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Pequeña prostitución y gran contrabando en Dalian

Nos fuimos el domingo siguiente con el pretexto de un paseo, abandonando algunas cosas en el apartamento para que nuestra mentira fuera verosímil. El tren nos llevó a Dalian sin problemas, pero no sabíamos muy bien qué hacer aparte de comer y de evitar los controles de la policía. Por lo pronto, mezclarnos con la gente y encontrar algo de comer nos pareció una buena idea, y nos dirigimos al mercado. Debía de ser la una de la tarde. No había mucha gente por la calle. La vida en Dalian no se anima hasta la noche, cuando las calles se transforman en un inmenso bazar repleto de todo tipo de comerciantes de ropa y de alimentos. Callejeábamos por el mercado como turistas, pensando en lo que podríamos hacer, cuando oímos hablar en coreano. A nuestro lado, tres mujeres charloteaban. Era una tabla de salvación que, sin pensármelo dos veces, atrapé al vuelo. Una de ellas, en la treintena y bien vestida, tenía pinta de ser muy simpática.

—¿Onni[5] —le pregunté—, es usted coreana?

Respondió con otra pregunta:

—¿De dónde vienen?

Me tiré al agua:

—Del Norte —respondí—. Estamos en dificultades. ¿Nos podrían ayudar?

Nos miró con atención, se despidió muy educadamente de sus amigas y nos llevó hasta un restaurante cercano donde pidió bulgogi —carne asada al estilo coreano— con arroz y cerveza.

—Bien —dijo cuando nos sirvieron la comida—. Contádmelo todo en detalle.

Nos escuchó largo rato, asintiendo a veces con la cabeza para animamos a seguir. Era evidente que el relato la conmovía. Por su parte, lo único que reveló sobre su vida fue que sus padres provenían también del Norte y que no tenía ninguna simpatía por Kim Il Sung; podíamos estar tranquilos. Propuso que nos quedáramos con ella. Su apartamento era espacioso y más bien desordenado. Lo más sorprendente fue que encontramos allí a quince chicas de unos veinte años, entre las cuales había varias coreanas. No tardé mucho en comprender que se trataba de prostitutas que vivían allí bajo la protección de nuestra nueva amiga, que también alojaba a su sobrina de adopción.

Le debo a todas esas mujeres el haber pasado uno de los momentos más intensos de mi existencia. Una corriente de simpatía se instaló enseguida entre nosotros y no dejó de crecer. Tanto que nuestra anfitriona, a quien llamaré Madam Yi, me propuso que selláramos un pacto entre hermanos. Acepté muy conmovido. Desde ese momento nuestro afecto sería incondicional y solo la muerte podría separarnos. Después de sellar el pacto me enteré de que esa mujer desarrollaba otra actividad en el mayor de los secretos: pasaba serpientes de contrabando a Corea del Sur, donde eran muy apreciadas. Yo las había comido también en Yodok, pero solo porque estaba atenazado por el hambre. En el Sur no faltaba comida, que yo supiera. Madam Yi se rio de mi ingenuidad y me explicó que los surcoreanos, muy preocupados por su virilidad, comían serpientes por sus supuestas virtudes afrodisíacas, lo mismo que anguilas, ginseng, astas de ciervo, vesículas de oso y, claro está, pene de foca, que al parecer era lo más eficaz.

Madam Yi compraba los reptiles a una red local de delincuentes que las capturaba en la montaña. Los guardaba en una especie de almacén cercano a la casa y los pasaba regularmente en barco a Corea del Sur. Lo más difícil era evitar que se salieran de la caja hasta su embarque: se escapaban en cuanto encontraban la más mínima rendija. La policía, avisada por unos vecinos inquietos, ya se había presentado una vez, y la dama había tenido que sobornarlos con dinero y chicas. Madam Yi compraba las serpientes por menos de cien yuanes y las vendía por diez dólares a comerciantes especializados. Con dos entregas mensuales de mil culebras cada una, el negocio era de lo más jugoso.

