23

Recuerdos de miseria

Si voy a ayudarte, entonces tendré que saberlo -argumentó Jarlaxle, pero la mera expresión del rostro de Entreri le hizo comprender que su lógica no funcionaba con él. Habían vuelto a la casa con Athrogate, y Entreri no había dicho una sola palabra en la hora que había pasado desde que se hablan reunido con su peludo amigo.

-Me da la impresión de que no quiere tu ayuda, elfo -dijo Athrogate.

-Nos permitió acompañarlo en su aventura.

-No os impedí que me siguierais -le aclaró Entreri-. Lo que tengo que hacer aquí es sólo asunto mío.

-Entonces ¿qué debo hacer? -preguntó el drow con un tono exageradamente dramático.

-¡Vivir aquí rodeado de lujos, por supuesto! -bramó Athrogate, y lo enfatizó dando una fuerte palmada en la mesa y aplastando a un escarabajo-. Buena caza y buena comida -dijo, poniendo el insecto aplastado delante de su cara como si fuera a comérselo-. ¿Para qué queremos más? ¡Buajajá! -Para gran alivio de Jarlaxle, aunque a Entreri parecía darle igual, el enano lanzó el escarabajo al otro extremo de la habitación en vez de metérselo en la boca.

-Me da igual-contestó Entreri-. Vete a buscar un alojamiento más confortable. O vete de Memnon.

-¿Por qué has venido aquí? -preguntó Jarlaxle, y Entreri hizo una ligerísima mueca de dolor-. ¿Cuánto tiempo te vas a quedar?

-No lo sé.

-A qué pregunta.

Entreri no contestó. Se dio la vuelta y salió airadamente de la casa internándose en la mañana soleada.

-Tiene muy mal humor, ¿no? -preguntó Athrogate.

-Por alguna buena razón, supongo.

-Bueno, dijiste que había crecido aquí -dijo el enano-. A mí también me pondría de mala leche, seguro.

Jarlaxle miró primero hacia la puerta y después al enano y rió quedamente mientras pensaba por primera vez que realmente se alegraba de que Athrogate se hubiera decidido a acompañarlos. También reflexionó sobre su papel en aquella situación tan terrible y comenzó a dudar de si habría hecho bien enredando a Entreri con la flauta de Idalia. Kimmuriel ya le había advertido que no debía hacerlo, explicándole que abrir el corazón de una persona podía traer muchas consecuencias inesperadas.

Después de reflexionar un rato, Jarlaxle llegó a la conclusión de que había hecho lo correcto al darle la flauta a Entreri. Al final resultaría algo bueno para su amigo.

Eso si no lo mataba antes.

El impulso que aquella mañana lo llevó de nuevo a la polvorienta avenida fue tan fuerte que Entreri ni siquiera se dio cuenta de que estaba volviendo a la choza hasta que no la tuvo delante. Aquella vez la calle no estaba desierta, había mucha gente sentada en la escasa sombra que daban los otros edificios, y todos miraban a aquel extraño, con sus botas altas de cuero negro tan bien cosidas y dos armas de gran valor a la cintura.

Estaba claro que Entreri no pertenecía a aquel lugar, y la turbación que vio en las miradas que le dirigían, y la sensación de asco que sentía en el fondo, sí que hicieron aflorar reconocimientos y recuerdos.

Artemis Entreri había visto aquellas mismas miradas durante su estancia en Calimport al servicio de Pachá Basadoni. Estos campesinos lo consideraban un mercenario, alguien enviado por alguno de los ricos señores para cobrar una deuda o ajustar cuentas, sin duda.

Los apartó de sus pensamientos, recordándose que si lo atacaban lodos juntos los dejada muertos ahí mismo, y recordándose también que nadie entre toda esa gente encontraría jamás el valor de atacarlo en primer lugar. No formaba parte de su carácter... Alguien que tuviera esa fuerza de voluntad y esa iniciativa habría dejado aquel lugar hacía tiempo.

Fue más fácil incluso olvidarse de ellos (de hecho ni siquiera era una opción) cuando volvió a dirigir la mirada hacia la puerta destartalada de la choza que había sido su hogar durante los primeros doce años de su vida. Tan pronto como concentró su atención en ella tuvo la impresión de que nada más le importaba, y cayó en el mismo estado reflexivo que había permitido que Jarlaxle se acercase a él sin que se diera cuenta la noche anterior.

