Satisfaciendo a los dioses
Bueno, ahora sabemos por qué murió el último imbécil -dijo Athrogate cuando él y sus dos compañeros entraron en la casa que les habían ofrecido en el barrio suroeste de Memnon. Habían llegado a la ciudad esa mañana temprano, y ante la insistencia de Entreri habían evitado las mejores partes del puerto, donde estaban situadas ladas las tabernas, y habían ido directamente a aquella zona destartalada donde las casas tenían paredes endebles y suelos de piedra cubiertos de suciedad (y eso para la gente que tenía la suerte de tener un lugar donde refugiarse). Muchos de los habitantes de esa parte de la ciudad, la más pobre con diferencia, dormían a los lados de las calles arenosas, a menudo sin siquiera un tejadillo bajo el cual refugiarse de las lluvias ocasionales.
El oro centelleante de Jarlaxle había librado a los tres compañeros de ese destino, y el hombre, uno de los empleados de la Casa del Protector, el templo de Selune, los había informado de su buena suerte, ya que el propietario de la casa había fallecido recientemente dejándola libre para alquilar,
Jarlaxle gimió cuando entró tras el enano y se dio cuenta de que había sobornado excesivamente al empleado. El lugar no tenía más que cuatro paredes, un tejado a través del cual se podía ver el cielo, un suelo lleno de porquería y una única mesa hecha de piedras apiladas y tan cubierta de Insectos de aspecto dañino, criaturas de color marrón rojizo con largas pinzas y una cola que se curvaba hacia arriba, que al drow le pareció evidente que se habían apropiado de aquel lugar desde hacía mucho, mucho tiempo.
Athrogate se acercó a la mesa y dio un resoplido, aparentemente divertido.
-En casa teníamos un nombre para esto -dijo, y extendió uno de sus gruesos pulgares y aplastó a uno de los insectos con un crujido-: Banquete.
-No te atrevas a comerte eso -le recomendó Jarlaxle, y Athrogate respondió con una de sus risotadas.
Entreri fue el último en entrar. Miró a su alrededor y no pareció darle mayor importancia.
-Me parece que todo esto te resulta bastante familiar -lo provocó Athrogate.
Entreri lo miró de reojo, pero simplemente negó con la cabeza y le dio la espalda.
-Tienen servicio al mediodía en la plaza que da a los muelles -le dijo a Jarlaxle-. Estaré allí, en la parte sur de la Casa del Protector. -Se dio la vuelta y salió por la puerta destartalada.
-¿Nos dejas? -le preguntó el drow.
-En primer lugar, ni siquiera os he invitado a venir -le recordó, y se alejó caminando.
-¡Buajajá! -rugió Athrogate.
-Ya es suficiente, buen enano -lo reconvino Jarlaxle sin apartar la vista de la puerta-. Esto le resulta difícil a nuestro amigo.
-No parecía preocuparle mucho el sitio -replicó Athrogate.
Jarlaxle se dio la vuelta para mirarlo.
-¿Esto? -preguntó incrédulo-. Sospecho que Entreri está muy familiarizado con este tipo de alojamiento. Pero volver a esta ciudad, el lugar donde nació y pasó sus primeros años, le trae recuerdos dolorosos, imagino, y ésa es la razón por la que necesitaba venir aquí.
Athrogate, para sorpresa de Jarlaxle, hizo una mueca de dolor al oír aquello y asintió, pero no dio ninguna otra respuesta, algo muy extraño que le hizo comprender inmediatamente varias cosas al perspicaz y astuto drow.
-¿Estás pensando en ir a beber algo? -preguntó de repente el enano-. ¡Me estoy planteando si ir a emborracharme o darme un festín con estas criaturas! ¡Buajajá!
-¿Eso es todo lo que le importa a Athrogate? -preguntó Jarlaxle con gran seriedad, interrumpiendo el arrebato del enano. Athrogate lo miró con expresión severa, repentinamente serio.
-Pareces ajeno a todo lo que no sea tu propio humor -insistió Jarlaxle, y el rostro de Athrogate se tensó con cada palabra-. Tal como te lo digo. ¿No existe nada más que tu propio placer?
-Podría decir lo mismo de ti.
-Podrías, pero mi respuesta requeriría una larguísima explicación.
-O me dirías que me ocupara de mis propios asuntos.
-¿De veras? ¿Y qué es lo que harías, mi peludo amigo?
-Te estás metiendo donde no te incumbe.
