La revolución y el dinero se llevan muy bien
El bienestar económico de mi familia no se explicaba solo por la posición social de mis abuelos paternos sino también por el hecho de que ambos habían emigrado a Japón y vivido allí algunos años. Mi abuela fue la primera en exiliarse. Era originaria de la isla de Cheju, al sur de la península coreana, famosa por su clima ventoso, sus numerosos caballos y la fuerza de carácter de sus mujeres. Todavía hoy se les puede ver en la televisión sumergiéndose en el mar con sus trajes aislantes para recoger mariscos mientras los hombres se ocupan de los niños.
La isla figura bajo el nombre de Quelpart en los mapas antiguos. Proviene del francés quelque part, alguna parte, y señala un lugar que no está bien localizado[1]. Quelpart o Cheju, la isla más grande de todo el litoral coreano, se ha desarrollado en los últimos años gracias al turismo. Hoy es el destino más popular para miles de recién casados de Seúl, de Pusan y de toda Corea del Sur.
En los años treinta la vida en la isla era difícil y muchos de sus habitantes emigraban en busca de empleo hacia las grandes ciudades de Japón, metrópoli de un imperio colonial del que Corea formaba parte desde 1910. Mi abuela era la tercera hija de una familia pobre que no solía comer más que boniatos, raras veces acompañados de pescado. Dejó la isla con trece años. Al igual que otras chicas de su pueblo, se dirigió a Japón para encontrar una vida mejor. Parece que era una chica inteligente. Solía contar entre risas que cuando era niña su padre no dejaba de decirle:
—¡Ay, si hubieras sido niño te habrías convertido en alguien!
Partió sola e intentó que la contrataran en una fábrica textil de Kyoto. Le faltaron algunos centímetros para conseguirlo. Los patrones de las fábricas tenían prohibido contratar a menores de trece años; las chicas, como no tenían papeles de identidad, solían hacer trampas para parecer más mayores, por lo que los patrones calculaban su edad por la estatura. En resumidas cuentas, la rechazaron y le propusieron que volviera cuando hubiera crecido. No quiso volver a Corea. Mendigó por las calles y se las ingenió para dormir clandestinamente en el dormitorio de la fábrica bajo la protección de algunas obreras originarias de Cheju. Me ha contado que se alimentaba básicamente de cabezas de pollo. Los polleros del mercado se las regalaban cuando los clientes no las querían. Según suele decir, este no es su peor recuerdo. Sobrevivió de ese modo durante un año. Después, tras ganar unos centímetros, logró que la contrataran. El trabajo era duro, pero le gustaba. Cobró su primer salario con orgullo, canceló sus deudas con las chicas de su región que le habían ayudado y envió un poco de dinero a casa.
El movimiento socialista empezaba a tener cada vez más influencia en Japón, en especial entre los maestros, y fueron precisamente los profesores de una escuela nocturna, a la que acudía mi abuela, los que la iniciaron en esta corriente de pensamiento. Hay que decir que se trataba de una alumna despierta. Aprendió rápidamente a leer y a escribir. Algunos de sus maestros le tomaron cariño y orientaron hacia el socialismo a esa chica recta, animada por una tenaz voluntad de justicia social.
Se afilió al Partido Comunista Japonés con veinte años. También conoció en esa época a su futuro marido, originario de Cheju como ella. Era el mayor de una familia de tres hermanos y había emigrado a Japón tras un primer matrimonio a edad muy temprana —por aquel tiempo los padres imponían las esposas a sus hijos—. Obligado a obedecer, mi futuro abuelo se había casado a la edad de quince años con la mujer que su familia le había asignado. No la quería en absoluto y el matrimonio se reveló pronto como un fracaso. Decidió escapar y su mujer se quedó en la casa de los padres de él. En la tradición confuciana, tan poderosa en Corea, una mujer casada se convierte en un miembro de la familia de su marido. Es algo que no se revierte, que se considera como definitivo. Pertenece a esa nueva familia para siempre, incluso en caso de separación o divorcio; sus propios padres no la admitirían si intentara volver con ellos.
