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Al fondo de la cuestión

Jarlaxle estaba de espaldas a Entreri, fingiendo que miraba desde la puerta de la choza hacia la calle bañada por el sol de la mañana. AthrogaTe roncaba satisfecho en un rincón de la habitación, respirando entrecortadamente a intervalos regulares. El elfo se entretenía imaginando que las arañas se le metían al enano por la boca abierta.

Entreri estaba sentado a la mesa, con expresión tensa y hosca, esa expresión que habla tenido durante la mayor parte del tiempo que Jarlaxle y él llevaban juntos, esa que Jarlaxle había esperado eliminar usando la flauta de Idalia.

Habían progresado tanto..., se lamentó el drow en silencio, pero entonces aquella estúpida mujer había traicionado a Entreri y le habla destrozado el corazón. Y lo peor de todo, lo que el drow sabía y Entreri no, era que Calihye ni siquiera había querido atacarlo. Aquella mujer, destrozada emocionalmente, confusa respecto a sus lealtades y asustada por la idea de abandonar las Tierras de la Piedra de Sangre, había actuado siguiendo un impulso. No había pretendido hacerle daño a Artemis Entreri con aquel golpe, como habría hecho en los primeros días de su relación. Aquello había sido más bien producto de un terror, una angustia y un dolor a los que no era capaz de sobreponerse.

Jarlaxle esperaba que algún día Artemis Entreri lo supiera, aunque lo dudaba mucho. Aun así, con Calihye a salvo bajo el control de Bregan D'aerthe, el drow no se atrevía a decir que «nunca».

El problema más acucian te, por supuesto, se les presentaba en aquel momento en aquella ciudad infernal de Memnon a la que Entreri había querido volver, aunque Jarlaxle no podía estar seguro de lo que significaba. Volvió a mirar al hombre de aspecto sombrío que parecía no darse cuenta de su existencia, o de la existencia de nada de lo que lo rodeaba. Estaba sentado muy recto y con los ojos abiertos, pero, por lo que dedujo Jarlaxle, no estaba más consciente de lo que lo estaba el enano balbuceante del rincón.

Moviendo las manos lentamente y con seguridad, Jarlaxle cogió una de las pequeñas pociones de su faltriquera. La miró largo rato, odiándose por tener que manipular de aquella manera a su amigo otra vez.

Aquel pensamiento sorprendió al drow. ¿Cuándo había sentido en su vida semejante punzada de remordimiento? ¿Quizá cuando había traicionado a Zaknafein hacía ya algunos siglos?

Volvió a mirar a Entreri y se sintió como si estuviera mirando de nuevo a su antiguo compañero drow.

Tenía que hacerlo, se dijo, sobre todo por Entreri, Se bebió la poción.

Jarlaxle cerró los ojos mientras la magia se asentaba en su interior, mientras empezaba a «oír» los pensamientos de las personas que había en la habitación. Reflexionó sobre la vida de Kimmuriel, que estaba siempre en aquel estado de percepción exacerbada, y por un momento lo compadeció realmente.

Sacudió la cabeza y suspiró hondamente, recordándose que no tenía tiempo para distraerse. La poción no duraría mucho.

-¿Entonces me vas a contar adónde fuiste ayer? -dijo, dándose la vuelta repentinamente.

Entreri lo miró.

-No.

Pero ya se lo estaba comando, porque la pregunta había hecho aflorar recuerdos de los hechos acontecidos la noche anterior: imágenes de la calle que había visitado, un anciano tendido en el suelo sujetándose las tripas que se le salían.

¡Su padre! No, el hombre que había creído que era su padre, al que había conocido como padre toda su vida.

-Viniste aquí para encontrar a tu madre. Al menos sé eso -se atrevió a decir Jarlaxle, aunque la mirada de Entreri se hizo más amenazadora cuando mencionó a la mujer desaparecida.

Una imagen surgió en la mente de Jarlaxle, y no era una mujer, sino un paisaje.

-Sabrás también que ya te he dicho que nada de esto es asunto tuyo -dijo Entreri.

-¿Por qué apartar a alguien que es tu aliado? -preguntó Jarlaxle.

-No puedes ayudarme en esto.

-Por supuesto que puedo.

-¡No!

Jarlaxle se puso firme, asediado de repente por un muro rojo. Sintió la rabia de Entreri más de lo que la había sentido nunca, tanto, que bordeaba la ira asesina. Las imágenes pasaron demasiado de prisa para poder elegirlas y atraparlas. Vio que había muchas de sacerdotes, de la Casa del Protector, de las colas que hacían en la plaza para comprar indulgencias.

Y después, sólo odio.

Jarlaxle levantó el brazo en posición defensiva sin darse cuenta, a pesar de que Entreri no se había movido de la mesa.

El drow negó con la cabeza y vio que el hombre lo miraba con curiosidad.

-¿Qué estás pensando? -preguntó Entreri, que claramente sospechaba algo.

-¡Que soy lo suficientemente alto como para poner la cara entre los pechos de una mujer! -El rugido venía de un lado, y Jarlaxle se sintió realmente aliviado por la oportuna interrupción.

Entreri miró a Athrogate, se levantó bruscamente, echando la silla hacia atrás, y sin apartar la vista de Jarlaxle, se marchó de la habitación.

-¿Qué será lo que le pica a ése? -preguntó Athrogate.

Jarlaxle simplemente sonrió, feliz de que los efectos de la poción se estuvieran disipando. ¡Lo último que quería era verse bombardeado por las imágenes que flotaban en la mente de Athrogate!

Había pocas señales de vida en la superficie de las rocas castigadas por el viento al pie de las montañas del sur de Memnon. Aun así había unos cuantos lagartos tomando el solo correteando de un saliente a otro, por lo que Jarlaxle supo que bajo la superficie, en las profundidades de las grietas o en las cuevas formadas en las uniones entre rocas, la vida se abría camino.

Siempre lo hada. Allí, bajo el sol del desierto, o en las tinieblas de la Antípoda Oscura, donde no brillaban las estrellas.

Había una escalinata labrada toscamente en la piedra que subía unos treinta metros y rodeaba un gran saliente de roca, pero Jarlaxle no la utilizó. Se echó a un lado, donde la roca lo mantuviera oculto a la vista, y golpeó levemente el gran sombrero para activar sus propiedades de levitación. Ascendió medio caminando medio flotando por la escarpada pendiente.

Cuando estuvo cerca de la cima, se detuvo y miró hacia atrás para ver el puerto a lo lejos, y asintió, reconociendo el paisaje que había visto en los pensamientos de Entreri cuando había usado la poción para leer la mente.

Seguro de la presencia de Entreri al otro lado de la roca, Jarlaxle avanzó agazapado hacia la cima.

Tras ella se extendía un terreno llano, más grande de lo que esperaba el drow. Jarlaxle se fijó en que había muchas piedras pequeñas y desgastadas tiradas por todas partes (antiguas lápidas). Al otro lado del campo arenoso, justo al sur de donde estaba, el drow vio un montículo cubierto por una tela.

