Nueva amenaza de internamiento
En esa época renovamos nuestra amistad con la familia de mi mejor amigo, Yi Yong Mo, el que tuvo un día una crisis delirante en la escuela. Habían sido liberados cuatro años antes que nosotros, pero ahora mi amigo se olía que les podía caer una nueva condena. Los agentes de seguridad convocaban a su padre regularmente y también a él lo llamaban de vez en cuando. Estábamos muy unidos y nos veíamos mucho. Me hablaba de sus temores y me hacía partícipe de sus críticas al régimen. Como antiguo detenido, yo también estaba vigilado y nuestra relación de amistad podía perjudicarme. En la primavera de 1991 acusaron a su padre de haber criticado a Kim Jong Il e internaron de nuevo a toda la familia en un campo. No he tenido más noticias de él. No sé si estará vivo todavía. Era un poco enfermizo y temo lo peor… Tenía crisis de sudor frío, señal de debilidad. Me encantaba su inteligencia. Era el mejor y el más fiel de mis amigos. Es la persona en la que más pienso, después de mi familia. Durante un tiempo temí que lo torturaran y que le hicieran confesar nuestras conversaciones contrarrevolucionarias. En Corea del Norte se tortura a todos los delincuentes políticos. Yong Mo cantaba canciones del Sur y criticaba a Kim Jong Il; seguramente lo habrán golpeado y privado de sueño y comida por eso.
Hubiera seguido viviendo en Pyungsung en una relativa tranquilidad si no me hubieran acusado de escuchar, una radio prohibida: la radio del Sur. Los programas que sintonizaba difundían canciones, mensajes cifrados destinados a los cuadros del Partido, análisis de lo que pasaba en el Norte. En una emisora daban la palabra a los tránsfugas. Otra daba noticias sobre el mundo entero. Me enteré por ella de la caída y posterior ejecución de los Ceaucescu y del establecimiento de relaciones diplomáticas entre Corea del Sur y Rusia. La ejecución de Ceaucescu es lo que más me marcó: había sido amigo de Kim Il Sung y le había hecho varias visitas. Ardía por dar a conocer esta noticia a mi alrededor. ¿Fui imprudente? Tal vez, pero creo que mi mayor error consistió en escuchar esos programas con demasiada frecuencia y demasiada gente. Sentí como se estrechaba gradualmente la vigilancia de los agentes de seguridad. El guardia a quien solía hacer regalos y préstamos de dinero a cambio de buenos servicios empezó a evitarme; peor, dejó de aceptar mis regalos, un gesto de mal augurio, como si ahora fuera comprometedor aceptar cosas de mí. Un día conseguí acorralarlo y me lo cantó todo:
—Eres objeto de una vigilancia particular —admitió—. Uno de tus amigos te ha denunciado por escuchar la radio del Sur.
Tras prometerle que me quedaría callado, me reveló el nombre de mi delator. Me quedé estupefacto, el soplón era uno de mis amigos y yo no me había dado cuenta de nada.
Nada le habría gustado más a la Agencia de Seguridad, siempre lista para señalar el más mínimo error de un antiguo detenido, que enviarlo de nuevo al campo. Solo los regalos calmaban a los agentes, pero había que ser generoso y regular. Yo los detestaba. Por eso busqué perjudicarlos al máximo cuando llegué al Sur, sin ningún escrúpulo: en las entrevistas que concedí conté que me había sorprendido mucho ver que, tras mi detención, los dos agentes que me interrogaron eran amigos míos que escuchaban la radio conmigo. Quería vengarme. Seguramente enviaron a esos dos crápulas al mismo sitio al que suelen enviar a tantos desgraciados. Supongo que ahora habrán expiado ya sus penas y, por lo que a mí respecta, los pueden poner en libertad.
