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El año que viene en Pyongyang

Mi abuelo aceptó en principio que nos marcháramos, pero en el fondo seguía dudando. Las circunstancias en las que tomó la decisión definitiva no dejan de tener gracia en vista del contexto político y de los problemas económicos de nuestra partida. Desde hacía tiempo le unía una gran amistad con el yakusa de Kyoto, esto es, con el jefe de la mafia local. Mi abuelo estaba fascinado por aquel hombre que, según decía, estaba dotado de una extraordinaria inteligencia, tenía buen olfato para los negocios, era valiente y, en cierto sentido, también muy recto. Confiaba plenamente en él. Más que amigos, mi abuelo y el yakusa se consideraban hermanos, y yo supongo que habían sellado un pacto de amistad. Es una práctica común en el Lejano Oriente: con una carta o un pacto de sangre quedas ligado a alguien de por vida. Lo que en Europa no es más que un juego —incluso poco habitual— entre niños o adolescentes, en Japón es un asunto entre adultos, y estoy seguro de que mi abuelo y el jefe de la mafia se tomaban muy en serio sus promesas. Cuando llegó el momento, mi abuelo se reunió con él para pedirle consejo y fue el mañoso el que le despejó sus últimas dudas: había que responder a la llamada de la patria, trabajar por ella y cambiar de vida.

Fue así como se escribió el destino de mi familia y también el mío. Toda la familia se embarcó para Corea: los que querían irse de verdad, como mi abuela, y los que no ponían obstáculos, como mi padre y la mayoría de mis tíos. Incluso mi tío primero, que era completamente reacio a la idea, no se pudo escapar. Opuso una cierta resistencia, apoyado por unos primos que propusieron cuidar de él y darle alojamiento, pero no quiso llegar a un enfrentamiento con sus padres. Manifestó sus deseos de quedarse: ¿acaso no podría seguir en la universidad mientras supervisaba la buena marcha de un casino o de una tienda? Mi abuelo se negó rotundamente; una vez tomada la decisión, se disponía a cortar los puentes y a vender los tres casinos de su propiedad. Mi tío no podía hacerse a la idea de cambiar el país en el que había crecido y estudiado por el lugar de nacimiento de sus padres. En el momento de embarcar se fugó a casa de los primos que lo protegían. La abuela tuvo que ir a buscarlo y como se negaba a obedecer, una actitud más bien rara en aquella época, le dio una bofetada y lo hizo volver al muelle donde se aprestaba a zarpar el barco.

Solo le quedaba un recurso a mi tío: protestar ante las autoridades japonesas, quejarse de que lo obligaban a partir contra su voluntad y solicitar su protección. El Gobierno japonés, al tanto de que el Partido del Trabajo coreano y sus asociaciones estaban presionando a los jefes de familia para que emigraran con todos sus hijos, había instalado un pequeño despacho al lado de la pasarela de embarque de los barcos que salían hacia Corea del Norte. Un funcionario y algunos voluntarios de la Cruz Roja entrevistaban a los pasajeros para asegurarse de que se marchaban por su propia voluntad.

Mi tío dudó hasta el último momento. En su conciencia se enfrentaban, por una parte, el amor por sus padres y su voluntad de obedecerles, y por otra, su apego por la vida que dejaba y su desconocimiento del mundo que iba a encontrar. Tal vez tuvo también algún negro presentimiento. Incapaz todavía de decidirse, sus ojos se cruzaron con la mirada furiosa e imperiosa de su madre. Respondió finalmente con un sí cuando le preguntaron si quería partir hacia Corea del Norte. Un destino más quedaba sellado.

En el barco pareció realizarse el sueño tantas veces esperado. Trataron a todos los miembros de la familia con todo tipo de atenciones. Los instalaron en una lujosa cabina y les dieron muy bien de comer. Mientras que al resto de los patriotas que volvían a casa se les recibió como viajeros ordinarios, a mis familiares los trataron como si fueran cuadros del partido comunista o mejor, como a un grupo que iba a rendir un homenaje a Kim Il Sung por su aniversario.

