las veces sin consultar su opinión, a unos pequeños jefes encargados de ciertas tareas policiales que no pueden hacer ellos mismos. Tienen la misión de chivarse de los demás y el derecho de castigar a los reincidentes, denunciándolos a las autoridades superiores. El jefe de la brigada sirve de enlace entre las autoridades del campo y el detenido común. Supervisa a unos diez equipos y solo trabaja media jornada.
Cuando llegamos a nuestro barracón, el jefe de brigada ya estaba allí. Lo acompañaba un guardia y nos explicó a todos nuestro trabajo. La única excepción era la abuela, que por lo demás tenía que cocinar para cinco. Para mi hermana y para mí las cosas se presentaban del siguiente modo: por la mañana al colegio y por la tarde trabajo manual. Había algunos trabajos cotidianos como cortar madera y arrastrar los troncos, recolectar el maíz, arrancar las malas hierbas, y cosas por el estilo; también era obligatorio participar en las campañas lanzadas por el Partido para buscar ginseng salvaje en la montaña, en las que convenía colaborar con entusiasmo para redimir nuestra mala conducta. El trabajo se realizaba en grupos de cinco y se nos imponían cuotas de producción. Al jefe de grupo le informaba de las consignas el jefe de brigada, que, a su vez, estaba sometido a un detenido que las autoridades nombraban para representar al poblado y servir como vigilante. A este último se le dispensaba del trabajo físico y su responsabilidad consistía en vigilar a los prisioneros y redactar informes. Cuando tenía demasiado trabajo, lo asistía un segundo vigilante. No nos dijeron nada sobre los criterios para elegir al vigilante, pero me di cuenta de que eran extremadamente simples: había que ser fuerte para imponerse y estar dispuesto a colaborar sin dudas con las autoridades del campo. Para conservar ese puesto envidiable se dependía de esas dos cualidades. Por eso, el vigilante se mostraba por lo general más severo que los propios guardias y los demás detenidos lo detestaban. El control no terminaba ahí: un delegado participaba en la preparación y organización del trabajo en colaboración con los agentes; otras dos personas se encargaban de las estadísticas: anotaban la cantidad de cereales que habían sido recolectados, cuánta madera se había cortado, etc. Por último, había dos responsables administrativos, uno para la distribución de alimentos, herramientas y uniformes, y otro para la preparación de las ceremonias.
—No merecéis vivir —concluyó el guardia que acompañaba al jefe de brigada, sin que nadie se atreviera a decir nada—. Pero el Partido y nuestro Gran Líder os han dado la oportunidad de redimiros. No perdáis esta suerte y no los decepcionéis. Tendremos la oportunidad de volver a hablar de estas cosas en las próximas reuniones de crítica y autocrítica.
Se fueron sin añadir nada que nos animara aunque fuera un poco. El guardia me asustó de verdad. Más tarde aprendí a distinguir a los más celosos de su deber —siempre buscando todo aquello que pudiera delatar nuestra condición de familia podrida de delincuentes— de aquellos con los que podíamos hablar sin demasiado temor. Casi todos eran incultos, brutales y tenían mal carácter. Es verdad que me he cruzado con algunos simpáticos y amables, pero estos, por lo general, no soportaban durante mucho tiempo su trabajo ni el ambiente del campo y se las arreglaban para ser trasladados.
La primera condición para acceder al puesto de guardia era tener un buen origen, en otras palabras, pertenecer a una familia de campesinos o de obreros pobres. Después hacía falta que en toda tu familia, primos incluidos, no hubiera ningún «criminal anticomunista». Tras superar estos primeros obstáculos se realizaba una selección con criterios personales, esto es, tu fuerza física y tu grado de ortodoxia política. Si conseguías aprobar, ya podías recibir formación y ser enviado a un campo.
