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Adaptación al mundo capitalista

Terminados los interrogatorios, no teníamos nada que hacer y solo esperábamos a que alguien nos sugiriera algo para el futuro. ¿Debíamos trabajar? ¿Podíamos retomar los estudios? Nos amenazaba el aburrimiento. Los agentes nos propusieron que viéramos vídeos.

—¿Queréis películas de acción o películas eróticas? —preguntaron.

—¿Cómo son las películas eróticas?

Nos explicaron que la pornografía dura estaba prohibida y que las películas eróticas eran un género más ligero. Elegimos las eróticas y nos vimos cuatro cintas de un tirón. Una noche no parecía ser suficiente para satisfacer las frustraciones acumuladas en la mojigata Corea del Norte. Entrábamos en un mundo nuevo y fantástico, inconcebible a nuestros ojos: ¿Qué tipo de actores interpretarían estos papeles? ¿Cómo se atrevían a ponerse desnudos delante de las cámaras? Nos venían a la mente las acusaciones de depravación contra los surcoreanos que se escuchaban en el Norte. Se contaba, por ejemplo, que en la universidad femenina de Ehwa había más prostitutas que estudiantes y que las chicas se acostaban con los soldados estadounidenses, el colmo de la perversión. En Corea del Norte es inimaginable que un hombre corteje a una mujer. Incluso las relaciones románticas son inimaginables. No solo en el cine, también en la vida real, se supone que el hombre debe tomar la iniciativa de una manera muy directa. Hacer la corte a una mujer es un residuo del pasado. No es necesario enamorarse. Se considera normal que un hombre fuerce a una mujer a entregarse a sus deseos.

Salíamos por la ciudad, pero siempre acompañados. Al principio es obligatorio. Las autoridades del Sur quieren controlar y observar a los fugitivos. También quieren protegerlos. El asesinato de Yi Hang Yong —un tránsfuga muy importante ligado a la familia de Kim Jong Il, perpetrado en 1996 por los agentes de Pyongyang—, creó mucha desconfianza. Además, necesitábamos su ayuda para movernos por la gran ciudad, usar los servicios públicos, buscar trabajo; todas estas cosas no resultaban sencillas para quienes habíamos vivido siempre en el «reino ermitaño», como se llama a veces a Corea del Norte.

Tras seis meses de acompañamiento continuo, me permitieron que alquilara un apartamento. Me asignaron un policía del barrio. Cada vez que tenía que salir —para asistir a una conferencia o a una entrevista, para comprar una nevera o firmar un contrato de alquiler—, lo llamaba y él me acompañaba. Después de dos años, recibí autorización para vivir solo. La presencia de los agentes fue por lo general más beneficiosa que molesta. Pese a la rabia que sentía a veces contra mis ángeles guardianes, le debo a uno de ellos el encuentro más determinante de mi existencia. Me presentó a un rico empresario que había leído mi historia en la prensa y que quería contribuir con 200 000 wones al mes para pagar mis estudios. También me compró un ordenador y me pagó un curso de informática. Me aportó una cosa más esencial: me enseñó a afrontar las dificultades en un mundo que era nuevo para mí.

Por otra parte, un funcionario de los servicios de seguridad me introdujo en la iglesia protestante, de la que sigo formando parte. La comunidad cristiana de Seúl me ayudó mucho, tanto con recursos económicos como con afecto. Todos los tránsfugas norcoreanos se sienten atraídos por la religión. En parte se debe al ambiente de adoración religiosa en el que hemos sido criados, pero creo que la sed de afecto, incluso de amor, que todos sentimos, desempeña un papel más importante todavía. Aunque no sabía si mis creencias religiosas eran muy profundas, quise bautizarme.

Tuve oportunidad también de recibir el apoyo de una institución bancaria que me dio una beca para estudiar. Con esto y el dinero que ganaba concediendo entrevistas y escribiendo algún artículo en la prensa, cubría mis necesidades materiales.