An Hyuk y yo éramos muy prudentes y nos cuidábamos de salir. Nuestra propia anfitriona nos aconsejó que desconfiáramos. Tenía miedo de que una de las chicas que trabajaba para ella nos traicionara. Su padre no era otro que el presidente de la Asociación de Coreanos de Dalian, favorable a Pyongyang. Madam Yi se equivocó en este caso: la chica no solo era la más bonita de todas, sino también la más generosa. Se enamoró de An Hyuk y se ocupó tiernamente de él cuando cayó enfermo. No dudaba en echar mano a su propia cartera para ayudarnos. Prometió incluso avisarnos si se enteraba de cualquier peligro: estaba acostumbrada a los agentes de Pyongyang. Me sentía tan en confianza con ella que le revelé mi verdadero nombre. Allá ella si me denunciaba. Ingenuidad por mi parte, puede ser, pero siempre he pensado que las mujeres me protegen de las vicisitudes del destino.

Al cabo de un mes le dije a mi anfitriona que quería trabajar para ella. No estaba dispuesto a que me mantuviera indefinidamente. Primero lo rechazó: en China yo estaba a su cargo, ya habría alguna ocasión en la que yo también pudiera ayudarla. Insistí tanto que terminó proponiéndome algunas tareas en el almacén de serpientes. Más tarde, como necesitaba un asistente discreto y seguro, me convertí en una especie de secretario particular. En cuanto a las chicas, durante el día deambulaban por el apartamento a la espera de visitas o llamadas. Por la noche salían a los muelles. Cuando encontraban a alguien con quien pasar un rato, le pedían un regalito.

Un día, una de ellas me comunicó que un barco norcoreano acababa de atracar en el puerto. Nos habíamos vuelto menos temerosos y, en compañía de cuatro chicas, nos fuimos a ver a los marineros. Nos acercamos a ellos con cara de ingenuos. Todos llevaban una insignia de Kim Il Sung.

—¿Venís del Norte? —les pregunté en coreano—. Somos chinos de origen coreano. Yo mismo he vivido en el Norte algún tiempo.

Los marineros nos estrecharon la mano, contentos de encontrar a unos compatriotas. La situación tenía su gracia. Querían ir de compras y les propusimos nuestra ayuda, que aceptaron encantados. El inevitable agente de seguridad que iba con ellos, visible a un kilómetro, no puso pegas. An Hyuk, las cuatro chicas y yo guiamos a los marineros por el laberinto de callejuelas del mercado, haciendo el papel de negociadores e intérpretes y regateando por ellos. Me estaba divirtiendo. Me sentía eufórico, como si todo me estuviera permitido. Tuve incluso la audacia de animarlos a hablar del Norte:

—No estoy seguro de que Kim Il Sung sea tan buen dirigente como decís —exclamé.

Sorprendidos, contestaron:

—¿Cómo te atreves a decir eso, qué le reprochas?

Limité mis críticas a las dificultades económicas. Ellos replicaron que eran pasajeras, que Rusia había traicionado la causa del comunismo y les había clavado un puñal en la espalda interrumpiendo sus relaciones económicas con el Norte, que el país se iba a levantar, que tenían confianza en su Gran Líder. Aprovechando que el agente de seguridad se marchó unos momentos al baño, uno de los marinos me confesó que estaba de acuerdo conmigo. Llevaba la insignia de Kim Il Sung por obligación, no porque apoyara al régimen.

—Deberíais quitárosla —le dije—, por lo menos mientras vais de compras. Los chinos piensan que es muy fácil engañar a los norcoreanos y suben los precios.

An Hyuk y yo estábamos pletóricos.

Discutieron entre ellos un rato y finalmente se las quitaron. ¡Pobres! Disponía cada uno al equivalente de uno o dos dólares. Daban pena. No sé cuánto me gasté ayudándolos a comprar calcetines, cinturones y diferentes baratijas. Les deslumbraba la abundancia de productos y no paraban de elogiar a China. Les hice entonces una nueva proposición:

—Si os queda todavía un poco de dinero, no lo dudéis: os podéis acostar con una chica preciosa que yo os presentaré.

