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Diez años en el campo: ¡gracias Kim Il Sung!

Y luego, un buen día terminó la pesadilla. Habíamos notado un cambio en la actitud de los guardias hacia nosotros, pero no le habíamos prestado mucha atención. Era apenas perceptible y no sabíamos qué quería decir. Algunos guardias más amables, especialmente el que había sacado a mi tío de los trabajos forzados, nos dieron a entender que no era el momento de hacerse notar y que debíamos redoblar esfuerzos. Ese tipo de fórmulas, sin embargo, se usaba también para incitarnos a trabajar todavía más, para que el porvenir fuera más bello y nuestra vida mejor.

El 16 de febrero de 1989, día del cumpleaños de Kim Jong Il, convocaron a todos los detenidos del poblado en la sala de reuniones. El jefe de seguridad del campo, en uniforme de gala, dio un discurso sobre la benevolencia del Gran Líder. Al terminar, los presos entonamos a coro el famoso Canto del general Kim Il Sung.

En la montaña Changbaek

Hay marcas de sangre

A lo largo del río Asnnok

Hay marcas de sangre

Hoy todavía, en el ramo de flores de la Corea libre

Salen a la luz marcas gloriosas

¡Ah, Ah! Nuestro general

El general Kim Il Sung…

El jefe de seguridad anunció a continuación que algunos de nosotros íbamos a ser liberados. Un estremecimiento recorrió a todos los asistentes, seguido de un silencio total cuando se empezó a leer la lista de los presos elegidos. El 16 de febrero era la fecha habitual para ese tipo de anuncios, pero esta vez la sorpresa fue completa: ¡de repente oí el nombre de nuestra familia! Al principio no comprendí bien lo que pasaba. Mi tío, sentado junto a mí, estaba conmovido, pero intentaba que no se manifestara su felicidad. No era correcto demostrar alegría por abandonar un lugar tan eficaz para la reeducación ideológica y tan impregnado por el pensamiento de Kim Il Sung. Leyeron el resto de los nombres sin que les prestáramos atención. Mi tío me susurraba al oído: «¡A lo mejor salimos, a lo mejor salimos!».

Yo no sabía qué pensar. La noticia era a la vez extraordinaria y terriblemente inquietante. Me hubiera gustado pedirle consejo a mi abuela y a mi padre, pero ese día estaban enfermos y no habían podido acompañarnos. El jefe del campo explicó luego que el presidente Kim Il Sung y su hijo, nuestro querido líder Kim Jong Il, habían decidido, en vista de los progresos ideológicos de los detenidos citados, darnos la oportunidad de trabajar para la patria fuera de Yodok. El resto de los prisioneros debían ver en esta medida una prueba de la inmensa benevolencia de nuestros dirigentes.

Después de estos comentarios tomaron la palabra un representante de los que se iban y un representante de los que se quedaban. Les habían informado previamente de su suerte, en el mayor secreto, para que pudieran preparar sus discursos. El primero subió a la tribuna. Seguramente tenía ganas de decir otras cosas, pero se contuvo y exaltó la sabiduría de nuestros dirigentes, su clarividencia y sobre todo la magnanimidad del Partido: «Gracias a nuestro Gran Líder, al camarada Kim Il Sung, y pese a nuestros crímenes, vamos a ser liberados. Agradecemos profundamente al Partido esta decisión e intentaremos ser dignos de ella. Queremos agradecer también a la dirección del campo de Yodok, que nos ha ayudado a tomar conciencia de la gravedad de nuestros crímenes, que nos ha educado y ha educado a nuestros hijos, que nos ha alimentado y cuidado, todo en el más puro espíritu patriótico y revolucionario…».

El representante de los que se quedaban habló a continuación. Tras diez años en el campo él también había albergado la esperanza de ser uno de los elegidos; pero su nombre no iba a ser pronunciado y no recibió ninguna explicación. La noticia, tan decepcionante, tan abrumadora, le había sido comunicada algunos días antes, con la orden formal de no decirle nada a nadie. Peor aún, le habían exigido que se preparara para darle gracias al Partido y al Gran Líder que, con su clarividencia habitual, habían decidido dejar en Yodok a un cierto número de detenidos que no demostraban aún ser dignos de continuar con la obra revolucionaria en el seno de la población norcoreana ordinaria. «El Partido nos concede la oportunidad de redimirnos todavía por algún tiempo. En nombre de los que nos quedamos, lo agradezco y prometo que a partir de ahora trabajaremos mejor para merecer nuestra salida». La ceremonia terminó con deseos de salud y longevidad al Gran Líder. Mi tío y yo nos precipitamos a nuestro barracón. No se lo podían creer; la abuela lloró un poco, o tal vez mi padre. Mi Ho guardaba silencio, pero tenía la cara iluminada.

