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El paraíso norcoreano

La salida del campo no ayudó a que mejorara la salud de mi padre. Llevaba enfermo mucho tiempo, de una úlcera que hubiera debido tratarse desde antes de entrar en Yodok. En el campo era imposible operarlo y, visto el estado de los hospitales del país, no está claro que hubiera salido vivo de ninguno. Por su debilidad y su constitución frágil se había librado de los trabajos forzados. Como era muy hábil con las manos lo destinaron a un puesto de carpintero. No se quejaba, estaba resignado a su suerte. Como Mi Ho, la mayor ventaja de su carácter consistía en pasar desapercibido. Ni siquiera intentaron que se convirtiera en soplón. Diría que tuvo un internamiento tranquilo, si no fuera por los diez años perdidos, diez años difíciles, diez años sin su mujer. La vida, sin embargo, había sido muy dura con él. Sus sueños de hacer fotografía artística se habían esfumado, su mujer no estaba y todos esos años fabricando taburetes y escobas habían sido demasiado para él.

Su enfermedad se agravó a finales de noviembre de 1987. Tuvo que meterse en la cama, aunque parecía sufrir menos dolores. Recuerdo su último día. Estaba acostado tranquilamente, con los ojos cerrados, y de repente pareció que su cuerpo se relajaba. Hizo un pequeño ademán con la mano y esbozó una leve sonrisa, una especie de despedida. Así es como murió. Sin que nos diéramos cuenta. Mi idea de la muerte cambió, no la imaginaba tan apacible. Tenía de ella una imagen terrorífica. Desde entonces ya no me da miedo. Mi padre me mostró que podía ser un momento para sonreír.

La costumbre en Corea establece que se vele al muerto durante dos días. Se reúne a la familia y a los amigos, se bebe, se come pasta, se juega a las cartas; los vecinos vienen a ayudarte; el Estado otorga a la familia un bono para comprar treinta litros de aguardiente. Con algún que otro soborno, los treinta litros se convirtieron en cien; lo suficiente para ofrecer a mi padre un funeral decente. Lo enterré en la montaña, en un lugar con buenas vistas y una buena orientación. La tradición coreana señala que un emplazamiento bien elegido garantiza la prosperidad a los descendientes del difunto. A veces pienso que la ubicación de su tumba tal vez tiene algo que ver con la suerte que he tenido desde entonces.

Mi padre murió sin volver a ver a mi madre. Podría haberla visto. Nuestros desplazamientos estaban restringidos, pero ella hubiera podido solicitar un permiso para venir a vernos. El verdadero obstáculo era que no sabíamos dónde vivía. En otros países no hay más que consultar una guía, informarse en la policía o poner un anuncio en un periódico. Nada de todo esto es posible en Corea del Norte. Solo el azar vino a ayudarnos. La hermana pequeña de mi madre vivía en Nampo. No sé cómo conoció a un exprisionero de Yodok liberado antes que nosotros, que estaba en contacto con unos antiguos detenidos que tenían nuestra dirección. Tuvo la buena idea de comunicarnos dónde se encontraba mi madre. Sin embargo, había un problema. Yo tenía muchas ganas de verla, pero las dudas de mi abuela sobre el carácter forzado de su divorcio me habían turbado. Mi abuela no quería veda y puede que estas sospechas fueran también la razón por la que mi padre no había hecho la menor gestión para encontrarla por medio de sus viejos conocidos, que le habrían puesto sobre su pista. ¿Había otras razones en mis dudas? Durante diez años nos había educado nuestra abuela. Nos había criado, sostenido y protegido. Nos habíamos convertido en sus hijos. ¿No sería que tenía miedo de perdernos si encontrábamos a mi madre? En todo caso, no utilicé la dirección de mi tía en Nampo hasta que murió mi abuela en 1989.