-Tu nivel de despreocupación no se alcanza sin más -dijo el drow-. Algo de beber, algo de comer y una broma para hacer reír... ¿eso es todo lo que le importa a Athrogate?
-No sabes nada.
«¿De veras?», pensó Jarlaxle, y sonrió con suficiencia, decidiendo guardar para sí la ironía de esa doble negación.
-Pues cuéntamelo.
Athrogate rechinó los dientes y negó lentamente con la cabeza.
-¿Debería emborracharte antes de preguntarte este tipo de cosas? -le preguntó Jarlaxle.
-Hazlo y te encontrarás una de mis armas incrustada en la cabeza.
Jarlaxle recibió la amenaza entre risas y se olvidó del tema. Al menos aparentemente, ya que en su interior seguía dándole vueltas. Algo había hecho de la criatura Athrogate lo que era, algo lo había destrozado hasta ese punto, en el que no tenía más defensas emocionales que un muro de ridículo y el recurso de burlarse de sí mismo, cerrado con algún que otro golpe de maza y escondido por su afición a la bebida.
Jarlaxle asintió, pensando que había encontrado algo interesante en todo aquello, algo que pretendía explorar a pesar de las serias amenazas del enano.
La escena le resultaba muy familiar a Artemis Entreri y lo hizo retroceder mentalmente en el tiempo. Frente a él, en la amplia plaza que había delante de la gigantesca Casa del Protector, la estructura más grande de aquella parte de la ciudad con diferencia, estaba en pie, sentada o tumbada, la chusma del suroeste de Memnon. Eran los desposeídos, los más pobres de entre los pobres de la ciudad, aquejados casi todos de enfermedades que eran comunes entre los que no podían encontrar comida o bebida suficientes, entre los que no podían asearse ni tenían donde refugiarse de la lluvia.
Pero no todo estaba perdido. No, los hombres de la parte este de la plaza, de ropajes espléndidos y cubiertos de joyas, no permitirían que semejante estado de desesperación continuara. Proclamaban con voz melódica las glorias de Selune y las maravillas que aguardaban a sus sirvientes. Sus pajes se movían entre la multitud, ofreciendo buenas noticias y palabras de ánimo, hablando de salvación y prometiendo una eternidad libre de dolor.
Pero había algo más en todo aquello que no tenía nada que ver con dar ánimos. Entreri lo sabía muy bien. Había promesas de curación inmediata de enfermedades, e incluso insinuaciones (normalmente reservadas para los padres afligidos) de que la vida de sus muertos en el más allá podría ser mucho más confortable de lo que prometía su dios.
-¿Querrías que tu hijo sufriera en el Plano de Fuga un minuto más de lo necesario? -le decía un joven acólito a una mujer llorosa no muy lejos de Entreri-. ¡Por supuesto que no! Ven conmigo, buena mujer. Cada instante que nos demoramos es otro instante de sufrimiento para tu querido Toyjo.
Entreri sabía que aquélla no era la primera vez que aquel acólito había intentado llevarse a esa misma mujer con él, y observó cómo ambos se perdían entre la multitud mientras el acólito tiraba de ella.
-Por Moradin, y vosotros me llamáis insensible -masculló Athrogate mientras él y Jarlaxle llegaban junto a Entreri-. Menuda hermandad tenemos aquí. Hace nacer en mí el deseo de encontrar a un mago que me transforme en humano -terminó con un falso lloriqueo mientras se frotaba un ojo.
Entreri lo miró rápidamente con acritud, pero como le gustaban tan poco los humanos como a Athrogate, realmente no pudo darle una respuesta práctica. En vez de eso miró a Jarlaxle, y tuvo que mirarlo dos veces ya que todavía no se había acostumbrado a ver al drow con el cabello rubio y la piel tostada.
-¿Te suena esta escena? -preguntó Jarlaxle.
-Venden indulgencias -le explicó Entreri.
-¿Venden? -resopló Athrogate-. ¿Estos necios cochambrosos tienen dinero para gastar?
-Gastan lo poco que tienen.
Athrogate resopló cuando un hombre especialmente delgado pasó deambulando por su lado.
-Harías mejor en comprarte una galleta, si quieres saber mi opinión.
-¿Los sacerdotes les curan las heridas por dinero? -preguntó Jarlaxle.