Cuerpos a la espera de ser sepultados.

Entreri estaba realmente allí, caminando entre las piedras, mirando la arena bajo sus pies, yen apariencia absorto en sus pensamientos. Sólo había otro hombre por allí, un sacerdote de Selune, que estaba en el extremo más occidental, mirando hacia el puerto a través de una grieta en las piedras pardas.

Jarlaxle dedujo que debía ser un cementerio de pobres en el que probablemente estaría enterrada la madre de Entreri. Retrocedió un poco hacia el otro extremo de la roca y apoyó la espalda contra ella, reflexionando acerca de todo aquello. Era evidente que su amigo estaba confundido. Al romper las barreras emocionales de Entreri, Jarlaxle lo había expuesto a aquellos dolorosos recuerdos.

Volvió a subir a gatas y le echó un último vistazo a Entreri, preguntándose cómo acabaría todo.

Volvió abajo flotando y llevando sobre sus estrechos hombros la carga de no poca culpabilidad.

-No encontrarás ningún nombre en esas lápidas -le dijo el sacerdote a Entreri mientras éste deambulaba por allí, acercándose al hombre con aire casual.

Entreri levantó la vista y se fijó en el sacerdote (el mismo que había estado recogiendo indulgencias en la plaza aquel día) por primera vez, tan absorto había estado reflexionando sobre la arena y la gente que había enterrada bajo ella. Se dio cuenta de que el sacerdote estaba en una posición defensiva, y comprendió que se sentía amenazado.

Se limitó a responder con un encogimiento de hombros y se alejó un trecho.

-No es común que un hombre de medios como tú venga por aquí -insistió el sacerdote.

Entreri se dio la vuelta para mirarlo de nuevo.

-Quiero decir que estos pobres desgraciados no reciben muchas visitas -continuó el sacerdote- Casi todos son desconocidos y no tienen a nadie que los quiera o los cuide. -Finalizó con una risita condescendiente que desapareció con rapidez ante la mirada hosca de Entreri.

-Pero escribís sus nombres en vuestros pergaminos cuando os dan su dinero en la plaza -comentó el asesino-. ¿Estás aquí para rezar por ellos, entonces? ¿Para completar las indulgencias que compraron en tu mesa?

El sacerdote se aclaró la garganta.

-Soy el devoto Gositek.

-¿Tengo yo aspecto de que me importe?

-Soy un sacerdote de Selune -protestó.

-Eres un charlatán que vende falsas esperanzas.

Gositek se serenó y se alisó la túnica.

-Cuida tus palabras... -advirtió, como si esperara que Entreri le dijera su nombre.

Entreri ni pestañeó, y tampoco se apresuró a responder. Fue todo lo que pudo hacer para no salvar de un salto los tres metros que lo separaban de Gositek y tirar a aquel necio por el acantilado.

Entreri se dijo que no debía precipitarse. Este hombre apenas tenía la mitad de su edad y no podía haber estado relacionado con su madre de nInguna manera.

-Soy el devoto Gositek -volvió a decir, al parecer sacando fuerzas del rechazo de Entreri-. Uno de los escribientes favoritos del clérigo rector Yozumian Dudui Yinochek, ¡La Voz Bendita y Verdadera en persona! Si me hablas mal correrás peligro. Gobernamos la Casa del Protector. Somos la esperanza y las plegarias de Memnon.

Siguió con su parloteo un rato más, pero Entreri apenas lo escuchaba, ya que el nombre de Yinochek le había traído recuerdos.

-¿Qué edad tiene? -preguntó Entreri, interrumpiendo a aquel necio.

-¿Cómo? ¿Quién?

-Ese hombre, esa ¿Voz Bendita y Verdadera?

-¿Yinochek?

-¿Qué edad tiene?

-Bueno, no sé exactamente...

-¿Cuántos años tiene?

-¿Sesenta, quizá? -preguntó Gositek en vez de contestar.

Entreri asintió mientras recordaba a un joven y fogoso sacerdote, un prodigio de la oratoria, una Voz Bendita y Verdadera que había dado numerosas homilías desde el balcón de la Casa del Protector. Recordó haber asistido a algunas de ellas junto a su madre, que miraba hacia arriba con expresión de arrobamiento.

-¿Y ése lleva muchos años en la Casa del Protector? -preguntó Entreri-. ¿Y se lo ha conocido como la Voz Bendita y Verdadera...?

-Desde el principio -confirmó Gositek-. Y sí, era un hombre joven cuando se unió a los sacerdotes de Selune, ¿Por qué? ¿Lo conoces?

Entreri se dio la vuelta y se alejó andando.

-¿Es que tú vivías por aquí? -quiso saber Gositek, pero Entreri no se detuvo-. ¿Cómo se llamaba? -preguntó el intuitivo sacerdote.

Entreri se detuvo y se volvió para mirarlo.

-La mujer a la que buscas aquí -explicó Gositek- ¿Era una mujer, verdad? ¿Cómo se llamaba?

-No tenia nombre -respondió Entreri-. Al menos ninguno que puedas recordar. Mira a tu alrededor para buscar respuestas. Mira todos sus nombres, ya que están grabados en todas las lápidas.

Gositek adoptó una actitud de alerta. Entreri abandonó el cementerio.

Entreri casi ni miró a Jarlaxle al coger la bolsa de oro.

-De nada -dijo el drow, más divertido que sarcástico.

-Lo sé -fue lo que obtuvo por toda respuesta.

Jarlaxle apenas se sorprendió por el estado de ánimo en que se encontraba.

-Veo que hoy llevas el sombrero puesto -dijo, tratando de quitarle hierro al asunto y refiriéndose a un sombrero negro de ala corta que le había regalado a Entreri y que tenía propiedades mágicas (¡aunque no tantas como las que tenía su propio sombrero, por supuesto!)-. No te lo había visto puesto desde hacía días.

Entreri lo miró fijamente. El sombrero le quedaba bien ajustado gracias a un fino alambre que tenía por dentro de la cinta. Extendió la mano y encontró el resorte mágico que activaba la cinta, justo por encima de la sien izquierda. Con un chasquido de los dedos la desactivó, y con un giro de muñeca se quitó el sombrero lanzándoselo a Jarlaxle, como si recordar de dónde procedía hiciera que se le pasaran las ganas de llevarlo.

No era eso en absoluto, por supuesto, y Jarlaxle lo entendió claramente. Entreri había conseguido exactamente lo que quería en ese momento, ya que estaba menos rígido ahora que no tenía el alambre. La idea de hacerle un desaire a Jarlaxle había sido un añadido.

Entreri le sostuvo la mirada unos instantes más, cogió la bolsa de oro y salió de la casa.

-Se le debe de haber metido un bicho por el culo anoche -dijo Athrogate, poniéndose en pie y estirando los viejos músculos agarrotados.

Mientras miraba cómo se alejaba y le daba vueltas al sombrero desechado en las manos, Jarlaxle contestó:

-No, mi peludo amigo, es más que eso. Artemis se ha visto obligado a recordar su pasado, y ahora tiene que enfrentarse a la verdad de lo que es. Fíjate en tu propio estado de ánimo cuando hablas de la Ciudadela Felbarr.

