Llegada a Corea del Sur
La salida estaba prevista para el 14 de septiembre. El capitán nos explicó meticulosamente su plan; el asunto no era tan sencillo. Para llegar al barco había que atravesar un puente por encima de un brazo de mar. A todo lo largo del puente se apostaban oficiales aduaneros y policías chinos. Había que presentarles un documento de marino. Por fortuna, no se prestaba demasiada atención a la tripulación de los barcos hondureños y los chinos no examinaban de cerca sus salvoconductos. Cuando los marineros se fueran de juerga por los bares, el capitán se haría con dos documentos de identidad para An Hyuk y para mí, y nos dejaría ropa para que pasáramos desapercibidos. El acceso al barco debería conseguirse sin mayor dificultad.
Llegó el momento. El capitán avanzaba en primer lugar y An Hyuk cerraba la marcha. Yo me esforzaba en sonreír, pero el corazón me batía con toda sus fuerzas y me temblaban las piernas. Solamente se empleaban treinta segundos en atravesar el puente, pero a mí me parecieron horas. Enseñé mi documento rápidamente y con la expresión más relajada que pude. Uno de los policías bajó la cabeza, como si quisiera mirar la foto más de cerca, y estuve a punto de volverme loco. En un segundo estuve entre la vida y la muerte. Ya no veía la pasarela que tenía delante y fue como si hubiera entrado en una película a cámara lenta. El policía chino perdió súbitamente interés, se enderezó y miró con indiferencia por encima de nuestro grupo. Seguí avanzando, las piernas me temblaban. En mi cabeza sentía un vacío total, un espacio sin gravedad… Ahora estoy seguro de que al policía chino no le interesó nunca lo más mínimo ni mi foto ni el documento. En ese momento, sin embargo, creí que todo se acababa.
Una vez en el barco tenían que encontrar un buen escondite para nosotros, pues una hora antes de zarpar los policías chinos subían a bordo para controlar que no se hubiera colado ningún polizón. Contaban el número de marineros a bordo, verificaban uno a uno los documentos de identidad e inspeccionaban el barco de proa a popa. Para que no nos descubrieran, nos metimos en el depósito de aceite, el líquido pegajoso nos llegaba hasta la cintura. Solo conocían el secreto el capitán y el teniente. Permanecimos allí tres largas horas, ensordecidos por el ruido de las máquinas y respirando los vapores del aceite viscoso, hasta que el barco dejó las aguas territoriales chinas. Tras una larga serie de duchas para quitarnos la grasa y el olor que se nos pegaba al cuerpo, subimos al puente. El final del viaje se acercaba. Al igual que cuando cruzamos el río Yalu, me invadió el recuerdo de mi familia y de todo lo que me ligaba con el Norte. Empecé a preocuparme por lo que pudieran contar sobre nosotros los diarios japoneses o coreanos. ¿Qué sería de mi familia? Intenté reconfortarme pensando que el mal estaba ya hecho. No podía dar marcha atrás. Y al menos había ganado en dos cosas: estaba sano y salvo e iba a poder denunciar las condiciones de vida en los campos norcoreanos.
Cuando entramos en aguas internacionales, el capitán lanzó una llamada por radio a los posibles barcos surcoreanos que se encontraran en la zona. Juzgó que entregarnos a un barco surcoreano era menos peligroso que desembarcarnos en Japón, aunque corríamos el riesgo de que alguna nave norcoreana escuchara el mensaje. Al poco tiempo vimos que se acercaba un barco de guerra. Era ya de noche, no lo veíamos bien. ¿Sería del Norte o del Sur? La inquietud aumentaba. Cuando llegó a pocos metros, nos iluminó con sus proyectores; desde un altavoz alguien ordenó que nos detuviésemos y nos identificáramos. ¡Era un barco de la marina surcoreana! A petición del capitán de nuestro carguero, dos o tres marinos subieron a bordo para hablar con él en privado. Al salir, nos dijeron que los siguiéramos. Nos despedimos agradecidos de nuestro capitán, con una gran emoción y lágrimas en los ojos. Ese hombre nos había salvado.
Una vez a bordo del barco surcoreano, el comandante nos hizo unas preguntas rápidas: edad, nombre, profesión. Anotó las respuestas y las comunicó de inmediato a Seúl. Después, nos instalaron en una cabina lujosa como una habitación de hotel, con televisor en color y todo. Durante toda la noche los oficiales pasaron a vernos uno tras otro; nos daban ánimos y nos preguntaban por nuestros proyectos. La calurosa acogida nos dejó atónitos. No creíamos en las mentiras del Norte desde hacía mucho tiempo, pero nos resultaba difícil admitir tanta amabilidad por parte de las «marionetas del imperialismo norteamericano». Más tarde, conversamos con el comandante, que nos preguntó más detalles sobre el itinerario que habíamos recorrido, los sitios en donde habíamos vivido, nuestro trabajo, nuestra formación. Tras esto, nos aconsejó que reposáramos un poco. Encendimos la televisión surcoreana por primera vez en nuestra vida.