Con el propósito de prepararme para conseguir un trabajo estable en el futuro, entré en la universidad de Hanyang. Su fundador, Kim Yong Jun había luchado por la defensa de los derechos humanos en el Norte. Me aconsejaron que me inscribiera, como muchos otros jóvenes tránsfugas. Elegí la carrera de comercio internacional. Mis compañeros eran mucho más jóvenes que yo, pero me aceptaron muy bien, como a un hermano mayor. Me apreciaban y me ayudaban en todo lo que podían, particularmente con el inglés, idioma que yo apenas conocía. A pesar de que nos llevábamos muy bien, hubo cosas que me sorprendieron. No se contentaban con sacar una bebida en lata de la máquina y tirarse en el césped, querían siempre ir a cafés o restaurantes, algo que para mí era como tirar el dinero por la ventana. El Norte me había dejado un lado espartano. Cuando las estudiantes se sentaban delante de mí con las piernas cruzadas y fumando, me costaba trabajo contenerme y no reprocharles que es algo que no se hace frente a una persona de más edad. En el Norte la sociedad es muy conservadora. No se concibe que un hombre pueda tener amistad con una mujer. El hombre tutea a la mujer y ella le trata de usted. Las relaciones obedecen a una estricta jerarquía. Aquí éramos iguales. Algunas estudiantes parecían tan seguras de sí mismas que ni siquiera me escuchaban cuando les hablaba.

Me acostumbré a todo esto poco a poco. Tengo un buen recuerdo de la universidad, aunque los estudiantes de izquierdas me provocaran un poco: siempre intentaban explicarme los males de una sociedad como la del Sur. Por lo menos el Norte no estaba podrido por la búsqueda absoluta del beneficio económico. No me impresionaba este discurso, aunque me encontrara desprovisto de argumentos en su contra. «Vete un poco al Norte, y verás como dejas de encontrar justificaciones para los fracasos de Kim Il Sung», respondía yo.

Un día, el tono de la discusión se elevó con un estudiante del Hanchongnyon, la organización de izquierdas de la universidad. El joven me bombardeaba con argumentos aparentemente intelectuales sobre la lucha de clases, dominación e imperialismo, citando entre otros a Pierre Bourdieu. Se formó un círculo de mirones a nuestro alrededor. ¿De qué lado estaban? ¿Pensarían, como mi interlocutor, que yo tenía un punto de vista «subjetivo» y que mi experiencia personal no bastaba para condenar en su totalidad la política norcoreana? Un par de ellos me comentó después que a la mayoría de los espectadores les había impresionado mucho el relato de mi encarcelamiento y de mi huida a China. Me sentí reconfortado: su silencio inicial me había parecido una especie de gran fuerza invisible. Los estudiantes de extrema izquierda harían bien en reflexionar sobre el sentido de ese silencio.

Por encima de todo, sin embargo, me preocupaba mi porvenir profesional. Pese al apoyo de algunos estudiantes, me iba muy mal con el inglés. Por mi parte, yo ayudaba económicamente a muchos de ellos. Era una situación paradójica: el tránsfuga norcoreano se había convertido en un estudiante acomodado que se beneficiaba de una inscripción gratuita, de importantes subvenciones del gobierno y de buenos honorarios por sus conferencias y artículos. Por el contrario, muchos estudiantes surcoreanos de provincias se buscaban la vida como podían, alquilando una pequeña habitación, trabajando el uno de cajero en un supermercado, el otro de camarero en un restaurante, esperando con gran impaciencia el poco dinero que les enviaban sus padres. Yo los invitaba a comer; incluso pagué la inscripción a la universidad de varios de ellos. Era para mí una ocasión de mostrar mi agradecimiento.

