Una estancia en la montaña
Mis dos últimos años en el campo fueron un poco más fáciles. De 1985 a 1987 tuve la suerte de ser destinado a tareas menos duras en lugares apartados del campo. Pude así abstraerme, en una soledad relativa, del universo cotidiano, paradójico y cruel, del campo. Paradójico, tanto por el poco interés que ponían los guardias por nuestro trabajo, como por las bromas de mal gusto que hacíamos nosotros en un intento de defendernos de nuestra miserable existencia. Lo cruel se manifestaba en los castigos y accidentes. No obstante, hubo también algunas aventuras memorables que recuerdo con cierto cariño.
Un día de mayo, cuando participaba con varias decenas de otros jóvenes en la recolección de ginseng salvaje en una campaña para «mostrar nuestra fidelidad al Gran Líder ganando dólares para el Partido», nos topamos de narices con un oso. Un amigo que se había apartado para orinar vio una masa negra que se movía y, por curiosidad, le tiró una piedra. El oso lanzó un rugido de cólera y nos persiguió. Jamás hubiera pensado que ese animal corriera tan rápido. Afortunadamente, se desinteresó pronto por nosotros. Corrimos un buen trecho y nos detuvimos en la mitad de un prado. Agotados, estábamos recuperando la respiración cuando nos dimos cuenta de que se desplegaba ante nosotros un verdadero campo de ginseng salvaje. El oso nos había servido de guía.
Gracias a la benevolencia de ciertos guardias, también me destinaron a cuidar de las ovejas con otros dos detenidos Era una tarea más dura de lo que parecía, porque teníamos a nuestro cargo varios centenares de ovejas y había que rendir cuentas de cada una de ellas. Sin embargo, disfrutaba de una cierta libertad y la leche de oveja representaba un excelente complemento en mi dieta. Algunas veces, además, conseguía atrapar a un roedor o una serpiente. Después, de abril a agosto 1986, estuve ayudando a un apicultor, un puesto más privilegiado todavía que el anterior, ya que contábamos con la complicidad de algunos guardias que cosechaban miel a espaldas de sus superiores.
Como conocía bien la montaña, a veces los guardias me ordenaban participar en el entierro de un detenido. Recuerdo en especial el de Kim Su Ra, una muchacha que falleció el 16 de febrero de 1986, día del cumpleaños de Kim Jong Il. Era la única hija en una familia de cinco niños y era muy bonita. La pobre sufría de malnutrición y tuberculosis. Para la ceremonia del aniversario se había vestido con todo el primor posible dada nuestra situación. Era frecuente que en la ocasión se anunciara la liberación de alguien y Kim estaba llena de esperanzas. Sin embargo, se desplomó al llegar a la ceremonia y ya no se levantó más. Como la queríamos mucho le rendimos un homenaje. Confeccionamos un ataúd con unas tablas recuperadas de la serrería cercana. Quedaron algunos agujeros que dejaban ver el cadáver, pues lo habíamos hecho con los pocos medios que teníamos a mano. Fuimos a la montaña con el ataúd al hombro. Había una capa de hielo de casi medio metro y tuvimos que hacer un fuego para ablandar la tierra antes de cavar la tumba. En la primavera siguiente, noté que la tierra se había desplazado un poco y que el ataúd empezaba a sobresalir. Lo recubrí, quería que la muchacha descansara en un sitio decente.
Aislado en las alturas, escapaba a los abusos de los guardias: golpes, trabajos forzados, calabozo. Oficialmente, los golpes no estaban incluidos en la lista de castigos, pero eran moneda corriente. El pretexto más nimio era suficiente para pegar a cualquiera, fuera niño o adulto. Por ejemplo, en esa época había globos surcoreanos que dispersaban panfletos sobre el Norte. Era obligatorio mostrárselos a los agentes de seguridad o romperlos sin leerlos, pero, a pesar de su aspereza, el papel era muy apreciado para uso higiénico. Una vez, un detenido tropezó con un panfleto arrugado. Corrió de inmediato a entregárselo a un guardia. Al principio, el agente parecía tener un aire satisfecho, pero de pronto cambió su expresión: ¡el papel ya había sido usado! Golpeó al prisionero con tal furia que lo dejó incapaz de moverse durante varios días.
