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Unos conejos muy envidiados

Ese año cambié de trabajo varias veces. Ninguno era fácil pero, en la vida monótona de un niño detenido, los cambios eran bienvenidos. Ayudé en los campos de maíz, enterré cadáveres, recogí hierbas en las alturas. Los trabajos al aire libre me salvaron de la pelagra, cuyos primeros síntomas, las famosas gafas y unas ganas locas de comer todo lo que encontrara, había empezado a manifestar. En las montañas aprovechaba para capturar ranas y cocer sus huevos en agua, y esto me ayudó a combatir la enfermedad.

Durante unas semanas hice una sustitución en la mina de oro simada al norte del campo, sobre las primeras pendientes. A finales de la ocupación japonesa la mina había sido cerrada porque su explotación ya no era rentable. Ahora, con mano de obra gratuita, todo era distinto. En la mina trabajaban unos setecientos u ochocientos hombres. En grupos de cinco, como en el resto del campo, los mineros descendían al subsuelo sin ninguna protección, ni casco ni ropa especial, y equipados con una simple linterna de pilas o una lámpara de velas.

Un día decretaron una movilización especial. Esta vez se trataba de aumentar la producción nacional de oro para exportar una parte y obtener divisas extranjeras para Kim Il Sung. Para cumplir con las cantidades establecidas, los guardias trasladaron a algunos equipos agrícolas a la mina, entre ellos al mío. En nuestra condición de movilizados especiales, no ejecutábamos los trabajos más difíciles en el interior de la mina. No es que nos beneficiáramos de una gracia especial, es que nos hubieran tenido que dar una formación que se consideraba como una pérdida de tiempo en ese periodo de movilización. Habríamos reducido el rendimiento. Los de mi equipo nos contentábamos con recoger y transportar el mineral ya extraído por los más experimentados. Por más segura que fuera nuestra labor, no dejé de sentir cierta aprensión. Todas las galerías, incluso las más profundas a un centenar de metros bajo tierra, estaban mal apuntaladas. Había frecuentes derrumbes y el número de heridos era increíblemente alto. El lugar era tan espantoso que se hablaba de cierta maldición: se contaba que durante las tormentas los rayos caían por allí. Algunos presos mayores me aseguraron que varias personas habían sido fulminadas por los rayos, entre ellas un guardia.

El trabajo era tan peligroso como agotador. No disponíamos siquiera de una carretilla para transportar la tierra aurífera y debíamos llevar a la espalda una gran cesta que vaciábamos sobre una carreta tirada por bueyes. Esta vaciaba el cargamento en un estanque, donde otros detenidos cribaban la tierra y buscaban las pepitas. Como el río que atravesaba el campo tenía también la reputación de ser aurífero, en los periodos de movilización especial se formaba un pequeño equipo de presos que buscaba pepitas en el río con los pies metidos en el agua.

El trabajo en la mina presentaba, no obstante, algunas ventajas. A modo de compensación por las duras condiciones de trabajo teníamos derecho a un poco de comida adicional e incluso, a veces, a un poco de aceite. Otra ventaja apreciable era que como los guardias no se adentraban por las galerías, los detenidos estaban en paz, nadie les ladraba las órdenes, los insultaba o les gritaba. El control de la producción y el respeto de las normas se dejaba en manos de los soplones. Si queríamos evitar que nos castigaran con un turno adicional por la noche, teníamos que cargar sin parar desde las seis de la mañana hasta el mediodía y de la una a las siete u ocho de la tarde.

Mi paso por la mina representó el inicio de una nueva fase de mi vida en el campo, pues comprendí que otros lo pasaban peor que yo. Al menos yo no tenía que estar todo el día entre él polvo y la oscuridad, como los pobres mineros. Había vencido a la pelagra, ya no tenía diarreas y había superado la primavera amarilla. Tenía por fin la impresión de que manejaba correctamente los hilos de mi supervivencia y de que comprendía la mecánica interna de la máquina de Yodok. Aprendí cómo funcionaba el trabajo cotidiano y cómo organizaban los equipos; entendí el sistema que usaban los guardias para cambiar las consignas y las normas, rehacer los equipos y nombrar a sus jefes. Cuando lanzaban una campaña especial, yo ya estaba preparado; sabía ahora que no había que temer las movilizaciones extraordinarias, pues duraban solamente una o dos semanas y al final te reencontrabas con la familia.