Mi abuela me contó que en el barco iba también Kim Yong Gil, un cantante de ópera de origen coreano muy conocido en Japón; recordaba la gran emoción que había embargado a todos los viajeros cuando este cantó O sole mio sobre el puente, vuelto hacia la tierra prometida, mientras el barco se aproximaba a las costas coreanas. Pobre hombre. Era un artista que quería poner su talento al servicio del pueblo, pero terminó siendo condenado como espía y se le envió a morir en el campo de trabajos forzados de Shengori, uno de los que tenían peor reputación. Cuando llegó a Corea, el régimen lo recibió con gran pompa y Kim Il Sung le concedió el honor de estrecharle la mano. Kim Yong Gil se ha convertido en Japón en un personaje de leyenda y en una figura emblemática de la tragedia vivida por tantos coreanos que volvieron a Corea del Norte. Podéis pensar que soy muy duro, pero en mi opinión Kim Yong Gil, lo mismo que los demás, solo dio muestras de su imbecilidad.

La historia de mi familia y de toda esa gente que partió llena de confianza hacia su desgracia demuestra, sobre todo, la increíble fuerza de las ilusiones humanas y su enorme potencial para cegar la razón. He sabido después que en otras latitudes y en otros tiempos, el mismo poder comunista creó trampas semejantes para que la gente creyera en sus ilusiones, y que esto condujo a la desgracia a numerosas personas. En Francia, en América, en Egipto y tal vez de manera más notable en Armenia. Miles y miles de armenios murieron en su país en 1947 bajo el encanto de la propaganda estalinista que les pintaba la República Socialista Soviética de Armenia como la tierra prometida. Los soviéticos reconocían que había mucho por hacer, que todo el mundo tendría que arremangarse, pero también prometían que la cultura ancestral y la religión serían respetadas y que al final se verían florecer la justicia social y una juventud sana.

Los coreanos que, llenos de entusiasmo, partían del puerto japonés de Nigata, se parecían a esos armenios que unos quince años antes salieron del puerto de Marsella tirando a sus parientes reunidos en el muelle las migas del pan blanco que les habían distribuido. Varios años más tarde se maldecían a sí mismos y a todos los que alguna vez les hablaron de un país de jauja. Lanzaron llamadas desesperadas a Francia e intentaron escapar por todos los medios de la Unión Soviética, pero fue demasiado tarde. Sucedió lo mismo a los patriotas coreanos. Embarcaron confiados hacia el país de sus ancestros, a veces con una esposa japonesa y unos hijos que no habían conocido otra cosa que Japón, y también a ellos les esperaba el desencanto; terminaron por descubrir el aislamiento, la miseria, la vigilancia cotidiana y, algunos de ellos, los campos de concentración.

Tras unas quince horas de viaje, el barco atracó en Chongjin, en el nordeste de la península. Mi tercer tío me contó años más tarde la llegada a Chongjin:

—La ciudad parecía muerta, reinaba un ambiente extraño. La gente, mal vestida, vagaba por las calles sumida en sus pensamientos. Me pareció que había una gran tristeza en sus rostros y ninguna espontaneidad en sus gestos.

Sintió miedo al ver a esas sombras, tan lejanas a la idea de paraíso terrenal que le habían vendido. La mezcla de incredulidad y espanto daba sentido a las advertencias que algunos hicieron a mi familia antes de abandonar Japón. Pero ¿por qué habría que escuchar a esos reaccionarios ignorantes? Mi tío no dio mayor importancia en esa época a un incidente que más tarde volvería a su memoria como un bumerán: cuando los pasajeros desembarcaron en el muelle, varios coreanos que habían llegado de Japón unas semanas antes aprovecharon la confusión de los reencuentros familiares al pie de la pasarela para susurrarles que estaban asombrados por su decisión de emigrar.

Uno de ellos llegó a decir:

—¿Cómo? —le preguntó a mi tío—. ¡Si hemos enviado cartas a nuestros amigos y a nuestras familias para que os adviertan! ¿Por qué no nos habéis hecho caso?

Mi tío se puso pálido. Mi padre se acercó y respondió por él, preguntándole al joven si llevaba mucho tiempo en el Norte.

—Unos meses —contestó—, pero es suficiente para comprender.

Mi padre le aseguró que la Chosen Soren no les había ocultado las dificultades ni el trabajo que les esperaba en la reconstrucción del país.

—Pero si no es más que propaganda —insistió el otro—. No os espera una nueva vida aquí; les quitarán todo a vuestros padres y luego los dejarán morir. Todavía no los conocéis, pero vais a aprender pronto lo que son los comunistas norcoreanos.