-Te dije que no quería hablar de eso.

-Exacto. Sólo que Artemis no habla de nada. Lo vive en su corazón.

Se lo hicimos nosotros, me temo, cuando le dimos la flauta. -El drow se dio la vuelta al fin para mirar al enano-. Y ahora tenemos que ayudarlo a superarlo.

-¿Nosotros? Eres bastante bueno usando esa palabra, elfo. Claro que si supiera de lo que hablas, quizá estaría de acuerdo. Aunque estoy pensando que estar de acuerdo contigo me va a meter en problemas.

-Probablemente.

-¡Buajajá!

Jarlaxle supo que podía contar con él.

La escena de aquella mañana en la plaza era más o menos la misma que cuando Entreri y Jarlaxle la habían visto por primera vez, y la misma de casi todas las mañanas. Apenas se veían los adoquines entre la multitud de campesinos achaparrados y las largas colas que había frente a las dos mesas a los lados de las enormes puertas de la Casa del Protector.

Cuando llegaron, Jarlaxle y Athrogate no tuvieron problemas para encontrar a Artemis Entreri entre aquellos zarrapastrosos. Estaba en la cola frente a la mesa más apartada, lo cual extrañó a Jarlaxle hasta que vio al sacerdote que estaba sentado allí, el mismo que había visto en el cementerio de pobres el día anterior. Entreri se preguntó si habría establecido alguna conexión con aquel hombre.

Con Athrogate a remolque, el drow atravesó la primera línea de campesinos y se abrió camino para llegar junto a su compañero. Los que estaban detrás de Entreri se quejaron, o comenzaron a hacerlo, hasta que Athrogate los increpó. Con sus manguales tan a la vista y el rostro lleno de cicatrices de cien años de batallas, Athrogate no tuvo grandes problemas para acabar con las protestas de los pobres.

-Márchate -le dijo Entreri a Jarlaxle.

-Sería un irresponsable...

-Que te marches -volvió a decir el asesino, girando la cabeza para mirarlo a los ojos. Jarlaxle le sostuvo la mirada unos instantes, los suficientes para que la fila tuviera tiempo de avanzar delante de ellos, y cuando la apartó, Entreri ya casi estaba frente a la mesa. Resopló con desdén, pero Jarlaxle no retrocedió más de dos pasos.

-Primero en un cementerio y ahora aquí -dijo el sacerdote Gositek cuando le llegó el turno a Entreri-. Realmente eres un hombre lleno de sorpresas.

-Más de lo que te imaginas -contestó Entreri mientras dejaba caer la bolsa de oro sobre la mesa, que se tambaleó bajo su peso. La bolsa se asentó, se abrió un poco y dejó entrever el metal amarillo, y los campesinos que estaban detrás de él dejaron escapar un grito sofocado, al igual que el sacerdote que estaba delante, que abrió tanto los ojos que parecía que se le iban a salir de las órbitas.

Los guardias que estaban detrás de Gositek avanzaron para contener a la multitud, y Gositek consiguió balbucear al fin:

-¿Estás intentando provocar un motín? -preguntó como si le faltara el aliento.

-Quiero comprar una indulgencia -contestó Entreri,

-El cementerio...

-Para un nombre que los sacerdotes de Selune olvidaron hace tiempo. ¡Malditas sean sus promesas!

-¿Qué quieres decir? -tartamudeó Gositek, y tiró del cordón para cerrar la bolsa y esconder el oro antes de que pudiera provocar un tumulto. Pero cuando hizo ademán de atraer la bolsa hacia sí, la mano de Entreri le aferró rápidamente y con fuerza la muñeca, un apretón férreo que hizo detenerse al hombre bruscamente.

-Sí, el nombre... -tartamudeó, volviéndose hacia el escribiente que permanecía sentado, boquiabierto y con una expresión estúpida-. Apunta el nombre y una gran indulgencia...

-No a ti -dijo Entreri.

Gositek lo miró sin comprender.

-Compraré la indulgencia a la Voz Bendita y Verdadera en persona, y sólo a él- le explicó-. Recibirá el oro en persona, apuntará él mismo el nombre, y recitará las oraciones también.

-Pero eso no...

-O eso, o nada -dijo Entreri-. ¿Vas a ir a tu Voz Bendita y Verdadera después de que me marche con mi oro, y vas a explicarle por qué no pudiste permitirme que lo viera?

Gositek se revolvió nervioso, se pasó la mano por la cara y la lengua por los finos labios.

-No tengo autoridad -consiguió decir el sacerdote.

-Entonces ve y encuentra a quien la tenga.

El sacerdote miró a su escribiente y a los guardias, que negaban con la cabeza en un gesto de impotencia. Finalmente, Gositek consiguió decirle a uno de los guardias que se fuera, y el hombre salió corriendo.

La fila comenzó a agitarse detrás de Entreri, pero él ni se movió en el poco tiempo que tardó el guardia en volver. Se llevó a Gositek a un lado y le susurró algo. El devoto volvió a la mesa y se sentó.

-Eres afortunado -comentó-, ya que la Voz Bendita y Verdadera está en su sala de audiencias en este mismo momento, y tiene un hueco libre. Todo sea por una indulgencia extrema...

-Por una bolsa de monedas de oro -lo corrigió Entreri secamente, y Gositek carraspeó y ni rechistó.

-Te recibirá.

Entreri cogió la bolsa y pasó por delante de la mesa, dirigiéndose a la puerta, pero los guardias le bloquearon el paso.

-No puedes entrar con armas en la Casa del Protector -le explicó Gositek, levantándose de nuevo y poniéndose junto a Entreri-. Ni tampoco objetos mágicos. Lo siento, pero la seguridad de...

Entreri desabrochó la hebilla de su cinturón y se lo dio a Jarlaxle, que avanzó, con Athrogate todavía a remolque mirando a la multitud, manteniéndola a raya con la mera expresión de ferocidad de su rostro.

-¿Me desnudo aquí mismo? -preguntó Entreri, quitándose el piwafwi que llevaba sobre los hombros.

Gositek reaccionó con torpeza ante eso.

-Mejor dentro -respondió, y le hizo una señal al guardia para que abriera la puerta. Entreri la atravesó con el sacerdote, mientras Jarlaxle y Athrogate lo seguían de cerca.

-Tu cinturón -le indicó Gositek-. Y tus botas.

Entreri se desabrochó el cinturón y se lo dio al drow, a continuación se quitó las botas mientras Gositek comenzaba a formular un hechizo. Cuando terminó, el sacerdote inspeccionó a Entreri de arriba abajo, y lo emplazó a que se abriera la camisa. A un gesto del sacerdote un guardia fornido avanzó y lo cacheó.

Instantes más tarde, llevando encima sólo los pantalones y la camisa, y con una bolsa de oro en la mano, Entreri fue escoltado por otro par de soldados armados a través de la siguiente tanda de puertas y desapareció en el interior de la Casa del Protector. En la antesala Jarlaxle guardaba sus pertenencias.