De repente, el programa se interrumpió para dejar paso a un comunicado especial: dos jóvenes del Norte se encontraban de camino hacia el Sur después de haber pasado por «un tercer país», expresión convenida para designar a China. Una vez superada la sorpresa, nos dedicamos a disfrutar de la ausencia de censura: éramos libres de mirar esa televisión, de cambiar de cadena, de elegir programa. En la cabina teníamos un vigilante, un hombre joven que estaba cumpliendo con el servicio militar, pero su presencia no era molesta. El viaje fue agradable, el mar estaba en calma y el sol era generoso. Nos traían de comer a la cabina, e incluso nos daban pastelillos o cerveza entre horas.
Llegado a un punto, el barco se detuvo y permaneció inmóvil durante varias horas. Supongo que esperaba instrucciones de Seúl sobre la forma de proceder. Si ese fue el caso, las instrucciones llegaron por fin y tres horas más tarde entrábamos en el puerto militar de Inchon, no lejos de Seúl. En el muelle nos esperaban numerosos militares y algunos hombres vestidos de paisano, sin duda, agentes de la seguridad surcoreana. Estos últimos nos cogieron del brazo y nos condujeron por separado cada uno a un coche. Me sentaron en el asiento de atrás entre dos tipos grandes como armarios. El coche partió en dirección a Seúl y luego se detuvo delante de una casa de apariencia corriente en un sitio aislado. Una mesa lujosamente servida nos esperaba. Comimos antes de pasar a las cosas serias. Luego, nos interrogaron durante mucho tiempo por separado. Al parecer, los agentes querían asegurarse de que nuestros relatos coincidían. Me hicieron una misma pregunta varias veces. En un momento dado, el agente que me estaba interrogando me dijo: «Mira, te he hecho la misma pregunta de tres formas distintas. Y cada vez me has dado una respuesta idéntica. Si estás mintiendo, eres muy inteligente». Me tendió una hoja de papel y me pidió que hiciera un mapa de Yodok. Lo hice, intentando recordar todos los detalles y, sobre todo, sin olvidarme de Ipsok, la isla de las ejecuciones, ni de las montañas. El agente, un poco sorprendido, sacó una fotografía de un cajón No me lo podía creer: ¡era mi campo! Lancé un grito cuando reconocí mi barracón. El agente asintió con la cabeza. Empezaba a confiar en mí. Identifiqué luego otros lugares: los edificios para los solteros, la destilería… Seguimos un rato así. Le conté todo lo que sabía. Se instaló una atmósfera distinta en la habitación. El hombre se había relajado, su jovialidad forzada había dado paso a un humor agradable y sincero, y yo le hablaba con plena confianza. Estuvimos así durante toda una semana. El interrogatorio estaba a cargo de dos agentes, que se relevaban cada dos horas. Yo podía irme a dormir a una habitación contigua en cuanto me encontrara cansado. Más tarde volvíamos al trabajo. Ellos también comían y dormían en la misma casa.
Ese fin de semana me permitieron salir de la casa. Tanta pregunta me había dejado un poco atontado y vacío, si bien comprendía el interés de las autoridades por mi historia y encontraba normal que verificaran su autenticidad. Aunque había acabado el interrogatorio, seguí viviendo en esa casa y comiendo en compañía de los agentes. Ese mismo fin de semana el jefe de los servicios de seguridad se acercó a saludarnos:
—Habéis franqueado la primera etapa —dijo—. Pero habrá otras. Venís de muy lejos, sabéis… Hizo una pausa y luego continuó: —De todos los fugitivos que he conocido, sois de los que más habéis sufrido.
Con el tiempo, el ambiente se fue haciendo cada vez menos formal. El proceso duró cerca de seis meses. Los interrogatorios —en realidad, conversaciones— eran cada vez más breves y menos frecuentes. Ya no se trataba solamente del campo, sino también de los años transcurridos en la provincia de Yodok, por ejemplo. Me hicieron muchas entrevistas y, para despejarme la cabeza, me puse a estudiar inglés. Tras los primeros interrogatorios, me dejaron ver a An Hyuk. Charlábamos juntos, fumábamos un pitillo, leíamos el periódico. Al cabo de tres meses compartíamos la misma habitación.