Este diálogo furtivo fue como un jarro de agua fría. Ni mi padre ni mi tío esperaban un discurso así de bienvenida. Ahora bien, también era cierto que esos detractores llevaban solamente unos meses en el país. Era necesario un periodo de adaptación y, además, ¿por qué los había abordado ese individuo? ¿No sería una provocación? El momento y el lugar no eran los más adecuados para incitarnos a volver a Japón, me explicó más tarde la abuela.

—A nuestra llegada llevábamos puestas unas gafas de color rosa. La esperanza de una nueva vida era tan firme en nosotros, la habíamos cultivado durante tanto tiempo, que no podíamos hacer caso de esas advertencias siniestras.

Por lo demás, la realidad parecía adecuarse a sus sueños: los oficiales que los esperaban se deshicieron en atenciones con los miembros de mi familia. Mientras que a los recién llegados ordinarios los dispersaron de inmediato por diferentes ciudades del país, a ellos los recibieron con el cuidado reservado a los cuadros comunistas de alto rango. El abuelo había embarcado su coche, un Volvo último modelo que debía de ser único en todo Corea del Norte. Les ofrecieron ir a Pyongyang en el Volvo mientras otro vehículo, dispuesto por el partido, transportaba el equipaje. Las autoridades les mostraban su confianza e intentaban resultarles agradables.

La familia pasó varias semanas en un alojamiento provisional bastante desvencijado, pero luego, como habían prometido, los alojaron en un edificio nuevo de la capital, no lejos de la estación central y al lado de la embajada de la Unión Soviética. Sin embargo y pese al bienestar relativo de Pyongyang, comparado con Chongjin y con los campos que habían atravesado en el viaje, a pesar de su limpieza y de la majestuosidad de sus monumentos, empezaron a notar un cierto malestar. A medida que pasaban los días crecía la sensación de que los habían olvidado: no hubo visitas oficiales, ni manifestaciones de bienvenida por parte de los nuevos vecinos. El ambiente se volvía denso, los interlocutores se escabullían y a falta de reacciones oficiales los funcionarios esperaban siempre instrucciones.

La realidad estaba lejos de las relaciones fraternales que proclamaban en Kyoto los propagandistas del retorno, lejos también del entusiasmo y de la fraternidad que requerían las dificultades, los sacrificios y el esfuerzo colectivo necesario para el país. Algo se les escapaba a la hora de comprender el país, pero nadie les ayudaba tampoco. Muy pronto temieron haber cometido un error, estoy seguro. La sensación se fortaleció cada vez más frente a la omnipresencia de una propaganda desbocada, la falta de bienes de consumo y la incompetencia de una administración muy jerarquizada e incapaz de responder a las dificultades que encontraban en su vida cotidiana. ¿Cómo abastecerse de comida? ¿Cómo encontrar un electricista, un peluquero, un médico? ¿Por qué era tan complicado comprar treinta litros de gasolina? ¿Por qué no se veía a los responsables del partido por el barrio? ¿Por qué los dejaban sin nada que hacer cuando ellos deseaban ser útiles? Nada de lo que veían se correspondía con lo que habían imaginado. Entre los niños, ninguno quería ser el primero en confesar la sospecha que todos compartían: la sensación de que sus padres tal vez se hubieran equivocado.

Como la escolarización de los menores se retrasaba, lo mismo que el futuro trabajo destinado a los mayores, el abuelo decidió que toda la familia hiciera un viaje en coche para conocer mejor el país. Haciendo de tripas corazón, se dedicó a llevarlos a todos de paseo en el Volvo. Fue durante esas vacaciones cuando la familia conoció por primera vez la rígida vigilancia de los órganos oficiales. En poco tiempo algunas figuras típicas de la Agencia de Seguridad, la policía política, hicieron comprender a mi abuelo que en Corea del Norte no se viajaba sin autorización. La amonestación indignó a mi padre y a mis tíos, que veían ese requisito como la manifestación de una burocracia estúpida.

