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La locura ronda a los detenidos

En el verano de 1982 mi situación mejoró un poco más: me hice un buen amigo. Habíamos visto llegar al campo a dos nuevos detenidos. Eran casi marcianos, unos seres extraordinarios venidos de un mundo perdido. Se trataba de una mujer elegante, con gafas oscuras, acompañada por su hijo, también magníficamente vestido y con una delicada piel muy clara y diferente de la nuestra, curtida por el sol, el viento y la intemperie. Estábamos todos con la boca abierta.

Al cabo de unos meses su ropa bien cortada había perdido su esplendor, la mujer ya no llevaba gafas y los dos tenían la misma apariencia que el resto de los detenidos. Menos de un año después de su llegada, el chico cayó gravemente enfermo, sus piernas no le respondían. Afortunadamente, la parálisis le duró poco tiempo. Se llamaba Yi Sae Bong, era algo mayor que yo y al principio tuvimos dificultad para comunicarnos: aparte de algunas palabras en coreano, solo se expresaba en japonés. Hizo rápidos progresos, sin embargo, y me contó cómo había terminado en Yodok. Su familia vivía en Kyoto, la ciudad que tenía la sección más poderosa de la Chosen Soren en el extranjero. Cuando Pyongyang designó a Han Duk Su como jefe de los comunistas coreanos de Japón, la sección de Kyoto se opuso. Han Duk Su no había participado nunca en la lucha de los coreanos de Japón, era un simple mandado. Por supuesto, cuando los militantes se enteraron de que el nombramiento contaba con el apoyo personal de Kim Il Sung, lo aceptaron, pero el candidato ungido por el Gran Líder les guardó rencor y decidió vengarse. Muchos miembros de la sección de Kyoto terminaron en los campos. Se habían opuesto a Han Duk Su y por lo tanto a Kim Il Sung. Era un crimen imperdonable.

Como muchos otros que no previeron el peligro, el padre de Yi Sae Bong decidió volver a Corea del Norte con toda su familia. Planeó que él llegaría primero y que luego lo alcanzarían su mujer, sus tres hijos varones y su hija. Al poco tiempo de llegar fue detenido por espionaje y enviado a un campo de régimen severo. Tras varias semanas sin tener noticias de él, Yi Sae Bong y su madre viajaron a Corea del Norte para averiguar lo que le había sucedido. En lugar de recibir alguna explicación, fueron detenidos y enviados a Yodok.

Me encantaba que Yi Sae Bong me hablara de Japón. Me sorprendían la variedad de marcas de cerveza de todo el mundo que se podía encontrar allí y los grandes soldados estadounidenses negros que había visto. Soñaba con el nombre de Francia, Inglaterra, Alemania y sobre todo, no sé por qué, de Checoslovaquia. Me entusiasmaba la descripción de los grandes filetes que se cortaban con cuchillo y tenedor. Reclamaba más detalles sobre el modo de cocinarlos, sobre las guarniciones que se servían con ellos. Me dolía no poder imaginar con precisión el sabor de la salsa de tomate y me ofendía notablemente el increíble derroche que describía, esa comida sin acabar que se tiraba a la basura como si nada. Me enfadé aún más cuando me aseguró que en las tiendas japonesas se podía encontrar fruta en cualquier época del año. No podía imaginármelo. Llegué a sospechar que me mentía, que era un presumido, porque Japón no podía ser el paraíso. Me resultaba difícil admitirlo, a pesar de los buenos recuerdos que conservaban mi padre y mi tío.

Yi Sae Bong me inició en el conocimiento real de Japón. Lo acosaba para que me describiera su vida cotidiana: el colegio, la circulación de los coches, los cines, los grandes almacenes. No acababa de creerme su descripción de las grandes cadenas de fabricación de automóviles, con esos robots que montaban un coche en unos minutos. No obstante, lo que más me sorprendía no eran los coches ni la comida, sino los cuartos de baño, unos cuartos de baño donde uno podía sentarse y leer el periódico o tomarse un café. Me parecía increíble. La primera vez que Yi Sae Bong entró en los del campo, vomitó.

El invierno de 1982 a 1983 fue relativamente suave. Por desgracia, la nieve y el hielo no eran las únicas causas de muerte. Había también muchos accidentes. Yo presencié uno terrible mientras estaba destinado por unas semanas en una cantera de greda. Un grupo de niños habían recibido la orden de extraer en una sola tarde una tonelada de esa arena fina. Trabajaban sin supervisión y sin andamios, cavando unas galerías de su altura al pie de un corte vertical, envueltos en las sombras y el polvo. Yo era el encargado de transportar la tierra. Había que llevarla hasta unos camiones que luego la sacaban de la cantera. Estaba terminando uno de mis trayectos cuando escuché un ruido sordo y muchos gritos. Me precipité hacia la galería. Se había producido un derrumbamiento y varios chicos estaban atrapados. Mientras ayudábamos a retirar rápidamente la tierra, oí al director del colegio que hablaba con un guardia:

—¡La que han montado estos niños! —exclamó—. ¿Qué estupidez habrán hecho ahora para que se desplome la galería?

