Una infancia feliz en Pyongyang
En la década de los 60 el actual desastre económico de Corea del Norte no era previsible, el país avanzaba a la par que el Sur, y Pyongyang, el escaparate privilegiado del régimen, ofrecía a sus habitantes la ilusión de que los discursos triunfales de los cuadros dirigentes reflejaban bien la realidad del país. Sé de lo que hablo: he nacido y crecido en Pyongyang. Viví incluso años felices a la sombra tutelar de Kim Il Sung, nuestro Gran Líder, y de su hijo Kim Jong Il, nuestro Querido Líder.
Para un niño como yo, Kim Il Sung era una especie de Papá Noel. Todos los años, el día de su cumpleaños, los niños norcoreanos recibíamos un paquete con pastelillos y caramelos. Nuestro bien amado Número Uno los había elegido con tanto cuidado y cariño que les daba un particular sabor delicioso. Gracias a su generosidad, cada tres años teníamos derecho a otro de sus regalos: un uniforme para el colegio, una gorra y un par de zapatos.
Esos uniformes de poliéster eran resistentes, fáciles de lavar y no había que plancharlos, según decían nuestras madres. Con el uso, se comprobaba que los zapatos eran de una calidad excelente. Su distribución solemne se llevaba a cabo en la gran sala lindante con la escuela, decorada para la ocasión con retratos y consignas. Los padres aplaudían los discursos del director de la escuela y de los representantes del Partido. Subían después al estrado los delegados de los alumnos, y recuerdo muy bien sus vocecillas que daban gracias al Partido, prometiéndole fidelidad al Clarividente y soltando imprecaciones contra nuestros enemigos, particularmente contra el imperialismo estadounidense, que «mantenía todavía en sus garras a una parte de nuestra querida patria». A continuación se entregaban los preciosos regalos a nuestros delegados, que tenían la misión de repartirlos a partir del día siguiente entre todos los alumnos.
De hecho, Kim Il Sung era para nosotros más que Papá Noel, porque parecía eternamente joven y omnisciente. Al igual que su hijo, Kim Jong Il, del que se decía que un día sucedería al padre, era más un dios que un Papá Noel. Los periódicos, la radio, los carteles, los libros de texto, nuestros maestros nos lo confirmaban: esas dos mentes privilegiadas que la tierra nos había concedido construían para nosotros un Estado socialista paradisíaco que combinaba la revolución comunista y el genio coreano. La lucidez política de Kim Il Sung, la agudeza incomparable de su espíritu, ¿acaso no había quedado demostrada contra los crueles invasores estadounidenses, a los que había infligido una grave derrota? No conocí hasta mucho tiempo después las circunstancias verdaderas del comienzo de la guerra y de su epílogo. Al igual que a millones de niños norcoreanos, me habían enseñado que gracias al genio militar de nuestro Gran Guía y, un poco, gracias a la ayuda internacionalista de China —a la que estábamos unidos «como los dientes a los labios»—, nuestro valiente ejército popular le había dado una lección a Estados Unidos. Llamado «Luz del género humano», «Genio sin igual», «Cima del pensamiento» o «Estrella Polar del pueblo», Kim Il Sung era objeto de un culto que no tenía nada que envidiar al de Stalin o Mao Tse Tung. Un culto que prosigue, puesto que, en 1998 —cuatro años después de su muerte—, una extravagante decisión de la Asamblea Suprema del Pueblo lo nombró presidente del Estado «para la eternidad»…
A mis ojos de niño, y a los de todos mis amigos, Kim Il Sung y Kim Jong Il eran seres perfectos. Todos estábamos convencidos de que no orinaban ni defecaban. ¿Se puede imaginar una cosa parecida de los dioses? Cuando veía sus retratos, me sentía reconfortado por esas figuras paternales, a la vez protectoras, benevolentes y seguras de sí mismas.
