Con nueve años en un campo de concentración
El abuelo seguía siendo el personaje principal de la familia aunque estuviera más preocupado, más encerrado y más lejano. Con sus cejas muy marcadas, sus ojos redondos y brillantes y su voz estentórea, me impresionaba mucho. El respeto con el que lo trataban los cuadros de Pyongyang reforzaba mi admiración, pero ello no me impedía compartir con él muchos momentos de complicidad. Me hablaba de su juventud en Kyoto como si se tratara de un gran secreto que no se podía desvelar, me contaba cosas sobre el taller de joyería, donde pasaba las noches para poder atender sus primeros encargos, de los almacenes de arroz que había que proteger de muchas envidias, del éxito fulgurante de sus casinos, de las fortunas que se hacían y deshacían en cuestión de minutos. Yo escuchaba con la boca abierta las historias maravillosas de otro mundo, cuyo héroe, además, no era otro que mi propio abuelo. Lo quería y jamás habría imaginado que nuestras conversaciones y nuestros paseos dominicales se iban a interrumpir un día.
Sin embargo, el abuelo desapareció. Fue en julio de 1977. Una noche no volvió del trabajo. La policía dijo que no estaba al corriente de nada. Finalmente, ante las insistentes preguntas de mi abuela, los jefes de su oficina le respondieron que su marido se había ido de viaje de negocios en una misión urgente. Era una orden del Partido y la decisión se había tomado de inmediato.
—Pero vuelva a vernos la semana que viene y tendrá noticias suyas —le aseguraron—. No hay razones para inquietarse.
Mi abuela tenía algunas dudas sobre ese viaje de negocios. Su marido no era una persona que se ausentara sin avisar. Una semana más tarde le aconsejaron que tuviera paciencia. Entonces, como ya no podía más, se presentó en la oficina de mi abuelo, donde la actitud de sus colegas aumentó sus temores. Todos parecían incómodos y daban respuestas evasivas. Allí donde intentó informarse se encontró con el mismo muro de incomodidad y silencio.
Mis padres se olían que la mano de la Agencia de Seguridad estaba detrás de esta extraña desaparición, pero no se atrevían a decirlo. Tendrían que haber sabido a qué atenerse: varias personas conocidas habían desaparecido ya en circunstancias parecidas. Sin embargo, preferían pensar, sobre todo la fanática de mi abuela, que no podía haber relación entre el abuelo y esas otras personas que seguramente habrían participado en algún complot contra el Estado o cometido alguna fechoría. Nadie en la familia quería imaginar que la policía nos lo hubiera arrebatado. Sabíamos que el abuelo tenía la lengua suelta y que criticaba, a veces abiertamente, a los burócratas del Partido y sus métodos de gestión. Sabíamos también que no se dejaba ver mucho por las reuniones oficiales. Pero nuestra abuela asistía por los dos. Y además, ¿no había sido siempre un ciudadano honrado que confiaba en el Partido? ¿No le había cedido su inmensa fortuna? ¿Y el Volvo?
Unas semanas después de la desaparición de mi abuelo, yo estaba jugando en el río cuando algunos de mis amigos vinieron corriendo a avisarme de que había mucha gente en mi casa. Intrigado, me levanté y corrí hasta nuestro apartamento.
La tradición coreana exige que uno se descalce al entrar en una casa, y no hacerlo es una falta de respeto hacia el anfitrión. Me sorprendió ver que si bien el salón estaba repleto de gente, no había más zapatos que los de costumbre en la entrada. ¿Qué significaba eso? Intenté entrar, pero había tanta gente en la habitación que no pude avanzar. Toda la familia estaba reunida con muchas personas que yo no conocía. Solo faltaba mi tercer tío, que seguía desde hacía varias semanas un curso de formación profesional en la provincia de Hamkyung Sur. Saludé a mis padres de lejos, pero ellos, que se ponían siempre tan contentos de verme, me respondieron de un extraño modo, como adultos condescendientes que tienen otras cosas que hacer. Mi madre suspiraba y no dejaba de repetir «¿Pero qué nos sucede, qué nos sucede?». Me adelanté decidido a ver lo que pasaba: tres hombres en uniforme rebuscaban en nuestras cosas mientras un cuarto tomaba notas. ¿Qué acontecimiento extraordinario se preparaba? ¿Y cómo era posible que esas personas se quedaran con los zapatos puestos? Intenté hacérselo ver a mi madre, pero ni siquiera me respondió.