Al día siguiente las familias liberadas fuimos convocadas al despacho de seguridad de nuestros respectivos poblados. Todos y cada uno firmamos un documento en el que nos comprometíamos a no revelar nada sobre Yodok ni sobre lo que había ocurrido allí durante nuestra detención. Admitíamos que decir una sola palabra sobre ello conduciría a «un justo castigo»: volver a Yodok, por ejemplo, o a un sitio todavía peor. Pusimos nuestras huellas dactilares y esperamos la continuación. Éramos unas diez familias solamente, tan pocas que, en términos generales, esta liberación produjo en el campo más lágrimas y amargura que felicidad. Muchos manifestaban su desesperación: habían entrado al mismo tiempo que nosotros, incluso antes, y no se les liberaba. ¿Morirían en ese lugar maldito? Me sentía un poco culpable frente a esta gente. Los evitaba para no cruzarme con sus miradas desesperadas y, a veces, también cargadas de odio.

Entre ellos había una niña un poco mayor que yo con la que había trabajado alguna vez. Éramos amigos. No paraba de llorar, tanto por su suerte como por nuestra próxima separación. No encontraba palabras para consolarla. ¿Qué le podía decir? ¿Qué esperanza podía darle cuando la única posible había sido pospuesta por tiempo indefinido? También me producía tristeza alejarme de Yi Sae Bong y de sus relatos sobre la vida japonesa. Y de muchos otros que me habían ofrecido su amistad y su ayuda en los momentos difíciles. Con ellos había compartido la carne de rata y deseado las mayores desgracias al Jabalí; con ellos había enterrado respetuosamente a la hermosa niña y me había vengado del cadáver del soplón, había dado alaridos de risa cuando un detenido se tiraba un pedo en un momento edificante de una película revolucionaria y tiritado de frío en la montaña. Todos los recuerdos del campo se me agolpaban. Creo que también tenía un poco de miedo de dejarlo, de no ver las cumbres de las montañas que nos rodeaban. Había aprendido a amarlas. Eran los barrotes de mi prisión y al mismo tiempo el marco de mi vida. Eran mi sufrimiento y mi ser, indisolublemente juntos. Los recuerdos más conmovedores me ataban a los lugares en los que había sufrido más. Era un sentimiento complejo, extraño, porque, a fin de cuentas, Yodok no dejaba de ser un lugar infernal e inhumano.

Estaba feliz por salir y, sin embargo, la idea de abandonar el espacio que había sido mi mundo durante tanto tiempo me llenaba de ansiedad. Diez años. Un buen trecho de mi vida. No sabía qué me esperaba fuera. La felicidad se mezclaba con cierta melancolía. Ya había visto esa extraña confusión de sentimientos con la partida de otros presos, pero había creído ingenuamente que cuando me llegara el momento la alegría me desbordaría y que dominaría cualquier otro sentimiento. Ahora que me tocaba a mí, estaba igual de confundido. Había crecido alimentándome con ratas y ranas; creía que eso era mi vida, la vida. Estaba acostumbrado. Cambiar de mundo así, de un día para otro, me parecía extraño. Los adultos vivían todo esto de otra manera, porque tenían otras referencias, aunque tampoco irradiaban alegría. La abuela no se mostró muy comunicativa. «En fin, por lo visto no moriré en este campo. Saldré y podré volver a ver a mis otros hijos», declaró simplemente. Compartía con mi padre y mi tío un sentimiento que yo ignoraba entonces: la rabia. La rabia por haber perdido diez años de su vida. Y la amargura, porque tenían pocas esperanzas de recuperar una vida normal.