Como los demás niños, entré en la escuela primaria a los siete años, el equivalente de seis en Europa, ya que en Corea se acostumbra a contar la edad desde la concepción y, como cumplimos un año más cada día uno de enero, se puede llegar a tener hasta dos años más que calculando a la manera occidental. Aunque por lo general es respetuosa con sus tradiciones, Corea del Norte ha renunciado oficialmente a esta costumbre que numerosos habitantes mantienen todavía.
Asistía a un colegio llamado Escuela del Pueblo. Kim Il Sung le había hecho el honor de una visita, lo que era del todo excepcional y le confería un gran prestigio entre los padres. Guardo un grato recuerdo de ese lugar. Me acuerdo en particular de la señora Ro Chong Gyu, una maestra muy amable y de gran habilidad pedagógica que supo hablarme y animarme con paciencia. En general, los maestros eran muy amables y pacientes con los alumnos, aunque aplicaran métodos de formación comunistas.
Participábamos en sesiones de crítica y autocrítica. A los que no han conocido desde dentro este sistema les puede parecer extraña la imagen de unos niños que imitan a sus padres politizados, denunciándose unos a otros, acusándose a sí mismos de haber fallado en el deber de la vigilancia revolucionaria o de no ser dignos de la confianza que el Gran Líder había depositado en ellos al haber visitado su escuela. No obstante, esas sesiones solían terminar con palabras de aliento, no de reproche, y con la esperanza de que haríamos un esfuerzo por mejorar. No creo que ninguno de nosotros haya sufrido nunca un trauma psicológico por estas sesiones.
El comunismo norcoreano está muy militarizado y, para prepararnos, se nos atribuían grados. Con apenas siete años ya llevábamos en el uniforme del colegio una, dos o tres estrellas, según nuestro escalafón, y nos dirigía un líder político, el número uno de la clase, y un delegado, el número dos, cuya designación por parte del maestro debía ser confirmada por el voto de los alumnos. A mí, no es que me fascinara la disciplina militar. Una vez convencí a unos quince compañeros para ir al zoo en lugar de asistir a clases. Las quince ausencias no pasaron desapercibidas y se armó un buen escándalo. Como yo era el delegado, me degradaron en público y tuve que hacer una fuerte autocrítica.
La formación de pequeños soldados de la revolución era el objetivo principal del programa escolar. Por supuesto, aprendíamos a leer y escribir con el mínimo de faltas, como todos los escolares del mundo. Además del estudio de la lengua coreana, nos enseñaban aritmética, dibujo y música, y hacíamos gimnasia. Aprendíamos también moral comunista y nos enseñaban la historia de la revolución de Kim Il Sung y de Kim Jong Il. Esta última materia era la más importante: ¿Qué día e incluso a qué hora había nacido Kim Il Sung? ¿Qué hazañas había realizado contra los japoneses? ¿Qué discursos había pronunciado en tal conferencia y en tal fecha? Había que aprenderse todo esto de memoria. Como los demás alumnos, yo veía de lo más natural que nos impregnáramos de estos conocimientos tan importantes e incluso me gustaba mucho. Como resultado de esta educación, todos estábamos llenos de admiración y agradecimiento hacia nuestros dirigentes y listos para sacrificarnos por ellos y por la patria socialista que habían edificado. Había que vernos marcando el paso, llevando en bandolera ametralladoras de mentira. Como todos los de mi clase me alisté en el Ejército de Escolares Rojos. Aprendíamos principalmente a ponernos en fila y a desfilar cantando. Nos gustaban esos ejercicios y no nos lo tenían que pedir dos veces para que adoptáramos una pose marcial. Nos sentíamos pequeños soldados de Kim Il Sung. No se nos pedía que hiciéramos cosas difíciles. El entrenamiento se adaptaba a nuestra edad y nos contentábamos con dar varias vueltas al patio de la escuela o, más raramente, con desfilar alrededor de una manzana de casas. Hasta el penúltimo año del bachillerato no se pasaba a ejercicios más difíciles: los alumnos mayores hacían marchas por el monte, memorizaban consignas que debían obedecer en caso de ataque aéreo, aprendían a esconderse, a protegerse de los aviones enemigos y a conducir a la población hacia los refugios más próximos.
