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Huida a China

A mi familia le dije que estaría fuera varios días y, la víspera de mi partida, le comuniqué a mi amiga que no nos veríamos durante algún tiempo por razones de trabajo. Me subí a un autocar. Sostuve su mano por la ventanilla bajada. Estuve a punto de echarme a llorar. Le había mentido, me marchaba, y ella pensaba que yo iba a volver. Era insoportable. Estoy seguro de que me odió después por irme de esa manera, pero no había otra solución.

Me encontré con An Hyuk como habíamos convenido. Cogimos el tren en dirección a Haesan. Unos cuantos regalos fueron suficientes para engatusar a los revisores, pero a medida que nos acercábamos a la frontera los controles se volvían más estrictos y más frecuentes. El relieve del terreno no jugaba a nuestro favor: cuando atraviesa las montañas del norte, el tren avanza lentamente y sin sacudidas, con lo que los revisores tienen más tiempo para verificar los papeles de identidad y los permisos de viaje. Lo más seguro era bajarse antes de Haesan y caminar. Era invierno y había un metro de nieve. Saltamos en plena marcha sin hacernos daño; la nieve amortiguó nuestra caída, pero nos obligó después a caminar más despacio. En Haesan nos instalamos tres días en casa de una amiga de An Hyuk que vivía sola. An Hyuk era muy deportista y estaba en contacto con muchos otros deportistas en todo el país. Uno de ellos, un boxeador, habitaba en Haesan. Se dedicaba al contrabando y dirigía una banda de maleantes, por lo que An Hyuk pensó que nos podría ayudar a conseguir un guía para cruzar la frontera. Pasar solos, sin indicaciones ni consejos, era demasiado peligroso. Nos arriesgábamos a encontrarnos en China sin saber dónde ir o a que nos pillara la policía china y nos devolviera a Corea.

Japsari, el boxeador, nos dio cobijo, pero no estaba interesado en conseguirnos un guía. Se pasó casi una semana tratando de disuadirnos: «An Hyuk ya ha intentado cruzar ilegalmente la frontera. Debería saber cómo castigan a los reincidentes. Si lo cogen, volverá al campo». Japsari era en realidad su mote; significa algo así como «cara de águila». En efecto, el hombre tenía los ojos muy almendrados, alargados como los de un águila. También tenía muy mal carácter y a mí no me gustaba nada, pero me cuidaba mucho de no mostrarle mi desconfianza. Él no veía en mí más que a un tipo legal con el que podía hacer negocios. Era con An Hyuk con el que no quería tratar, pero yo no aceptaba la idea de partir sin mi amigo. Volvimos a verlo varias veces; en unas ocasiones hablábamos de otros temas y en otras insistíamos en nuestro proyecto. Finalmente, el dinero, las cervezas y los cigarrillos vencieron la resistencia del Águila. Un día, después de haber bebido mucho, Japsari se durmió diciéndonos: «Un día de estos nos daremos una vuelta por China». Cumplió su palabra. Sobornó a unos guardias para que cerraran los ojos mientras hacíamos un corto viaje de ida y vuelta a China para reunimos con el guía.