Gositek le hizo gestos al elfo y al enano para que salieran fuera.

-Hay muchas más bolsas de oro en el lugar de donde salió ésa -le dijo el drow al pobre sacerdote tartamudo. Fijándose en el evidente interés de Gositek, Jarlaxle volvió atrás con cautela y cerró la puerta.

»Deja que te explique -le manifestó con voz persuasiva.

Momentos más tarde la multitud se revolvía inquieta cuando el devoto Gositek salió del edificio.

-Atended sus necesidades -ordenó al escribiente y a los dos guardias.

Una oleada de protestas surgió de entre los campesinos, pero el hombre levantó una mano y les dirigió una mirada severa para acallados. A continuación volvió a desaparecer dentro del edificio.

Mientras los dos centinelas, produciendo con las armaduras fuertes sonidos metálicos, lo conducían a través del palacio conocido como la Casa del Protector, los pensamientos de Artemis Entreri volvían a sus tiempos en Calimport, al servicio del notable Pachá Basadoni. Sólo allí había visto tantas cosas forradas de oro y plata, y artefactos de platino, y tapices tejidos por los mejores artistas del momento. Sólo allí había presenciado tanta grandeza y acumulación de riquezas. Apenas lo sorprendió la ostentosa decoración. Cada una de aquellas fabulosas pinturas y esculturas valía más dinero del que la mitad de la gente que había reunida en la plaza podía ganar en toda su vida, incluso si juntaban todas sus riquezas.

Entreri conocía la escena demasiado bien. La riqueza siempre fluía hacia arriba y acababa en manos de unos pocos. Así funcionaba el mundo, y ya fuera que lo facilitaran las amenazas e intimidaciones de los pachás de Calimport, o aquellos sacerdotes y sus extorsiones más sutiles e insidiosas, ya hacía tiempo que había dejado de sorprenderlo. Ni siquiera le importaba, excepto...

Excepto que aquella parte de riqueza que esta secta en particular le había sacado a su madre era su posesión más personal. Y ahora yacía olvidada, en un trozo de tierra sin marcar, escondida del resto de la ciudad.

Miró a los centinelas que lo escoltaban. Sabía que aquélla sería su última caminara, su último día.

Que así sea.

Llegaron a un gran vestíbulo, con un techo de sesenta metros de alto y unas columnas gigantescas ralladas y decoradas con hojas de oro distribuidas en dos filas que iban de la parte frontal hasta el final. Entre ellas se extendía una estrecha alfombra de color rojo encendido, flanqueada por soldados del templo vestidos con brillantes armaduras de placas y con alabardas que duplicaban su estatura y que sostenían de pie a su lado. También había profusión de estandartes del clérigo principal y del dios Selune.

Al final de la alfombra, quizá a unos treinta pasos, estaba sentado el clérigo rector, la Voz Bendita y Verdadera de Selune, en un trono de madera noble pulida, decorado con cojines blancos con rayas rosas y rojas. Llevaba una túnica voluminosa bordada de oro, yen la cabeza una corona con fabulosas piedras preciosas. Debía de tener más de sesenta años, por lo que Entreri pudo percibir, aunque sus ojos todavía brillaban y se mantenía en forma. Incluso creyó ver algo de sí mismo en aquel hombre, pero desechó de inmediato un pensamiento tan incómodo.

Frente al trono había tres sacerdotes, dos a la derecha y uno a la izquierda, y todos se dieron la vuelta para ver aproximarse a aquel hombre con su bolsa de oro.

Entreri sintió el peso de sus miradas, sus rostros llenos de desconfianza, y durante un momento pensó que sus intenciones estaban demasiado claras. El alambre del sombrero le apretaba, y casi sin darse cuenta levantó la mano para ajustarlo bajo los negros cabellos.

Pero se detuvo y se rió de sí mismo mientras negaba con la cabeza y miraba a su alrededor, recordando quién era. No era el hijo bastardo y sin recursos que venía de aquellas calles miserables, ése era el que había sido antes.

-He venido a comprar una indulgencia -declaró.

-Eso es lo que nos dijo el devoto Gositek -respondió uno de los sacerdotes que había frente al trono, pero Entreri lo rechazó con un gesto de la mano.

-He venido a comprar una indulgencia -dijo de nuevo, mirando y señalando con el dedo al clérigo rector, la Voz Bendita y Verdadera, que estaba sentado en el trono.

Los cuatro sacerdotes intercambiaron miradas (más de uno parecía desconcertado e indignado).

-Eso es lo que nos han dicho -respondió el clérigo rector Yinochek-. Y por ello os hemos dado la bienvenida a nuestra casa, un lugar al que poca gente ajena al clero tiene acceso. Y estás hablando directamente conmigo, el clérigo rector Yinochek, tal como solicitaste. -Con un gesto señaló la bolsa del oro.

-El devoto Tyre tomará nota del nombre de la persona por la que deseas que se rece -continuó Yinochek.

-¿Rezarás por ella personalmente? -preguntó Entreri.

-Tu indulgencia bien lo vale, según me han dicho -contestó Yinochek-. Por favor, deja la bolsa y danos el nombre. A continuación márchate con la tranquilidad de que la Voz Bendita y Verdadera de Selune rezará por esa mujer.

Entreri negó con la cabeza y sostuvo la bolsa de oro cerca del pecho.

-Es más que eso.

-¿Más?

-Su nombre es... era, Shanali -dijo Entreri, e hizo una pausa mientras lo miraba atentamente, buscando una señal de reconocimiento.

Yinochek no le dio esa satisfacción. Si el clérigo rector conocía el nombre, lo ocultó con éxito, y cuando Entreri reflexionó de forma racional acerca de los treinta años que habían pasado, y sobre la realidad de las cosas, se reprendió duramente. ¿Acaso aquel hombre le preguntaba su nombre a alguna de las mujeres con las que se acostaba? Y si lo hacía, lo más probable es que no pudiera recordar semejante multitud de ellos, si lo que la anciana le había contado era realmente cierto (yen su interior sabía que lo era).

-Era mi madre.

Las miradas que le dirigieron no eran de interés, sino de aburrimiento.

-¿Y ha muerto? -preguntó Yinochek-. Mi madre también, te lo aseguro. Ésa es la manera...

-Lleva muerta treinta años -lo interrumpió Entreri, y Yinochek lo miró con el entrecejo fruncido, mientras los otros tres sacerdotes y varios de los guardias se mostraban indignados al ver que aquel hombre se atrevía a interrumpir a la Voz Bendita y Verdadera de Selune.

Pero Entreri siguió insistiendo.

-Era una muchacha joven..., tenía menos de la mitad de mis años.

-Eso fue hace mucho tiempo -afirmó Yinochek.

-He estado fuera mucho tiempo -dijo Entreri-. Shanali, ¿te suena el nombre?

El hombre extendió las manos en un gesto de impotencia y miró a sus compañeros sacerdotes, igual de confusos que él.