Sin ser apenas consciente de sus movimientos, Entreri se encontró acercándose a la puerta. Se detuvo al llegar a ella y levantó el puño para llamar. Sin embargo no llegó a hacerlo, se recordó a sí mismo quién era y quiénes eran aquellos campesinos patéticos y sin importancia, y se limitó a empujarla.

La estancia estaba en silencio y todavía hacía fresco, ya que el sol de la mañana aún no había ascendido lo suficiente por encima de la colina como para disipar el frío de la noche anterior. No había velas encendidas en el interior, ni había nadie en casa, pero un trozo de pan duro sobre la mesa y una manta arrugada y deshilachada en un rincón le mostraron a Entreri que había habido alguien allí recientemente. El pan no estaba lleno de insectos hambrientos todavía, y para Entreri, que conocía el clima y el funcionamiento de Memnon, aquello era como una hoguera reciente.

Alguien vivía en la casa que había sido la suya. ¿Su madre? ¿Sería posible? Debía de tener sesenta y pocos, lo sabía. ¿Era posible que todavía viviera allí, en el mismo lugar donde ella y su padre, Belrigger, habían construido su hogar?

El olor le decía lo contrario, ya que la persona que vivía allí no se preocupaba demasiado por la higiene. No vio ningún orinal, pero no le resultó difícil reconocer que deberla haber uno en uso.

Así no era como recordaba a su madre. No tenía dinero, pero siempre trabajaba duro para ir limpia y mantener limpio a su hijo.

Se le ocurrió pensar que quizá los años habían quebrantado el orgullo de la mujer, e hizo una mueca, deseando súbitamente que aquélla no fuera la casa de Shanali. Pero si fuera ése el caso, entonces tendría que estar muerta. No podría haber salido de allí, lo sabía, puesto que tenía más de veinte años cuando él se fue, y nadie que hubiera superado los veinte años había podido jamás abandonar ese lugar.

Y si todavía seguía allí, entonces era probable que aquélla siguiera siendo su casa.

Comenzó a sentir claustrofobia allí dentro. El hedor de las heces asaltó su nariz y lo hizo retroceder. Atravesó la puerta más bruscamente de lo que había entrado y salió trastabillando a la calle.

Respiraba entrecortadamente. Miró a su alrededor. Estaba lo más cerca que había estado jamás en su vida adulta de sentir pánico. Vio los rostros que lo miraban con desconfianza, con odio, yen aquel momento de incertidumbre sintió que el más indefenso de cuantos lo miraban podría arremeter contra él y matarlo.

Intentó serenarse, pero no pudo dejar de mirar la puerta destartalada por encima del hombro. Recuerdos de su infancia le inundaban la mente, recuerdos de noches frías acurrucado sobre aquel mismo suelo, ahuyentando a las criaturas que lo picaban. Pensó en su madre y en su dolor casi constante, yen su hosco padre y el dolor que también les infligía a menudo. Recordó aquellos años como no lo había hecho en décadas, incluso pensó en los pocos amigos que habían recorrido las calles con él.

En cierta medida había libertad en la pobreza, pensó, y aquella ridícula ironía le brindó la posibilidad de serenarse un poco.

Se volvió de nuevo, tratando de encontrar un camino, alguna manera de alejarse de allí.

En vez de eso se encontró con el rostro arrugado de una anciana. -Pero bueno, hay que ver lo guapo que vas con tus espadas brillantes y tus magníficas botas -le dijo con una risotada.

Entreri se quedó mirando con curiosidad a la pequeña y encorvada criatura de piel correosa y ojos nublados, un rostro que había visto un millón de veces pero sin verlo nunca del todo.

-¿No eres el superior? -lo regañó-. El que puede venir aquí y hacer lo que le dé la gana cuando le dé la gana. Sí, sin duda lo eres.

Entreri miró por encima de ella, hacia los muchos que lo observaban, y comprendió que hablaba en nombre de todos. Incluso allí había un orgullo colectivo.

-Pues deberías tener más cuidado por dónde caminas -dijo la mujer con un tono más firme, volviéndose más audaz con cada palabra.

Hizo ademán de empujar a Entreri.