Cruzamos el río Yalu al día siguiente, a pie. En pocos minutos llegamos a la casa del guía chino que nos ayudaría a atravesar la peligrosa zona fronteriza. Después de algunas negociaciones, nos invitó a compartir su comida y nos sirvió un excelente guiso de carne. Vivía mucho mejor que nosotros. Era un hombre joven, de entre veinte y veinticinco años, un chino de origen coreano que importaba astas de ciervo y ginseng, y exportaba calcetines, chaquetas y pañuelos. Era un negocio rentable ya que los productos chinos son caros en el Norte. Estaba orgulloso de sus actividades y nos comentó que había ahorrado cincuenta mil yuanes y que tenía depositada otra cantidad igual con un intermediario norcoreano para no perderse los buenos negocios que se presentaran. Evitaba los negocios demasiado ilegales, declaraba las mercancías y obtenía permisos de viaje norcoreanos siempre que podía. Aunque parezca raro, las mercancías no pagan derechos de aduana para entrar en Corea del Norte. Los aduaneros buscan productos ilegales, como libros subversivos o pornográficos, pero no gravan con impuestos los bienes de consumo. Desde luego, yo no sé cómo se las apañarían los norcoreanos sin esta política: los cuadros del Partido se visten con ropa japonesa, pero los demás, todos los que no son demasiado pobres, llevan prendas chinas. China sí cobra impuestos por las mercancías que entran al país, pero te puedes librar de ellos sobornando a un jefe de los guardias con licores, cigarrillos o ropa. A cambio, el guardia te deja entrar al país sin pasar por el puente. Se trata de un contrabando casi abierto. En todos los pueblos fronterizos de Corea del Norte hay intermediarios. Los trenes circulan tan sobrecargados por estas mercancías que a menudo se producen accidentes. Los comerciantes ni siquiera necesitan documentos de viaje para cruzar la frontera. Es relativamente fácil cuando se sabe el precio. Está muy claro: Corea del Norte es una verdadera farsa. Oficialmente el comercio privado está prohibido, pero en realidad se desarrolla a la sombra. Como casi no hay mercados, los comerciantes guardan los productos chinos en su casa y se los venden a vecinos o conocidos. Esta farsa es necesaria para evitar la bancarrota del Estado norcoreano y la indigencia de la población.

Regresamos a la orilla coreana a la hora convenida; los guardias fronterizos se alejaban milagrosamente en dirección opuesta. Permanecimos un rato en la orilla del río para localizar los puestos de guardia y observar los horarios del relevo. El guía nos había explicado que a ciertas horas los guardias abandonaban sus puestos para dejar pasar a los traficantes y contrabandistas. Nos quedamos en Corea unos días más en casa de un amigo de Japsari que resultó ser muy hospitalario: se había fijado en mí para su cuñada. Casarme, sin embargo, no formaba parte de mis proyectos. La noche convenida nos encaminamos hacia el Yalu.

Eran cerca de las dos de la mañana. La noche era oscura, no había estrellas ni luna. Encontramos el camino, pero nos fue difícil seguirlo en la oscuridad. Finalmente, llegamos a la orilla del río. El Yalu, que los coreanos llamamos Amnok, estaba completamente helado y hacía un frío tremendo. Me sobrecogió una emoción intensa en el momento de atravesarlo. No tenía nada que ver con el miedo. Me volvía a la mente la imagen de mi familia: mi madre, mi hermana, mis tíos y mis tías. Las preguntas se agolpaban en mi cabeza: ¿Los volvería a ver? ¿Podría regresar alguna vez a este país? De pronto me entró la ansiedad. Me encontraba delante del río sin retorno… Me quedé inmóvil un momento, luego incliné la cabeza y continué caminando.

La travesía del Yalu no duró mucho, puede que no más de dos minutos, durante los cuales corrimos por el hielo tratando de hacer el menor ruido posible. Recuerdo muy bien la mezcla de sentimientos que experimenté en ese momento preciso. Había algo de miedo, sin duda, miedo de que me atraparan y miedo de qué me iba a encontrar una vez que llegara a la otra orilla; pero también sentía tristeza. Estaba abandonando algo indefinible que me reprochaba mi partida… Esos dos o tres minutos en el hielo me parecieron una eternidad.

Aunque el lugar estaba supuestamente vigilado, no vimos un solo guardia. Actualmente es todavía más fácil cruzar la frontera: hay muchos más voluntarios y los guardias son aún más ineficaces. Con darles un poco de dinero o un buen paquete de cigarrillos, te dejan pasar. En 1992, por el contrario, cuando veían a un prófugo, gritaban «¡alto!» y enseguida empezaban a disparar.