-Curaciones menores, y temporales, a lo sumo -aclaró Entreri-. La mayor parte de los que buscan curación física están perdiendo el tiempo. Venden la indulgencia del dios Selune. Por unas cuantas monedas de plata, una madre afligida puede librar a su hijo muerto de diez días en el Plano de Fuga, o puede facilitar su propio camino cuando muera, si es ésa su elección.
-¿Están pagando a un sacerdote por una promesa semejante?
Entreri lo miró y se encogió de hombros.
Jarlaxle miró atrás por encima de la multitud (y realmente era una multitud de pobres almas) y a continuación centró su atención en la actividad cerca de las puertas del templo. Colas de campesinos desharrapados esperaban su turno frente a los mostradores que habían habilitado a tal efecto. Uno por uno avanzaban y entregaban un tributo, y uno de los dos hombres del mostrador apuntaban el nombre.
-¡Qué negocio tan provechoso! -dijo-. Por unas palabras de consuelo y una línea de texto escrito... -Athrogate dejó escapar una risita envidiosa, pero escupió a un lado.
Entreri y Jarlaxle se quedaron mirando al enano.
-¿Les están diciendo a esas mujeres que darles esas monedas ayudará a los niños muertos?
-Así es -respondió Entreri.
-Orcos -masculló el enano-. Peores que los orcos. -Volvió a escupir y se alejó furioso.
Entreri y Jarlaxle se miraron, confundidos, y Jarlaxle fue tras el enano. Entreri los vio alejarse, pero no los siguió.
Permaneció en la plaza durante largo rato, y cada cierto tiempo su mirada se dirigía a la entrada de una calle que había al otro lado, una avenida que bajaba a los muelles.
Un lugar que conocía bien.
-El Plano de Fuga es un lugar de tormento -le aseguró el devoto Gositek al hombrecillo nervioso y menudo que estaba frente a su mostrador. Las manos del hombre toqueteaban nerviosas un pequeño monedero, retorciendo la bolsa mugrienta una y otra vez.
-No tengo mucho -dijo a través de los dos dientes que le quedaban, rotos y amarillentos.
-La caridad de los pobres es todavía más apreciada, por supuesto -recitó Gositek, y los hermanos devotos que hacían guardia detrás de él sonrieron con suficiencia. Uno incluso le hizo un guiño al otro, ya que Gositek no había hecho otra cosa que quejarse durante toda la mañana desde que habían clavado en el vestíbulo la lista en la que se lo nombraba Agente de la Indulgencia en aquel ciclo. Todos los días durante diez días se pasaría las mañanas allí, recaudando monedas, y las tardes ofreciendo oraciones a los pobres en el apestoso cementerio. No era una labor muy envidiada en la Casa del Protector.
-No es la cantidad de monedas -mintió Gositek-, sino la cantidad de sacrificio lo que importa a Selune, Por ello los pobres son bendecidos. ¿No lo ves? Tus oportunidades de liberar a tus seres queridos del Plano de Fuga y acortar tu propia visita son mucho mayores que las de un hombre rico.
El mugriento y viejo campesino volvió a retorcer su pequeño monedero. Se humedeció los labios repetidas veces mientras rebuscaba en su interior, y sacó una sola moneda. Entonces, con una sonrisa casi desdentada que revelaba lujuria y engaño a todas luces, se la alcanzó al asistente del devoto Gositek, que estaba sentado junto a él para vigilar la pesada caja de metal, que tenía un orificio en la parte superior para aceptar los donativos.
El campesino parecía bastante complacido consigo mismo, por supuesto, pero la mirada feroz de Gositek denotaba intransigencia.
-Llevas un monedero lleno de monedas -dijo el devoto- ¿Y sólo ofreces una?
-La única moneda de plata que tengo. -El viejo campesino emitió un resuello-. El resto son sólo una veintena de monedas de cobre.
Gositek simplemente se lo quedó mirando.
-Pero mi estómago está rugiendo como el demonio -lloriqueó.
-¿Por comida o por bebida?
El campesino tartamudeó entrecortadamente pero no pudo encontrar las palabras para negar la acusación (y realmente, con el olor que lo envolvía, una negación semejante habría parecido estúpida).
Gositek volvió a sentarse en la silla de madera y se cruzó de brazos.
-Estoy decepcionado -dijo.
-Pero mi estómago...
-No me decepciona tu falta de caridad, buen hermano -lo interrumpió Gositek-, sino tu constante falta de sentido común.
El campesino lo miró sin comprender.