No solo estaba el colegio. Me gustaba jugar con los niños de mi barrio y en especial encontrarme con ellos junto a los sauces que bordeaban el río Daedong, muy cerca de mi casa. Conocíamos bien el lugar y nos sentíamos completamente seguros. Oíamos el tañido regular de una campana muy próxima. Su tintineo formaba parte del paisaje. Cuando hacía bueno chapoteábamos en el agua, atrapábamos libélulas y otros tipos de insectos. El invierno podía ser igual de divertido, con su ambiente de fiesta a finales de diciembre, cuando decoraban las estatuas de Kim Il Sung con luces y banderolas que nos deseaban feliz año. Estábamos de vacaciones desde el 31 de diciembre hasta mediados de febrero y cuando nos cansábamos de las batallas con bolas de nieve nos acercábamos al río a patinar o jugar un partido de hockey sobre hielo.
Haría mal en no reconocer que tuve una infancia feliz. Hay que decir que mi familia era bastante acomodada. Vivíamos en un barrio nuevo, tranquilo, aireado y muy verde que se llama Kyong Nim. Estaba cerca de la estación central y aunque no era tan bonito como las zonas colindantes reservadas a la nomenclatura, estaba justo al lado. Más que un barrio urbano, tengo el recuerdo de un verdadero parque. Nuestro apartamento era lo suficientemente amplio como para que viviéramos cómodamente los siete integrantes de la familia: mis padres, mi hermana Mi Ho —cuyo nombre se puede traducir por Bello Lago, dos años menor que yo—, mis abuelos paternos, uno de mis tíos —debería llamarlo mi tercer tío según el uso coreano que distingue a los tíos por la edad y por la jerarquía— y yo. Disfrutábamos de unas comodidades que no eran corrientes en la mayor parte de los hogares de Corea del Norte, incluso de Pyongyang. Teníamos nevera, lavadora, aspirador, nos dábamos el lujo de poseer un televisor en color que nos permitía disfrutar de una serie político-policíaca rumana de la época: Las manos limpias. Incluso nuestra ropa parecía de mejor calidad que la de nuestros vecinos. Mi abuela regalaba de vez en cuando a los vecinos la que ya no nos servía.
No había miseria en el barrio ni fuera de él, por lo menos en las grandes ciudades. En aquella época Corea del Norte no sufría todavía penurias alimentarias o energéticas de importancia. El sistema de racionamiento funcionaba bien. Al principio de cada mes todas las familias recibían cupones para alimentos y para el combustible de calefacción. En nuestra casa lo teníamos mejor: mi abuelo tenía un puesto de dirección en el circuito de distribución de las tiendas del Estado y podía obtener, entre otras cosas, carne en abundancia. Los que disfrutaban del privilegio de conocer a este personaje importante pasaban discretamente a verlo y se iban con el saco lleno de cuanto pudiera completar las provisiones del racionamiento.
Recuerdo otras imágenes de esa época. Vivíamos a unos pasos de la embajada soviética y los hijos de los diplomáticos se adentraban a veces en lo que mis amigos y yo considerábamos territorio nuestro. Veíamos pasar con una curiosidad teñida de hostilidad a esos niños rubios cuyo idioma no entendíamos. Los hostigábamos, tratábamos de tirarles del pelo y ellos nos empujaban o se escapaban; sin embargo, y a pesar de estas formas de aproximación tan torpes, nunca llegamos a pelearnos de verdad. Eso sí, no dejábamos escapar cualquier oportunidad de pegarnos entre nosotros. Yo era un niño difícil, terco, vengativo y no me faltaban ocasiones para medirme con algún adversario. Mi abuelo, que me adoraba, intervenía algunas veces: nos separaba, nos llamaba granujas si yo llevaba las de perder, pero se quedaba callado cuando constataba orgulloso que yo iba ganando.