De un modo u otro, yo siempre me libré de esas palizas y fui capaz de evitar los trabajos más peligrosos. No todos los niños corrieron con la misma suerte. En la primavera de 1986 trasladaron a tres compañeros de clase a la mina de oro. Su tarea consistía en colocar los explosivos y hacerlos detonar. Primero encendían la mecha y luego corrían para ponerse al abrigo. Un día que estaban particularmente cansados no retrocedieron lo suficiente y la explosión mató a dos de ellos. Al tercero, protegido por un codo de la galería, le arrancó media cara. Pobres chavales. Los guardias los utilizaban sin ningún escrúpulo. De hecho preferían a los niños porque eran más pequeños y más rápidos. Los accidentes en la mina de oro era la segunda causa de mortalidad en Yodok, después de la malnutrición y muy por delante de la tala de árboles. Sin hablar de los numerosos heridos que producían los derrumbamientos o el mal manejo de las herramientas.
En el fondo tuve suerte de salir vivo, yo, el habitante de la ciudad acostumbrado a la vida fácil. Puede parecer paradójico, pero fueron las duras condiciones de vida y, sobre todo, el trabajo incesante los que me salvaron. No tenía tiempo para pensar en mi situación. Día tras día tenía que hacer lo que me exigían: aprenderme las lecciones bajo la amenaza de un maestro brutal, cortar un bosque de árboles, sacar la tierra de la mina, vigilar a los conejos, recoger maíz. La vida se me iba en obedecer y aguantar. Aceptaba mi situación como un destino. Si hubiera tenido una clara conciencia del infierno en el que me encontraba, me habría sumido en la desesperación. Nada peor que ponerse a pensar para hundirse en la melancolía.
Sin embargo, no siempre era capaz de olvidar mi desgracia. Solía tener sueños en los que yo moría o veía morir a otros; por lapidación, como los pobres fugitivos, o aplastados por un árbol. Por la noche, las escenas que quería borrar de mi memoria volvían: alaridos de dolor, caras desfiguradas, piernas destrozadas. Apenas cerraba los ojos, la puerta de mis terrores o de mis recuerdos se abría. A veces me asaltaban también imágenes de Pyongyang, lo que me causaba un sufrimiento inútil y extraño, pues en ocasiones me preguntaba si la ilusión era el campo, o Pyongyang. Un poco como Zhuangzi (Chuang Tzu) cuando se interroga al despertar: ¿Dónde comienza la realidad, dónde termina el sueño? ¿Soy yo el que ha soñado que era una mariposa o una mariposa ha soñado que era yo? La muerte habitaba en mis pesadillas. E incluso de día mi deseo encarnizado de vivir conocía algunas dudas. Morir me parecía mejor que el infierno en que vivía; pero la idea de verme enterrado en el frío y la humedad de la tierra bastaba para que me recuperase.
Con los años, mi vida cotidiana empezó a verse perturbada también por la sensación de injusticia, por el desfase entre lo que me habían enseñado y lo que vivía. Como en el caso de mi abuela, mis ideas fueron cambiando: la sorpresa dejó paso a un sentimiento de injusticia que luego se transformó gradualmente en indignación y en una protesta muda. Nos habían enseñado a hablar y a pensar guiados por los axiomas indiscutibles del Gran Líder; la conducta de los guardias, sin embargo, los contradecían abiertamente. Conocía casi de memoria la Carta a los amados niños de la nueva Corea que Kim Il Sung había escrito para el Día de los niños, «el tesoro de nuestro país, el porvenir de Corea…»[3]. Sin embargo, me obligaban a asumir los supuestos crímenes de mi abuelo. Yo ya no era una joya para el Gran Líder. Era un prisionero: sucio, harapiento, hambriento, agotado. Se habían burlado de todas esas bellas palabras con plena impunidad.
¿Por qué aislarnos del mundo? ¿Por qué etiquetarnos como recuperables si no nos daban los medios para integrarnos en la vida del país? ¿Para qué, si de todas maneras en Corea del Norte todas las noticias pasaban por el filtro de la propaganda oficial? Cualquier intento de comunicación con el mundo exterior se castigaba con severidad. Un prisionero del campo que tenía parientes ricos en Japón consiguió ponerse en contacto con ellos sobornando a un guardia. Fue descubierto y el guardia pasó de un día para otro a la condición de detenido. Incluso nuestra liberación, que esperábamos durante muchos años, se nos anunciaba en el último momento.