Llegamos a la casa del guía agotados y sin aliento. Lo encontramos vestido con un pantalón y una chaqueta de buena calidad, fabricados en Corea del Sur, que le debían de haber costado por lo menos el salario norcoreano de un mes. Era un hombre lleno de proyectos. Pensaba instalarse en Corea del Sur en cuanto hubiera ahorrado lo suficiente. «Ir al Sur directamente desde el Norte es imposible…», nos dijo, para ver si se nos soltaba la lengua. No caímos en la trampa. Habíamos tomado la precaución de no decirle que la policía nos buscaba. El guía no veía nada extraño en ayudar a que algunos hicieran cortos viajes de negocios a China, pero no quería verse involucrado en fugas de delincuentes. Para asegurarme de que no se lo contaría a nadie, le di una buena cantidad de dinero en metálico. Tenía que encontrarnos un camión para llevarnos a Yonji —o Yongil, para los coreanos— la capital de la región autónoma coreana de China. Nos contó algunas cosas bastante sorprendentes, entre otras, que era miembro del Partido Comunista chino. Era increíble. Los comunistas coreanos se tomaban muy en serio las cuestiones ideológicas, o por lo menos intentaban dar esa apariencia, pero ahora teníamos delante a un comunista chino que se jactaba orgulloso de sus riquezas.

Nos sirvieron al día siguiente una cena más copiosa que cuando pasamos por primera vez, pero su mujer dijo que nos daba simplemente lo que había, pero lo que era normal para ellos, en mi caso representaba un banquete: varios platos distintos, ¡y algunos de carne! No me creía lo que estaba viendo. Tenía la impresión de estar participando en un festín organizado para los cuadros del Partido. En el Norte el aguardiente cuesta muy caro, una botella vale diez wones, o sea, una décima parte del salario mensual de un obrero. El más popular, paï jou, aguardiente blanco, viene de China. Se compra por sesenta wones y se reserva para las ocasiones excepcionales. ¡Y aquí nos lo servían con generosidad en una comida improvisada! Para dar una idea más precisa del nivel de vida norcoreano hay que señalar que en el mercado negro la tasa de cambio es de ciento cincuenta wones por cada dos dólares —la tasa oficial es de quince wones por un dólar—, es decir una vez y media el salario mensual de un obrero y precisamente lo que cuesta un paquete de cigarrillos Marlboro. Con esas referencias en mente, China me pareció un paraíso, y empecé a darme cuenta de la enorme brecha que separaba el mundo que yo había conocido de la realidad en otros países.

No fue la única sorpresa. Después de cenar, nuestro anfitrión propuso que diéramos un paseo hasta un bar que estaba en un pueblo cercano. Aceptamos sin saber muy bien qué quería decir. Daba la impresión de que esa gente no trabajaba al día siguiente, pues era ya casi medianoche y nadie parecía preocuparse. Por el contrario, ¡íbamos a salir de paseo! Reuní fuerzas y le pregunté: «¿No te levantas temprano mañana?». Su respuesta me dejó perplejo: «Ya veremos». El siguiente comentario me sorprendió aún más: «De todos modos, lo importante no es trabajar sino disfrutar de la vida». Me quedé sin palabras.

Caminamos hacia el pueblo cercano, llamado en coreano Changbaekhyun. A lo largo de la calle principal la gente charlaba y reía a la puerta de sus casas. Las calles estaban iluminadas, los anuncios de neón brillaban. Al otro lado del río, en la orilla coreana, no se movía nada, todo estaba sumido en la oscuridad. El río separaba dos mundos. De un lado, Corea del Norte, «tranquila como el infierno» como se dice aquí, y del otro, el paraíso luminoso y ruidoso. Entramos en un local en cuyo centro había una pista de baile. Algunas parejas bailaban canciones lentas. Yo miraba boquiabierto. Estoy seguro de que tenía una pinta rara, pero al menos no parecía uno de esos desgraciados tránsfugas que se ven ahora: pálidos, flacos, mal vestidos, huyendo de la hambruna. Yo había organizado bien mi partida, llevaba ropa japonesa y me veía más elegante que la mayoría de los chinos de mi alrededor: Una mujer joven se me acercó y me invitó a bailar. Confundido, rehusé la invitación, explicando que no sabía bailar. «Eso no importa», me dijo con una sonrisa. «Yo te enseño». Persistí en mi negativa. Visiblemente decepcionada, se alejó antes de que hubiera podido reaccionar. ¿Había entrado en un país donde las mujeres invitaban a los hombres? Todo era demasiado rápido para mí. Una norcoreana no se hubiera atrevido a hacer una proposición parecida. La joven era muy guapa y me hubiera encantado bailar con ella, pero no solamente no sabía bailar, sino que además estaba trastornado por todo lo que veía. Vi como la chica caminaba hasta una mesa cercana y sacaba a otro hombre. Los observé mientras bailaban, lamentando mi timidez y mi confusión.