Estas reacciones eran de carácter emotivo: echaría de menos los lugares, la gente, las amistades, los momentos compartidos. Por el contrario, la lucha cotidiana por sobrevivir en el campo n° 15 no me producía ninguna nostalgia. No me enseñaron gran cosa. Algunos supervivientes del gulag soviético cuentan que el campo fue para ellos una auténtica universidad. Está lejos de ser mi caso. Lo único que aprendí es que el ser humano tiene una capacidad ilimitada para la maldad; eso, y que las distinciones sociales se borran en el mundo «concentracionario». Si antes de entrar podía creer todavía que el ser humano se diferencia de las bestias, Yodok me enseñó que la realidad te muestra lo contrario. En el campo no había ninguna diferencia entre el hombre y la bestia. En el campo los padres robaban la comida de sus hijos cuando tenían hambre, mientras que no estoy seguro de que las bestias hagan lo mismo. También he visto morir a mucha gente en diez años. No vi que su muerte se diferenciara mucho de la de las bestias.

Antes de marcharnos, regalamos a nuestros vecinos y amigos los pocos enseres que conservábamos. Estaban oxidados o abollados, pero era lo único que podíamos considerar de nuestra propiedad.

Por fin, el día de la liberación llegó. Fue uno de los últimos días de febrero de 1987. Varios detenidos nos acompañaron todo lo que pudieron para despedirnos. Fue una escena muy triste. Seguramente no los veríamos más, pero intentábamos tranquilizarlos afirmando que ellos también saldrían algún día, que se cuidaran. Asentían con la cabeza, sin revelar las pocas esperanzas que tenían de ello. Partimos en un camión igual al que nos había traído diez años antes al campo. Cuando arrancó, recordé nuestra salida de Pyongyang y a mi madre que se alejaba de nosotros con lágrimas en los ojos. La visión me golpeó con una fuerza inesperada. Casi me había olvidado de ella. Su recuerdo se había borrado tanto y era tan lejano que no me parecía real. De pronto, a medida que el camión avanzaba por la deteriorada carretera, su imagen fulgurante volvió a mi mente. Comprendí en un segundo que el hecho de salir del campo haría posible que nos volviéramos a ver y que a partir de ahora podría pensar en ella sin que esto fuera absurdo o doloroso. Esta revelación y el sentido que alcanzaba me dejaron aturdido.

Al cabo de unos cuarenta kilómetros nos hicieron apearnos en un pueblo en el que debíamos permanecer temporalmente hasta que nos encontraran un alojamiento más definitivo. En Corea del Norte, cada provincia (do) se divide en varios cantones (kun) y cada cantón en diferentes municipios. Teníamos prohibido salir de nuestro cantón, que formaba parte de la provincia de Yodok. La regla se aplicaba a todos los recién liberados. Pasamos la primera noche en un hotel destartalado. Soñé que estaba todavía en el campo y cuando desperté me lo pareció también, pero la vista del suelo blanco me recordó brutalmente que estaba fuera. En el campo, una campana nos despertaba todos los días a las cinco. Aquí no había campana. Me invadió una sensación extraña y tardé tiempo en darme cuenta de que me encontraba en otro mundo. En los alrededores se extendía la campiña. Al principio nos trasladaron a una granja colectiva del cantón. En nuestra nueva calidad de ciudadanos libres comíamos mejor, por lo general arroz, queso de soja y pescadilla. Estábamos en 1987, la hambruna no había empezado todavía, por lo menos en esa región.

Estuvimos en la granja poco tiempo. Mi tío consiguió autorización para instalarse en Pyungsung haciendo valer sus competencias en bioquímica. El resto de la familia tenía que quedarse en la provincia de Yodok. Ahí permanecimos hasta el mes de abril.

La administración pública de todos los municipios norcoreanos se rige por dos comités: uno administrativo y el otro político. La policía nos puso en manos de la Unidad Laboral del primero y esta nos envió a una granja colectiva. Por supuesto, estábamos marcados como antiguos detenidos. En Corea del Norte el documento de identidad indica siempre la última ocupación del sujeto. El mío precisaba que había sido obrero de la unidad 2915 del ejército. Los ciudadanos comunes no saben lo que esto significa, pero los agentes de seguridad reconocen enseguida, detrás de esta fórmula y estos números, a un antiguo detenido político. Estábamos estrechamente vigilados por los agentes de seguridad del barrio, sin contar con los ubicuos soplones que había por todas partes. En Corea del Norte todo el mundo está bajo vigilancia, solo que la nuestra era un poco más estrecha. A decir verdad, en mi caso no era necesario, yo mismo tenía un policía en la cabeza. Me habían educado tan bien en el campo que seguía saludando a todos los agentes de seguridad con los me cruzaba con una inclinación de noventa grados. Como mis amigos se partían de la risa, poco a poco abandoné esa costumbre.