-¡Una doble ocasión! -lo ridiculizó Gositek- ¡Una doble oportunidad de impresionar con tu devoción al Sagrado Selune! Puedes sacrificarte enormemente por una miseria y a! mismo tiempo mejorar tu prestigio terrena! controlando tus pensamientos impuros. Entrega tus monedas a Selune y prívate de beber. ¿Acaso no lo entiendes?
El hombre tartamudeó y negó con la cabeza.
-Cada moneda te garantiza el doble de indulgencia y aún más -le aseguró Gositek, extendiendo la mano.
El campesino le arrojó el monedero bruscamente.
Gositek sonrió al hombre, pero era una sonrisa llena de frialdad, la sonrisa engreída de un gato que domina al ratón antes de comérselo. Lenta y deliberadamente, Gositek abrió el monedero y dejó caer su escaso contenido en la mano que tenía libre. Sus ojos emitieron un destello al ver una moneda de plata entre las dos docenas de monedas de cobre, y levantó los ojos hacia el campesino mentiroso, que se encogió y quedó fulminado por aquella mirada.
-Apunta el nombre -ordenó Gositek a su asistente.
-Bullium -dijo el campesino, y agachó la cabeza en un patético intento de reverencia para después alejarse de allí. Sin embargo, se detuvo y volvió a humedecerse los labios mirando el montón de monedas que Gositek sostenía en la mano.
El devoto Gositek cogió unas cuantas monedas de cobre del montón mientras miraba fijamente al hombre. Le dio el resto a su asistente para la caja y comenzó a meter las otras en el monedero. No obstante, se detuvo y, todavía mirando al hombre, le dio la mitad a su asistente también. Introdujo tres monedas en el monedero y se lo devolvió al hombre.
Pero cuando el campesino lo agarró, Gositek no lo soltó inmediatamente.
-Esto es un préstamo, Bullium -dijo con voz grave y monótona-. Has comprado indulgencias para eliminar un año de tu tiempo en el Plano de Fuga. Pero los has comprado por el contenido íntegro de tu monedero debido a tu reticencia y a tu mentira sobre la segunda moneda de plata. Te devuelvo tres. Espero que le devuelvas cinco a Selune para completar la compra de la indulgencia.
El campesino, sin dejar de balancear estúpidamente la cabeza, cogió el monedero y se apresuró a alejarse.
El asistente de Gositek, junto a la silla de madera, reía entre dientes.
-¿Crees que Knellict y su banda no lo han hecho peor? -preguntó Jarlaxle cuando al fin consiguió alcanzar al enano, y para entonces ya estaban casi llegando a su choza llena de bichos.
-Knellict es un necio, y un necio feo, además -refunfuñó Athrogate-. No hay muchas cosas que me gusten allí. -Pero lo serviste, y a la Ciudadela también.
-Era mejor eso que pelearse con los perros.
-Siempre eres tan pragmático...
-Si supiera lo que significa esa palabra podría estar de acuerdo o en desacuerdo -dijo el enano-. ¿Qué es eso, una religión?
-Significa que eres práctico -le explicó Jarlaxle-. Haces siempre lo que cubre tus necesidades como mejor te parece.
-¿No lo hacemos todos?
Jarlaxle rió al oír aquello.
-Hasta cierto punto, supongo. Pero pocos lo usan como un principio que gobierna sus vidas.
-Quizá sea lo único que me quede.
-Otra vez estás hablando con acertijos -dijo el drow, y cuando Athrogate lo miró ceñudo, Jarlaxle levantó las manos a la defensiva-. Lo sé, lo sé. No quieres hablar de ello.
-¿Alguna vez has oído hablar de Felbarr, elfo?
-¿Era un enano?
-No era una persona, era un lugar. La ciudadela Felbarr.
Jarlaxle meditó sobre el nombre unos instantes, y a continuación asintió.
-Una fortaleza enana... al este de Mithril Hall.
-Al sur de Adbar -confirmó Athrogate asintiendo a su vez-. Era mi casa y mi tierra, y jamás pensé que viviría en otro lugar, pero...
-Pero...
-Un clan orco -explicó Athrogate-. Vinieron rápido y con fuerza... Ni siquiera estoy seguro de cuántos años hace. No los suficientes, pero demasiados si sabes lo que quiero decir.
-¿Así que los orcos saquearon tu hogar y desde entonces vagas por doquier? -preguntó Jarlaxle-. Seguramente tu clan está por ahí. Quizá esté disperso pero...
