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Críticas y autocríticas cada dos semanas

En julio de 1984 cumplí quince años. Era un chico más bien flaco, incluso para el patrón del campo, pero resistía mejor que muchos otros. Podía andar a buen paso durante horas con cargas pesadas a la espalda; mucho tiempo había pasado, mucho ya, desde el día en que me desmayé por cargar el tronco de un árbol. Los recién llegados de mi edad, incluso los que parecían más fuertes que yo, no daban la talla. En Yodok, la costumbre, el entrenamiento y la astucia contaban más que la fuerza. Yo había llegado de pequeño al campo y había tenido tiempo de sobra para desarrollar estas aptitudes.

El resto de los presos me respetaba e incluso los guardias no me trataban mal ni se ensañaban conmigo.

¿Llegaré a decirlo? Una relación misteriosa había terminado por ligarme a ese sitio. Se dice que no hay peor esclavo que el que está contento de su suerte. No era mi caso. Yo no estaba contento. No obstante, me había convertido en un adulto consciente de las duras realidades de la vida en esa gran jaula llamada Yodok. Era mi jaula, y aunque estuviera prisionero, hambriento y vestido con harapos, en ella había aprendido a disfrutar de los aromas que traía la brisa en primavera, del verde tierno de las primeras hojas de los árboles, de los últimos tonos rosas del cielo, cuando el sol se poma tras las montañas. Miré siempre con emoción esas montañas en donde había recogido ginseng salvaje y plantas medicinales con mis compañeros: me recordaban el día que huimos a toda carrera porque nos encontramos de frente con un oso, las serpientes asadas que compartíamos, las dulces bayas silvestres. Eran recuerdos preciosos, recuerdos de amistad y de solidaridad —poco frecuentes en Yodok— a los que yo daba mucha importancia. Tenía la impresión de que me fortalecían. Los recuerdos más antiguos, por el contrario, me entristecían y me desanimaban. No había renunciado a la memoria de mis acuarios, pero ahora pensaba en ellos como si pertenecieran a otro mundo, al antiguo mundo de Pyongyang; al mundo de mi abuelo, condenado como delincuente; al de mamá, retenida por la fuerza y obligada a divorciarse de mi padre; al de Japón y al de los relatos extraordinarios de mi padre y mi tío. No sabía qué hacer con ese pasado en mi nueva vida, en la que no cabía la compasión, ni la mía ni la de los demás.

Así es como, poco a poco, me convertí en adulto, aunque en el campo se llegaba a esta edad de golpe con «La última clase»[2]. El maestro usó una fórmula piadosa para explicarnos la sensación de abandonar la infancia:

—Hasta ahora —nos dijo el último día de clases—, si cometíais una falta, incluso una falta grave, no se os fusilaba. Pero a partir de este momento sois adultos responsables y se os puede fusilar. Ya lo habéis oído.

A la espera de probar mi nueva responsabilidad con una condena a muerte, degusté a partir del día siguiente las delicias de la edad adulta en Yodok: trabajo físico desde la mañana hasta la noche, cantidades superiores en las normas a cumplir, distribución ocasional de un tabaco de tercera categoría, sesiones públicas de crítica y autocrítica, etc.

Las sesiones de crítica y autocrítica no eran una novedad. Se practicaban en todas las escuelas de Corea del Norte. Sin embargo, fuera de los campos, la atmósfera de estas sesiones era más bien pacífica y su ejercicio bastante formal: si no criticábamos bien o si éramos muy criticados, las consecuencias no eran graves. En Yodok era otra cosa. Los castigos consistían en cortar madera durante toda la noche, incluso para niños de diez a trece años.