-¿Debería?

-Era bastante conocida entre los sacerdotes de la Casa del Protector, según me han dicho.

-¿Era una mujer noble? -preguntó Yinochek-. Pero si me dijeron que estabas en el cementerio que hay en el promontorio...

-Más noble que cualquiera de los presentes hoy en esta estancia -lo volvió a interrumpir Entreri-. Hizo lo que tenía que hacer para sobrevivir, y para alimentarme a mí, su único hijo. Yo lo considero algo noble.

-Por supuesto -contestó Yinochek, y consiguió esconder bien..., o al menos mejor que los otros tres sacerdotes, la diversión que le causaba tal declaración.

-Incluso si eso significaba prostituirse con los sacerdotes de la Casa del Protector -dijo Entreri, y la diversión desapareció de repente-. Pero no la recordarás, por supuesto, aunque seguramente estabas aquí por aquel entonces.

Yinochek no contestó, pero lo miró fijamente durante un largo, largo rato.

-Lleva muerta muchos, muchos años -dijo finalmente-. Lo más seguro es que ya haya salido del Plano del Olvido. Te aconsejo que guardes la indulgencia para ti, hijo impertinente.

Entreri dio un resoplido.

-¿Plegarias para un dios que permite a los sacerdotes, incluso a la Voz Bendita y Verdadera, robar la dignidad a las mujeres de su rebaño? -preguntó- ¿A Selune, cuyos sacerdotes fornican con muchachas muertas de hambre? ¿Crees que desearía semejantes plegarias? Mejor se las dedico a Lloth, que al menos admite la verdad acerca de sus viles sacerdotes.

Yinochek tembló de rabia. Los guardias que estaban a ambos lados de Entreri avanzaron con las armas listas.

-¡Deja tu oro y márchate! -le ordenó la Voz Bendita y Verdadera-. Te servirá para comprar tu vida y nada más que eso. ¡Y alégrate de que hoy me sienta generoso!

-Ve a tu balcón -replicó Entreri-. Míralos a todos, Voz Vil y Deshonesta. ¿Cuántos son de tu sangre? ¿Cómo yo, quizá?

-¡Lleváoslo! -gritó uno de los sacerdotes que estaba frente al trono, pero Yinochek se levantó de repente.

-¡Basta! Has llegado al límite de mi paciencia -gritó por encima de todos-. ¿Cuál es tu...?

Entreri notó que le picaba el cuero cabelludo. Miró a su alrededor, calculando los pasos y el tiempo que le darían sus movimientos. Se detuvo, igual que Yinochek, cuando la puerta que tenía detrás se abrió violentamente como si la hubieran golpeado en la parte alta.

-¡Un momento! Con tu perdón, Voz Bendita y Verdadera -dijo el devoto Gositek entrando torpemente en la estancia. Sostenía un sombrero de ala ancha y con plumas; el sombrero de Jarlaxle-. ¡Hay más cosas que debéis saber acerca de nuestro amigo aquí presente, que se hace acompañar de elfos que son más de lo que parecen! -continuó diciendo. Cuando terminó, sacó algo (un disco de tela negra) de dentro del enorme sombrero-. Más de lo que parecen -volvió a decir.

Entreri se quedó boquiabierto ante aquella mención, aquella pista.

Ya tenía su distracción. Yinochek volvió a sentarse.

-¿Cómo osas irrumpir aquí, devoto Gositek? -preguntó.

Gositek volvió a levantar el disco, lo que atrajo más miradas curiosas. Entreri saltó a un lado y golpeó al guardia con la bolsa de oro en el frontal del yelmo, tirándolo al suelo. Mientras caía, Entreri le arrancó la alabarda de las manos y se la clavó en el vientre al guardia que estaba enfrente, haciendo que se doblara de dolor. Todavía en movimiento, el asesino cargó contra el trono, y cuando uno de los tres sacerdotes consiguió reaccionar y cortarle el paso, le tiró la bolsa de oro a la cara. Las monedas y la sangre salieron volando, y el sacerdote cayó de espaldas con mayor fuerza si cabe, ya que Entreri le puso el pie descalzo en el pecho y le saltó por encima.

Atravesó la distancia que lo separaba del trono de una sola zancada mientras levantaba la mano y soltaba el nudo del cable que llevaba bajo el pelo. Lo hizo girar mientras avanzaba agarrando un extremo con la mano, y con los puños extendidos se abalanzó sobre su presa.

Yinochek levantó los brazos para defenderse, pero Entreri sorteó de un rápido salto el intento de detenerlo, bajó las manos bruscamente cuando estaban ya por detrás de las defensas del sacerdote, a continuación dio una voltereta por encima del hombro de Yinochek, rotando mientras saltaba y girando al mismo tiempo el brazo por encima de la cabeza del clérigo hasta caer espalda con espalda con él y rodear fuertemente la garganta de Yinochek con el cable.

Entreri aprovechó aquel momento para arrastrar al hombre fuera del trono, con la esperanza de romperle el cuello limpiamente y acabar con aquello.

Pero Yinochek era más tozudo y rápido de lo que pensaba y consiguió darse la vuelta, y tras desasirse seguía tan vivo como antes, a pesar de que Entreri estaba justo detrás de él, tirando fuertemente de aquel cable despiadado, hundiéndoselo en la garganta.

Entreri se temió que eso pudiera llevarle mucho tiempo y pensó que los guardias y los sacerdotes se le echarían encima.

Cuando volvió la vista hacia atrás, sin embargo, siguió apretando con la esperanza de que todo acabara allí y en ese mismo momento.

En el momento mismo en que Entreri había empezado a moverse arremetiendo contra el guardia de la derecha, el hombre que había detrás de él en la alfombra, y que aparentemente era el devoto Gositek, lanzó rápidamente al aire el trozo de tela. Éste se hizo más grande mientras giraba, llegando a medir varios metros de diámetro, y golpeó contra el lateral de uno de los inmensos pilares que rodeaban el vestíbulo.

En ese momento ya no era en absoluto un trozo de tela, era un agujero mágico portátil, un bolsillo dimensional, y de su interior salió, casi tan pronto como dio contra la pared, un tumulto y un grito.

-¡Resoplido!

Los guardias que estaban más cerca del agujero cayeron de espaldas cuando surgieron llamaradas de la oscuridad y de ellas salió un rojo jabalí de guerra que lanzaba fuego por las fosas nasales y en el que iba montado un enano peludo y no menos fiero. Pasó entre los guardias más cercanos, con los manguales girando a izquierda y derecha, y los golpeó de lleno a ambos, lanzándolos hacia los lados.

Finalmente, guardias y sacerdotes se movieron por toda la estancia para contraatacar, pero otra sorpresa los pilló desprevenidos y los entretuvo momentáneamente, cuando el devoto Gositek se metió la mano bajo la barbilla y se quitó la máscara mágica mostrándose en todo su esplendor de elfo oscuro.