Nuestro apartamento tenía un salón y cuatro dormitorios. La habitación más pequeña estaba llena de muchos objetos que mis abuelos habían traído de Japón por medio de amigos, entre ellos un paquete con trajes, joyas y relojes previstos como regalos para la posible boda de mi tercer tío. Los coreanos preparan, a veces con años de antelación, las bodas de sus hijos. También se encontraban varias cámaras fotográficas y material de revelado que mi padre usaba para su trabajo. Este tesoro producía gran excitación a los agentes de seguridad, que es lo que eran nuestros visitantes. En el pasado ya les habían sugerido a mis padres que donaran alguna de esas cámaras, pero ellos siempre habían encontrado algún pretexto para negarse. Esta vez, los agentes iban a aprovecharse de la situación y servirse a gusto. Mi padre me habló tiempo después de cómo los agentes murmuraban entre sí en un rincón, del aire de indignación que mostraban mientras abrían los paquetes —como si fuéramos contrabandistas o traficantes— y de sus ojos brillantes de codicia cuando finalmente se repartieron el botín abiertamente ante la mirada abatida de mi familia.
Registraron después meticulosamente el resto del apartamento; tres de ellos buscaban y el cuarto apuntaba lo que iban descubriendo. Se tomaban todo el tiempo del mundo, y yo empecé a cansarme de una situación que no me concernía mucho, pues estos señores no se interesaban lo más mínimo por mis acuarios. Mi hermana Mi Ho y yo nos pusimos a jugar, indiferentes a lo que nos esperaba. Pronto estábamos correteando en medio de todo el caos provocado por el registro y, aprovechando que mis padres estaban ocupados, nos pusimos a saltar sobre su gran cama japonesa. Mi padre, que por lo general nos lo tenía prohibido, no nos llamó la atención. Yo, entusiasmado, me puse a dar saltos cada vez más fuertes hasta que rompí un muelle. Nos quedamos petrificados, conscientes de que habíamos cometido una falta grave, pero mi padre tampoco intervino. No sé lo que pensó Mi Ho de esta actitud de mi padre, pero a mí me dejó una impresión extraña. El orden natural de la casa se había perturbado. Yo todavía no estaba preocupado, pero empezaba a sentir un cierto malestar. La noche siguiente no debió de ser muy tranquila. No sé si la precedieron las tradicionales palabras cariñosas de mi madre o si le dirigí una última mirada a mis peces antes de dormirme. ¿Pasé la noche despierto? No lo creo… Tengo un agujero en la memoria.
Por el contrario, guardo un recuerdo muy vivo de la primera vez que oí pronunciar la palabra Yodok. Los agentes de seguridad seguían buscando en nuestras cosas ante la mirada indignada de mis padres, cuando mi madre elevó la voz para protestar porque tiraban al suelo la colada que estaba en un armario. El tipo que apuntaba, muy enfadado, se levantó de un salto y le ordenó que se callara. Después sacó un papel, que leyó en voz alta, donde se decía que mi abuelo había cometido un crimen de alta traición. En consecuencia, su familia, es decir, todos los que estábamos presentes, debíamos acudir inmediatamente a un lugar que dependía de un cantón del que yo no había oído hablar: Yodok. Todo el mundo a mi alrededor pareció terriblemente afectado. Hubo un largo silencio y después vino el llanto, las manos que se estrechaban. El jefe de los agentes, visiblemente satisfecho del efecto de sus palabras, ordenó a sus hombres que prosiguieran la búsqueda, que se prolongó por lo menos hasta las tres de la madrugada. Todo fue sistemáticamente registrado: la colada, la ropa, los colchones, los utensilios de cocina. Me preguntaba estupefacto qué podrían buscar entre las cacerolas, los platos, las marmitas e incluso en el cajón de mis juguetes. Al final, el registro terminó y los agentes redactaron la lista de lo confiscado. Claro que lo hicieron de un modo muy particular: una pequeña parte para el gobierno y lo demás para ellos. El reloj Omega de mi padre, sus cámaras fotográficas, las joyas de mi madre y de mi abuela, los regalos de boda de mi tío, el televisor japonés en color, todo eso se lo repartieron entre ellos. Menos de un objeto entre diez llegó a su destino legal.