Con todo ese dinero en las manos, fui cayendo en un tipo de vida que estuvo a punto de perderme. Me habían propuesto otro apartamento, lo que se llama en Seúl un officetel —medio despacho, medio estudio— en Changdam Dong, un barrio de lujo. Decidí alquilarlo. Estaba en un mundo increíble en el que el dinero circulaba a raudales. Delante de mi edificio aparcaban coches BMW de médicos, chicas de alterne, actrices de cine. Yo no poseía un BMW, pero gastaba el dinero sin freno, fascinado por el poder que me daba, aspirado por el torbellino de mi éxito. Yo, un antiguo detenido que había tenido que matar ratas y comer salamandras, estaba ahora bebiendo con la gente de este barrio y comiendo en sus restaurantes de lujo. Había pasado mucho tiempo desde el día en el que me sentí avergonzado cuando una joven china me sacó a bailar. Ahora era yo el que invitaba a bailar a todas las mujeres guapas. Al mismo tiempo, seguía siendo un estudiante y los dos mundos chocaban violentamente. El dinero que me daban tan solo por abrir la boca estuvo a punto de perderme. Ya no sabía dónde estaba. Empecé a sentirme mal y, algunas mañanas, incluso un poco avergonzado.

Rompí bruscamente con esa vida. Sentía en mí una necesidad profunda de estabilizarme más que de aturdirme, de consagrarme a informar al mundo sobre lo que era Corea del Norte, de ayudar a los pobres refugiados, de encontrar una mujer con la que compartir mi vida. Ahora bien, también en este aspecto un tránsfuga se enfrenta a dificultades que no entran en las estadísticas oficiales y que ninguna cantidad de dinero es capaz de resolver. Hace poco tiempo me enamoré de una muchacha de Seúl. Me hubiera gustado casarme con ella, pero en Corea no se casan solo dos personas, se reúnen dos familias. ¿Dónde estaba mi familia? Unos habían muerto, los otros estaban muy lejos. Sin familia no hay boda. Y además, ¿cómo no desconfiar de un norcoreano? El hecho de que mi familia y yo hubiéramos pagado un alto precio por no haber sabido adaptarnos al régimen norcoreano no importaba mucho. No se suprimen los prejuicios familiares en unos minutos.

La gente del Sur debe tomar conciencia de que desempeña un importante papel en la acogida de los refugiados. No son solo personas que han huido, es gente que tiene dificultades para adaptarse y que no puede olvidar lo que ha vivido. Yo a veces sueño todavía que estoy corriendo sobre el Yalu o en la montaña. Los agentes de seguridad norcoreanos me pisan los talones. Están a punto de atraparme cuando me despierto sudando.

No basta con declararse favorable a la reunificación, hay que demostrarlo con hechos. La retórica de la reunificación es una cosa, la actitud con los tránsfugas norcoreanos es otra. No pongo en duda el deseo de reunificación de la población surcoreana, aunque gran parte de ella se desinterese por completo, pero elevo mi protesta —con base en mi propia experiencia— contra los innumerables prejuicios que existen contra la gente del Norte. De la idea de pobreza y de inferioridad económica se pasa fácilmente a una idea de inferioridad natural. Me ha ocurrido varias veces: siempre que me visto con elegancia, se me observa con cierto aire de sospecha. No estoy en mi lugar, no estoy actuando de la manera que esperan de mí. Lo mismo sucede en el trabajo. El dinero tiene tanta importancia en Corea del Sur que para tener relaciones de igual a igual me ha hecho falta ganarme bien la vida.

Existen varias asociaciones de tránsfugas en el Sur. Ko Yong Hwan, un antiguo diplomático norcoreano en Zaire, ha fundado una que se ocupa sobre todo de los tránsfugas más acomodados y mejor adaptados. Hace dos años, Hwang Jang Yop, el ideólogo del Partido del Trabajo que escapó de Corea del Norte en febrero de 1997, creó su propia asociación. Se ocupa de todos los refugiados y proclama su hostilidad a la dictadura de Kim Il Sung. Hwang sostiene que la tarea más importante —y más sagrada que la que hubo que realizar bajo la ocupación japonesa— es informar al mundo entero sobre los crímenes que Kim Jong Il comete en el Norte. Su objetivo declarado es acabar con el régimen. Recolecta también dinero para sostener y proteger a los tránsfugas que vagan por la frontera china.