Jarlaxle dejó caer el sombrero y arrancó la pluma mágica para después arrojarla al suelo. Comenzó rápidamente a girar las manos, invocando dagas con sus brazales encantados y lanzándoselas con gran puntería al guardia más cercano. Incluso en pleno movimiento el drow mantuvo la cabeza lo bastante fría para mirar hacia el otro lado, donde Entreri estaba arrodillado tras la Voz Bendita y Verdadera, que estaba sentado en el suelo arañando con furia al asesino y tratando de librarse del cable que se le clavaba en la garganta.

Con sólo pensarlo, Jarlaxle invocó sus habilidades drows innatas y lanzó una esfera de oscuridad sobre ambos.

La armadura que llevaban los soldados de la Casa del Protector estaba bien hecha y tenía pocos puntos vulnerables, por lo que los ataques de Jarlaxle tuvieron poco efecto sobre aquel hombre. Cuando éste cayó en la cuenta, rugió y bajó la alabarda.

Jarlaxle chasqueó las muñecas una detrás de otra, alargó las dagas hasta convertirlas en espadas, e incluso mientras una de ellas se transformaba, lo esquivó, le dio la vuelta a la alabarda y dio un salto lateral pasando por delante del hombre que se tambaleaba.

El drow ejecutó un giro perfecto y lanzó hacia atrás su arma, que tras atravesar el borde del yelmo hundió la fina hoja en el cráneo del hombre.

Jarlaxle la retiró casi de inmediato y se alejó de un salto, ganando algo de tiempo al situarse en el rastro de destrucción de Athrogate, mientras el centinela caía al suelo agitándose furiosamente y llevándose las manos a la atroz herida.

Artemis Entreri comprendió lo que pretendía Jarlaxle al invocar la esfera de oscuridad, por supuesto, pero no le pareció bien.

No en ese preciso instante.

Giró las piernas y tiró hacia atrás, arrastrando al hombre fuera de la esfera. Al atravesar el límite de la oscuridad, vio a uno de los sacerdotes. El devoto Tyre seguía todos sus movimientos mientras movía las manos para lanzarle un conjuro. Entreri, que estaba familiarizado con la magia de los sacerdotes, sabía lo que se le venía encima, con lo que no lo pilló desprevenido cuando le llegaron unas oleadas de energía mágica que no pudo resistir, un hechizo que podía dejar a un hombre clavado en el sitio como lo haría cualquier parálisis.

De hecho, Entreri sintió rigidez en los brazos y notó que el cuerpo comenzaba a fallarle. Pero conjuró una imagen de Shanali, de la última vez que la había visto, e imaginó a aquel hombre sobre ella, en celo como un animal, y considerándola como tal.

Cruzó los brazos todavía con más fuerza y Yinochek resolló penosamente.

Pero llegaron otros tres sacerdotes y un par de guardias, tras los cuales avanzaba pesadamente... un pájaro gigantesco.

Resoplido dio un pisotón y le salieron llamas en forma de círculos perfectos, lo cual distrajo a los centinelas, que cayeron aplastados por el salvaje Athrogate. Agarrándose con sus poderosas piernas, hizo girar al jabalí frente al siguiente grupo para repetir la maniobra.

Pero los guardias, todos ellos bien entrenados, resistieron las llamaradas y mantuvieron firmes las alabardas en posición defensiva. Athrogate consiguió apartar a uno, pero el otro lo embistió, alcanzándolo en la junta de la coraza metálica. La fina punta penetró el relleno interior de cuero y se hundió en la axila del enano, obligándolo a echarse atrás y dejar que Resoplido siguiera corriendo.

Cayó pesadamente al suelo partiendo la punta de la alabarda, pero arqueó la espalda y tensó los músculos en un solo espasmo repentino que lo empujó hacia arriba, poniéndose en pie para enfrentarse a la embestida. Athrogate recobró algo de esperanza al romperse la alabarda, pero le duró poco, ya que el centinela, en un solo y fluido movimiento, sacó una espada y cogió un escudo que llevaba a la espalda. El hombre se acercó como si fuera a arrollar al enano.

Del otro lado vino el otro centinela, que también cambió la alabarda por la espada y el escudo.

Y Athrogate se dio cuenta de que no podía casi levantar el brazo derecho y que sangraba profusamente por el costado.

Se oyó el entrechocar de metal contra metal, como una sola nota, acercándose a la puerta por el pasillo. Un par de guardias atacaron al drow, y dos más se unieron a ellos precipitadamente. Jarlaxle, que luchaba a la defensiva y aprovechaba su armadura más ligera y su mayor agilidad para mantener su ventaja sobre los hombres que lo embestían, tenía pocas posibilidades de alcanzarlos con golpes potentes, ya que sus oponentes estaban bien entrenados. Sus espadas golpeaban a diestro y siniestro sin un orden aparente, pero casi siempre parando algún golpe u obligando a uno de sus atacantes a retroceder.

Tras él, en el vestíbulo que había al otro lado, resonaron gritos que dieron ánimos a los guardias.

También el drow recobró fuerzas. Y volvió a girarse, asegurándose de que los refuerzos que se aproximaban pudieran ver bien la batalla desde fuera, de que pudieran ver con claridad que se trataba de un drow. Quería llamar su atención. No quería que se fijaran en lo que había por encima de la jamba de la puerta.

La estructura se vio sacudida por una llamarada, el aliento de un dragón rojo en toda su intensidad, cuando el guardia que iba en cabeza pasó por debajo del arco. Consiguió evitar la mayor parte de las llamas, pero aun así entró en la sala de audiencias transformado en un ascua y agitándose frenéticamente. Como Jarlaxle se había asegurado de colocar la estatuilla de plata con las fauces apuntando hacia atrás, la docena de hombres que iban cargando tras él no fueron tan afortunados, y no consiguieron atravesar la tremenda fuerza de aquel fuego.

Las llamaradas siguieron saliendo un buen raro, inmolando a los centinelas que aullaban, acabando con cualquier esperanza de que llegaran refuerzos e incendiando tapices, bancos, alfombras y vigas de madera.

Los centinelas que rodeaban a Jarlaxle se quedaron mirando incrédulos, y aunque la distracción no duró más de dos segundos, eso fue un segundo más de lo que Jarlaxle necesitaba.

El drow paró de dar vueltas, se asentó sobre los pies y se impulsó hacia atrás cayendo en medio de los guardias. A la izquierda una espada lanzó un tajo, que dio de lleno en el brazo que sujetaba un arma, lo que hizo que el hombre soltara la espada. Por la derecha la segunda espada dio una cuchillada que penetró por una junta de la armadura y se clavó en el costado de otro.

El drow saltó a la izquierda, plantando los pies en el pecho de uno de los guardias y empujándolo, con lo que lanzó al hombre al suelo y él volvió a la derecha, donde se levantó y saltó sobre la espada del cuarto, dándose la vuelta hasta casi quedar sentado sobre sus hombros. Jarlaxle cruzó sus espadas cubiertas de sangre frente a la garganta del hombre y lanzó dos cuchilladas mientras daba una voltereta hacia atrás por encima del hombro, cayendo elegantemente de pie y alejándose con un giro.