Conseguimos sacar a cinco o seis niños con vida, pero los otros murieron. Recuerdo sus cuerpos con la piel azulada, pero sin la rigidez de la muerte todavía. Me invadió un fuerte sentimiento de angustia. Esos chavales eran de mi edad, pero la suerte les había sido menos favorable. Nunca debieron de asignarles esa tarea. La historia, sin embargo, no acaba aquí. Después de limpiar por encima a los supervivientes, el maestro ordenó que volvieran al trabajo, había que cumplir con la cantidad establecida. Como es lógico, los chicos estaban conmocionados todavía y le suplicaron al maestro que dejara el trabajo para el día siguiente. Los obligaron a retornar a su faena con patadas y bofetadas, en el mismo lugar donde acababan de sacar a sus compañeros y junto a sus cuerpos alineados; los heridos fueron enviados al hospital del campo.

Cada poblado tenía una especie de hospital, si se puede llamar así a una oficina de dos habitaciones que olía a desinfectante. En ese lugar se juzgaba si un detenido era apto o no para el trabajo. Había una mesa, una silla y un catre. El médico, que también era un preso, no llevaba ni siquiera una bata. Su único instrumento era un estetoscopio. Lo ayudaba una enfermera, pero no contaba con ningún medicamento, con excepción de unos cuantos antiinflamatorios. La actividad principal del médico consistía en rellenar formularios que eximían a los enfermos de presentarse a las llamadas al trabajo. En casos muy excepcionales, cuando había un enfermo muy grave, conseguía algunos antibióticos o algunas inyecciones.

Las operaciones quirúrgicas urgentes, por ejemplo una apendicitis o una amputación, se llevaban a cabo en el hospital de verdad, que por lo general estaba reservado para los guardias y sus familias. Valía más no conocerlo: después de las operaciones se abandonaba a los convalecientes a su suerte y era muy frecuente que les sobrevinieran infecciones mortales. Cuando no había solución quirúrgica rápida, la muerte era segura. A los numerosos detenidos que tenían enfermedades pulmonares o hepáticas se les enviaba en cuarentena a un edificio especial para evitar el contagio. Las epidemias eran corrientes: sarna, y sobre todo tifus, que se contagiaba a través de los piojos. Un día un maestro nos sacó del aula, nos obligó a desnudarnos por completo y no nos admitió en clase hasta que no aplastáramos con las uñas todos los piojos que llevábamos encima. En cuanto se declaraba un caso de tifus, los guardias trasladaban al enfermo a la zona de cuarentena y aislaban su poblado. Enviaban al resto de la población a la montaña hasta que pasara el periodo de incubación y quemaban el poblado, que luego era reconstruido por los supervivientes.

La zona de cuarentena estaba dividida en dos sectores, uno para los enfermos contagiosos y otro que se ocupaba de los enfermos mentales. Ni a los primeros ni a los segundos se les prescribía jamás medicamentos: se esperaba sencillamente a que se curasen por sí solos. Daba igual si morían. Si sobrevivían, reanudaban el trabajo. En el campo había numerosos casos de locura, algo que representaba una amenaza tanto para el enfermo como para su familia. El loco podía decir cualquier cosa. Si era a favor de Kim Il Sung no les pasaba nada a los suyos, pero, por el contrario, si se permitía unas palabras equivocadas, podía desencadenar una catástrofe fatal para su familia. La locura golpeaba a viejos y jóvenes sin distinción, a los nuevos detenidos tanto como a los antiguos. Era como si en ese clima de terror, de sueño insuficiente y de mala alimentación, nos encontráramos todos permanentemente al borde del delirio. Los locos trabajaban como los demás, pero su ración era proporcional a la cantidad de trabajo realizado. Si trabajaban poco, tenían poco para comer. Si no trabajaban, reventaban de hambre.

Presencié varias crisis de locura. Por ejemplo, la de una alumna que tuvo que abandonar el colegio durante un mes porque el maestro le había pegado tan violentamente que se puso a delirar. Uno de mis mejores amigos, cuyo padre había sido profesor de historia de Kim Jong Il y ministro de Educación, pasó también por este trance. Su familia había llegado al campo al mismo tiempo que yo y estábamos en la misma clase. Un día, de repente y en medio de todos, se puso a delirar. Luego se echó a reír sin poder parar. Le pregunté de qué se reía y me dijo que su hermano le había dado una cosa muy rica para comer el día anterior. Nos veía a todos con la mirada extraviada y respondía cosas sin sentido a nuestras preguntas. El maestro lo envió a casa. Al cabo de seis meses volvió al colegio más sano, al parecer, pero más reservado y taciturno que antes.