Comprendí también el sistema de vigilancia indirecta que ejercían los guardias a través del enlace del grupo de trabajo del que formabas parte. Los guardias se habían mostrado muy eficientes al principio de nuestra estancia en el campo. Cosa de ponernos en vereda, imagino. Una vez que estábamos domados tendían a intervenir poco en el día a día. Las tensiones surgían en los controles de producción por la noche. Cuando no llegábamos a la cantidad establecida, se suponía que debíamos seguir trabajando hasta que la alcanzáramos, pero como ellos habrían tenido que quedarse también en medio del frío y deseaban volver a casa con su familia, a veces cerraban los ojos para no tener que prolongar su jornada de vigilancia. En pocas palabras, había conseguido salir de ese periodo de adaptación que podía durar meses o años, según fuera el detenido. Tenía doce años y ya no quería morirme Empezaba incluso a desarrollar el sexto sentido que adquieren todos los presos para identificar a los soplones. Ahora me doy cuenta de que los soplones eran tan víctimas del sistema como yo, mientras que antes pensaba que solo eran personas con mala voluntad.

Algunos meses después de mi llegada, eligieron como soplón a un niño de mi cuadrilla. En cuanto se lo comunicaron llegó corriendo a advertirnos, entre risas, que en adelante debíamos cuidarnos de lo que dijéramos en su presencia. Para su desgracia, no cumplimos con su advertencia y cada día que pasaba sospechábamos más de él. Evitábamos hablar mal de los guardias, de los maestros, de todo lo que no nos gustaba en el trabajo. El desgraciado chaval se vio cada vez más aislado y alejado del grupo. Era una lógica perversa que le daba razones para convertirse en un verdadero chivato.

Aparte de este caso, yo detestaba con toda el alma, como todos mis amigos, a esos espías cuyas denuncias sufríamos a diario. Más todavía, los despreciábamos y buscábamos la manera de que pagaran por su traición, sin tener en cuenta su edad ni el respeto que les debíamos.

Nuestro compañero de clase tenía solo doce años, pero Cho Byung Il, un viejo cuadro del partido comunista coreano en Japón que se convirtió en un soplón muy temido, se acercaba a los sesenta, edad canónica para el campo y que nos obligaba al respeto según la tradición. Muchos presos habían sido castigados por su culpa con trabajo suplementario o con el calabozo y se había ganado el odio de gran parte del campo, particularmente entre los niños. Su cráneo casi calvo y su cara redonda nos proporcionaban motivos constantes de burla. Trabajaba en el molino de soja y un día que pasábamos por allí quiso ver lo que hacíamos y escuchar nuestra conversación. Asomó lentamente la cabeza por la ventana, como una luna llena que ascendiera por el horizonte, y el espectáculo nos provocó un alarido de risas. Durante mucho tiempo el simple recuerdo de esta escena bastaba para que estalláramos en carcajadas. Estoy seguro de que Cho Byung Il sufría profundamente su decadencia social y física. Aguantaba como los demás los efectos de la desnutrición. Se había vuelto incontinente, enfermedad que el pequeño hospital del campo no podía curar. Vivía solo, no sé muy bien por qué, aislado de los otros solteros. Un día, unos presos que habían padecido particularmente sus delaciones lo encerraron en su barracón y dejaron que muriera de hambre. Las autoridades hicieron la vista gorda. Cho Byung Il era demasiado viejo, ya no les servía para nada. Ni siquiera para chivarse.