Bebí otra copa para relajarme. An Hyuk y el guía conversaban animadamente. De pronto me invadió una gran alegría, algo que se parecía a una enorme esperanza. La vida estaba aquí… Deseaba abrazarla, como debía haberlo hecho con esa mujer. Estaba seguro de que iba a vivir y de que encontraría otras oportunidades. Me sentía mareado y tuve la sensación de que algo se henchía en mí como una ola. A eso de la una de la mañana nos marchamos del bar. El guía nos dio un paseo por el pueblo y nos dio una charla sobre los últimos cambios en el comercio local. Hablamos incluso de la situación económica en el país. No me lo creía. En el Norte tal libertad de palabra es inconcebible. Te sientes siempre vigilado y, seguramente, lo estás. Los controles son sistemáticos. Cuando no te piden el documento de identidad, preguntan por el permiso de desplazamiento. «En China», nos dijo nuestro anfitrión, «puedes vivir tranquilo a condición de que no te opongas abiertamente al Partido ni hagas nada que parezca demasiado sospechoso».

Esa noche tardé mucho en conciliar el sueño. Las imágenes del Norte, las caras de mis familiares, desfilaban ante mis ojos. Se mezclaban con las de la pista de baile y con el rostro de la joven que me había invitado a bailar. Terminé por preguntarme si la volvería a ver, si conseguiría vencer mi timidez. Tuve ganas de reírme: en mi primera noche fuera de Corea del Norte mi principal preocupación consistía en saber cuál era la mejor forma de comportarse en una pista de baile. No había imaginado así mi huida.

La noche siguiente partimos hacia Yongil con el guía. Seguimos las carreteras de montaña hasta altas horas de la madrugada. La temperatura se acercaba a los menos 20 grados, aunque estuviéramos en marzo, lo que no es extraño en esta región montañosa donde la altura sobrepasa a menudo los dos mil metros Llegamos ateridos y entumecidos. El guía nos condujo a casa de su hermana, que vivía con su marido y su cuñada, todos chinos de origen coreano. Nos acogieron amablemente y aceptaron alojarnos por un tiempo.

Sin embargo, empezábamos a inquietarnos por nuestra seguridad. Yo no confiaba en nuestro guía, miembro del Partido Comunista y tan preocupado por la legalidad. Nuestros anfitriones nos inspiraban más confianza y decidimos contarles nuestra verdadera historia. Lo solté durante una cena:

—Tenemos algo importante que deciros —comencé—. No somos ni turistas ni comerciantes. Estamos huyendo y no queremos volver al Norte. La vida allí es muy dura y la policía nos busca por haber escuchado la radio del Sur.

Nos preguntaron dónde queríamos ir.

—No lo sabemos muy bien —respondí—. A Japón, o a Estados Unidos, quizás…

—¿Por qué no al Sur? Hemos oído que no se vive mal.

Claro. ¿Por qué no? ¿Pero cómo llegar? ¿Y cómo explicarles ese temor difuso al Sur que nos habían inculcado años de propaganda? El Sur era tentador, un lugar prohibido. La seguridad con la que esta gente hablaba de la buena vida en el Sur nos ayudó a convencernos de que podríamos refugiarnos allí.