Dos años después de nuestra liberación, la abuela todavía estaba bien. Se quedaba en casa, trabajaba un poco en los campos, contentándose con arrancar las malas hierbas y recoger algo para dar de comer a los conejos. El comienzo del verano de 1989 fue extremadamente caluroso. Un día, el 25 de junio exactamente, tuve una discusión con mi abuela a propósito de lo que me había preparado para comer. Esa tarde, volví a casa un poco más pronto para pedirle perdón, pero encontré la casa vacía. Las vecinas acudieron enloquecidas para decirme que mi abuela se había caído en medio del campo. Corrí. Ya no se movía. La llevamos hasta la casa, pero ya no respiraba. Parece que murió de un derrame cerebral. Fue un golpe muy fuerte. Habíamos estado muy unidos. Ella era el hilo que unía a todos los miembros de la familia. Ahora estábamos solos, Mi Ho y yo. Tiempo después, la añoré de una forma menos desesperada. Había conservado cierta belleza hasta los sesenta años, pero un año de campo bastó para que le salieran arrugas, se le cayeran los dientes y el pelo se le pusiera blanco. La pelagra y una hemorragia interna dejaron también sus secuelas. No obstante, digna mujer de Cheju, superó todas las pruebas.

Unas semanas después de su muerte mi hermana y yo escribimos a Nampo para preguntar por nuestra madre. Varios meses más tarde, creo que en enero de 1990, obtuvimos el permiso para ir a verla a Pyongyang, donde vivía. Llorando, nos contó la vida miserable que había llevado en los últimos trece años. Después, escuchó con la boca abierta nuestro relato. No nos interrumpió, ni se atrevió tampoco a hacer una sola crítica contra el régimen. ¿Le tenía todavía respeto? Dijo simplemente: «No habéis tenido suerte. Es el destino…». Desde el día que salimos hacia Yodok, ella esperó su turno. Estaba convencida de que pronto irían a interrogada y que la mandarían con nosotros. Como los agentes de seguridad no llegaban, fue ella a verlos. Pidió que la enviaran al campo, pero le respondieron con brutalidad: «¿Quiere de verdad que la condenemos? ¿Sabe usted que podríamos enviar también a todos sus hermanos y hermanas junto a sus hijos?».

Mi madre pensó que ya no nos volvería a ver. En vez de tranquilizarla, los agentes le dijeron que no saldríamos nunca de Yodok y que moriríamos allí. No podía hacer nada. Volvió a casa y deshizo todos los paquetes de comida y ropa que había preparado para su partida al campo. Durante mucho tiempo vivió sola, deprimida y enferma.

El pequeño apartamento que ahora ocupaba en el centro de Pyongyang tenía una habitación principal, una cocina y un lavadero. Siempre que íbamos a verla nos guisaba unas comidas estupendas, encantada de hacer de madre. Pensó en mudarse para vivir más cerca de nosotros, pero la disuadí. Tenía suerte de vivir en Pyongyang y de trabajar en la Oficina de Servicios del Pueblo, un órgano de distribución de bienes de consumo. Le prometí que iríamos a verla lo más a menudo posible. Durante los años que estuve en Yodok me había dolido mucho que no nos hubiera acompañado. En esa época no comprendía bien su situación. Ignoraba que, después de separarlas, el Estado podía obligar a las parejas a divorciarse. Hoy, espero que no me recrimine que me haya escapado del país y que me comprenda mejor de lo que yo la comprendí en su momento.

La vida prosiguió su curso. Unos meses después de la muerte de mi abuela, mi hermana y yo nos mudamos a vivir a Pyungsung. Mi tío se casó y trajo a su mujer a vivir a la casa. Mi Ho entró en una escuela de enfermería. Yo empezaba a conocerla mejor. En el campo, el trabajo nos había alejado al uno del otro. Yo trabajaba por lo general en tareas al aire libre, mientras que ella estuvo siempre en la fábrica textil, y solo pasaba por casa para comer y dormir. Ahora que estábamos fuera, me daba cuenta de cuánto había cambiado. Tenía dieciocho años y era muy atractiva. En Yodok, la malnutrición prolongada, la suciedad y la vestimenta ridícula impedían que una chica resultara atractiva, pero ahora la belleza de Mi Ho no pasaba desapercibida y yo estaba muy orgulloso de los cumplidos entusiastas de mis amigos. Tenía muchos pretendientes, demasiados a mi gusto. Un oficial del ejército era particularmente insistente. Se trataba de un joven muy simpático, con una fuerza física extraordinaria. Había ganado un premio en el concurso nacional de taekwondo. No perdía ocasión de traerme arroz o combustible de calefacción que robaba en su cuartel, pero yo desconfiaba de su amabilidad interesada. Era un tipo extraño, ahora que lo pienso. Trabajaba como chófer de un general de división e intentaba atropellar sistemáticamente a todos los perros que se cruzaban por su camino. Un día se lanzó en la persecución de uno particularmente rápido, dio un bandazo y el coche terminó en un arrozal. Lo condenaron a un año de prisión y no lo volví a ver.