Hay todavía mucho por hacer. En los últimos diez años la situación de Corea del Norte no ha dejado de degradarse. Lo que cuentan los pobres refugiados que consiguen pasar el Yalu o, más al este, el otro río fronterizo, el Tumen, es terrible. Los testimonios recogidos por la asociación Buenos Amigos, de inspiración budista, son abrumadores. La gente se alimenta con hierbas y cortezas de pinos y tilos jóvenes. Niños enloquecidos vagan por las calles, con la piel negra y podrida por infecciones; en cuanto empiezan los grandes fríos, mueren de tifus y cólera. Las familias se rompen. Se abandona a los niños más pequeños con la esperanza de que alguien con más recursos se ocupe de ellos. La gente intenta pasar la frontera sin medios adecuados y sin protección. Cuando oigo estos relatos, pienso que yo fui muy afortunado. Tenía un dinero que me permitió llegar a la frontera en tren y contratar a un guía.

Hoy, la mayoría de los refugiados llegan agotados al río, después de días y, a veces, de semanas de marcha. Los guardias son muy duros con ellos. Si no hay regalos no hay piedad. Son miles los relatos que acaban en palizas en la cárcel o en internamientos en celdas insalubres. Incluso si logran librarse de los guardias de frontera, nadie los invita a cenar o a tomar una copa en un karaoke, como a mí. La policía china cierra muchas veces los ojos, pero también devuelve a muchos a Corea del Norte. A lo largo de la frontera hay varios grupos cristianos que hacen un trabajo muy valioso para salvar a los kkot-jebi —los niños vagabundos—, alimentando y alojando a los más necesitados. Luchan también contra el tráfico de jóvenes norcoreanas: por 2000 a 5000 yuanes se compra una esposa en esa región de China.

Yo intento ayudar a que los nuevos refugiados se integren en este nuevo mundo. Algunas veces se me ha pedido que eche una mano a refugiados escondidos en China. A finales de 1999, un comerciante surcoreano que hace negocios con China me llamó para comunicarme que había dado mi número de teléfono a dos fugitivos que decían conocerme. Unos días más tarde recibí una llamada de China. «Camarada Kang Chol Hwan», dijo una voz. Ese «camarada» (dongmu) me devolvió brutalmente al pasado. Era una palabra que había empleado y escuchado constantemente. Mi interlocutor era el hermano de una vecina de Yodok. Nos habíamos conocido una vez en casa de esa mujer. Empezó dándome noticias de mi hermana, a la que había visto dos años después de mi huida: «Como es de esperar, la interrogaron. Me dio la impresión de que tiene muy poco dinero. Las autoridades se mostraron muy inquietas después de vuestra partida. Tenían miedo de que hablarais del campo. Durante la lección de la mañana, en nuestro pueblo, se habló mucho de vuestro caso. El secretario del Partido nos dijo que teníamos que velar porque un incidente parecido no volviera a ocurrir, que debíamos sentirnos responsables y denunciar cualquier proyecto de fuga que conociéramos».

Supe también que varios amigos míos habían sido enviados al campo, así como algunos cuadros del Partido que me habían tenido a su cargo. Entre ellos Yi Chang Ho, el secretario local, y Kim Jong Nam, el jefe de la Oficina de la Seguridad Pública. Otros habían sido cesados, como el director de seguridad, el secretario general administrativo y el secretario de organización del Partido. Me entristece que otros sufran por mi culpa; me entristece saber que por mi culpa mi hermana vive bajo una constante amenaza. Al mismo tiempo, estoy orgulloso de que mi huida haya llenado de esperanzas a todo el cantón. En cuanto al fugitivo norcoreano que me llamó camarada, comprenderéis que es mejor no dar más detalles sobre su historia. No obstante, para dar una idea más completa de las dificultades a las que se enfrentan los fugitivos, mencionaré que los chinos en cuya casa se escondía lo amenazaron con denunciarlo a la policía y con vender a la mujer que lo acompañaba si yo no les enviaba dinero Afortunadamente, el comerciante surcoreano que nos puso en contacto al principio encontró la manera de hacer que cambiaran de idea…