—¿Cuánto cuesta?

—Doscientos yuanes.

—Muy bien —dijeron—. Será la próxima vez.

Estaban fascinados por las minifaldas de las chicas. Yo había tenido la misma reacción al principio, pero ya me había acostumbrado.

Pasaron semanas y meses. Madam Yi me sugirió varias veces que me instalara en Dalian y me casara con su sobrina Kim Yong Sun que, según decía, solo esperaba mi proposición. Es verdad que los dos nos llevábamos bien y que la vida en esa ciudad era de lo más agradable. Kim Yong Sun me cuidaba con ternura. Me había presentado a su familia, que me invitaba con regularidad. Muy pronto, me acogieron como si fuera el novio formal. A veces, Madam Yi organizaba unas salidas. Cogíamos todos una lancha para ir a las islas de la costa de Dalian. Comíamos mejillones y dábamos paseos. Eran días deliciosos y me enseñaron a disfrutar de la vida como cualquier otro ser humano.

La proposición de Madam Yi era tentadora, pero yo sentía que todavía no había llegado al final de mi viaje. Corea del Sur me atraía cada vez más. En Dalian tuve oportunidad de aprender mucho sobre el país. Me habían asegurado que era un país más rico que China y mucho más democrático. Me picaba la curiosidad. Además, después de diez años en Yodok, consideraba que tenía una deuda con los que había dejado tras de mí. Estaba obligado a denunciar la existencia de los campos, a revelar cómo la población norcoreana era vigilada y castigada con el menor pretexto. Tenía que contar la historia de mi abuelo. En Corea del Sur me sería más fácil.

Por otra parte, seguía teniendo miedo de que un día me detuviera la policía y me enviara de vuelta. Por bien que me encontrara, debía irme de China. Era posible: el contrabando de Madam Yi lo demostraba. Hubiera bastado, por ejemplo, con aprovechar un cargamento clandestino de serpientes para viajar en una caja al lado de los valiosos afrodisíacos. Al principio, Madam Yi se echó a reír cuando le propuse esta salida, pero después de mucha insistencia por mi parte, accedió a ayudarme. No le dijimos nada a Kim Yong Sun. Se habría puesto a gritar y a llorar y habría exigido que la llevara, lo cual era imposible. Ahora, pienso en ella con nostalgia y me siento culpable por la forma en la que me comporté. Más aún cuando recuerdo que ella me salvó una vez de un control de policía en el tren de Dalian a Pekín, que hubiera podido dar al traste con todos mis planes.

Hacia finales de julio de 1992, Madam Yi se puso a buscar un barco que aceptara llevarnos al Sur a An Hyuk y a mí. Los capitanes con los que hablaba consideraban que el riesgo era muy grande y no querían tener problemas con las autoridades chinas. Tras varios rechazos, consiguió convencer a uno que ya había trabajado con ella y que visitaba con regularidad a sus chicas. El dinero que le prometió no disipó por completo sus temores. Su barco llevaba pabellón de Honduras, una bandera de conveniencia muy frecuente antes de que Corea del Sur y China establecieran relaciones diplomáticas verdaderas el 24 de agosto de 1992, quince días antes de nuestra partida. Se trataba de un carguero bastante grande que transportaba todo tipo de mercancías, entre otras, cereales, semillas de sésamo, legumbres y mariscos secos. Por lo general no llevaba pasajeros. El capitán no sabía muy bien quiénes éramos y, confiando en la respuesta de nuestra bienhechora, le preguntó:

—Si acepto, ¿estaré haciendo algo bueno o malo?

—Harás algo bueno para el país, para la paz y, más importante todavía, salvarás la vida de dos jóvenes.

Aceptó el trato sin hacer más preguntas.