A principios de los años 90 poca gente se atrevía a escuchar la radio del Sur. Hoy lo hacen muchos más. Yo había comprado dos aparatos de radio en una tienda de Pyongyang en la que, con excepción de productos surcoreanos, se encuentra de todo con la condición de pagar en divisas: cigarrillos, cerveza, ropa, calzado. Hasta los extranjeros se surtían en ella. Como la compra de estos aparatos no estaba tan controlada como uno habría supuesto, solo declaré legalmente la compra de uno y, con una pequeña propina, no registré el otro. Para escuchar la radio del Sur se requería una gran prudencia. La débil insonorización de la mayor parte de las viviendas podía traicionarnos. Para que los vecinos no nos oyeran, nos metíamos por turnos de dos o tres debajo de unas mantas. Solo la antena quedaba fuera.
Teníamos que superar las interferencias también. La recepción era más clara entre las once de la noche y las cinco de la mañana. Nos gustaba escuchar las emisoras cristianas de la radio surcoreana. El mensaje de amor y respeto por el prójimo era particularmente bonito y completamente distinto a lo que estábamos acostumbrados a oír. En Corea del Norte la radio oficial, la televisión, los periódicos, nuestros maestros e incluso las tiras cómicas nos llenaban de odio: contra los imperialistas, los enemigos de clase, los traidores infiltrados, etc. Captábamos también la Voz de América y escuchábamos con avidez sus noticias internacionales para ponernos al día. Teníamos hambre de un discurso diferente al monopolio de mentiras en nuestro país. En Corea del Norte toda la realidad se filtra a través del pensamiento único Escuchando la radio encontrábamos las palabras que nos faltaban para explicar nuestras múltiples insatisfacciones. Cada emisión tenía el sabor de un descubrimiento y rompía con un discurso del que estábamos hartos. El mero hecho de qué hubiera una versión diferente a la verdad oficial era ya una especie de evasión, maravillosa y confusa a la vez. ¡Con cuánta emoción e interés oímos una emisión que demostraba que era el Norte el que había iniciar do la guerra de Corea!
La radio del Sur nos ayudó a ser más críticos con el régimen de Kim Il Sung. Conocíamos sus taras: la corrupción, la represión, los campos de concentración, la creciente escasez de alimentos, la apatía por el trabajo, el dinero derrochado en fiestas suntuosas para el aniversario de los dos ídolos, padre e hijo. Teníamos elementos de sobra para juzgar al régimen y para juzgarlo con severidad. Lo que nos faltaba, y lo que la radio nos daba, eran las piezas necesarias para comprender el conjunto del sistema: su origen, las razones de sus dificultades actuales, el absurdo de la retórica oficial sobre la autosuficiencia cuando nuestros dirigentes empezaban a mendigar la ayuda de la comunidad internacional. La verdad es que estábamos también muy orgullosos de saber más que los otros y de conocer un mundo del que nuestros vecinos no tenían ni idea. Tenía muchas ganas de hablarle a mi tío de lo que había descubierto, pero no me atrevía; seguramente le hubieran gustado las canciones surcoreanas, pero muy probablemente me habría prohibido seguir escuchando la radio del Sur.
En cualquier caso, le hacía correr un riesgo. Lo mejor para todos era afrontar la amenaza que se cernía sobre mí. An Hyuk, un amigo que vivía en una provincia vecina, recibió el soplo de que se estaba llevando a cabo una investigación contra mí. De acuerdo con lo que sabía, los agentes se estaban tomando su tiempo con la esperanza de atrapar a toda una red de escuchas ilegales. An Hyuk, que también oía la radio del Sur, se enfrentaba al mismo peligro que yo. Los dos teníamos la espalda contra la pared: podíamos esperar a que nos detuvieran o escapar. Las dos opciones eran igual de peligrosas, pero en la segunda había un rayo de esperanza. An Hyuk había estado ya clandestinamente en China. A la vuelta, lo detuvieron por haber cruzado la frontera de forma ilegal y lo enviaron a Yodok, donde estuvo un año y medio. Nos conocimos allí. Luego, cuando salimos los dos, nos mantuvimos en contacto por carta. Fue en una de esas cartas, cuidadosamente codificada, en la que me dijo que alguien nos había denunciado y que teníamos que vernos. Nuestro código era bastante sencillo pero eficaz: escribíamos lo contrario de lo que queríamos decir.