Sin embargo, cuando el guía se enteró de las razones por las que habíamos cruzado el Yalu, su actitud cambió:

—No quiero verme implicado en vuestra huida —protestó—. ¡Os denuncio a los agentes de seguridad si no volvéis inmediatamente al Norte!

La intervención de sus parientes lo calmó un poco A mí me pareció que se comportaba de manera muy ingrata, teniendo en cuenta que le habíamos entregado ya cien dólares, una cantidad nada despreciable en China. Con los ánimos todavía exaltados, emprendió el camino de vuelta a su casa. Hasta la fecha no sé si nos denunció o no. Nos entró miedo. Pensamos en escapar la misma noche del altercado, pero no sabíamos adónde ir. No hablábamos chino y ni siquiera sabíamos muy bien dónde nos encontrábamos. Pero no todo estaba perdido. Contábamos con nuestros anfitriones y con un amigo de nuestro guía: un rico comerciante de Yongil. Un día nos invitó a un club de karaoke.

—Venid, no arriesgáis nada. No hay controles policiales en los karaokes. Los patrones engrasan regularmente a la pasma para que no espante a la clientela.

Era la primera vez en mi vida que entraba en un lugar parecido. An Hyuk y yo nos sentamos, aturdidos e intimidados a la vez. Las chicas que servían las bebidas nos lanzaban miradas sugerentes que me ponían muy nervioso. El comportamiento de los hombres que estaban allí me fascinaba por una parte y me escandalizaba por otra. ¿Cómo podían acariciar y abrazar a una chica delante de todos? Me crispaba ver a una China que no le importaba hacer el ridículo. No bastaba con pasar de una orilla a otra para desembarazarse de la propaganda inculcada durante años. Incluso empecé a preguntarme si las autoridades coreanas no tendrían alguna razón al desconfiar de la influencia capitalista en China. Creo, sin embargo, que por encima de todo tenía miedo de disfrutar de la vida. Los ideales en los que había creído hasta ese momento —el trabajo, la disciplina, la devoción por el Partido y su Guía— libraban sus últimas batallas.

Todo el mundo reía, las botellas y las copas circulaban, las chicas eran simpáticas sin ser vulgares. Poco a poco empecé a relajarme. No tardamos mucho en vernos bebiendo y cantando con unas chicas que nos tenían por surcoreanos. Cantaban canciones de Seúl para darnos gusto. Terminaron con No te imaginas cuánto te amo, un éxito de la famosa Petty Kim; su exmarido le compuso esa canción cuando ella se casó de nuevo con un rico italiano.

Unos días más tarde el comerciante nos confesó que el guía le había aconsejado que se alejase de nosotros porque podíamos ocasionarle problemas. Estaba claro que el hombre nos apreciaba, pero también que nuestra partida lo tranquilizaría. Por nuestra parte, estimábamos inútil arriesgarnos a una denuncia más. Precipitamos, por tanto, nuestros planes y unos días después dejamos la casa donde nos habían alojado tan amablemente. Pasamos la primera noche al raso, una situación que no podía prolongarse, pues acabaríamos por levantar sospechas. Al día siguiente caminamos hasta la casa de otra mujer pariente del guía, situada en la periferia de Yongil y perfecta para escondernos. En un primer momento se negó a alojarnos, temerosa de que nuestra presencia le pudiera acarrear problemas, pero luego, convencida de nuestra honestidad y más sensible a nuestra suerte, terminó por aceptar que nos quedáramos una o dos noches, mientras nos compraba unos billetes de tren para Shenyang —o Moukden, la vieja ciudad de Manchuria—, donde An Hyuk tenía un amigo.