Parece que ya desde los primeros días de su estancia en Japón la vida de mi abuelo fue más fácil que la de mi abuela. Aprendió el oficio de joyero, en particular la técnica del chapado en oro. Lo hizo tan bien que terminó abriendo por su cuenta un taller de fabricación de joyas de fantasía. Conoció a mi abuela por esa época. El hombre que quería hacer fortuna y la mujer que quería hacer la revolución se enamoraron y se casaron. Nació un primer hijo, mi padre.
En 1934 la pareja volvió a Cheju y se produjo una situación que puede parecer extraña a muchos occidentales, pero que no era tan rara en aquella época en Corea: la primera esposa de mi abuelo tuvo que soportar, sin decir nada, la presencia bajo el mismo techo de la segunda esposa.
El caso es que ese retorno al origen duró poco y mis abuelos regresaron a Japón. Entretanto mi abuela no había perdido el tiempo: había multiplicado los contactos, las discusiones y las reuniones en la isla a favor del comunismo. Mi abuelo no se interesaba gran cosa por la propagación de las ideas revolucionarias, solo las aceptaba porque estaba muy enamorado. En la fascinación de su mujer por la revolución reconocía algo de su propia pasión por el éxito económico; cada uno a su manera, ambos buscaban lo absoluto. Vivir de forma pasiva, sin ardor, sin proyecto, sin lucha, no les interesaba. Era otra de las razones por las que mi abuelo amaba a mi abuela. Cuando ella decía «revolución», él entendía «pasión», y sentía que nadie había estado nunca tan cercano a él como ella. El ardor que mi abuela mostraba en sus actos contaba más a sus ojos que la empresa misma, y como ella derrochaba entusiasmo y convicción por una revolución comunista que a él le tenía sin cuidado, la dejaba hablar y actuar y se sentía feliz. El dinero que ganaba no lo había convertido en un hombre egoísta: era generoso con los necesitados y provocaba de vez en cuando a su mujer diciéndole que él hacía más por la justicia social de lo que ella podría hacer nunca, y además les dio mucho dinero a sus suegros, que vivían en la pobreza.
Mi abuelo siguió ascendiendo en la escala social, se fue haciendo cada vez más rico y, cuando la guerra estalló, abandonó las joyas de fantasía y se dedicó al comercio de arroz, actividad mucho más rentable en aquellas circunstancias. Abrió después un casino delante de la estación de Kyoto. La idea resultó excelente y en poco tiempo acudían al casino un gran número de personas. Animado por los buenos resultados, abrió enseguida un segundo casino y después un tercero, que también tuvieron gran éxito de público.
El número de emigrantes coreanos creció enormemente durante la guerra. Pronto hubo más de dos millones en suelo japonés. Además de los que habían emigrado años antes, como mis abuelos, mientras duró la guerra centenares de miles de hombres y mujeres fueron trasladados de buen grado o a la fuerza para cubrir la falta de mano de obra, y cuando volvió la paz no fueron repatriados todos. La creación de los dos Estados coreanos y, sobre todo, la guerra de 1950 a 1953 los dividieron. Se formaron dos asociaciones ideológicamente diferentes entre los residentes coreanos en Japón: una favorable a Corea del Sur, conocida como Mindan, o Asociación Democrática, y otra a favor de Corea del Norte, la Federación de los Residentes Coreanos en Japón, que tomaría el nombre que conserva actualmente, Chosen Soren en japonés, Chochongnyon en coreano. Esta última fue la más influyente entre los emigrantes coreanos; no solo parecía que en el Sur no se producía un despegue económico, sino que los reaccionarios más conocidos formaban parte del gobierno y el régimen protegía a numerosas personas que habían colaborado con los japoneses. Por el contrario, el Norte anunciaba unos resultados económicos en progresión constante y demostraba un celoso nacionalismo.