-No, mi gente ha vuelto a Felbarr. Expulsaron a los orcos de allí, no hace mucho.
Jarlaxle se dio cuenta de cómo el rostro de Athrogate se tensaba al decirlo, y decidió parar ahí y dejar que Athrogate lo digiriese. Había hecho empezar al enano un camino doloroso, lo sabía, pero no quería presionarlo demasiado.
Para su sorpresa y deleite, el enano siguió sin necesidad de que lo presionara, y de su boca salió un torrente de palabras, como si fuera un río y el drow hubiera roto la presa que lo retenía.
-¿Tienes críos? -preguntó Athrogate.
-¿Hijos? -Jarlaxle soltó una risita-. No que yo sepa.
-Bah, pues te lo estás perdiendo -dijo el enano.
Jarlaxle vio con sorpresa cómo se le humedecían los ojos a Athrogate... ¡Algo que nunca pensó que vería!
-Tenías hijos -supuso, estudiando la reacción de Athrogate ante rada palabra antes de decir la siguiente-. Los mataron en la invasión orca.
-Todos ellos eran enanillos buenos -continuó Athrogate, y miró más allá de Jarlaxle, como si estuviera viendo un lugar y un tiempo lejanos-. Y mi Gerthalie... ¿Qué enano podría soñar con que Moradin lo bendijera con una mujer tan encantadora?
Hizo una pausa y cerró los ojos, y Jarlaxle tragó con dificultad y se preguntó si había sido lo más sensato llevar a Athrogate hasta ese punto.
-Sí, acertaste -dijo de repente el enano abriendo mucho los ojos. Todo rastro de lágrimas había desaparecido, sustituido por la expresión de fiereza a la que Jarlaxle estaba acostumbrado-. Los orcos se los llevaron a todos. Vi morir al más pequeño, Drenthro, en mis brazos. ¡Bah, pero a la mierda Moradin y todos los demás por dejar que aquello pasara!
»Nos echaron, pero los orcos eran demasiado estúpidos para mantener su dominio sobre aquel lugar y pronto comenzaron a luchar los unos con los otros. Mi rey nos llamó a las armas y todos fueron menos yo. Se quedaron muy sorprendidos, sin duda.
-Athrogate no parece ser de los que huyen de una batalla.
-Y nunca lo ha sido. Pero aquella vez no, elfo. No podía volver allí. -Se mantuvo en pie con los brazos en jarras, negando con la cabeza-. No había nada para mí. Ellos consiguieron recuperar su Felbarr, pero ése ya no es mi hogar.
-Quizá ahora, después de tantos años...
-¡Nah! Ninguno de los que vivían allí cuando vinieron los orcos sigue vivo ahora. Soy viejo, elfo, más de lo que crees, pero la memoria de un enano es más vieja que él mismo. Los muchachos de Felbarr no me querrían ahora, y yo no querría nada de ellos tampoco. Estúpidos. Cuando intentaron recuperar aquel lugar hace más de trescientos años, Athrogate dijo que no. Me llamaron cobarde, elfo. Si, ¿te lo puedes creer? Mi propio pueblo. Creían que me asustaban los orcos. ¡No me dan miedo ni los dracoliches! Pero para ellos Athrogate es un cobarde.
-¿Porque no quisiste tomar parte en la venganza? -Jarlaxle no pronunció la segunda parte de la pregunta acerca del tiempo que había pasado para no estropear el momento del enano. Pocos enanos llegaban a vivir trescientos años, y ninguno, que Jarlaxle supiera, podía sobrevivir tantos años y seguir teniendo el vigor y la fuerza que él tenía. O bien estaba confundiendo las fechas, o había algo más en aquella criatura de lo que él sabía.
-Porque no quise volver a aquel agujero maldito -contestó Athrogate-. Había visto a demasiados de los míos muertos en cada esquina y tras cada sombra.
-Athrogate murió el día que llegaron los orcos -dijo Jarlaxle, y el enano lo miró con expresión agradecida, dando a entender al drow que había acertado-. Pero aquello fue hace siglos, quizá ahora...
-¡No! -exclamó con brusquedad el enano-. Ya no hay nada para mí allí. No lo ha habido en lo que dura la vida de un enano y más.
-¿Así que te dirigiste hacia el este?
-Este, oeste, sur... no me importaba demasiado -le explicó Athrogate-. A cualquier lugar que no fuera ése.
-¿Entonces has oído hablar de Mithril Hall?