La atmósfera era tensa. Sentíamos cómo el miedo y el odio inundaban la habitación. Los niños eran más vulnerables. Los adultos aceptaban las críticas, sabían que se trataba de un simple ejercicio obligatorio que no ponía en juego su sinceridad. Un poco más tarde, de hecho, el criticado criticaría al criticador. Era una regla impuesta a todos, no un asunto personal. Los niños no aceptaban las críticas. Se enfadaban, interrumpían cuando consideraban que las acusaciones eran injustas y discutían. La sesión breve de los miércoles, de unos veinte minutos, era por lo general demasiado corta para producir daños importantes, pero la tensión era mucho mayor los sábados por la tarde, cuando la crítica duraba cerca de dos horas. Cuando se producían acontecimientos particulares en el colegio, se organizaba una sesión extraordinaria. El contenido de las críticas de los adultos era bastante parecido al de las sesiones de los alumnos: «Durante las horas de trabajo no he estado lo bastante atento»; «Ayer llegué tarde por culpa de mi negligencia», y afirmaciones por el estilo. La diferencia más notable era que a las sesiones de crítica de los niños solamente asistían tus compañeros de clase.

En el caso de los adultos, cada grupo de trabajo tenía su propio lugar para la sesión breve de los miércoles, mientras que los sábados se reunían varios grupos en un pabellón más grande, bajo la mirada atenta de los retratos de Kim Il Sung y Kim Jong Il. Al fondo del pabellón había un estrado con una mesa, detrás de la cual se colocaba el que hacía su autocrítica. A su lado, dos agentes de seguridad y el representante de los prisioneros. En la sala no había sillas, nos sentábamos en el suelo, en grupos de cinco. Normalmente la sala estaba abarrotada. Algunos dormitaban, otros se mareaban con la peste corporal que inundaba el aire; el jabón no se conocía en Yodok.

A veces nos reuníamos en pequeños grupos para preparar la sesión del sábado. Un observador anotaba las críticas y autocríticas de unos y otros. A continuación se remitía un informe a los responsables del campo, que elegían los diez casos que consideraran más interesantes. La introducción de la ceremonia podía variar, pero el desarrollo era siempre el mismo. El que había cometido una falta subía al estrado, con la cabeza inclinada, y comenzaba su autocrítica. Todos hacíamos uso de las mismas fórmulas: «Nuestro Gran Líder nos ha ordenado», o la variante: «Nuestro Querido Líder nos ha enseñado». Según la categoría de la falta, hacíamos referencia a uno de los «pensamientos» del jefe del Estado sobre la cultura, los jóvenes, el trabajo, el estudio, etc. Se podían oír cosas como la siguiente:

«En la célebre conferencia del 28 de marzo de 1949 nuestro Gran Líder señaló que los jóvenes deben ser los más activos en el trabajo y el estudio. Yo, en vez de prestar atención a esta justa reflexión del respetado camarada Kim Il Sung, he llegado dos veces con retraso. Soy responsable por completo de ese retraso y he demostrado así que no hago caso de las iluminadas reflexiones de nuestro Gran Líder. A partir de ahora me levantaré media hora antes para estar en condiciones de seguir sus órdenes y ser de nuevo un buen y fiel combatiente de la Revolución de Kim Il Sung y de Kim Jong Il».

Intervenía entonces uno de los agentes de seguridad. Si estaba satisfecho con la autocrítica pasábamos a otra etapa: la crítica de otro detenido. En el caso contrario, le pedía a un miembro de la audiencia que profundizara en lo que había oído. Si el acusado se defendía, un tercer detenido retomaba el asalto. El procedimiento se prolongaba así hasta que el culpable reconociera todas sus faltas. Por eso, lo mejor era quedarse callado y aceptar desde un principio la insuficiencia de nuestra autocrítica. Se pasaba después al siguiente caso. La sesión duraba una hora y media o dos horas, de las nueve a las once más o menos, lo que a veces no era suficiente para tratar los diez casos previstos. Las autoridades intentaban entonces recuperar el tiempo perdido aplicándose a las faltas colectivas, las de un grupo de trabajo o de varios de sus miembros. Entre todos, designaban a uno de ellos para hacer la autocrítica del grupo. El orador debía ser el que más necesitara la autocrítica.