El viaje entre Yongil y Shenyang duró unas diez horas, en las que nos sentimos muy solos y vulnerables. Cuando se presentó el revisor palidecí del susto. Tenía miedo de que me pidiera el permiso de desplazamiento. No lo hizo. Un hombre sentado a nuestro lado que hablaba coreano nos explicó tranquilamente que solo nos pedía los billetes. Se los dimos, temblando todavía, y no respiramos hasta que el revisor se fue. Viajábamos por un país mucho más libre. En Corea del Norte el mero hecho de no hablar el idioma hubiera levantado sospechas. Había oído decir que en China había libertad de movimiento, pero beneficiarse de ella era otra cosa. Aliviados y confiados, nos echamos a dormir.

Llegamos a Shenyang al amanecer, en una mañana muy fría. Nos sentimos de nuevo inquietos y tensos. Estábamos solos en una ciudad desconocida, cuyo idioma no entendíamos, e ignorábamos cómo funcionaban los controles policiales. Hasta ese momento habíamos estado en una provincia china de habla coreana; con excepción del episodio del karaoke, era posible olvidar que nos encontrábamos en un país extranjero. En Shenyang, por el contrario, la impresión de que habíamos llegado a otro mundo era total. Los edificios no se parecían en nada a lo que conocíamos, la gran ciudad nos intimidaba. Era como si acabáramos de franquear una nueva frontera invisible. Me entró algo de melancolía. Tenía la sensación de haber sido abandonado, de estar huérfano en un mundo inmenso. Si moría en ese instante, nadie se daría cuenta. Menos mal que éramos dos. Con algunas bromas de estudiantes recuperamos el humor. De todos modos, lo más importante era dejar de deambular al azar. El riesgo era muy alto: por todas partes había policías y de vez en cuando controlaban los papeles de los peatones. Conseguimos evitarlos y decidimos escondernos hasta que levantara el día en un pequeño cine. Ponían una película de artes marciales de Hong Kong. Ni An Hyuk ni yo resistimos mucho tiempo. Nos quedamos completamente dormidos. Al terminar la función nos fuimos como pudimos a la casa del amigo de An Hyuk, un tipo al que había conocido en su primera visita a China. Eran las siete y media o las ocho. Nos recibió recién levantado, con cara de incrédulo y completamente estupefacto.

—¿An Hyuk, qué haces aquí?

Se dieron un abrazo y el hombre nos invitó a entrar, pero había más sorpresas: estaba con una chica.

—¿Estás casado? —le preguntó An Hyuk.

—No. Es solo una buena amiga. Vivimos juntos.

En Corea del Norte el concubinato es imposible. El joven chino nos habló de amor, pero a nosotros el tema nos resultaba escandaloso y cambiamos de conversación. Le contamos nuestra historia; aceptó alojarnos por un tiempo y acompañarnos al consulado de Corea del Sur en Pekín. Pasó un mes antes de que los tres hiciéramos las siete horas de viaje en tren a Pekín.

La capital china me impresionó fuertemente, más por la presencia de elementos occidentales o capitalistas que por lo que vi propiamente chino. Me quedé sorprendido con los anuncios de Daewoo, Samsung y Lucky Goldstar, todos en caracteres chinos y en alfabeto latino. Corea del Sur es tal vez un pequeño país, pensé, pero parece reinar en la capital china. Lo que tenía ante mis ojos era suficiente para trastornar a alguien como yo, que se había criado con visiones catastrofistas de un país azotado por las huelgas y en el que legiones de obreros pobres luchaban por sobrevivir a constantes crisis económicas… Veía también boquiabierto las grandes avenidas, la limpieza de la ciudad, más bulliciosa y moderna que Shenyang.

Detrás de los grandes edificios y de los anuncios comerciales, perduraban ciertos aspectos de una China más tradicional. Los baños públicos, por ejemplo. La primera vez que entré en uno me topé con varias personas acuclilladas que charlaban o leían el periódico mientras evacuaban. Cerré la puerta de inmediato. ¿Estaría soñando? No había pared entre ellos, ni una cisterna de agua. Incluso en el campo de concentración había paredes y puertas batientes para tener un poco de intimidad. Los servicios públicos terminaron por convertirse en uno de los puntos más difíciles de nuestra estancia; todos se ajustaban al mismo modelo. Ese día, como tenía una necesidad absoluta de usarlos, esperé discretamente en la salida hasta que se vaciaron.