Conservo de esa noche un recuerdo especial que no consigo situar con precisión, pero que sobrepasa en intensidad a todos los demás: a mi abuela, negociando cara a cara con los agentes. Estos querían que ella firmase rápidamente un documento. Ella señalaba algunos párrafos y protestaba. Los agentes volvían a tomar la palabra, con calma algunas veces, incluso con dulzura, y otras elevando la voz. De repente la vi coger una estilográfica y firmar con rabia. El último acto me impresionó aún más: en cuanto firmó, los agentes la encerraron en una habitación.
Cuando al amanecer me dijeron que salíamos de inmediato hacia ese lugar cuyo mero nombre había horrorizado a mis padres, yo no me inquieté mucho. Me lo tomaba como una simple mudanza al campo, como una nueva aventura en nuestra vida. Lo confieso, la idea más bien me alegraba, y lo único importante para mí era cómo me llevaría los peces. Nuestra partida hacia Yodok tenía algo de mudanza. Se nos enviaba a un campo, no en calidad de delincuentes, sino como parientes de un delincuente, de ahí que el tratamiento fuera menos severo. Mi abuelo había sido detenido en su trabajo y enviado a un campo de trabajos forzados sin el menor equipaje. Su suerte fue semejante a la de muchos detenidos en la Unión Soviética o en la Alemania nazi cuya historia he podido leer más tarde. Nosotros partíamos por lo menos con un mínimo de muebles, de ropa e incluso de comida.
Se hubiera podido decir que en nuestro caso se trataba de un destierro y nada más. Sin embargo, como veremos, las alambradas, los barracones, la malnutrición y el trabajo embrutecedor al que seríamos sometidos no dejaban duda alguna del carácter carcelario del lugar al que se nos enviaba por la fuerza. La política de mantener la unidad de la familia en los campos era un mero ejemplo de la influencia del confucianismo, incluso en un sistema comunista, pero no cambiaba la naturaleza de nuestro lugar de detención. El propósito explícito de internar a toda la familia era reeducarnos mediante el trabajo y el estudio. En nuestra calidad de elementos no criminales contaminados por la ideología reaccionaria de un criminal con el que convivíamos, se nos enviaba a un lugar concebido para los detenidos recuperables. Pero no anticipemos.
Una vez terminado el registro, mis padres se pusieron a empaquetar con la ayuda de varios empleados del despacho de mi abuelo. Habían llegado temprano por la mañana, tal vez requeridos por los agentes, que querían adelantar lo más posible nuestra partida. Es probable que a esa gente no le hubiera importado mucho echar una mano a nuestra abuela, pero, desde luego, no lo habrían hecho espontáneamente. Manifestar solidaridad por la familia de un delincuente era muy peligroso. De hecho, desde la llegada de los agentes solo una persona se atrevió a visitarnos. Se trataba de una anciana que vivía en el mismo rellano que nosotros. Llamó a nuestra puerta y, menuda como era, se deslizó entre los paquetes. Sonrió a todo el mundo, saludó educadamente a los agentes y luego hizo todo lo posible por pasar desapercibida. Después, se acercó a mi abuela y le susurró al oído:
—Aguantad y sed valientes. No os resignéis nunca. Yo sé que no tenéis nada que reprocharos y que tu marido no ha cometido ningún crimen. Un consejo más: si tenéis momentos difíciles en el futuro, pensad en vuestros hijos y en vuestros nietos y saldréis del paso.
Mientras guardaban nuestras pertenencias en cinco cajas grandes vi que mi hermana abrazaba a su muñeca preferida. Tuve una idea: cogí uno de mis acuarios, metí en él los peces que más me gustaban y lo apreté con fuerza contra mi pecho. Uno de los agentes me vio y exclamó, señalando a mis peces con la barbilla, que de ninguna manera podía llevarme eso. Furioso porque un desconocido me hablara con esa prepotencia, cogí una rabieta de mucho cuidado. Grité y lloré tanto que al final el agente terminó por ceder. Sequé mis lágrimas, pero seguía preocupado por los peces que tenía que dejar. Cuando mis amigos vinieron a buscarme para contarme la agitación que había en mi casa, algunos ya me habían dicho que seguramente me enviarían «a un sirio feo» y que, en consecuencia, haría bien en repartir mis peces entre ellos. En su momento no les hice caso, pero ahora, a punto de partir, me arrepentía.