A decir verdad, lo eché de menos. En el fondo me gustaba hablar con él. Cuando salí del campo, perdí a todos mis amigos. Tuve la alegría de encontrarme de nuevo con algunos, pero mis relaciones con ellos no fueron siempre muy estables. Como el caso de un antiguo compañero de equipo en Yodok, que ahora vivía gracias al dinero que su hermana le enviaba desde Japón. A escala norcoreana era un hombre rico, y esa riqueza lo volvía poderoso. Entre otras cosas, le había permitido divorciarse de la mujer que su padre le había impuesto. Con solo darles un pequeño regalo, los funcionarios recuperan milagrosamente la memoria y recuerdan que tu expediente lleva esperando varios meses. Tiempo después, mi amigo usó el mismo método para evitar que lo juzgaran por los malos tratos que le daba a su nueva esposa y por la paliza que le propinó al amante de esta. Se divorció nuevamente y los sobornos taparon todo. Las cosas funcionan a menudo así en Corea del Norte: la violencia y el dinero toman el lugar de la ley. Incluso, hay un dicho popular que dice: «La ley está lejos, pero el puño cerca». Este régimen, que no deja de denunciar al capitalismo, ha generado un tipo de sociedad en la que el dinero es el rey, más todavía que en cualquier país capitalista. El dinero salvó a muchos norcoreanos que habían vivido en Japón. Contra la desconfianza del resto de la población y la franca hostilidad de la policía, que siempre los vio como perturbadores del orden público y espías potenciales, su única defensa fue el dinero japonés que llevaban en el bolsillo.

En cuanto a la violencia, reinaba en todas partes. Todo sentimiento de cariño o compasión estaba desterrado. Todos amenazaban y eran amenazados, todos golpeaban y eran golpeados. Acostumbrado a ver esto en Yodok, yo también me volví violento y no tenía el menor escrúpulo en hacer daño a los demás. He tenido que salir de Corea para adoptar una conducta más humana. Recuerdo una pelea, un 15 de abril, aniversario de Kim Il Sung. Como todos los días de fiesta, la gente callejeaba por la ciudad, bebiendo y buscando camorra. En Corea del Norte pelearse está prohibido por la ley, pero hacerlo en un día tan solemne está considerado como un crimen político, que se puede, castigar con trabajos forzados. Yo deambulaba con un grupo de amigos —mi banda, si queréis— y nos cruzamos con otra pandilla. Tras unos cuantos insultos empezó la pelea. Me debatía como un diablo tirado en el suelo cuando mi puño aterrizó sobre el ojo de un antiguo fusilero de la marina que por lo general nadie se atrevía a desafiar. Retrocedió, preso del dolor, y yo aproveché el momento para echarme a correr. Menos mal, porque unos momentos más tarde llegaron los agentes de seguridad y detuvieron a varios. Esa misma noche, estaba charlando con el novio de mi hermana cuando vi que por la calle subían varios miembros de la banda contraria. Eran por lo menos veinte, algunos armados con hachas y palas. Esta vez tuve miedo de verdad. Por suerte, el pretendiente se interpuso: «El que quiera atacar a Kang Chol Hwan, primero me tendrá que matar». Gracias a él pude dialogar con el jefe de la banda, al que había herido. Le ofrecí una disculpa y él me felicitó: «Eres un chico fuerte, Kang Chol Hwan. Es la primera vez que me dan un golpe parecido». Nos hicimos amigos y desde entonces me convertí en su protegido. En las calles se respetaba el orden jerárquico y yo ya no tenía nada que temer.