En general, las sesiones no se ocupaban de grandes faltas. Lo más importante del procedimiento era respetar las formas. En especial, la referencia a las lecciones ejemplares de Kim Il Sung era indispensable. Ahora bien, estas sesiones se desarrollaban de una forma tan convencional que no nos las tomábamos demasiado en serio, a pesar del gesto severo de los agentes y del silencio riguroso que debíamos mantener. Con el menor incidente nos distraíamos, como niños cansados en un curso que no les concierne. Muchas veces ocurría que alguien se tiraba un pedo en medio de un discurso de autocrítica. Ese pequeño detalle era suficiente para que se rompiera por completo la apariencia de solemnidad que reinaba en la sala, lo que sacaba de quicio a los guardias. A veces hacían la vista gorda, como si no hubieran escuchado nada; otras:

—¿Quién se ha tirado un pedo? —gritaban furiosos—. ¡Que se ponga de pie el que se haya tirado un pedo!

Como no se movía nadie, los agentes insistían y resonaban las acusaciones. Su autoridad se pone a prueba. Nos obligaban a quedarnos quietos hasta que el criminal confesase. Cuando finalmente era identificado, se le empujaba hasta la mesa de autocrítica y debía pagar su pedo con un mea culpa y una semana de trabajo suplementario.

Odiábamos las sesiones largas porque acortaban nuestras noches. Sabíamos que todo era teatro y le dábamos poca importancia, pero las autoridades del campo no veían las cosas de ese modo. No paraban de repetirnos que «para erradicar vuestra ideología podrida, el trabajo no basta. También hace falta control». Se referían al control ideológico, y mantenerlo era también responsabilidad nuestra. Para ello nos repartían, desde que llegábamos a la edad adulta, tres cuadernos en los que íbamos registrando el desarrollo de nuestra curación política: «el cuaderno del balance de vida»; «el cuaderno de la política del Partido»; y «el cuaderno de la historia revolucionaria de Kim Il Sung y Kim Jong Il». Debíamos asistir con los tres a las sesiones, para anotar todas las lecciones que aprendiéramos.

Con la vista puesta en nuestra edificación y reeducación, teníamos igualmente la obligación de acudir a dos reuniones semanales donde nos enseñaban canciones revolucionarias y la historia y el pensamiento de Kim Il Sung. Las lecciones, como las llamábamos, consistían a menudo en la lectura de un artículo del diario Rodong Shinmun, que llegaba cada día al despacho de la intendencia del campo. Los presos no podíamos leer el diario directamente, la palabra escrita del Partido estaba reservada a los agentes. Hubiera sido peligroso exponernos a todos los artículos; nuestra ideología podrida podría llevarnos a sacar conclusiones erróneas, por lo que era necesario que los guardias nos los comentaran. Cuando digo «comentaran» hago demasiado honor a estos señores, pues se contentaban con recordarnos de manera ritual la necesidad de que nos entrara en la cabeza el pensamiento del Gran Líder. «Os leo este artículo porque los estadounidenses y las marionetas de Seúl amenazan de nuevo con la guerra. El deseo de conquista de los imperialistas es tal que la paz está de nuevo amenazada y hay que estar bien armado ideológicamente para enfrentarse a las provocaciones».

Yo no sé si los guardias se creían lo que decían, pero cuando evocaban la posibilidad de una nueva guerra no nos dejaban muy tranquilos. Ya nos habían dicho que si en algún momento «los imperialistas y sus lacayos» invadían Corea del Norte, el personal del campo nos mataría antes de que llegaran. Yo tenía esperanzas todavía de salir algún día de Yodok. No tenía ningunas ganas de morir a manos de unos guardias que ni siquiera tendría el placer de ver escapando a todo correr. Este tipo de amenazas me daban un frío que me subía por la espalda, pero a muchos detenidos mayores que yo les hastiaba: «Pasará lo que tenga que pasar» era su divisa, y todo lo que sucediera fuera del campo no les interesaba.

En el marco de nuestra reeducación ideológica nos sometían a veces a la llamada prueba de fidelidad a Kim Il Sung. Consistía en cantar innumerables estrofas del Canto del general Kim Il Sung. Una de ellas decía: «Se acerca por todas partes una nueva primavera para Corea del Norte». Pang bang kok kok quiere decir «por todas partes, sin excepción». Me acuerdo de un viejo detenido que venía de Japón. Pronunciaba mal el coreano y en vez de pang bang kok kok empleó un día una fórmula cercana semánticamente, jog chog, que significa «disperso», «en desorden», una expresión bastante negativa que se usa para hablar de la basura y la porquería. Todo el mundo se echó a reír. El viejo tuvo que someterse a una sesión de crítica, se le calificó como «desviado ideológicamente» y escapó de milagro al calabozo.