En su última carta se multiplicaban los «estoy muy bien», «todo marcha perfectamente», etc. Me anunciaba una próxima «ceremonia de boda de nuestros amigos». Entendí el mensaje. Nos reunimos y evaluamos la situación. Estábamos de acuerdo: no había más solución que huir. ¿Pero dónde? No teníamos en mente ir al Sur. Lo único importante era evitar que nos enviaran al campo de concentración. Yo llevaba ya tiempo pensando en escapar un día al extranjero y tenía dinero ahorrado para ese proyecto. Ahora había que pasar a los hechos, era casi una cuestión de vida o muerte. Esta vez nos internarían en un campo de régimen severo.
El éxito de nuestro proyecto exigía un silencio total. No debían enterarse ni sus parientes ni los míos, y mucho menos los amigos. Por suerte, como yo trabajaba en la distribución de legumbres y maíz, todos estaban acostumbrados a que me ausentara durante varios días. Podíamos partir, por lo tanto, sin levantar sospechas y sin que nadie se inquietara. Pasaría algún tiempo antes de que se hicieran preguntas, y estaríamos ya lejos.
Me resultaba difícil marcharme de esa manera. Dejaba detrás a mi familia y a una muchacha de la que estaba enamorado. La había conocido en Yodok. Su familia había sido liberada al mismo tiempo que nosotros; vivían con la ayuda de una abuela que residía en Japón. Se había puesto muy guapa. No dejaba de pensar en ella, pero mi timidez y mis frecuentes desplazamientos no facilitaron nuestras relaciones: nunca le declaré mis sentimientos. En el Norte es difícil tener una relación continuada con una mujer, porque la proximidad está mal vista. Hasta con ella debía ser discreto. ¿Y si se oponía? ¿Si se lo decía a alguien?
An Hyuk, por su parte, vivía lo más independiente que podía desde hacía mucho y a sus padres no les extrañaría su ausencia, al menos por unos días. Partir con él me llenaba de esperanza. Éramos amigos y podíamos contar el uno con el otro como si fuéramos hermanos. Además, en su compañía la huida no me parecía una empresa descabellada. ¿No había ido ya a China? Es verdad que había vuelto escoltado por dos guardias de frontera, pero seguramente había aprendido muchas cosas. Otra cosa más: uno de sus amigos que había cruzado la frontera le había dicho que, una vez en China, las cosas serían más fáciles.
Por mi lado yo aportaba un conocimiento completo de la red ferroviaria, necesario para aproximarnos a la frontera. En el periodo que siguió a mi liberación del campo, había tomado a menudo la línea Pyongyang-Musan para visitar a mis tíos que vivían allí. Sabía meterme a los revisores en el bolsillo. Para no tener problemas, ya que mi documento de identidad señalaba mi paso por un campo, los sobornaba. Cuando el revisor me pedía el documento de identidad, le respondía que no tenía, pero que mis padres eran japoneses y que había yenes en mi cartera. «Necesito hacer este viaje», decía, «y si usted me lo permite, le daré lo que necesite». Nos íbamos a su compartimiento, charlábamos, fumábamos mis cigarrillos japoneses. La actitud del revisor cambiaba por completo. Yo iba siempre bien vestido, con ropa japonesa y sabía cómo hacer para que se le hiciera la boca agua al revisor: «¿Qué más necesita?», le preguntaba. «La próxima vez se lo daré». Era muy fácil, aunque había que observar ciertas reglas. No debía distribuir los regalos de golpe, había que hacerlo en pequeñas dosis, de forma que el otro lo recordara y pensara constantemente en ello.
En una ocasión le di a un revisor un magnetoscopio japonés. Se puso muy contento y seguimos charlando como si fuéramos viejos amigos. Cuando amenazó a una mujer que traficaba con algo, intercedí en su favor: «Parece muy pobre, deberías cerrar los ojos…». Lo hizo.