Me acuerdo de otro soplón que estaba especializado en espiar a los niños. Decidimos vengarnos a nuestro modo. Cavamos un agujero en la tierra, parecido a los que se podían encontrar en la montaña, y a falta de pinchos lo rellenamos con excrementos. El chivato pasaba frecuentemente por allí. El golpe era fácil y sin riesgos. Por desgracia, por un azar increíble, fue nuestro maestro, el famoso Jabalí, el que llegó y cayó en la trampa. Se hundió en los excrementos hasta más arriba del tobillo. Nosotros estábamos escondidos para disfrutar del espectáculo y, considerando los problemas que nos podía traer, mejor nos hubiera ido si hubiéramos permanecido callados, pero El Jabalí estaba tan furioso y le costaba tanto salir de la trampa que no pudimos contener las carcajadas, nos reímos hasta las lágrimas. Un minuto más tarde nos tenía a todos agarrados por el cuello y nos daba la paliza de nuestra vida. Cuando dejó de golpearnos, nos condenó a sacar todos los excrementos con las manos y llevarlos a unos huertos cercanos para que sirvieran como fertilizante de las verduras de los guardias. Tardamos varios días. Era repugnante. A algunos les salieron granos y unas extrañas ampollas en la piel.

Por fortuna, en otoño de ese mismo año trasladaron temporalmente al Jabalí a otro campo y lo sustituyeron por el único maestro de Yodok del que guardo muy buenos recuerdos. Gracias a este hombre, mi vida en el campo se volvió más fácil.

A los pocos días de su llegada, me hizo entrar en el pequeño edificio reservado a los maestros y me hizo varias preguntas: «¿Cómo te llamas? ¿Por qué estás en Yodok? ¿Desde cuándo?». Me preguntó después cuánto tiempo llevaba sin probar un caramelo.

—Desde que estoy aquí —respondí.

—¿Quieres uno? —preguntó, y sin esperar otra respuesta me dio un caramelo que me metí inmediatamente en la boca mientras el maestro me pedía que no se lo dijera a los demás.

En clase, nos hablaba en un tono de voz normal y nos llamaba por nuestros nombres. Poco acostumbrados a este trato, al principio desconfiábamos, a pesar de que en el fondo estábamos felices de tener por fin un maestro amable. Solo se quedó en el campo un año o un año y medio, pero gracias a su protección y a la confianza que depositó en mí me nombraron vigilante de los conejos.

En todas las escuelas coreanas, excepto las de Pyongyang, los niños criábamos conejos. No se trataba de iniciar a los alumnos en la anatomía o fisiología de estos roedores y menos de inculcarles el amor por la naturaleza y los animales. No, se criaban para usar su piel como forro en el capote de los soldados. En cada clase había unos doscientos conejos y se elegía a tres alumnos para cuidarlos por turnos. Era un asunto importante, la calidad de las crías daba prestigio a la escuela. Los maestros ponían un punto de orgullo en criar los conejos más hermosos y en obtener las camadas más numerosas para proveer al ejército con el mayor número de pieles. En Yodok, un maestro llegó a incitarnos a que robáramos maíz, sin decirlo abiertamente, para que nuestros conejos fueran los mejor alimentados.

El puesto de vigilante de los conejos era muy apreciado porque dispensaba del trabajo manual por las tardes. La tarea principal consistía en limpiar las jaulas dos veces por semana, un trabajo muy fácil porque unos cajones situados por debajo permitían vaciar el estiércol. Las jaulas estaban hechas así porque los conejos tienen una salud muy frágil y es importante que no tengan humedad en las patas. Otros alumnos eran los encargados de ir a buscarles la hierba. Yo la pesaba y hacía un informe para el maestro. Entre estos alumnos había unas chicas que me gustaban, por lo que cuando llegaban con menos cantidad de hierba de la establecida, yo inscribía los reglamentarios treinta kilos en el registro. Era el responsable también de hacer el fuego en la sala de guardia y en la sala especial donde se estudiaba a Kim Il Sung. ¡Ya podíamos todos nosotros congelarnos de pie que las reliquias, los carteles y las fotos debían estar siempre calientes!