Finalmente, convocaron a la abuela a una reunión de la Unión de Mujeres Coreanas Democráticas, una asociación tan controlada por el partido como la Chosen Soren. Se le nombró vicepresidenta de la sección de Pyongyang. Después, fue elegida diputada de la Asamblea Suprema del Pueblo, un cargo meramente honorífico del que sin embargo estaba muy orgullosa, así como de las tres medallas que el gobierno le concedió más tarde. Al abuelo le ofrecieron un puesto que también fue de su agrado. Lo nombraron subdirector de la Oficina de Gestión de Asuntos Comerciales, una agencia que controlaba las mercancías que llegaban a las grandes tiendas de alimentación de Pyongyang. De ahí, como ya he dicho, provino nuestra abundante alimentación y las frecuentes visitas de algunos altos funcionarios.

Mi madre nació también en una familia de emigrados coreanos en Japón. Mi abuelo materno, natural de Taegu, una ciudad del Sur, había trabajado clandestinamente para el régimen de Pyongyang. Fue detenido por la policía japonesa y murió algún tiempo más tarde en prisión. El gobierno norcoreano lo nombró héroe oficial de la revolución y su familia fue elevada al rango de familia heroica. ¿Qué mujer no va a querer volver a un país en el que su marido está considerado como un héroe? Mi abuela materna, acompañada por sus cinco hijas, se marchó de Japón sin dudarlo un momento y llegó a Corea del Norte poco tiempo después de que lo hicieran mis abuelos paternos. Las seis mujeres se instalaron en Nampo, el gran puerto de la costa occidental. Mientras que el resto de la familia se quedó allí, mi madre y su hermana menor se fueron a estudiar a Pyongyang, ciencias económicas la primera y medicina la segunda. Pronto las cinco hermanas se casaron con la ayuda de una celestina, una costumbre corriente en la época. Todavía hoy, un cuarta parte de las bodas en Corea del Sur y la mitad en la revolucionaria Corea del Norte se deciden con el acuerdo meramente consultivo de los futuros esposos. Así fue como mi padre conoció a mi madre y se casó con ella en 1967.

Cuando nací, mi familia —y entiendo por ella a los que vivíamos bajo el mismo techo, es decir, mis abuelos paternos, mi padre y mi madre además de mi tercer tío, el hermano menor de papá— se había acostumbrado más o menos a la vida en Corea del Norte. No faltaban las insatisfacciones cotidianas, pero gracias a la posición privilegiada de mis abuelos y a los paquetes que seguían llegando de nuestros parientes y amigos en Japón, disfrutábamos también de muchas comodidades materiales. Mis amigos siempre querían venir a casa; sabían que encontrarían embutidos, golosinas y buenos postres. Sin embargo, el puesto de mi abuelo fue siempre motivo de muchos conflictos y la causa de su posterior perdición. Era un hombre de negocios que había aprendido a trabajar en un sistema de libre competencia. Ante el caos burocrático que constataba todos los días, tendía a manifestar su descontento, lo que no era muy conveniente. Si bien se limitaba a criticar ciertos métodos en un marco político y económico que calificaba de excelente, y ello solamente «con la intención de mejorarlo y de hacer más fuerte al país», su voluntad de reforma se estrellaba contra la rutina de sus camaradas de trabajo. Tuvo que aguantar su animosidad creciente, porque era incapaz de quedarse callado. Al final, la vida en Corea del Norte, a pesar de los honores y de las facilidades de que disfrutaba la familia gracias a la posición de los abuelos, no estaba a la altura de las esperanzas que había suscitado. El riguroso control ideológico impuesto a todos los coreanos y la vigilancia policial más o menos discreta no gustaban nada a los más jóvenes de la familia, que juzgaban con severidad la pobreza de esa supuesta sociedad paradisiaca y la estrechez de su vida intelectual y artística. El paso estaba dado y no tardaron en protestar ante sus padres: «¿Por qué nos habéis traído aquí? Nos habíais prometido una nueva vida. Aquí no somos libres, faltan incluso los productos de primera necesidad que se encontraban fácilmente en Japón. No somos felices aquí. Y vosotros tampoco, aunque no queráis reconocerlo».