No me ha sido fácil cambiar mi comportamiento. En el campo me pegaban sin que yo pudiera responder, pero aquí respondía sistemáticamente, aunque en el fondo toda esa violencia me desagradaba. Me peleaba y luego me arrepentía. Por desgracia, cuando quería evitar la violencia me la encontraba. Un día me atacaron unos tipos con unas botellas y en lugar de responder corrí a donde estaba un policía al que ya le había hecho algunos pequeños regalos. Buscó a los que me habían atacado y los encerró. Luego, me llamó y me dijo: «Puedes entrar en su celda y zurrarles todo lo que quieras. Pero no quiero problemas, no mates a ninguno». Empecé a golpear a uno de ellos, pero luego me sentí avergonzado y me marché.

Terminé por apuntarme a un curso de taekwondo para aprender a dominarme mejor. Se corrió la voz y me dejaron en paz. Los matones norcoreanos suelen mostrar un gran desprecio por los antiguos detenidos políticos. Muchos matones pasan por la cárcel —es un derecho que tienen todos los norcoreanos— y aunque no se encarcela a sus familiares con ellos, tienden a pensar que las dificultades por las que pasan los presos políticos no son nada en comparación con las de ellos. Los horrores a los que se enfrentan estos rufianes son mucho mayores. Desde su punto de vista «los pobres imbéciles del n° 15», como decían, habían tenido una vida privilegiada.

Encontré un trabajo de repartidor en la Oficina de Distribución de mi cantón. Como la región es muy montañosa y no había camiones suficientes, se usaban todavía carros tirados por bueyes. De hecho, haciendo de la necesidad virtud, Kim Il Sung ha escrito un texto a la gloria de este medio de transporte. Me gustaba ese trabajo. La gente se alegraba siempre de vernos llegar con mercancías que esperaban desde hacía mucho tiempo. Éramos bien recibidos y nos daban algunas propinas. Además, podíamos hacer algún negocio por nuestra cuenta aprovechando las diferencias de precio que había entre Pyongyang y la provincia. Un par de zapatos, por ejemplo, que costaba entre cinco y diez wones a la salida de la fábrica, se podía vender por cincuenta u ochenta en las provincias, es decir, por la mitad del sueldo mensual de un obrero.

Al principio trabajaba con seriedad y mucha dedicación. ¡Estaba entrenado! Los compañeros apreciaban mi eficacia y mis jefes tenían confianza en mí. Me había vuelto incluso el favorito del secretario del Partido del lugar desde una vez que le conseguí madera. Se las arreglaba para asignarme las rutas más fáciles, con lo que me quedaba tiempo para descansar. Pero poco a poco perdí las ganas de trabajar. Ya no había guardias detrás de mí que me amenazaran y no veía por qué me iba a cansar más que los demás. Me entraron ganas de ir por otras provincias para ver si se podía aprovechar algún buen negocio. Soborné al secretario del Partido, obtuve salvoconductos y empecé a viajar a otros cantones en los que compraba mercancías que luego traía en camión o a través de particulares. Compraba ginseng salvaje, cambiaba aguardiente por zapatos, vendía bilis de oso, ombligos de civeta, excelentes al parecer para prevenir apoplejías. No era todavía rico, pero el negocio prosperaba. Estaba harto de los carros de bueyes y del barro. Tenía otras ambiciones, y me las arreglaba siempre con la ayuda del secretario del Partido para desarrollar mis incipientes negocios.

La Oficina de Servicio al Pueblo tenía dos funciones: organizar la distribución para la población no activa y abastecer de mercancías que no estuvieran incluidas en el sistema de racionamiento, en pocas palabras, suplir la ineficacia del sistema. Incluía todo tipo de cosas, desde productos para el cabello hasta pastelillos, zapatos, ropa, pan, relojes o bicicletas. Como la red de distribución del Partido estaba cada vez más paralizada, esta red complementaria se volvía esencial, por más incómoda que fuera. Cuando hacía falta cuero o gasolina, por ejemplo, había que dirigirse al ejército, en el que el responsable del depósito de gasolina tenía más poder que su comandante. Una vez conseguí suficiente gasolina para un año a cambio de un reloj Seiko Los circuitos paralelos, mucho más eficaces, sustituían a los circuitos oficiales y eso permitía que los más emprendedores se enriquecieran. He sido uno de ellos en mi modesto nivel: ganaba cerca de mil wones al mes y me tenían por alguien muy rico en mi barrio Para la mayoría de la población, sin embargo, la situación iba de mal en peor. Los vales de racionamiento dejaron de tener valor porque ya no había alimentos ni ropa ni productos de limpieza en las estanterías.