En cuanto al nacionalismo, mis abuelos ignoraban que se había instalado una dirección política sometida a los dictados de Moscú y que, al igual que en las democracias populares europeas, los cuadros comunistas que habían luchado en el interior del país contra la ocupación extranjera eran sistemáticamente eliminados. Ignoraban también que las estadísticas sobre la situación económica se falseaban para transformar unos resultados modestos en un gran éxito.
Como los demás comunistas coreanos, mi abuelo se afilió a la asociación favorable al Norte. En ella se reunían por lo general los emigrantes coreanos en Japón más pobres. Mis abuelos eran un caso aparte. A pesar de su inmensa fortuna —y bajo la influencia de esa poderosa mujer que era mi abuela—, el abuelo se unió a la Chosen Soren. Estaba fascinado por su mujer y dispuesto a cualquier cosa con tal de permanecer a su lado. No creo que fuera insensible al patriotismo de los miembros de la Chosen Soren, pero lo más importante para él era compartir la febril actividad de su mujer. Sin dejar de ocuparse de sus negocios, accedió a dirigir la sección económica de la asociación y, cuando hizo falta, no vaciló en poner su propio dinero. He podido saber después que el desarrollo de la filial de Kyoto de la Chosen Soren le debe mucho a su ayuda financiera.
Los coreanos que hasta entonces eran miembros del Partido Comunista japonés se organizaron entre ellos y se afiliaron en masa al Partido del Trabajo coreano —de hecho, el partido comunista norcoreano—, cuando este se fundó en junio de 1949. Como todos sus homólogos, este partido tuvo la habilidad de crear algunas asociaciones de corte democrático y abiertas a un gran público: asociaciones de mujeres, movimientos de defensa de la cultura o de la paz, clubes deportivos, y no sé cuántos grupos más. Desde ellos ejercía su influencia en la sombra. Mi abuela se encargó de la Asociación de Mujeres Democráticas. Primero fue uno de sus cuadros más activos y después se convirtió en la dirigente de toda la región de Kyoto. Era un compromiso que se sumaba a su militancia comunista propiamente dicha. Creo que si hubiera podido, esta activista convencida se habría afiliado a más asociaciones.
En cualquier caso encontró tiempo para ocuparse de la educación de sus hijos, labor que realizó de una manera muy particular. En Kyoto, mis abuelos habitaban en una hermosa casa situada en el barrio elegante de la ciudad, un barrio pintoresco con muchos edificios históricos. Cada uno de los niños tenía su propia habitación. La cocina —aunque debería decir las cocinas— era muy grande y los dos criados que se ocupaban de la casa eran japoneses, una paradoja en una época en la que los japoneses acomodados tenían criados coreanos. Todo ese lujo era obra de mi abuelo. La abuela, por el contrario, sentía un gran temor por esas comodidades y riquezas. ¿El lujo? Nada peor para debilitar el sentido de la justicia. ¿Acaso no había sido su experiencia de la miseria la que le había permitido comprender el mundo en el que vivíamos? Era un buen ejemplo de dialéctica: lo negativo se convertía en positivo, la miseria negra en conciencia aguda y los sufrimientos en solidaridad.
—El lujo —me dijo un día, evocando aquel período— no puede servir de levadura para la justicia.
En consecuencia, la abuela crio a sus hijos como si fueran pobres. Mi padre me ha contado que él y sus hermanos solían llevar zapatos remendados y ropas raídas, por más que sus padres dispusieran de lo suficiente para renovar varias veces su guardarropa.
Otra anécdota confirma que esos niños estaban lejos de parecer hijos de papá. El día en que, según la tradición japonesa, el profesor de mi padre quiso hacer una visita a los padres de su alumno, se produjo una escena divertida. Se trataba del profesor de un colegio de barrio popular. Mientras mi padre lo acompañaba y le indicaba el camino, el profesor se sorprendía constantemente:
—Te equivocas, estamos yendo hacia los barrios altos.
—Que sí, que sí, que es por aquí —protestaba mi padre.