El centinela se echó mano a la garganta mientras caía de rodillas.

-¡Por Selune! -exclamó el hombre, pensando que tenía la victoria asegurada.

Y mientras gritaba, Athrogate llamó a su mangual derecho, activando su magia, lo que hizo que saliera aceite explosivo de las puntas. El enano se dio la vuelta bruscamente lanzando la bola del arma contra el escudo del guardia. Su brazo no tenía fuerza y el golpe no fue potente, pero cuando tocó el escudo el aceite explotó, haciéndolo pedazos junto con el brazo que lo sostenía y arrojando al hombre al suelo.

Athrogate cayó a la izquierda asestando un golpe con su segunda arma, que estaba cubierta del icor, reproducido por medios mágicos, de una criatura que inspiraba miedo en los corazones de los mejores guerreros: un monstruo de la herrumbre. El primer contacto del mangual contra el escudo no contribuyó demasiado a disuadir al inconsciente atacante, que golpeó al enano con el escudo al tiempo que le asestaba un fuerte golpe con la espada en el hombro.

Rugiendo de dolor, el enano comenzó a bombear furiosamente con el brazo izquierdo, haciendo girar el mangual en horizontal y golpeando el escudo una y otra vez. Su ataque fue tan violento que el guardia tuvo que recular.

Pero no parecía nervioso, incluso se burlaba del enano mientras éste, ensangrentado y apaleado, rotaba para enfrentarse a él.

Cargó y el enano giró a la izquierda, bombeando con el brazo derecho y golpeando con poca fuerza el escudo con el mangual.

No necesitaba mucha, sin embargo, ya que el escudo se había oxidado y el impacto lo destrozó, con lo que el polvo rojo se extendió por doquier.

El guardia se detuvo sorprendido, y Athrogate rugió y terminó el giro todavía con más violencia, lanzando un potente revés con la izquierda. Con el escudo destrozado, el guardia no tuvo otra elección que esquivar el golpe.

Athrogate, dando un salto al tiempo que giraba, afianzó el pie izquierdo y se equilibró con el derecho, aminorando la velocidad con una eficiencia brutal. Avanzó balanceando su arma y golpeó al hombre con violencia en la espalda haciéndolo trastabillar hacia adelante.

Athrogate lo siguió moviendo el brazo izquierdo de izquierda a derecha y hacia abajo, y después al revés y hacia arriba, golpeando al hombre repetidas veces en la espalda y empujándolo hacia adelante. Una y otra vez, el enano lo persiguió y lo golpeó, como si lo guiara con el mangual hasta que se dio de bruces contra un pilar de piedra.

Por puro reflejo, el guardia extendió los brazos mientras caía, abrazando la columna, aunque apenas fue consciente del movimiento.

Athrogate lo golpeó de nuevo, ahora ya sin necesidad.

Entreri separó los brazos a izquierda y derecha mientras se incorporaba, arrastrando consigo al pobre Yinochek. Intentó romperle el cuello, pero no tenía punto de apoyo para hacer palanca, ni tampoco tiempo para terminar de estrangularlo. Reticente y enfadado, lo liberó y lo empujó contra el hombre más cercano, un sacerdote, y a continuación cargó con fuerza hacia atrás y apartó con el hombro a otro. Giró a la derecha y echó a correr, esperando esquivar la puñalada de un tercero.

No lo habría conseguido de no ser porque de repente, en vez de apuñalarlo, el hombre salió volando hacia adelante, empujado por el poderoso pico del diatryma de Jarlaxle. Entreri pasó corriendo junto al pájaro gigante mientras cargaba y conseguía adelantar al hombre.

El asesino siguió corriendo a toda velocidad, golpeando el suelo de piedra con los pies descalzos. Redujo la velocidad y viró al acercársele guardias por ambos lados, pero con un acelerón repentino los dejó atrás, lanzándose de cabeza y dando una voltereta por encima de la silla caída. Se puso de nuevo en pie mientras tres hombres lo seguían de cerca.

Sintió la agitación repentina de Jarlaxle, vio cómo caían hombres a diestro y siniestro, cómo rugía el fuego fuera de la estancia y empezaba a entrar el humo espeso por la puerta. Sabía que nada de eso lo ayudada.

Tenía que anticiparse a Jarlaxle y pensar como él.

Se dirigió directamente hacia el agujero extradimensional que colgaba del pilar.

Saltó dentro mientras las alabardas intentaban alcanzarlo y desapareció. Sintió allí un cuerpo que se movía y gemía, y lo golpeó en la cara, haciéndolo sucumbir. Su mano tropezó con una empuñadura.

Un mensaje cargado de impaciencia se introdujo en su mente: ¡Mátalos!

Entreri no estaba dispuesto a decepcionar a nadie.

Los tres guardias estaban delante del agujero, llenos de dudas y de indecisión, como era lógico. Entreri salió dando un gran salto, con una espada de filo rojo en una mano y una daga enjoyada en la otra. Golpeó violentamente con la Garra de Charon la alabarda más cercana que estaba a la derecha frente a él y la hizo descender, pero a continuación giró la espada hasta ponerla debajo de ésta y avanzó rápidamente un paso. Balanceó el brazo por encima del hombro, llevándose por el camino la alabarda y haciéndola oscilar para interceptar la espada con la que lo atacaba el siguiente de la fila.

Al mismo tiempo el asesino esquivó con la daga ejecutando un movimiento invertido y clavando la espada que sostenía en la mano izquierda hacia atrás. Se dio la vuelta para enfrentarse al hombre que sostenía la espada y levantó en alto el brazo izquierdo llevándose la espada con él, y embistiendo con la Garra de Charon se la clavó al hombre en el pecho. Cuando cayó, liberando la mano en la que sostenía la daga, Entreri se echó atrás agachándose y evitando el golpe de la pesada alabarda. Cayó sentado pero siguió girando, clavándole la daga en la rodilla al alabardero, y a continuación rodó, mientras el hombre aullaba, liberando la daga. Dio un tajo con la Garra de Charon, seccionándole las piernas y haciéndolo caer al suelo. Utilizó al hombre que caía como escudo, poniéndose en pie de un salto, pero se dio cuenta de que no había necesidad de ello, ya que el tercero se había dado la vuelta para huir.

Entreri se lanzó en su persecución, pero se detuvo al fijarse que en el otro extremo de la estancia tres sacerdotes escoltaban a la Voz Bendita y Verdadera sacándolo por una puerta trasera.

-¡No! -gritó Entreri cargando en aquella dirección, aunque sabía que nunca llegaría a tiempo para detener su huida. ¡No podía acabar así! No después de tanto esfuerzo, después de haber sido asaltado por todos los recuerdos de Shanali.

El devoto Tyre, que iba en cabeza, abrió la puerta. Entreri hizo lo único que podía hacer y arrojó la espada como si fuera una gran lanza.