La tensión disminuyó. Después de veinticinco años en Corea del Norte no es un asunto menor verte en un local de los servicios de seguridad surcoreanos. El tono moderado de los agentes no dejó nunca de sorprenderme. Estaban hechos de una pasta distinta a los del Norte. En particular, uno de mis dos interrogadores parecía haber desarrollado una gran simpatía por mí. Llegaba a menudo con un libro, un poco de dinero o algo especial para comer. Aunque estuviera cumpliendo con su trabajo, estableció conmigo una relación personal. Hasta la fecha seguimos siendo amigos. Cuando me autorizaron a salir de la casa, acompañado, claro, él me enseñó los lugares más conocidos de Seúl: el Ayuntamiento, Namdaemun, la ribera del río Han, los parques, Itaewon. Una noche, admiramos desde la torre de televisión Namsan la vista de la ciudad iluminada. Yo estaba maravillado.
Lo que más me sorprendía, sin embargo, era el modo de vida que llevaba la gente. Todos parecían ser libres para hacer lo que quisieran, sin que ningún orden impuesto organizara sus actividades. Confieso que al principio me ponía nervioso. Una sociedad así no podía durar, no podría afrontar una crisis. Más tarde comprendí que el desorden solo era aparente. Una cierta lógica reinaba en las relaciones sociales. Aunque cada uno iba a lo suyo, la gente parecía honesta; pensaba en los demás y compartía valores comunes. Seúl era un hervidero de coches. Nunca había visto tantos. Me enteré de que la mayoría estaban fabricados en Corea. En el Norte no se nos mencionaba esto; Recuerdo el orgullo que sentí. Mi primer orgullo por el Sur. Poco a poco me fui enamorando de esa ciudad enorme, con sus millones de habitantes, su bosque de rascacielos modernos, su tráfico, su vida trepidante y su actividad nocturna.
En Corea del Sur, siempre que llega un fugitivo se organiza una rueda de prensa. Nuestro caso no fue la excepción. Un mes después de llegar nos entrevistaron varias decenas de periodistas en el Centro de Prensa de Seúl. Sus primeras preguntas fueron las esperadas: cómo habíamos llegado hasta allí, qué ruta habíamos seguido, cómo era la vida en el campo. Luego, se dirigieron a los agentes de seguridad para saber dónde nos habían encontrado, qué instrucciones nos habían dado antes de la entrevista y si nos habían garantizado una total libertad de palabra. Fue un encuentro muy violento para mí. Yo, que había pasado por experiencias espantosas, me encontraba ahora frente a unos periodistas que siempre habían vivido cómodamente y que me miraban con altanería y escepticismo. Era evidente que lo que iba a contar no beneficiaba al Norte. Era evidente que nuestros testimonios sobre los campos y la represión del régimen de Pyongyang apoyaban las tesis del gobierno del Sur, que reclamaba ser el representante legítimo del pueblo coreano. ¿Y qué? ¿Acaso había que estar siempre en desacuerdo con el gobierno surcoreano? ¿Debía declarar que había sido manipulado por los servicios de inteligencia del Sur? ¿El Sur capitalista tenía que estar equivocado necesariamente?
El representante del diario Hangyore me molestó más que los otros. ¿Qué lugar dejaba su escepticismo para las víctimas? Millones de personas habían muerto o pasaban hambre, una población entera no tenía libertad y lo único que le preocupaba era nuestra credibilidad. Habíamos arriesgado la vida huyendo La habíamos arriesgado también en el campo. ¿Qué más teníamos que probar? Los agentes de seguridad no nos habían sugerido nada. Cuando les pedí consejo para la conferencia de prensa, uno de ellos me recomendó que dijera lo que sentía y luego añadió: «aunque a veces es mejor no decir todo, porque hay cosas que no te van a creer». Nadie nos manipuló. El escepticismo y las insinuaciones de los periodistas consternaron a An Hyuk. Él y algunos agentes tenían lágrimas en los ojos. No se trataba de una conferencia de prensa montada con fines propagandísticos. Algunos periodistas estaban emocionados también.
Tomé la palabra.
—Si no nos queréis creer, ¡visitad el Norte! ¿Cómo podéis pensar que hemos arriesgado la vida para venir a contar mentiras aquí?
Había una multitud en esa conferencia de prensa. Yo no había hablado nunca delante de tanta gente. Molesto por tantas cámaras y focos, solo dije una parte de lo que hubiera querido. Al día siguiente todos los diarios publicaron nuestra historia. La televisión y las estaciones de radio nos pidieron entrevistas, también la prensa japonesa y estadounidense. Con el tiempo, aprendimos a manejar estas cosas y se nos hizo más sencillo relatar nuestra historia. Pero a fuerza de repetirme tanto, a veces tenía la sensación de que estaba perdiendo lo que había vivido en beneficio de un relato que ya no era del todo mío.