A principios de cada año teníamos el privilegio de que nos leyeran el discurso de año nuevo de Kim Il Sung, que ocupaba tres o cuatro páginas del periódico. El acontecimiento duraba dos días, porque daba lugar a un absurdo concurso de recitación. En enero la temperatura descendía frecuentemente por debajo de menos 20 grados y, por lo menos, nos reunían en una sala con calefacción. El primer día recogíamos el discurso en uno de nuestros cuadernos bajo la mirada de los guardias, que verificaban nuestras notas para asegurarse de que habíamos escrito por lo menos una parte. El segundo día debíamos aplicarnos en memorizarlo, pero nuestro mayor esfuerzo consistía en dormitar sin que nos vieran. En realidad, a los guardias les interesaba solamente que estudiáramos el mensaje principal y pudiéramos recitar de memoria algún pasaje. Para mantener la atención, los guardias elegían al azar a algunos detenidos, que debían decir en voz alta lo que habían aprendido. Los tres mejores ganaban un regalo nada despreciable en nuestra situación: una manta para el primero, un par de zapatos para el segundo y un par de guantes para el tercero. En el caso de los niños el concurso se llevaba a cabo en clase. El ganador tenía derecho a un poco menos de trabajo. Los guardias mostraban cierta indulgencia: sabían bien que no lo podíamos retener todo.

Solo tengo un recuerdo borroso de esos discursos, que empezaban siempre con los resultados alcanzados el año anterior, en agricultura, industria, fuerzas armadas, etcétera, y concluían con la lista de «metas para el futuro». No olvidaban nunca hacer una mención a los residentes coreanos en Japón que, bajo la iluminada dirección de Han Duk Su, seguían combatiendo valerosamente en territorio enemigo, y otra a los surcoreanos, separados de la madre patria y bajo el yugo de los lacayos del imperialismo yanqui.

Los grandes aniversarios de los dirigentes eran también un buen pretexto para alguna celebración pedagógica que rompía nuestra vida cotidiana. Esos días, como en el resto del país, los niños del campo recibían caramelos. Me acuerdo del setenta aniversario de Kim Il Sung, en 1982. Estaba muy contento con los caramelos que me acababan de dar y corrí a enseñárselos a mi abuela, que, a estas alturas, ya estaba de vuelta de su devoción por el Partido del Trabajo:

—¿Ah sí? —dijo—. Le hemos dado todos nuestros bienes y a cambio recibimos años de campo y unos caramelos de mala calidad. ¡Desde luego, tenemos que celebrarlo, mi niño! ¡Y muchas gracias al camarada Kim Il Sung!

Me los comí de todos modos. Eran las primeras golosinas que probaba en mucho tiempo.

Los demás aniversarios, menos solemnes, ofrecían unas recompensas mucho más modestas y sin embargo muy esperadas, porque también rompían la monotonía. El primer día del año, el 16 de febrero (día del cumpleaños de Kim Jong Il), el 9 de septiembre (día de la fundación de la República Popular Democrática de Corea) y el 10 de octubre (día de la fundación del Partido) asistíamos a una edificante emisión televisada o a la proyección de una película revolucionaria. La jornada de trabajo terminaba antes para la ocasión, pero a veces estábamos tan cansados que nos quedábamos dormidos.

Recuerdo una película sobre la vida de Kim Il Sung, interpretada por un actor que se parecía de manera sorprendente a su personaje: el Gran Líder dirigía a sus tropas en la gran llanura de Manchuria batida por la nieve y el frío. La intensa lucha de los partidarios de Kim Il Sung y el maltrato que sufrían a manos de los japoneses debían suscitar nuestra simpatía por ellos, pero las imágenes produjeron el efecto contrario. En Yodok sufríamos con la misma intensidad que los partisanos, también el frío hacía estragos entre nosotros, las imágenes de la pantalla reproducían nuestra situación: calabozos, brutalidades, guardias indiferentes con la suerte de la gente sencilla, una alimentación insuficiente. En nuestro caso, además, los responsables de nuestras desgracias no eran los enemigos extranjeros, sino nuestros propios compatriotas.