Otro revisor, a quien le confié que había estado en un campo, se escandalizó cuando se enteró de los motivos de nuestra detención. Intenté cambiar de conversación, era peligroso. Añadí simplemente: «Fue solamente mala suerte, lo importante ahora es vivir bien…».
El ambiente de los revisores estaba muy corrompido, pero eso les daba un lado humano. Estaban tan ansiosos por nuestros regalos que podíamos contar con ellos. Nos aconsejaban dónde podíamos encontrar a un colega particularmente complaciente, en qué vagón, o a otro revisor que cerrara los ojos si pasábamos por tal estación. El regalo más codiciado eran los relojes Seiko Mis parientes de Japón me habían traído una docena y tenía para colmar los deseos de muchos. Llegué incluso a hacer buenas migas con el jefe, que me revelaba el número del tren que debía tomar. Avisaba a sus subalternos, de modo que no tuviera ningún problema. El revisor no solamente no controlaba mi billete, sino que solía invitarme a beber algo con él en su compartimiento. Si teníamos un poco de hambre, recurría a un procedimiento expeditivo.
—¿De quién es ese paquete? —preguntaba en un compartimiento cercano.
El desgraciado dueño del paquete se ponía a temblar.
—¡Ábralo!
Era frecuente que los paquetes contuvieran comida china de contrabando.
—Cierre los ojos, camarada revisor, coja un poco.
Satisfecho, el revisor me llevaba a su compartimiento reservado para que continuáramos nuestra conversación.
Gracias al dinero de mis parientes japoneses me di cuenta de que, bajo el rígido envoltorio del comunismo, Corea del Norte solo aspiraba a una cosa: vivir tan bien como Japón. Cuando el país iba un poco mejor que ahora, en los años 60 y 70, lo que contaba era pertenecer a los círculos cercanos al poder, además de llevar en la muñeca un reloj Seiko, por supuesto. Hoy, el poder es un envoltorio vacío. El reloj Seiko sigue siendo importante, pero la mayor parte de la gente prefiere un anillo o un diente de oro que tener poder. He descrito la corrupción a un nivel modesto, pero reina por todas partes y cuanto más se acerca uno al poder, más profunda es. Una vez conocí a un antiguo prisionero político que, como muchos ricos residentes en Japón que se habían mudado a Corea del Norte, había sido internado en un campo con toda su familia. Su padre murió allí. Tiempo después, su madre, que era la única descendiente de un empresario muy rico, heredó una fortuna colosal: 4 mil millones de yenes, o sea, 40 millones de dólares. El dinero estaba depositado en un banco de la Chosen Soren y fue en gran parte desviado hacia las arcas de Corea del Norte, pero lo que quedó fue suficiente para transformar la vida de toda la familia y para sortear todos los obstáculos que encuentra un norcoreano medio. Después de firmar una declaración en la que se comprometió a que su familia japonesa no presentara ninguna demanda contra la Choren Sosen, la madre y el resto de la familia fueron puestos en libertad.
Nunca más tuvieron que preocuparse por cosas como permisos de viaje, los propios agentes de seguridad les llevaban la autorización a casa. Los agentes se precipitaban a su casa con cualquier pretexto, en busca de algunas migajas de su fortuna. En la casa de mi amigo en Nampo se encontraban todos los productos japoneses imaginables. Aunque no tenían permiso para vivir en Pyongyang, poseían dos Toyotas para acercarse hasta la capital. En una ocasión mi amigo chocó a ciento veinte kilómetros por hora con un grupo de soldados que marchaban por el borde de la carretera. Lo detuvieron y lo condenaron a muerte, pero a los tres meses salió libre. Consiguió corromper a los jueces y que se archivara el caso por medio de sobres, refrigeradores y televisores en color. Se volvió tan cínico y despectivo que no soportaba que le faltara nada. Sin embargo, me hizo el honor de ser mi amigo y a él le debo mi descubrimiento de la coca cola. No sé cómo la había conseguido. Mi primer trago fue una maravilla. Estaba resfriado y me curé casi inmediatamente.