-Eres realmente un buen cerdo -le dijo Athrogate a Resoplido. Se apoyó pesadamente sobre el jabalí, casi desfallecido por la pérdida de sangre, y dirigió a la criatura hacia el agujero extradimensional. Mientras se acercaba, vio cómo un hombre salía arrastrándose de su interior.

El devoro Gositek se volvió hacia él lastimeramente.

Athrogate lo golpeó con fuerza, dejándolo fuera de combate, con lo que quedó colgando por la cintura del borde del agujero, con los dedos rozando el suelo.

A una palabra del enano, Resoplido se metió de un salto en el agujero. Athrogate miró a Jarlaxle e hizo un saludo aunque el drow apenas pareció darse cuenta. Entonces el enano se sentó sobre el borde del agujero, cogió a Gositek por el cuello, y desapareció de la vista llevándose consigo al sacerdote apaleado.

El devoto Tyre vio llegar el proyectil por el rabillo del ojo. Cayó hacia atrás con una especie de gañido, haciendo tambalearse a sus compañeros, y la Voz Bendita y Verdadera, que todavía respiraba entrecortadamente, cayó contra la pared. La espada de filo rojo pasó como un rayo por delante de Tyre e impactó contra la madera, cerrando la puerta con la fuerza del golpe y quedándose clavada allí, temblando.

-¡Sacadlo de aquí! -ordeno Tyre a los otros dos y dándose la vuelta hacia Entreri, que corría hacia ellos-. ¡Yo me ocuparé de éste!

Con un rugido desafiante, el sacerdote cogió la Garra de Charon y la arrancó de la puerta.

En cuanto la cogió todo pareció moverse a cámara lenta. Se tambaleó hacia atrás mientras uno de sus compañeros, el devoto Premmy, volvía a abrir la puerta. Vio a Entreri dando gritos, todavía a unos nueve metros de distancia. Vio cómo se cambiaba de mano el arma que le quedaba, lo vio saltar alto y lejos, afianzándose con el pie izquierdo en la caída.

Giró la cadera para ponerse en ángulo recto con la puerta. Balanceó el brazo izquierdo mientras rotaba el hombro derecho hacia adelante al tiempo que el brazo subía y lanzaba con fuerza la daga.

Tyre apenas vio el movimiento, los destellos plateados o el proyectil, pero supo exactamente adónde iba dirigido. Trató de gritar una advertencia, pero sólo fue capaz de emitir un chillido agudo.

Su alarido fue apenas audible. Lo único que se oyó fue el grito prolongado del asesino.

-¡Shanali!

Y entonces, como si algún brujo invisible hubiera chasqueado los dedos, el tiempo se aceleró y el proyectil plateado pasó por delante de él. El devoto Tyre se dio la vuelta y vio a su Voz Bendita y Verdadera, el clérigo rector de Selune, con los brazos extendidos, temblando, su rostro una máscara de intenso dolor, con la empuñadura enjoyada de una daga sobresaliéndole del pecho.

Y a continuación todo lo vio... blanco. Sólo un blanco abrasador cuando sus sentidos finalmente registraron el dolor insoportable que le quemaba cuerpo y alma. Volvió a gritar... o lo intentó, pero los labios se le retrajeron sobre la dentadura y siguieron haciéndolo como si se derritieran. En algún lugar profundo de su interior, Tyre supo que debía soltar la malvada espada.

Pero hacía rato ya que no era consciente de nada, sus pensamientos no estaban conectados a su cuerpo. El dolor lo controlaba, y nada más. Senda que se le clavaban un millón de agujas, que lo alcanzaban un millón de dentelladas abrasadoras y un fuego en su interior, tan profundo y devastador como el que había explotado al otro lado en el pasillo.

Cayó al suelo, pero nunca se enteró. Se quedó ahí tendido, temblando, con la piel ardiendo sin llama y crepitando en trozos carbonizados mientras la Garra de Charon lo devoraba.

Ambos lanzamientos habían surgido de un lugar tan profundo en su interior que Artemis Entreri apenas se había dado cuenta de lo que hada. No había visto otra cosa que no fuera Shanali, frágil y moribunda sobre el suelo polvoriento. No había sentido más que su propia ira, su furia absoluta ante la posibilidad de que aquel sacerdote malvado se le escapara.

En el momento en que su daga se clavó en el corazón del clérigo rector Yinochek, el hechizo se rompió y Entreri, que corría hacia los sacerdotes, sintió una oleada de satisfacción furiosa.

Aminoró el paso, percibiendo que algo se movía a un lado, y vio como dos de los sacerdotes abandonaban a Yinochek y salían corriendo por la puerta mientras la diatryma de Jarlaxle los seguía de cerca. ¡Había soldados que se dirigían hacia la estancia por el vestíbulo que había al otro lado, pero los vio cambiar de actitud y de rumbo cuando aquel pájaro gigante atravesó la puerta!

Entreri se dirigió rápidamente a cerrar la puerta. Miró a Tyre moribundo y no le prestó atención; en vez de ello se puso delante del clérigo rector. -¿Sabes cuántas vidas has destrozado? -le preguntó.

Yinochek, tembloroso y balbuciente, con una mirada desorbitada de terror, movió los labios sin que de ellos saliera ningún sonido.

-Sí -añadió Entreri-, lo sabes. Lo entiendes todo. Conoces la maldad de tus actos cuando robas el dinero de los campesinos y las almas de las muchachas. Lo sabes y por eso tienes miedo. -Estiró la mano y agarró la empuñadura de la daga. Yinochek se puso tenso.

Entreri pensó en borrar el alma de aquel hombre con su arma mágica, pero negó con la cabeza y desechó tal pensamiento.

-Dicen que Selune es un buen dios -afirmó-, y por ello no tiene nada que ver con los que son como Yinochek. Eres un fraude, pero ya no tienes donde ocultarte.

Puso los ojos en blanco y se desplomó sobre el suelo.

-Hay maneras mejores de irse que ésta -dijo Jarlaxle, y sólo entonces Entreri se dio cuenta de que el drow había acudido a su lado. La mirada de Jarlaxle dirigió la de Entreri a lo que quedaba del devoto Tyre, que estaba de espaldas temblando furiosamente, con la túnica echando humo y más huesos que piel en el rostro.

Con un gruñido, Entreri pisó con fuerza el antebrazo de aquel hombre, rompiendo la piel quemada y el hueso, y el impulso hizo que la Garra de Charon saltara por los aires, donde la cogió con facilidad.

Miró a Jarlaxle mientras el drow volvía a introducir el parche de tela dentro de su enorme sombrero.

El edificio tembló de repente con violencia, y al otro lado de la estancia una oleada de llamas se precipitó hacia el interior.

-Ven -lo apremió Jarlaxle poniéndose su máscara mágica-. Debemos irnos.

Entreri volvió la vista atrás, hacia la Voz Bendita y Verdadera que estaba apoyado contra la pared, con el pecho cubierto de sangre y los ojos en blanco.

Pensó en Shanali una última vez. Se tomó un instante para reflexionar acerca del largo y sucio camino que había seguido su miserable vida y que hacía poco lo había traído a aquel horrible lugar.