Me acuerdo de otra película que contaba la historia de un auxiliar coreano del ejército japonés llamado Kapyong. La habíamos visto tantas veces fuera del campo que nos la sabíamos de memoria. El hombre, empujado por la necesidad y con poca conciencia política, trabajaba para los japoneses. Luego, un día conoce a Kim Il Sung, ve la luz y se transforma en un verdadero patriota. A continuación entona una canción en la que habla de las humillaciones que sufrió a manos de los fascistas. El estribillo lamentaba la suerte del «pobre Kapyong» y se cantaba en toda Corea. En el campo los niños hacíamos lo mismo, pero cada uno reemplazaba el nombre de Kapyong por el suyo.

La propaganda era tan burda y la pedagogía utilizada tan torpe que se volvían contra ellos. Como todas las escuelas norcoreanas, la del campo tenía un anexo reservado para el estudio de la revolución de Kim Il Sung. Un inmenso retrato del Gran Líder estaba colgado del muro y numerosas fotos ilustraban las diferentes etapas de su vida heroica. No se podía entrar en ese lugar con los pies descalzos y sucios. Había que ponerse calcetines y no unos calcetines ordinarios: todo alumno guardaba en su barracón el par de calcetines que había recibido en el aniversario de Kim Il Sung, reservado para la visita a los lugares santos. No importaba si sufríamos el frío del invierno, no importaba que chapoteáramos en los charcos durante la estación de las lluvias con los pies envueltos en trapos. Hubiera sido un sacrilegio ponerse los calcetines de Kim Il Sung en un día ordinario de trabajo. El código de conducta del Partido señalaba que debíamos reservar esos calcetines para la visita al anexo, por más falta que nos hicieran en nuestra vida cotidiana.

Una vez llegué al colegio sin recordar que El Jabalí nos había dicho que ese día iríamos a la sala consagrada al culto del Gran Líder. Iba vestido, como todos los días, con los calcetines llenos de agujeros y remendados diez veces por mi abuela. Cuando el maestro pidió que levantaran la mano aquellos que por casualidad se hubieran olvidado de traer sus calcetines, me entró el pánico. Afortunadamente, un tercio de los alumnos levantaron la mano como yo. El maestro estaba furioso. Nos sacó a los despistados al patio, nos puso en fila y empezó a pegarnos patadas. Llevaba unas botas militares y golpeaba con todas sus fuerzas. La patada que me alcanzó en el estómago fue tan violenta que perdí el sentido y no lo recobré hasta media hora más tarde.

En unos cuantos años el campo modificaba a los niños. En vez de transformarnos en admiradores acérrimos del régimen de nuestro Gran Líder, como era la intención original, nos volvíamos criticones, burlones, guasones y desconfiados en todo lo que tuviera que ver, de cerca o de lejos, con la autoridad. Al cabo de dos o tres años en el campo, los presos perdían cualquier resquicio de respeto que pudieran haber tenido por el Partido. El desprecio se extendía como una gangrena, empezaba con los guardias y luego, lentamente, alcanzaba a los grandes dirigentes.

En mi caso, creo que el campo afectó profundamente mi forma de ser. De niño era extrovertido y muy inquieto. Hoy, la gente piensa que soy reservado y un poco distante. Me volví más cerrado porque crecí en el campo. Conocí el sufrimiento y el hambre, la violencia y el crimen. Durante mucho tiempo culpé de mi situación a mi abuelo. Solo a partir de 1983 empecé a pensar de otra manera: mi sufrimiento se debía a Kim Il Sung y a su régimen, a esos campos repletos de inocentes. Durante mi infancia Kim Il Sung había sido un dios para mí. Unos pocos años en el campo me hicieron perder la fe. Mis compañeros y yo éramos las ovejas descarriadas de la revolución y el método que usaba el Partido para que volviéramos al redil consistía en explotarnos hasta la muerte. Ya no podía soportar esa propaganda sin sentido que intentaba hacernos creer que Corea del Norte era un rincón del paraíso.