El profesor se extrañó varias veces más. Pero no era un error. El alumno condujo hasta su casa al profesor, que se quedó asombrado al encontrarse delante de una hermosa casa en un barrio encopetado de Tokio. La pude ver cuando era pequeño, en una película que rodó mi abuelo y que se llevó al Norte. Era una villa lujosa de tres plantas con piscina y jardín.
El hecho de que los niños acudieran a una escuela japonesa ordinaria y no a la de la Chosen Soren, como cabía esperar, me ha sorprendido siempre. La Federación de Residentes Coreanos promovía toda una contracultura. Los miembros que querían conservar los orígenes enviaban a sus hijos a la escuela coreana. Mi padre y mis tíos nunca acudieron allí. La red de colegios de la Chosen Soren fue muy poderosa hasta los años setenta y contaba con más de ciento cincuenta establecimientos, en los que se podían seguir desde estudios de primaria hasta universitarios. Hoy, la progresiva integración de los cerca de setecientos mil emigrados coreanos en Japón y de sus hijos ha debilitado mucho esa red, por no hablar de la imagen cada vez más negativa de Corea del Norte y del poco interés por convertirse en «un soldado del general Kim Il Sung».
Aunque tenga menos fuerza, la Chosen Soren existe todavía. En mayo de 1998 se reunió su XVIII congreso, en el que se reeligió como presidente a un viejo dirigente inamovible, Hank Duk Su. Para dar una idea de la influencia que sigue ejerciendo esta asociación diré que dispone actualmente de varias decenas de empresas y controla una quincena de órganos de prensa. Las sumas que se envían a Corea del Norte a través de ella son muy importantes y juegan un papel parecido al dinero de los emigrantes cubanos de Miami: he leído que en 1998 se transfirieron unos 80 millones de dólares desde Japón a Corea del Norte.
Algunos años después mi padre empezó a estudiar fotografía, un arte que le apasionaba, en la universidad de Kyoto. Sin embargo, como primogénito que era, debía suceder a su padre y participar en la gestión de los tres casinos, que iban cada vez mejor. Los demás hijos acabaron también sus estudios y estaban destinados a un brillante porvenir: mi primera tía hizo farmacia, mi primer tío estudió en la universidad Waseda de Tokio y se convirtió en periodista. Los otros estudiaron medicina o biología.
Los dirigentes de la Chosen Soren animaban a la gente instruida a volver a Corea del Norte. La patria coreana necesitaba sus conocimientos y su formación. En ella, señalaban, servirían al pueblo y a su Estado y no a Japón, peón del imperialismo norteamericano. La Chosen Soren no se dirigía solo a los coreanos que habían alcanzado una cierta posición social, sino que repetía incansablemente el mismo tema del retorno a todas las categorías de coreanos emigrados en Japón. Detrás de ella, el gran inspirador de esta campaña no era otro que el régimen norcoreano. Bajo la dirección de Kim Il Sung, se hicieron enormes esfuerzos durante los años sesenta para atraer a los emigrados en Japón, presentándose al régimen como el único adalid de la reunificación y de la defensa de la identidad nacional, en contraste con Corea del Sur, que era un país reaccionario y sometido a Estados Unidos.
Los coreanos padecían verdaderas dificultades de integración en Japón, donde estaban expuestos a ciertas reacciones xenófobas por parte de la población. La propaganda norcoreana a favor del retorno de esta diáspora encontró cierto eco y miles de coreanos respondieron a la llamada de Kim Il Sung. Para convencer a la gente acomodada como mis abuelos, los propagandistas del retorno a la madre patria alternaban los argumentos ideológicos con grandes promesas: les esperaba la posición de cuadros, tendrían derecho a una buena casa, no tendrían preocupaciones económicas y sus hijos podrían ir a estudiar a Moscú. Mi abuelo estaba más bien en contra de esta vuelta, pero mi abuela decididamente a favor. En las interminables conversaciones que se sucedieron por aquel entonces, mi abuela salió vencedora. No era de extrañar. Fue así como toda la familia emprendió el viaje de vuelta a Corea del Norte.