Los niños de mi edad cultivábamos un fuerte espíritu de competición. Recuerdo una temporada en la que nos asignamos, en cada clase, un número de acuerdo con la fuerza física de cada uno. Se organizaron combates en los que se enfrentaban los números uno de cada clase. Puede ser que los coreanos sean violentos, pero son también unos sentimentales que lloran al escuchar canciones melosas o al leer historias de color rosa. Por eso, me perdonaréis por conservar también de aquella época el recuerdo de una niña de unos seis años. Yo tenía siete y ella me parecía preciosa. Lo mismo le debió parecer a un director de cine, pues la eligió para una película. Yo debía de gustarle tanto como ella me gustaba a mí, porque no podíamos pasar el uno sin el otro.
—Más adelante os casaremos —dijo un día mi abuela, en tono de broma.
El comentario le encantó a la chica, mientras que a mí me puso muy violento. ¿A qué se debía mi enfado? Con toda segundad, mi abuela me había tocado involuntariamente en un punto débil. La sexualidad era un tabú en la educación norcoreana, y muy probablemente oculté mi vergüenza detrás de la furia. De cualquier modo, ese primer amor fue muy importante tanto para ella como para mí. Años más tarde, cuando ella estaba en el bachillerato y yo detenido en el campo, se atrevió a preguntar por mí. Después de mi liberación fui a verla. Demasiado tarde. Ku Bon Ok, la bien nombrada, puesto que Bon Ok significa Verdadera Joya, estaba casada y vivía en otra parte. Nunca he podido saber dónde.
En mi infancia tuve otra pasión: los peces de acuario. Entre mis compañeros la moda era más bien criar palomas, pero a mí no me interesaba. Lo mío eran los peces, no había nada que me pareciera más importante. Incluso cuando estaba en clase escuchando al maestro, pensaba en mis peces. Me preocupaba que se aburrieran cuando no estaba con ellos, que el agua no estuviera a la temperatura adecuada, que algún malintencionado entrara en casa y les hiciera algo. Casi todos los niños tenían una pecera, pero yo, que era de familia acomodada, tenía por lo menos diez acuarios a lo largo de las cuatro paredes de mi habitación. Por suerte, justo al lado de casa se encontraba una tienda donde podía comprar hierbas, guijarros multicolores y otros accesorios para decorarlos. Para estar seguro de comprar los peces más originales, me despertaba temprano y llegaba el primero a la tienda. La patrona apreciaba a ese pequeño cliente tan asiduo. Me gratificaba con una gran sonrisa cuando acudía a mis nueve años, con toda la seriedad del mundo, a pedirle que me reservara tal o cual especie en cuanto la recibiera.
Quería tener los peces más bonitos del barrio, y los más gordos, y los más extraños. Un día se me ocurrió la luminosa idea de añadir a mi colección unos especímenes del río cercano. Nadie lo había pensado. Pesqué unos cuantos, los metí en uno de los acuarios y me fui a buscar a mis amigos para invitarlos a admirar mis últimas adquisiciones. Por desgracia, en el tiempo que tardé en volver, mis nuevos inquilinos habían pasado ya a mejor vida. La competición por los mejores acuarios era tan feroz como la de la fuerza física. Nos carcomía la envidia cuando descubríamos que alguno tenía un pez más bonito que los demás. Un día, un chico del barrio nos convidó a su casa para que admirásemos el magnífico espécimen exótico de ojos desorbitados que le acababan de regalar. En cuanto se dio la vuelta, uno de los espectadores le arrancó un ojo al animal. Era demasiado hermoso para vivir en el acuario de otro.