Otra tarea, algo más difícil, consistía en proteger las conejeras de las ratas que conseguían deslizarse en las jaulas y devoraban a los pequeños. Habíamos intentado poner trampas usando cajas de madera, pero era en vano, las ratas roían la madera y entraban. La única solución era montar guardia. Las noches en vela eran muy pesadas para unos chicos de doce o trece años, pero nos ofrecían la ocasión de robar algunas frutas y legumbres en las huertas reservadas a los guardias. En estos menesteres, los conejos se convertían en nuestros aliados, pues para borrar las huellas de nuestros hurtos les dábamos de comer las pipas y las cáscaras. Gracias a ellos pude comer melón por primera vez en tres o cuatro años.

Teníamos tanta hambre que era inevitable que nos excediéramos algún día en nuestros robos. El centinela armado que vigilaba los campos de legumbres se dormía siempre en las primeras horas de la guardia. La tentación era demasiado fuerte. Aunque nunca nos cogieron con las manos en la masa, los hurtos se volvieron notorios y un día el maestro nos dijo que se sospechaba de nosotros. Hizo una estimación de las pérdidas y añadió que, si los hurtos continuaban, habría graves consecuencias. Tuvimos que sopesar la situación. Además de las advertencias del maestro, nos enfrentábamos a un nuevo riesgo: habían puesto a un guardia nuevo que, seguramente, dormiría menos y estaría más atento. Ahora bien, detener nuestras fechorías justo después de esta advertencia habría firmado nuestra falta y Dios sabe cómo nos castigarían. Decidimos seguir con los hurtos durante algún tiempo, aprovechando la oscuridad de la noche y los ronquidos del nuevo guardia. Al final, nos resultó tan fácil que casi nos daba lástima el nuevo guardia, al que su jefe no dejaba de reprender.

Sacrificábamos a los conejos a finales de otoño. Teníamos que desollarlos y preparar las pieles. La carne se reservaba para los agentes y los suyos, un conejo por familia. Se acercaban a recoger su conejo y nosotros, como si fuéramos carniceros en toda regla, les preguntábamos si querían que lo vaciáramos, que lo cortáramos en pedazos, si deseaban quedarse con la cabeza, con el hígado, el riñón, etc. Qué alegría cuando desdeñaban con asco la cabeza, los pulmones o el corazón. Fieles a la tradición coreana, cumplían con la norma de dejar un poco de su propia comida para los seres inferiores. Es una mezcla de generosidad y desprecio, y una manera de decir: «No lo necesito», pero también: «Es lo bastante bueno para ti, pero no para mí». Cualquiera que descuidara esta práctica frente a un pobre se desprestigiaba y nosotros nos aprovechábamos. Al final de la jornada nos repartíamos los despojos y los cocíamos de la manera más sencilla y rápida, en agua hirviendo. Era un festín delicioso, que yo recuerde. A veces, algunos tenían tanta hambre que se comían la carne cruda.

Desgraciadamente, esos días de suerte eran muy pocos y matar un conejo sin que nadie se enterase no era cosa fácil: los contaban y volvían a contar continuamente y se avisaba en cuanto faltaba uno. Sin embargo, lo conseguí una o dos veces, después de que se hubiera ido mi maestro preferido. Había perdido mi puesto de vigilante, pero me conocía el lugar de memoria, lo mismo que la frecuencia de las rondas y los hábitos de cada uno. Tuve la ocasión un día, cuando volvía a una hora avanzada de la noche con mi grupo, que había sido castigado por no haber alcanzado la cuota mínima de madera. No era culpa nuestra. Nos habían enviado a un lugar muy lejano y no pudimos volver a casa a comer. Hambrientos, trabajamos con menos energía. Por la noche robamos un poco de maíz, pero, en vez de saciarnos, nos dio más hambre. Un compañero sugirió que robáramos un conejo y todos secundaron la idea con entusiasmo, les brillaban los ojos en medio de la noche. Resulté elegido para la misión con la ayuda de dos amigos —Hwang Yong Su y Bae Jong Chol—, que se apostaron como vigías mientras yo entraba en la conejera. En unos minutos habíamos sacado ya al conejo de su jaula, lo habíamos matado, desollado, vaciado y enterrado las vísceras. El único problema era el olor del cocido: uno de nosotros se alejó hasta un lugar retirado para preparar el conejo. La cena fue deliciosa. Llevaba seis meses sin comer carne. Pienso mucho en esa noche y me gustaría volver a ver a esos amigos, pero no he vuelto a saber nada de ellos. Hwang salió del campo antes que yo, Bae después. Y desde entonces, silencio… Seguramente ellos también lo recuerdan, porque ese día nos arriesgamos mucho. Tal vez, con la hambruna que hay en Corea del Norte, incluso sientan nostalgia del campo de Yodok y de sus conejos.