Mis abuelos estaban molestos, consternados. En mi opinión, el abuelo fue el primero que se dio cuenta de que lo habían engañado. Él, el gran jefe de la familia, el que ya por su sola estatura se imponía y delante del cual no era posible rebelarse, el hombre con cara de tigre, como solíamos decir, estaba cada vez más deprimido. Había perdido su seguridad altanera y sus hijos se atrevían a protestar en su presencia. La abuela, en cambio, tenía la esperanza de que la situación mejoraría en el futuro y respondía personalmente a sus reproches, aunque en realidad estuvieran dirigidos a Kim Il Sung. La ideología comunista le había dado una fuente inagotable de respuestas que no dudaba en utilizar:

—¡Qué impaciencia! No se puede esperar que este país sea rico solo diez años después de las enormes destrucciones que produjo el imperialismo estadounidense. Hay que reconstruirlo todo. Olvidáis que todavía existen enemigos en el seno mismo del Estado. ¿Cómo esperáis que la dictadura del proletariado baje la guardia? ¿No tenéis confianza en el formidable dirigente que tenemos?

Sus hijos no respondían o se encogían de hombros. Tenían la impresión de que Corea del Norte no los había recibido como compatriotas sino más bien como extranjeros; peor aún, como extranjeros culpables de serlo. El Estado norcoreano mostraba mucha prisa en cobrar el dinero de los antiguos residentes en Japón —cuando no lo solicitaba directamente—, pero se quedaba ahí: no hacía nada por disipar el sentimiento de desconfianza de muchos autóctonos por esos recién llegados.

Aunque ese clima no impidió que mis tíos realizaran unos estudios brillantes, no se mencionó más, como alguna vez les habían indicado, la perspectiva de continuar su formación en Moscú. Mi primer tío trabajó de periodista después de estudiar filosofía en la universidad Kim Il Sung; el segundo obtuvo el diploma de gastroenterología en la facultad de medicina de Pyongyang; y el tercero se hizo biólogo tras estudiar ciencias naturales en la universidad de Pyongsan. En cuanto a mis tías, una de ellas estudió farmacia y luego se dedicó a la investigación en una fábrica de productos farmacéuticos en Pyongyang. La otra estudió medicina y luego se casó con un joven —que también había emigrado de Japón— cuya familia había sido enviada recientemente a un campo de concentración. Mi abuela reaccionó enseguida cuando se enteró de la deportación e hizo todo lo posible para alejar a su hija de ese ambiente reaccionario. La incitó a abortar cuando se quedó embarazada de un niño con un origen tan detestable e intentó, sin éxito, separarla de su marido. Más tarde, cuando fuimos detenidos nosotros también, la abuela tuvo que sufrir la humillación de encontrarse frente a frente con aquellos supuestos reaccionarios. En cuanto a mi padre, que había estudiado fotografía en Japón, muy pronto se puso al frente de un gran estudio de Pyongyang, el Estudio Ongnyu, que se puede traducir por el Estudio de las Aguas Claras. Como fotógrafo casi oficial del Estado, pasaba gran parte de su tiempo haciendo fotos de las ceremonias públicas y retratando a los dirigentes del partido.

Todo esto podría parecer una muestra del grado de integración en la sociedad norcoreana de mis familiares, pero no es el caso. Cada uno de ellos guardaba para sí sus rencores. Mi padre y sus hermanos comprendían que los abuelos no querían ni podían solicitar oficialmente volver a Japón. Además, hacerlo podría resultar peligroso. Era demasiado tarde para arrepentirse de la decisión y todos y cada uno de ellos se consideraban cada vez más prisioneros. Llegó un momento en que mi primer tío no volvió a tocar el tema. Ese hombre grueso, feliz y extrovertido se convirtió poco a poco en un ser taciturno con un humor cada vez más sombrío. El segundo, más interesado en las tiras cómicas que en la literatura oficial, se dio a la bebida, otra manera de expresarse sin palabras. Solo el tercer tío conservó su buen humor. Su pasión por la biología y la botánica le permitió abstraerse de la realidad política. Coleccionaba plantas e insectos y sus paneles terminaron en un museo. Por una ironía del destino, fue el único de mis tíos que terminó en el campo de concentración. A diferencia de sus hermanos, que se habían casado y tenían su propia casa, él vivía con los abuelos y no se pudo librar del destino de la familia.