El colapso de la economía llegó de repente. El mejor termómetro para medir la situación eran las pescadillas que se suelen poner a secar al sol en todas las casas. A partir de 1988 me di cuenta de que la economía se hundía porque el número de pescadillas se reducía progresivamente. En 1990 ya no quedaba una. Ese año hubo grandes problemas en la distribución del arroz. Es un aspecto de la hambruna actual que no se señala lo suficiente: a las dificultades de la producción propiamente dicha, debidas a la falta de incentivos al trabajo, de fertilizantes y de tractores en buen estado, hay que añadir las dificultades de distribución. El cantón de Yodok, por ejemplo, producía todavía más arroz del que consumía en 1990, pero no había trenes para transportar los excedentes. Hubo que recurrir a unos camiones muy malos que se estropeaban fácilmente en las carreteras sin asfaltar. El arroz que se necesitaba en las ciudades se pudría en el campo, y los bienes manufacturados que necesitaban los campesinos se quedaban en las ciudades.

A medida que la situación empeoró, los campesinos empezaron a criar cabras o perros por su cuenta y a trabajar lo menos posible en las granjas colectivas. Teniendo en cuenta lo poco que podían conseguir con su salario mensual —de 100 a 150 wones—, no les quedaba otra opción. Un perro vale 300 wones, una cabra 400 y un bote de miel 150. Para no morir de hambre, empezaron también a cultivar miles de colinas abandonadas por las granjas colectivas, de manera que el campo se llenó de parcelas invadidas en las que no imperaba ningún tipo de ley. Con el mismo valor y tenacidad que he encontrado más tarde entre los comerciantes de Namdaemun[4], los campesinos norcoreanos trabajaban a menudo esas tierras por la noche, después de una jornada entera en las granjas colectivas. Durante el día, bajo las órdenes de burócratas ineptos y corruptos, pasaban el tiempo haciendo el menor esfuerzo posible, pero al caer la noche se empleaban a fondo en producir alimentos para sus familias. Por desgracia, los cultivos privados contribuyeron a las inundaciones de los años 1996 y 1997. La erosión del suelo, producida por la deforestación intensiva, dio como resultado un mayor número de deslizamientos de terrenos y una elevación del lecho de los ríos. Aunque el Partido era completamente contrario a los cultivos privados, el movimiento campesino se volvió tan fuerte que el Partido tuvo que ceder. Sin modificar las leyes, toleró y tolera todavía estas actividades privadas y se contenta con controladas mientras recuerda que en la República Popular Democrática un particular no puede ser el propietario de un terreno y corre el riesgo de que se lo confisquen. El movimiento y las revueltas campesinas han sido de tal importancia que el Partido solo ha reprimido algunos casos muy visibles. Esto constituye un aspecto muy importante de la situación actual y es señal de que en Corea el gusano capitalista está dentro de la fruta comunista.

Este movimiento de privatizaciones, o de apropiaciones salvajes, explica que la suerte de los campesinos sea mucho mejor que la de los obreros y empleados de las pequeñas ciudades, donde la hambruna se deja notar con más intensidad. Por otra parte, los campesinos son víctimas de otras penurias. Deben comprar la ropa a comerciantes ambulantes ilegales, que se abastecen en el mercado negro de las ciudades o en los pocos talleres y fábricas que funcionan todavía. A veces la ropa entra de contrabando desde China. Cuando yo estaba en Corea del Norte, a principios de los años 90, el intercambio era poco favorable para los campesinos: un par de calcetines de nylon, de un valor de 40 wones, se cambiaba por dos kilos de maíz; un huevo sólo valía un won; una botella de aceite de 10 a 15 wones; una gallina valía unos 60 wones; pero hacía falta entre 100 y 150 wones para comprar la tela necesaria para un traje; un pantalón fabricado en Japón valía 400 wones; una camisa de manga corta de origen chino de 100 a 130 wones, o 250 wones si estaba fabricada en Japón. Se comprende bien por qué los parientes de los antiguos residentes en Japón venían siempre de visita a Corea del Norte cargados de zapatos, ropa o aguardiente: era una extraordinaria moneda de cambio.