El fin de nuestra visita a Pekín no era turístico, por lo que al poco tiempo de llegar a la estación paramos un taxi: «Al consulado de Corea», dijo sin más el amigo de An Hyuk. En quince minutos habíamos llegado ya. Apenas bajamos del coche, vimos que había ocurrido un malentendido: ¡estábamos delante de la embajada de Corea del Norte! Nos alejamos rápidamente y tomamos otro taxi. El consulado de Corea del Sur estaba en el primer piso de un edificio común y corriente. En la recepción nos sonrió una mujer joven.

—Buenos días —le dije—. Venimos del Norte.

Su sonrisa desapareció bruscamente. Corrió a avisar de nuestra presencia y volvió seguida por un hombre que nos invitó educadamente a entrar en un gran despacho. La bandera de Corea del Sur presidía una de las paredes. Me entró una confusión enorme, entre el miedo de ese Sur diabólico y la exaltación por alcanzar mi objetivo. Tenía todas las ideas revueltas. Mientras contamos nuestra historia, el hombre tomó notas sin comentar ni preguntar nada. Me pareció que se tomaba nuestra situación con demasiada tranquilidad. Intenté disimular, pero por dentro me ahogaba de indignación: ¿habíamos hecho todo ese esfuerzo para llegar hasta aquí, y ahora nuestro interlocutor no le daba importancia a nuestra presencia? Me parecía que nuestra desgracia no lo conmovía y que manifestaba cierto escepticismo sobre nuestro relato. Yo había tenido la esperanza de que el consulado nos escondería y protegería, pero resultó completamente distinto. El diplomático nos dio una pequeña cantidad de dinero, nos deseó buena suerte y nos aconsejó que volviéramos en dos semanas. Entretanto, vería qué podía hacer por nosotros… Antes de que hubiéramos podido reaccionar, nos encontrábamos ya en la escalera. Quince días después, nos volvieron a aconsejar paciencia. Me sentía cada vez más solo y empezaba a ser consciente de que mi vida no debía depender de nadie, ni siquiera del representante del país al que quería entrar.

Mi situación era apremiante, si la miramos desde el punto de vista de los derechos humanos, pero ¿a quién le importa en realidad la suerte de un refugiado perdido en China? El gobierno surcoreano, como cualquier otro, se mueve en función del interés nacional Los tránsfugas no son una excepción a la regla. Aun así, considerar el problema de los refugiados exclusivamente como un asunto de interés nacional equivale a menospreciar los derechos humanos. Muchos años más tarde, me encontré en Seúl con el mismo funcionario que me había recibido con tanta frialdad.

—Comprenda —se excusó— que nos había costado muchos esfuerzos establecer relaciones diplomáticas con China. No podíamos correr el riesgo de que nuestros actos colocaran a China en una situación comprometida con su aliado del Norte.

Después de nuestro doble fracaso, regresamos a Shenyang con el amigo de An Hyuk. Por alguna razón, su actitud hacia nosotros empezó a cambiar. Cada vez era más frío, más distante. Nuestra desconfianza aumentó cuando nos sugirió que planteáramos nuestro caso a las autoridades chinas. Según él, podríamos obtener un permiso de residencia y eso era preferible a que nos detuvieran un día como indocumentados. Sabíamos perfectamente que por aquella época el gobierno norcoreano ofrecía regalos importantes —televisores en color, por ejemplo— a cualquiera que les ayudara a repatriar fugitivos. Bastaba con una confidencia discreta a un cuadro de la asociación de chinos de origen coreano de Shenyang —asociación a las órdenes de Pyongyang—, para que nos detuvieran. Con el fin de ganar un poco de tiempo nos pareció conveniente darle una buena cantidad de dinero al amigo de An Hyuk e insinuarle que recibiría más. Tres días más tarde partimos hacia Dalian, el puerto chino más cercano a Corea del Sur.