En aquel entonces, yo no me daba cuenta del escaso afecto que mis tíos sentían por Kim Il Sung, era demasiado pequeño para imaginarme algo parecido. Hoy me doy cuenta de que el silencio de uno, el alcoholismo del otro y el hecho de que mi padre se sumergiera en la música, tenían el mismo sentido. Huían de una realidad demasiado penosa al mismo tiempo que evitaban pronunciar palabras que hubieran puesto en tela de juicio tanto a sus padres como al sistema político. Mi padre se sabía de memoria las letras de las canciones de moda: Nathalie y La paloma. También cantaba la célebre O sole mio, que nos gustaba mucho. Ahora comprendo que era su forma de olvidar las marchas militares y los himnos a la gloria de Kim Il Sung.

He mencionado ya que mi padre se casó con una mujer cuya familia había vuelto también de Japón. Hubo muchos matrimonios en el seno de esta comunidad de inmigrantes, lo que muestra lo difícil que era su integración en Corea del Norte. Los antiguos residentes en Japón, en particular los jóvenes, habían crecido en otra cultura, y esto era un obstáculo para la comunicación con los norcoreanos. Los vecinos o los agentes de seguridad no perdían la ocasión de recordarles que ya no estaban en Japón, que debían dar muestras de menos originalidad y de más respeto por las leyes. Como habían conocido otros horizontes, mis padres, como la mayoría de los antiguos residentes en Japón, sentían cierta superioridad frente a los que no habían salido nunca de Corea del Norte. Estos, respondían al desprecio considerándolos extranjeros. La vieja enemistad entre coreanos y japoneses no jugaba a nuestro favor. Para muchos, el hecho de que mi familia hubiera emigrado a Japón era más importante que la decisión de volver. Una cierta envidia por las ventajas económicas que habíamos obtenido allí explica también la hostilidad de buena parte de la población norcoreana. Yo, que pertenezco a la siguiente generación, siempre me he sentido coreano y solamente coreano, pero desde niño percibí con claridad el foso que separaba a mi familia de nuestros vecinos. Recuerdo muy bien que mi madre conservaba de su larga estancia en Japón un acento muy pronunciado que le daba risa a todos mis amigos. Cada vez que mi madre me llamaba para que entrara en casa, mis amigos imitaban su forma de hablar, lo cual me molestaba mucho. Le pedí que no lo volviera a hacer y, a partir de entonces y sin más comentarios, cuando venía a buscarme donde yo estaba jugando con mis amigos, se contentaba con darme una palmadita en la espalda.

En pocas palabras, había mal ambiente entre los coreanos repatriados y los demás, una situación parecida a la de los armenios que regresaron de Francia o de Estados Unidos y las familias soviéticas de siempre. Aunque cada día se tornaba más sombrío, mi abuelo trataba de vez en cuando de reaccionar. Cogía el Volvo con la autorización de salida en el bolsillo y nos llevaba a pasear por el campo. De este modo conocimos la región del monte Kumgang, de la que hoy se habla mucho por los viajes que organiza la agencia surcoreana Hyndai, que paga millones de dólares de canon al gobierno norcoreano. En aquellos tiempos ir al monte Kumgang en un Volvo, símbolo del mundo capitalista, era casi una provocación. Rozábamos la conducta contrarrevolucionaria. Sin embargo, al principio la policía cerraba los ojos y nos concedía los permisos de desplazamiento sin mayor dificultad: Es cierto que algo tenía que ver el dinero que mi abuelo repartía entre las fuerzas de seguridad y el Estado.

Las cosas se estropearon después. Las autorizaciones se fueron concediendo con menos facilidad y la policía empezó a ejercer cierta presión para que mi abuelo donara voluntariamente el Volvo al gobierno. La recomendación se volvió pronto una obligación. El abuelo tuvo que ceder el Volvo, que, supongo, quedaría a partir de entonces en manos de algún alto funcionario. A medida que la situación de la familia empeoraba, nuestra imagen de Japón se fue transformando progresivamente en una reserva de recuerdos idealizados, imágenes nostálgicas y prejuicios favorables. Mi familia volvía a ser una familia de emigrados sin raíces. La sensación de nostalgia se ha desplazado de una generación a otra, pero permanece. Mi abuelo vivió en Japón con nostalgia por la isla de Cheju; mi padre se instaló en Corea del Norte con nostalgia de Japón; y hoy yo hago el relato de mi vida en Seúl, atenazado por la nostalgia de mi infancia en Pyongyang.