La generosidad de la parte de nuestra familia que seguía viviendo en Japón fue determinante para nosotros también: comprando la benevolencia de los guardias pudimos acercarnos a Pyongyang. Los antiguos detenidos no tienen derecho a salir de las zonas donde se les asigna la residencia, pero con los sobornos todo se volvía posible. Escribimos a nuestros parientes para pedirles ayuda, con mensajes encubiertos a causa de la censura. Era nuestra primera carta tras diez años de silencio, pero ellos ya imaginaban lo que había sido de nosotros. Durante los años que estuvimos en el campo habían intentado en varias ocasiones viajar a Corea del Norte para vernos, pero la policía les decía siempre que estábamos de vacaciones. Había mucha preocupación en Japón por todos esos norcoreanos que de pronto se estaban marchando de vacaciones durante largos períodos de tiempo. Se firmaron manifiestos públicos al respecto, y algunos coreanos residentes en Japón se presentaron en televisión y hablaron sobre sus familiares desaparecidos. Es probable que estas campañas hubieran tenido algo que ver con nuestra liberación, si bien es mucho más probable que esta se haya debido a la muerte de mi abuelo. Seguramente nunca sabremos qué fue de él, pero, en general, la muerte del supuesto criminal tenía como resultado la liberación de la familia.

Gracias al poder del dinero pudimos escapar a la desgraciada vida cotidiana que llevábamos en nuestro rincón perdido de la provincia norcoreana. Si quieres llamar por teléfono, hay que pasar por una operadora… y ser paciente. ¡Y cuántas dificultades para llamar a Japón! La comunicación es oficialmente posible, pero en la práctica solo se puede hacer desde algunos centros telefónicos especiales —esto es, intervenidos— en los que se paga con divisas extranjeras. Si quieres distraerte, solo hay un cine en cada cantón, y aunque el precio de la entrada es irrisorio, solo hay películas que invariablemente glorifican al ejército, a Corea del Norte, a los guerrilleros que lucharon contra los japoneses, etc.

Todo el mundo intentaba sobrevivir y los que tenían menos recursos vendían recipientes de plástico, calcetines de nylon, ropa o calzado del ejército, muy apreciado por su solidez. Los excedentes del ejército estaban por todas partes, se trataba en realidad de un mercado negro organizado por los oficiales del ejército. Mientras, los desgraciados reclutas norcoreanos llevaban uniformes raídos y unas botas en las que se metía el agua.

Para dejar nuestro cantón hubo que emplear grandes medios. Un paquete de cigarrillos, un poco de aguardiente o algunos billetes eran suficientes para un salvoconducto local, pero no para mudarse a los alrededores de Pyongyang. La llegada de nuestros parientes cambió las cosas: los agentes de seguridad, que hasta entonces nos trataban con indiferencia o desprecio, de repente se interesaron por nosotros. Empezaron a hablarnos y luego incluso a darnos la mano. Era evidente que había llegado el momento adecuado para una discreta negociación. Con la ayuda de unos suntuosos regalos, especialmente un televisor en color japonés, mi hermana y yo pudimos trasladarnos a vivir con nuestro tío en Pyungsung, a unos treinta kilómetros de Pyongyang. El centro de investigaciones científicas de la ciudad había solicitado que recuperase su plaza de investigador. Mi tío había salido como número uno de su promoción en la universidad politécnica y era conocido como una persona de talento. Se reincorporó a la universidad, terminó sus estudios de química y obtuvo el doctorado en 1991. Su puesto tenía muchas ventajas: se trataba a los empleados de este instituto como ciudadanos de Pyongyang. Puede parecer extraño que se permitiera a un antiguo prisionero político terminar una licenciatura y luego un doctorado. En realidad, trabajaba en un ambiente en el que se le podía tener muy controlado. También había tenido suerte: el vicepresidente del centro había ido a la universidad con él, había sabido por un tío suyo que el motivo de la detención era muy banal y que su expediente individual era favorable.