No teníamos ningunas ganas de quedarnos en una zona agrícola. Para salir del cantón los ciudadanos ordinarios necesitaban el permiso del director de la unidad de trabajo, de la policía y de la Agencia de Seguridad local. Los antiguos detenidos debíamos hacer una gestión más, con la Agencia de Seguridad del Estado. Afortunadamente, unos parientes que se habían librado del campo de concentración —sobre todo dos hermanas de mi padre y mi primer tío— nos ayudaron. Como familiares de prisioneros políticos, los habían dispersado por pequeñas ciudades y pueblos alejados de la capital. Una de mis tías se encontró así en Changjin, un pueblo de las montañas famoso por la gran derrota que sufrieron los estadounidenses durante el repliegue de las tropas de Mac Arthur en 1950.

Con todo, eran libres, todo lo libres que se puede ser en Corea del Norte. A golpe de sobornos, mi tío había conseguido reunir al resto de la familia por parte de mi padre en Musan. Un día se enteró de que nos habían liberado. Logró que toda la familia montara en el tren e hiciera un largo y difícil viaje para venir a vernos. El reencuentro fue muy emocionante. Al principio, nuestros tíos no nos reconocieron ni a mi hermana ni a mí, pero tras unos momentos de silencio nos abrazamos todos. No habían tenido la menor noticia de nosotros durante todo este tiempo y se habían temido lo peor. Recuerdo las efusiones de afecto, las risas y las lágrimas mezcladas que duraron toda la noche.

Llevábamos la ropa que nos habían dado al salir del campo, del mismo tipo que todos los demás. Era bastante más presentable que los uniformes del campo, pero esta ropa sin elegancia, toda ella cortada por el mismo patrón, nos daba la apariencia de antiguos detenidos. Gracias a los parientes, que nos trajeron ropa japonesa, pasamos de golpe de ser unos mendigos a ser gente rica. Mi tío y mis dos tías se quedaron cerca de una semana e hicieron todo lo que pudieron para subirnos la moral. Nos hacía mucha falta.

Los campesinos del lugar no nos manifestaban mucha simpatía. Para ellos, los antiguos detenidos contrarrevolucionarios no podían ser más que sospechosos y malos. Conocían la existencia de Yodok. Todos los norcoreanos saben que existe una red de campos de concentración en el país. Lo que no saben es cuántos campos son, cuántos presos hay y qué sucede en ellos. Por suerte, los norcoreanos tienen siempre algo de inocente y de honesto: con el paso del tiempo los campesinos constataron que no éramos tan malvados. Se fueron acercando a nosotros y pudimos revelarles algo de nuestra historia, siendo siempre relativamente imprecisos, por el bien de todos.

La jornada en la granja colectiva empezaba con una asamblea general en la que se nos proporcionaba nuestra ración diaria de maná político. El secretario del Partido pronunciaba un discurso que podía durar media hora cuando se había producido un acontecimiento particular, pero, por lo general, se contentaba con repetir un discurso reciente de Kim Il Sung o con leer un editorial del Rodong Shinmun. Después, un cuadro del Partido pasaba lista y nos dirigíamos a la oficina de intendencia donde se repartía la tarea. En invierno había menos trabajo en los campos y muchos agricultores se dedicaban a tareas de mantenimiento. Pobres campesinos norcoreanos. No conocen el sentido de la palabra vacaciones. Trabajan duro y no siempre les pagan el salario con dinero: recibían vales de racionamiento que intercambiaban según sus necesidades. Esta práctica se aplicó casi en todas partes hasta 1990, pero a partir de esa fecha los vales dejaron de servir en algunas regiones.

Gracias a mi tío y a los regalos que distribuyó entre muchos funcionarios, tuvimos la suerte de instalarnos en una pequeña ciudad situada cerca del centro industrial del municipio. Nos quedamos desde 1987 hasta 1990, escapando así de las labores agrícolas, mucho más duras que el trabajo en talleres o fábricas. El hecho de abandonar la granja nos libró de quedar clasificados como campesinos y de estar condenados de por vida a esa condición. En Corea del Norte los hijos de campesinos siguen siendo campesinos. No pueden ascender en la escala social. A menos que entren en el ejército o se pongan a repartir sobornos, lo que supone tener relaciones fuera del país. Antes, los campesinos podían escapar de su destino si se casaban con alguien de la ciudad, pero la ley cambió en 1988. A partir de ese año el habitante de la ciudad que se case con una persona del campo desciende en la escala social y tiene que abandonar la ciudad.