Para asegurarme una mejor alimentación y realizar mis sueños de ser el proveedor de carne de la familia, había que contar más bien con las ratas. Fue uno de los miembros de mi equipo, que llevaba más tiempo en el campo, el que me enseñó a comerlas y a prepararlas. A pesar del asco, no pude resistir el aroma de la carne asada. Las ratas resultaron ser un plato delicioso. Había muchas alrededor de nuestro barracón, pero la mayor parte eran muy pequeñas y mi técnica para capturarlas era todavía primitiva y poco eficaz. Me llevó bastante tiempo resolver la cuestión de cómo volver a utilizar mis trampas, que solo funcionaban una vez, pues quedaba un olor que ahuyentaba a las demás ratas. Descubrí que el olor se quitaba si pasaba la trampa por el fuego, pero terminé por inventar otro tipo de trampa, de uso múltiple esta vez: instalaba unos alambres en la entrada de sus madrigueras para estrangular a las que salieran. Gracias al aumento de capturas pude por fin completar la alimentación de mi familia. Esto fue a principios del año 1982.

Mi Ho puso menos problemas que yo para comerse su primera rata asada. Al principio no le dije que estábamos comiendo carne de rata, pero cuando se lo revelé no le dio ningún asco. La pobre tenía mucha hambre. Había contraído la pelagra y esa comida representó su última oportunidad de sobrevivir. Convencida por mi entusiasmo, toda la familia se puso a comer ratas. El que más ascos hizo fue mi tío: solamente se decidió algunos meses después que los demás, un día que debía de tener mucha hambre. A partir de entonces no rechazó ya nunca un buen pedazo de muslo de rata asada. Las ratas de Yodok, hay que decirlo, estaban de mejor ver que las ratas de Seúl que he podido encontrar más tarde y, como se reproducían muy rápidamente, eran el único alimento en el campo del que nunca hubo carestía.

Yo no era el único que cazaba ratas. Eran muchos los aficionados a este deporte, con técnicas de captura y de conservación diferentes. Descubrí un verdadero criadero en el barracón donde vivía uno de mis amigos. Los chicos de mi cuadrilla habíamos observado que este amigo estaba siempre en buena forma, mientras que nosotros, a pesar de los suplementos clandestinos, teníamos hambre y estábamos muy flacos. ¿Es que robaba comida? ¿O alguien se la daba? Un día le contamos nuestras sospechas y él, como no quería pasar por uno que tuviera el favor de los guardias, nos llevó a su casa. Al igual que mi familia, la suya tenía derecho a dos habitaciones, pero en su barracón los humanos se apretaban en una estancia para dejar la segunda… a las ratas. Para atraerlas, mi amigo robaba maíz y lo esparcía por el suelo La estrategia funcionaba a la perfección: las madrigueras se habían multiplicado y, cuando tenía hambre, lo único que tenía que hacer era coger una trampa de alambre y cazar una rata. Tenía a su disposición una verdadera despensa. Era el secreto de su salud.