El hecho de vivir en Pyungsung me permitía visitar con más frecuencia a mi madre. Algunas veces me acompañaba Mi Ho, pero por lo general iba solo. Nos alegraba vernos. Mi madre me preparaba algunos platos y me compraba ropa. Sin embargo, me preocupaban algunas cosas. Como los permisos para ir a Pyongyang eran difíciles de obtener, muchas veces viajaba sin autorización, lo que constituía una flagrante violación de la ley. El jefe de policía de la comunidad, que era una mujer, cerraba los ojos a cambio de algún regalito, pero yo no estaba seguro de cuánto duraría esta situación. Me arriesgaba a tener problemas y sobre todo a causárselos a mi madre. Con el tiempo, fui reduciendo el número de viajes.

Había llegado el momento de ocuparme de mi porvenir. Mi tío me presionaba para que entrara en la universidad. Habría sido el deseo de mi padre y de ese modo lo obedecería. Me presenté al examen de admisión, repartí algunos regalos a las personas adecuadas, y me aceptaron en la universidad de la industria ligera de Hamhung Hubiera preferido la de Pyongyang, pero era un lugar casi imposible para un antiguo prisionero político. Asistí a clases durante varios meses, pero no me sentía a gusto. Estaba interno en una pensión que no me gustaba, esa era la primera dificultad. La segunda dificultad, que con el tiempo se volvió más importante, era la atmósfera insoportable de esa ciudad, en la que no se quería a los forasteros, a la gente venida de otras regiones. Para colmo, la ciudad estaba llena de macarras y yo ya no tenía ganas de tener problemas en la calle. Como la universidad de Pyungsung me resultaba igual de inaccesible que la de Pyongyang, en otoño de 1991 dejé los estudios y regresé a nuestro apartamento de Pyungsung.

Debía encontrar otra salida profesional distinta a la universidad. Mientras tanto, la ayuda de nuestros parientes en Japón me salvaba de la miseria. Es conocido el caso de Cuba, donde una parte de la población subsiste gracias a los envíos de los familiares que han emigrado a Estados Unidos o a Europa. En Corea del Norte, el maná viene de Japón. Cuanto más se degrada la situación económica del país, más necesario es ese flujo de dinero. A finales de los años 80 y a principios de los 90, hubo momentos en los que incluso no había vales de racionamiento, por no hablar de las raciones mismas. El único modo de conseguir algo era repartiendo regalos. Por suerte, mi familia era lo bastante rica para granjearse la amistad del secretario general del Partido de nuestro municipio y también del gobernador. Las cartas y los paquetes de Japón llegaban en un barco que todavía hace el trayecto de quince horas entre Nigata y Wonsan una vez al mes. Se controlan todos los paquetes, claro está, pero solo están prohibidos los productos hechos en Corea del Sur. Hasta el dinero pasa. Teníamos sobre todo necesidad de medicamentos y de ropa.

En cuanto a las visitas, para las autoridades son un arma de doble filo. Por un lado les encanta recibir a residentes de Japón que traen divisas. Por otro, siempre se corte el peligro de que esas visitas hablen luego de la mala situación económica y política del país. Por eso, cuando una familia japonesa viene de visita, se da orden de limpiar y dejar presentable todo el cantón. Se barren y se engalanan los pueblos y las casas que puedan visitar. A veces se llega a más: antes de que llegaran nuestros parientes japoneses, nos hicieron mudarnos a una casa más cómoda, con dos amplios dormitorios y un cobertizo en la parte trasera para atender a los huéspedes. Justo antes de la visita, los agentes de seguridad nos visitaron para darnos instrucciones. No debíamos mencionar el campo ni quejarnos de nada. Podíamos charlar, pero quedaba prohibida cualquier cosa que supusiera una crítica al gobierno. Para asegurarse de que obedecíamos, los agentes escuchaban las conversaciones. Desde mediados de los años 80, después de diez años de protestas y después de que la asociación de coreanos en Japón hubiera manifestado su descontento, las autoridades habían limitado la vigilancia a las horas diurnas. Tampoco era muy necesaria. Si queríamos hablar libremente, solo había que darle un poco de dinero al agente para que se fuera a dar una vuelta. En realidad, las autoridades no tendrían por qué preocuparse de las visitas, pues estas saben el riesgo que correrían sus anfitriones si difunden sus relatos.