Los guardias se instalaban en Yodok con sus familias y vivían cerca de la gran puerta de entrada, en una especie de cuartel. Sus hijos iban a la escuela, pero no a la misma que nosotros, evidentemente, no hay que mezclar el grano con la paja. Asistían a una escuela en forma, una escuela que no era como la nuestra y que no funcionaba solo por las mañanas, con profesores de verdad y no con brutos. Se les trataba como a los habitantes de Pyongyang y recibían una educación tan buena como la de ellos. Nosotros, retoños de delincuentes, teníamos prohibido juntarnos con los hijos del personal del campo. En una o dos ocasiones tuve oportunidad de verlos. Me acuerdo de mi sorpresa la primera vez. Fue en septiembre de 1979 y estaba trabajando cerca de su escuela: sus gritos de alegría, su ropa limpia, su buena pinta y su pelo bien cortado los convertían en seres completamente diferentes de mí.
El jefe de brigada asignó a mi padre y a mi tío a un grupo de trabajo agrícola. Tenían que presentarse al día siguiente, a las seis de la mañana. Mi hermana y yo debíamos estar en el colegio también a las seis. Nuestra media jornada de trabajo manual empezaría a las dos de la tarde; era la norma hasta la edad de quince años, a partir de ahí te consideraban adulto y trabajabas todo el día. Antes, debíamos todos pasar por el despacho de intendencia a recoger los uniformes. Nos presentamos los cuatro juntos en el despacho, donde nos vimos obligados a vestir unos hábitos que nos dieron vergüenza. Sentimos que abandonábamos definitivamente la vida civil, la que habíamos llevado hasta ese momento, en la que usábamos corbatas y camisas limpias, calzoncillos y calcetines cómodos. A partir de ahora solo tendríamos derecho a un pantalón y a una chaqueta color violeta, cortados de manera burda en una tela gruesa y basta que nos pesaba sobre el cuerpo. El uniforme llevaba muchos botones y era muy parecido a la ropa de los prisioneros chinos que he podido ver más tarde en la televisión y en el cine. Me sentí extraño con el nuevo uniforme, pero ver a mi padre y a mi hermana con esas ropas encima me pareció más extraño aún. Unas semanas después descubrimos otro aspecto desagradable: encogían en cuanto se mojaban por la lluvia. Además de ser incómodos, eran ridículos, pero solamente nos molestaba a nosotros porque los demás detenidos estaban acostumbrados ya. Nos distribuyeron esos trapos en pleno agosto y comprendimos que no había una ropa de verano y otra de invierno. Algunos presos me explicaron que había unas reglas precisas para reponer los uniformes. Lo menos que puedo decir es que durante mi estancia en Yodok no se respetaron: recuerdo haber recibido dos uniformes en total, a pesar de que los llevábamos puestos todo el tiempo, en los campos, en el bosque, en la montaña, y de que se estropeaban muy rápido.
Durante la mayor parte del tiempo de nuestra detención estuvimos, por tanto, vestidos con harapos. El deterioro de la ropa era tal que los guardias nos dieron autorización para llevar la que quisiéramos, incluso nuestra antigua ropa del exterior. No obstante, poco a poco, con la mugre y los desgarrones, los uniformes y la ropa civil acabaron por confundirse. La verdad es que al cabo de unos meses nos burlábamos como los demás de nuestros hábitos ridículos. Con el frío que hacía estragos en invierno, nos poníamos todo lo que encontrábamos para protegernos un poco. Robábamos el menor trapo que viéramos. Cuando formábamos parte de un equipo que tenía que enterrar un cadáver no olvidábamos quitarle la ropa antes de depositarlo en el fondo de la fosa. Lo peor era la ropa interior. La administración del campo nos proveía de calzoncillos y camisetas, pero la tela era tan áspera que raspaba la piel y nos hería hasta el punto de que preferíamos no usarlos. Yo había cosido los restos de mi antiguo calzoncillo en el interior del nuevo para protegerme la piel. En cuanto a los calcetines, el par que nos correspondía al año no duraba mucho a pesar de los milagros realizados por mi abuela, que los zurcía sin cesar.
Esa noche, después de cenar un poco de maíz, nos fuimos todos a dormir pensando que la jornada que nos esperaba al día siguiente, el primer día de trabajo real en el campo, sería difícil. Para mí, fue sencillamente horrible.