Un camión estaba parado delante de nuestro edificio Los hombres cargaron las pocas cosas que los agentes nos dejaron llevar: dos cómodas, una mesa baja, utensilios de cocina, ropa y cincuenta kilos de arroz, el máximo autorizado. El ruido del motor, los lamentos de unos y las órdenes de los otros habían terminado por despertar a los vecinos. Una a una se fueron iluminando las ventanas del edificio y se dejaron ver algunas personas. Otros encontraron valor para salir de sus apartamentos y observar de cerca la escena. La acumulación de gente, aunque discreta y a una distancia respetuosa, no era del gusto de los agentes, que empezaron a meternos prisa. Hubo entonces un poco de desconcierto: mi padre volvió precipitadamente al apartamento y cogió una o dos cosas más.
Por mi parte, me di cuenta de que no me llevaba nada para leer y quise volver para recoger mis libros de historietas. Me encantaba, como a todos los niños de Pyongyang, el cuento del ejército de los erizos, en el que estos, aliados con las ardillas, terminaban por vencer a los lobos, las ratas, los zorros y las águilas, que simbolizaban, por supuesto, el mundo capitalista. Sin embargo, un agente de seguridad me ordenó violentamente que me subiera al camión. Intimidado esta vez, obedecí sin discutir. Lo siento por el ejército de los erizos, pero tenía por lo menos a mis peces preferidos.
Uno tras otro nos fuimos subiendo en el vehículo. Excepto mi madre, que, para mi sorpresa, permaneció en la acera. Me acuerdo de la enorme tristeza de su semblante y de sus lágrimas.
—Mamá. ¿No vienes? —le pregunté.
—De momento no, querido, me reuniré con vosotros más adelante.
Como los agentes de seguridad se apresuraron a confirmar sus palabras, yo no me preocupé. Estrechaba contra mi cuerpo el acuario, sobre el que había colocado una pequeña tabla para que el agua no se desbordase con las sacudidas. Después de un último adiós, mi atención se concentró en el hecho de que circularía en un vehículo, algo poco frecuente para los ciudadanos comunes en Corea del Norte.
Pobre madre, debió de ser un momento terrible para ella. No había conseguido esconder del todo su tristeza, pero su hijito de nueve años no se daba cuenta de nada, o casi, y se iba con sus queridos peces encantado de montar en camión. Ella no sabía que no nos volveríamos a ver en muchos años. Como hija de una familia heroica, se libraba de un campo donde sus propios hijos y su marido iban a pasar diez años. Poco tiempo después de nuestro internamiento, la Agencia de Seguridad la obligó a divorciarse y a cortar toda relación con esa familia de traidores. De hecho, ni siquiera le preguntaron su opinión y obviaron su firma. Sufrió mucho y echó de menos a su familia perdida durante todos los años que estuvimos detenidos. He sabido después que solicitó varias veces a la Agencia que le permitieran estar con nosotros en el campo, pero juzgaron que sus peticiones eran aberrantes y siempre las rechazaron.
Salimos a primera hora del día. El camión era un Tsir, la poderosa máquina de fabricación soviética que solía usarse para transportar detenidos. Los coreanos los habían bautizado como «el cuervo», símbolo de la muerte, porque aunque el blanco siga siendo el color tradicional del luto en Corea, el negro es el color de los funerales. El camión estaba cubierto por un toldo y, al principio del trayecto, no nos permitieron a mi hermana y mí asomar siquiera la nariz. Más tarde, apenas salimos de la ciudad, nos dejaron mirar el paisaje. Las sacudidas eran continuas, porque circulábamos por carreteras de tierra apisonada llenas de piedras. Yo aguantaba bien, mi única preocupación era que se saliera el agua del acuario, pero mi hermana empezó a vomitar. La abuela le encontró una bolsa de plástico y le hizo tumbarse sobre el suelo del camión. En la parte de delante iban nuestras cajas y los muebles. Detrás, dos agentes de seguridad armados.
En un momento dado, mi abuela les preguntó qué pensaban hacer con su hijo pequeño, el único de la casa que no había sido detenido. Les dijo que era inocente y que no había razón para detenerlo. Los agentes respondieron tranquilamente que estaban de acuerdo. La abuela debía estar bastante inquieta y desesperada para dirigirse a unos guardias que, como sabía bien, no tenían ningún poder de decisión. Buscaba solamente unas palabras de consuelo y, en cierta medida, las encontró. En cambio, cuando les preguntamos por el lugar al que nos llevaban, los guardias evitaron dar una respuesta, pero se mostraron tranquilizadores, asegurándonos que no sabían nada del campo.