Eso sí que no lo podía permitir, ya que había conocido a magos muy inteligentes que habían adoptado semejante disfraz como pretexto para tocar a un enemigo y lanzarle un hechizo capaz de sacudir a su oponente de arriba abajo. Con extraordinarios reflejos y precisión, usando la mano con la que sostenía la espada y el guantelete que Jarlaxle había reconstruido, interceptó el empujón antes de que lo alcanzara y le retorció la mano de la mujer sin miramientos.

-No sabes nada de mí -le dijo en voz baja-. Ni conoces mis razones para estar aquí. No es asunto tuyo, así que no vuelvas a entrometerte. -Mientras hablaba dirigió la mirada hacia la gente que permanecía entre las sombras, todos ellos indecisos pero indignados al mismo tiempo.

» Bajo pena de muerte -amenazó a la vieja miserable mientras la liberaba.

A continuación la empujó a un lado y pasó de largo. Al primero que viniera a por él, decidió, lo dejaría sangrando. Si seguían viniendo, al segundo lo dejaría mutilado a sus pies, e incluso lo usaría para recuperar su salud a través de la daga si era necesario. Pero cuando se hubo alejado dos pasos de la mujer supo que era innecesario prever todo aquello, ya que ninguno lo atacaría.

Pero la muy terca no lo quiso dejar ahí.

-Ah, pero tú eres el peligroso, ¿no? -exclamó-. Pues ya veremos cómo te golpeas el pecho orgulloso cuando Belrigger sepa que has estado en su casa.

Al oír aquello, Entreri estuvo a punto de caer al suelo. Las piernas le temblaban. Sintió la necesidad acuciante de volverse hacia la mujer y pedirle más información. No era el momento, no con tanta gente observando, gente que estaba furiosa con él. Estudió a las personas que lo rodeaban con más atención mientras volvía caminando hacia la plaza, sabiendo que uno de los viejos del lugar, Belrigger, todavía seguía vivo y por allí.

De hecho comenzó a notar cosas más concretas en algunos de ellos, una inclinación de cabeza, una mirada, la manera en que una mujer se sentaba en la silla. Lo invadió una sensación de familiaridad que le llegaba de muchos rincones. Había mucha gente allí a la que Artemis Entreri había conocido de niño. Mayores que entonces, pero eran ellos. Ya otros, pensó, especialmente a un grupo de hombres y mujeres más jóvenes, no los conocía, pero observó similitudes que lo hadan pensar que podrían ser los hijos de gente a la que sí había conocido.

O quizá había una similitud en sus hábitos y en la manera de expresarse de esos campesinos, se dijo.

Pero no importaba realmente, ya que al fin y al cabo Belrigger, su padre, estaba vivo.

Ese pensamiento permaneció en la mente de Entreri todo el día. Lo siguió por las calles de Memnon hasta el puerto. Lo atormentó bajo el sol brillante y abrasador y lo persiguió como un espectro entre las sombras.

Artemis Entreri había entrado en combate mortal, ansioso y a sabiendas, con los semejantes de Drizzt Do'Urden, pero volver a su viejo hogar justo después de la puesta de sol se convirtió en el desafío más difícil al que jamás se había enfrentado. Usó todos los trucos que conocía para acercarse a la choza por detrás sin que nadie lo viera, y después, silenciosamente, sacó dos tablas de la valla trasera y se deslizó en el interior.

No había nadie en casa, así que volvió a colocar las tablas y se sentó en un rincón oscuro, mirando fijamente a la puerta.

Pasaron horas, pero Entreri permaneció alerta. No se sobresaltó, ni siquiera se movió, cuando al fin la puerta se abrió de golpe.

Un anciano entró arrastrando los pies. Pequeño y encorvado, sus pasos eran tan cortos que necesitó una docena para llegar a la mesa, que estaba a tan sólo un metro de él.

Entreri oyó el sonido del pedernal golpeando contra el metal y una única vela se encendió, permitiendo al asesino echar un buen vistazo al rostro del hombre. Estaba muy delgado, incluso demacrado, y con la calva tan enrojecida por el sol implacable de Memnon que parecía brillar bajo la débil luz. Llevaba una barba gris desarreglada y su rostro se retorcía en una mueca constante, lo que hacía que la barbilla le sobresaliera aún más y que la barba pareciera todavía más pronunciada.