Otro cazador de ratas prosperó gracias a su puesto de vigilante en el almacén de maíz. Era un espacio bastante grande, cercado por alambradas de espino, en el que había un centenar de pequeños silos donde los detenidos vaciaban el maíz que recogían cada día. Los presos podían entrar libremente, pero a la salida los cacheaban. El puesto despertaba muchas envidias, desde luego, y además el hombre era rellenito y eso daba que hablar. Se decía que tenía siempre carne en su escudilla, que era un soplón y que además robaba maíz. A fuerza de habladurías, los de segundad enviaron a unos guardias a registrar su habitación. Descubrieron un gran recipiente de carne de rata apilada y salada. Los roedores eran tan numerosos en el depósito que el vigilante no tenía ningún problema para atraparlos. Para gran sorpresa de los calumniadores, los agentes vieron en ello una forma de que las ratas no se comieran la cosecha y felicitaron al detenido por su buena labor.

Todas las comidas, todas las raciones suplementarias que le debo a las ratas, transformaron poco a poco mi opinión sobre estas alimañas: me parecían ahora preciosas y útiles, a la par que pollos y conejos. Les estoy sinceramente agradecido a las ratas. Puede parecerle absurdo a quien no haya pasado hambre, pero hubo algo entre nosotros. Guardo un recuerdo emblemático de mi encuentro con una de ellas, una noche, en mi barracón. Vi que me observaba fijamente entre dos tablas del suelo. Nos quedamos mirándonos a los ojos largo rato hasta que el hechizo se rompió y la rata se fue. Antes de entrar en el campo, las ratas me asustaban y me daban asco. Hoy las encuentro enternecedoras y agradables.

En cualquier caso, las ratas que capturé durante el riguroso invierno posterior me ayudaron mucho. La nieve caía en abundancia y sólo los puntos más escarpados de las montañas a nuestro alrededor no estaban cubiertos por un enorme manto blanco. Era una manera que tenía la naturaleza de decirnos que para salir de Yodok era necesario ser un montañista experimentado, algo que nadie podía pretender.

Mientras la temperatura estuviera por encima de menos 25 grados teníamos que seguir trabajando. Imaginad a mi brigada de chavales afanándose en harapos alrededor de un árbol especial, uno de esos que había que cortar durante las campañas «Ganemos dólares para Kim Il Sung». La nieve nos llegaba a la cintura y había que preparar pistas de evacuación para escapar en caso de que el árbol no cayera en el lugar planeado. Varios adultos habían muerto o sufrido accidentes por ello. Cuando el árbol estaba por fin en el suelo, era necesario podarlo y luego llevarlo a hombros hasta el pie de la montaña. Esos días volvíamos al barracón —iba a decir a casa, y es verdad que era un poco eso— agotados y con las manos y los pies congelados.

Un día de invierno particularmente frío sentí a la vuelta del trabajo unos curiosos picores dolorosos en los pies. Los puse en agua tibia, pero solo sirvió para avivar el dolor. El agua fría, por el contrario, me alivió de inmediato. Sin embargo, al día siguiente no podía andar y tenía las uñas de los pies de color negro. Los guardias me autorizaron a trabajar bajo techo ese día, y tejí cestas, como había aprendido en el colegio. Se me cayeron las uñas, pero escapé de milagro de la necrosis y de la consiguiente amputación.

Los zapatos, más que la ropa, eran el problema más grave en invierno. Nos daban un par cada dos años, pero eran de tan mala calidad que al cabo de un año ya estaban reventados. Para evitar que se nos congelaran las manos y los pies, los envolvíamos con trapos o pieles de rata. Cuando el frío era muy intenso, nos vendábamos con harapos también la cabeza y la cara, dejando fuera tan solo los ojos. No obstante, en la montaña, con temperaturas de menos 25 grados, las vendas no eran suficientes: había que moverse sin parar para evitar las congelaciones. Todos los inviernos morían de frío muchas personas mayores.

Hoy en día, cuando voy a esquiar y veo las montañas nevadas y las cumbres escarpadas, me vienen a la cabeza los malos recuerdos. Intento explicar a mis amigos surcoreanos lo que siento, pero no sé si me entienden. Ahí donde ellos admiran un bello paisaje, yo veo nuevamente las barreras naturales del campo de Yodok, un lugar concebido para la desgracia de los hombres, y no puedo evitar que me invada la melancolía.