—Lo que sé, en todo caso —dijo uno de ellos—, es que no es un lugar muy terrible. No os pasará nada.
Era evidente que los dos guardias tenían como consigna mantenernos en calma. Se decía que algunos en nuestra situación habían preferido suicidarse; los guardias no querían tener problemas de ese tipo con nosotros. Además, el suicidio era una forma de desobediencia, de mostrar que no se tenía confianza en el porvenir trazado por el Partido. De ahí sus palabras y su actitud bonachona que, de todos modos, no impidieron que mi abuela se echara a llorar y que mi padre se pasara todo el viaje silencioso y sombrío. ¿Comprendía que, con toda probabilidad, no volvería a ver a su mujer? ¿Se acordaba de la casa de Kyoto? ¿De los buenos momentos vividos con sus amigos, estudiantes de fotografía? ¿Pensaba acaso en la voluntad tenaz de la abuela por alcanzar la Patria de la Revolución? Todo había ido de mal en peor desde aquella decisión en la que él casi no había tomado parte. La detención debía de parecerle una nueva etapa en lo que no podía sino llamarse su bajada a los infiernos.
Estaba sentado frente a mí con la mirada vacía, perdido en sus pensamientos, cuando el camión se detuvo. Uno de los agentes se apeó y volvió con una señora que me pareció tan mayor como mi abuela. Iba bien vestida, toda de negro, y no llevaba equipaje. Pensamos que sería una conocida o alguna pariente del guardia, que aprovechaba así el viaje. Al principio permaneció callada, pero un cuarto de hora después rompió el silencio y ya no dejó de charlar. Como nosotros, su destino era el campo de Yodok. Se trataba de una antigua residente en Japón que también había vivido en Kyoto y su historia se parecía mucho a la nuestra. Su marido había desaparecido también, acusado de espionaje. La pareja no había tenido hijos y por eso se encontraba sola, sin comprender por qué la enviaban a un campo. Cuando empezó a criticar al Partido los dos guardias, que habían permanecido en silencio, le ordenaron que se callara. Pero ella continuó en voz baja y los guardias, que no querían ningún problema, fingieron que no la oían.
—Sin hijos ni marido ¿cómo voy a soportar esta vida? —se preguntaba continuamente.
—Si nos envían al mismo campo, cuente con nosotros: seremos una piña —le respondió mi abuela.
La mujer se lo agradeció y se tranquilizó un poco. Traía unos veinte huevos duros y los distribuyó entre todos, sin olvidar a los agentes de seguridad. Cuando me tocó el mío, desmenucé la yema para dársela a los peces, pero cuando me preparaba a espolvorearla sobre el acuario mi abuela me dio una bofetada, por primera vez en su vida, y me ordenó que comiera. Me quedé trastornado, incapaz de comprender nada, pero me comí las migas de yema de huevo que había preparado para mis peces.
Las horas se desgranaban lentamente Cuando ya no aguantaba el aburrimiento, me subía a las cajas y me asomaba por una abertura de plexiglás. La mayor parte del tiempo permanecía sentado, estupefacto por el recuerdo punzante de esa bofetada y triste por la muerte de cuatro o cinco peces. Tenía muchas ganas de llorar, pero me aguantaba con todas mis fuerzas. Protegí el acuario y lo rodeé con mis brazos, esforzándome en no pensar en nada y mirando hacia adelante. La carretera ascendía entre curvas y más curvas. Era una antigua ruta estratégica de los japoneses que une el este y el oeste de Corea, conocida por ser bastante peligrosa. Con tantas curvas y sacudidas terminé por marearme yo también. Por fin, a eso del mediodía llegamos a Wolwang Nyong, el Puerto del Rey, situado a unos mil metros de altura en una zona boscosa. Los norcoreanos lo llaman también el Puerto de las Lágrimas, por ser el último antes de llegar a Yodok. Hasta las dos de la tarde no llegamos a los alrededores del campo. Cuando el camión se detuvo, ninguno de los adultos miró al exterior. En las últimas horas habían tenido la oportunidad de acostumbrarse al paisaje, pero solo Dios sabía lo que podían encontrar si se asomaban ahora. Como ellos no se movían, yo no me moví tampoco, a la espera de lo que fuera a pasar.