Sacó una pequeña bolsa con dedos temblorosos y sucios y consiguió arrojar su contenido sobre la mesa. Mientras mascullaba para sí comenzó a escoger entre monedas de cobre y plata y otras cosas brillantes que Entreri reconoció como las piedras que se podían encontrar entre las rocas al sur de los muelles. El asesino comprendió, ya que recordaba claramente que algunos de sus vecinos se aventuraban por esos parajes para recoger piedras bonitas y vendérselas a la gente de Memnon, que pagaba por ellas únicamente para sacarse de encima a los irritantes vagabundos.

Entreri no estaba seguro de quién era aquel hombre, pero sabía con certeza que no podía ser su padre. ¡La edad no podía haber vencido a su padre de aquella manera!

El hombre emitió una risita, y Entreri abrió mucho los ojos al oír aquel sonido, un sonido que ya había oído antes. Se levantó sin hacer ruido y se acercó a la mesa, y sin que el miserable lo viera, dio un golpe seco con la mano sobre las monedas y las piedras.

-¿Cómo? -preguntó el anciano, cayendo hacia atrás y volviéndose bruscamente hacia Entreri.

Esa mirada salvaje... , su aliento... Entreri lo supo.

-¿Quién eres tú?

Entreri sonrió.

-¿No te acuerdas de tu propio sobrino?

-Que te den, Tosso-posh -dijo el hombre cuando entró en la casa una hora más tarde-. Si te vas a cagar quédate fuera de... -Llevaba una vela encendida y se dirigió directamente hacia la mesa, pero se detuvo inmediatamente cuando la puerta se cerró a su espalda. Obviamente había una persona escondida tras ella cuando se abrió.

Belrigger avanzó un paso y se dio la vuelta.

-Tú no eres Tosso -dijo mientras miraba a Entreri de arriba abajo. Entreri miró fijamente al hombre durante unos instantes, ya que reconoció a Belrigger sin la menor duda. Los años no lo habían tratado bien. Se lo veía demacrado y agotado, como si no se alimentara de otra cosa que no fuera el potente licor que sin duda se echaba al gaznate con frecuencia.

Entreri miró por encima del hombre hacia el rincón más alejado, y Belrigger, dándose cuenta, miró también en esa dirección, iluminando la zona con la vela. Allí estaba tendido Tosso-posh, boca abajo, con un pequeño charco de sangre bajo su cuerpo.

Belrigger se dio la vuelta de nuevo, con odio y miedo pintados en el rostro, pero si pretendía atacar al intruso, la visión de una larga espada ensangrentada lo disuadió por completo.

-¿Quién eres? -preguntó en voz baja.

-Alguien que acaba de ajustar cuentas -respondió Entreri.

-¿Has asesinado a Tosso?

-Probablemente no esté muerto todavía. Las heridas en el vientre llevan su tiempo.

Belrigger balbuceó como si no fuera capaz de encontrar las palabras.

-Ya sabes lo que me hizo -declaró Entreri.

Belrigger negó con la cabeza, y finalmente consiguió hablar.

-¿Lo que te hizo? ¿Quién eres?

Entreri se rió de él.

-Ya veo que no conservas ninguna lealtad a los de tu sangre. Ni siquiera me sorprende.

-¿Los de mi sangre? -dijo Belrigger vocalizando exageradamente, y entonces abrió aún más los ojos cuando volvió a preguntar-: ¿Quién eres?

-Tú lo sabes.

-Me estoy cansando de tus juegos -rezongó Belrigger, e hizo ademán de marcharse. Pero la espada roja emitió un destello y lo obligó a detenerse apuntándole a la garganta. Con un ligero movimiento de muñeca Entreri obligó al hombre a volver junto a la mesa, y a continuación volvió a amenazarlo con la espada, indicándole una silla en la que cayó sentado.

-Eso ya lo había oído antes -dijo Entreri mientras acercaba la otra silla y se sentaba junto a la puerta-. Normalmente iba seguido del dorso de tu mano. Casi estoy por invitarte a que me pegues ahora.

Belrigger parecía haberse quedado sin aliento.

-¿Artemis? -apuntó apenas en un susurro.

-¿Tanto he cambiado, padre?

Después de varios jadeos más, Belrigger pareció finalmente serenarse.

-¿Qué estás haciendo aquí? -Miró hacia un lado de la mesa, a la espada y excelente ropa de Entreri-. Escapaste de este lugar. ¿Por qué has vuelto?

-¿Escapar? Fui vendido como esclavo.

Belrigger resopló y desvió la mirada.

Entreri descargó un fuerte golpe sobre la mesa exigiendo toda la atención de aquel hombre.

-¿Eso te divierte?

-No me incumbe en absoluto. ¡No fue mi decisión y por lo tanto no me importa!

-Mi amantísimo padre -fue la sarcástica respuesta de Entreri.

Para su sorpresa e indignación Belrigger comenzó a reírse de él.

-Ni siquiera Tosso tuvo tanto valor -afirmó Entreri, y la mención de su amigo moribundo lo calmó.

-¿Qué quieres?

-Quiero saber de mi madre -exigió Entreri- ¿Sigue viva?

La expresión burlona de Belrigger le respondió antes de que pronunciara una sola palabra.

-¿Fuiste a Calimport, verdad?

Entreri asintió.

-Shanali ya estaba muerta antes de que llegaras allí, por mucho que los mercaderes espolearan a sus caballos -dijo Belrigger-. Ella sabía que se estaba muriendo, estúpido. ¿Por qué crees que vendió a su precioso Artemis?

Sus pensamientos comenzaron a dar vueltas. Intentó recordar su último encuentro, y vio la fragilidad de su madre bajo una luz totalmente distinta.

-Casi me dio pena aquella puta -recordó Belrigger. Todavía no había terminado de salir aquella palabra de su boca cuando Entreri se lanzó hacia adelante y lo golpeó con fuerza en la cara.

Después volvió a sentarse mientras Belrigger lo miraba amenazante al tiempo que escupía sangre.

-No tuvo elección -siguió hablando Belrigger-. Necesitaba dinero para pagar a los sacerdotes si quería salvar su miserable vida. Ni siquiera habían aceptado su cuerpo enfermo a cambio de sus hechizos. Así que te vendió y aceptaron su dinero. Y aun así, murió. Dudo que hicieran algo para tratar de impedirlo.

Belrigger calló, y Entreri se quedó allí sentado un buen rato, digiriendo aquellas sorprendentes palabras, tratando de encontrar alguna manera de negarlas.

-¿Ya tienes lo que buscabas, asesino? -preguntó Belrigger.

-¿Me vendió? -inquirió Entreri.

-Te lo acabo de decir.

-Y mi querido padre me protegió -respondió Entreri.

-¿Tu querido padre? -se mofó Belrigger-. ¿Acaso sabes quién es?

La tensión apareció en el rostro de Entreri.

-¿Eres tan estúpido como para creerme tu padre? -insistió Belrigger entre carcajadas-. Yo no soy tu padre, estúpido. Si lo fuera, te habría inculcado más sentido común a golpes.

-Estás mintiendo.

-Shanali ya estaba embarazada de ti cuando la conocí. Tenía la tripa gorda de venderse a esos sacerdotes. Como el resto de las muchachas. Suerte tuviste de irte demasiado joven para averiguar la verdad. Muchos de los mocosos que ves corriendo por las sucias calles son hijos de los sacerdotes. -Dejó de hablar, resopló, y volvió a reírse-. Yo sólo le di un lugar donde vivir, y ella me dio algunos placeres a cambio -continuó Belrigger.

Entreri apenas lo escuchaba. Reflexionó de nuevo sobre las escenas de su juventud, cuando los hombres venían y le pagaban a Belrigger para dirigirse a continuación a la cama de Shanali. El asesino cerró los ojos, casi deseando que Belrigger actuara aprovechando su momento de debilidad. Si Belrigger se hubiera levantado y hubiese cogido la daga de Entreri no lo habría detenido, incluso hubiera dirigido la daga hacia su corazón.

Pero el hombre no se movió. Lo supo porque seguía riéndose.

Hasta que Entreri abrió los ojos de nuevo y le lanzó una mirada que hablaba por sí sola.

Belrigger se aclaró la garganta, visiblemente incómodo.

Entreri se levantó y envainó la espada. Dio un paso hacia el hombre y lo miró desde su posición dominante.

-Levántate.

Belrigger lo miró desafiante.

-¿Qué es lo que quieres?

Entreri le dio un puñetazo en la nariz.

-Levántate.

Esta vez sí se levantó, encogido, en posición defensiva, y protegiéndose la cabeza con un brazo.

-¿Qué es lo que quieres? Te lo he contado todo. ¡No soy tu padre!

Entreri le agarró el brazo con que se protegía con un rápido movimiento de su mano izquierda. Con una llave sencilla, el asesino le dobló la mano hacia atrás y le retorció el brazo dolorosamente contra el costado.

-Pero me pegabas -le recordó Entreri.

-Lo necesitabas -jadeó Belrigger, tratando de levantar el otro brazo.

Con la mano libre, Entreri le golpeó el rostro ensangrentado. –

¡Era una vida dura! -protestó Belrigger-. ¡Necesitabas sensatez! ¡Necesitabas saber!

-Vuelve a decir que mi madre era una puta -dijo Entreri, retorciéndole un poco más el brazo y dejándolo postrado sobre una rodilla.

-¿Qué querías que dijera? -rogó el hombre-. Hizo lo que tenía que hacer para sobrevivir. Es lo que todos hacemos. No la culpo y nunca lo hice. La acogí cuando nadie lo hubiera hecho.

-En tu propio beneficio.

-Algo sí -admitió Belrigger-. ¡Pero no puedes culparme por cómo son las cosas!

-Te puedo culpar por cada una de las veces que me pusiste la mano encima -respondió Entreri con calma-. Te puedo culpar por dejar que esa basura -señaló con la barbilla a Tosso-posh- se me acercara. ¿O también te pagó? ¿Unas monedas por tu muchacho, Belrigger?

Jadeando de dolor, Belrigger negó furiosamente con la cabeza.

-No... , yo no...

Entreri le dio un rodillazo en la cara, tumbándolo boca arriba.

Sacó la daga enjoyada y se situó encima del hombre que se quejaba. Pero finalmente, negando con la cabeza, Entreri apartó la daga y salió por la puerta.

La anciana estaba allí de nuevo, y aparentemente había oído la escaramuza. Entreri se dio cuenta de que había oído eso y más cuando se dirigió a él.

-Conocía a Shanali, y también empiezo a acordarme de ti, Artemis.

Entreri la miró con dureza.

-¿Has matado a Belrigger?

-No -contestó Entreri-. ¿Has escuchado nuestra conversación?

La mujer retrocedió.

-Parte -admitió.

-Si me ha mentido, volveré y lo descuartizaré.

La mujer negó con la cabeza, mirándolo con expresión resignada. Señaló con un gesto la silla que había frente a su casa y Entreri la siguió hasta allí.

-Tu madre era hermosa -dijo en cuanto se hubo sentado-. Conocí a su madre también, igual de hermosa, y tan joven como Shanali cuando te dio a luz. Era sólo una niña y hacía lo único que se puede hacer aquí.

-¿Con los sacerdotes?

-Con quien trajera dinero -reconoció la anciana con evidente repugnancia.

-¿Y de verdad está muerta?

-Poco después de que te fueras -le confirmó la mujer-. Se estaba muriendo, y su estado empeoró cuando dejó que su hijo se fuera. Fue como si no tuviera ninguna razón para seguir luchando, y menos cuando aquellos sacerdotes cogieron su dinero, le lanzaron hechizos y dijeron que no podían hacer nada más por ella.

Entreri respiró honda y pausadamente para calmarse, recordándose a sí mismo que en ningún momento había esperado encontrar viva a Shanali.

-Está con todos los demás -dijo la anciana, sorprendiéndolo por la expresión de su rostro-. En la colina, tras la roca, donde entierran a los que no tienen nombres dignos de ser recordados.

Como todos los que habían pasado su infancia en aquella parte de Memnon, Entreri conocía bien el cementerio de los pobres, un trozo de tierra tras un gran saliente de roca que dominaba el extremo suroccidental del puerto. A pesar de sí mismo, miró en esa dirección y, sin mediar palabra, con una única mirada final hacia la choza que había sido su hogar, un lugar al que sabía que no volvería jamás, se alejó caminando.