-Claro, los muchachos de Battlehammer. Buena gente. Perdieron aquel lugar un siglo después de perder nosotros Felbarr, pero he oído que lo han recuperado.
-¿Buena gente? -se extrañó Jarlaxle, y memorizó la confirmación de la línea temporal, ya que realmente Mithril Hall había sido tomada por los duergars y el dragón de sombra haría unos doscientos años-. ¿O demasiado buenos para Athrogate? ¿Acaso se considera indigno? ¿Las flechas de tu pueblo dieron en el blanco?
-¡Bah! -resopló con convicción el enano-. Pero ¿qué es bueno y qué es malo? ¿Y qué más da, elfo? Es todo un juego en el que los dioses se ríen de nosotros, lo sabes igual que yo.
-Así que te ríes de todo y golpeas todo lo que parece necesitar un golpe.
-También golpeo, pero ¿acaso por eso no soy bueno?
-Mejor que la mayoría de los que he conocido.
Athrogate resopló de nuevo.
-Mejor que nadie.
Jarlaxle fue el foco de unas cuantas miradas curiosas mientras atravesaba las calles de la ciudad de mayoría humana. Sin embargo, no eran como las miradas de sospecha a las que se había acostumbrado cuando caminaba bajo su forma de drow, ya que no había odio en ellas, sólo curiosidad, y más que un mero interés por sus ropajes, que parecían demasiado espléndidos para aquella parte de Memnon.
De hecho, el valor total de los ropajes de Jarlaxle, tan sólo los que llevaba puestos mientras caminaba por la ciudad, habrían puesto celosa a cualquier dama de la corte de Aguas Profundas.
El drow apartó todas aquellas distracciones de sus pensamientos, recordándose a sí mismo que el hombre al que seguía en secreto no era un novato en las artes del ladrón. Sabía que lo más seguro era que Artemis Entreri ya hubiera descubierto la persecución encubierta aunque no lo diese a entender.
Lo cual, por supuesto, no quería decir nada.
Entreri cruzó la plaza frente al templo con paso seguro y fue directo a una avenida de la parte sur, un camino polvoriento que iba cuesta abajo y daba al puerto. Sin ningún lugar para ocultarse, Jarlaxle dio un rodeo y temió perder al rápido Entreri por tener que tomar un camino más largo. Sin embargo, cuando estaba llegando a la parte sur de la plaza, vio que Entreri había bajado el ritmo considerablemente. Mientras el asesino se abría paso, Jarlaxle lo seguía en paralelo, moviéndose a toda velocidad tras la fila de chabolas.
A unos cuantos metros, ya en la avenida, Jarlaxle percibió el cambio notable que había experimentado su amigo, ¡Y jamás había visto al seguro y confiado Entreri de aquella manera!
Parecía como si apenas pudiera reunir fuerzas suficientes para dar un paso. La sangre se le había retirado del rostro dándole un semblante ceniciento y haciendo que sus labios parecieran todavía más finos.
Sin apenas esfuerzo, el ágil drow subió al tejado de una choza y se arrastró sobre su vientre para echar un vistazo a la avenida desde arriba.
Entreri se había detenido unos metros más abajo y miraba algo fijamente. Tenía las manos a los lados del cuerpo, pero no previsoramente cerca de las empuñaduras de sus armas.
Jarlaxle lo supo sin ninguna duda: Artemis Entreri, mientras permanecía ahí de pie, estaba indefenso. Un asesino novato podría habérsele acercado por detrás y haberlo matado con facilidad.
Aquel pensamiento inquietante lo hizo mirar a su alrededor, a pesar de que no tenía razones para sospechar que hubiera algún asesino cerca.
En silencio se rió de sí mismo y de su acceso irracional de nervios, y sólo cuando volvió a mirar a Entreri alcanzó a comprender lo extraño que era todo aquello. Se deslizó hasta el borde del tejado y avanzó para ponerse junto a Entreri, que no lo detectó hasta el último momento.
Incluso entonces ni siquiera se molestó en mirar en dirección a Jarlaxle.
Su mirada permaneció fija en una choza que había un poco más abajo, una estructura mediocre de madera y arcilla con el esqueleto de un toldo que hacía tiempo se había podrido sobresaliendo al frente. Más allá, una silla de mimbre rota estaba apoyada contra la cabaña, junto a la puerta abierta.
-¿Conoces este lugar?
Entreri no lo miró ni respondió a su pregunta. Su respiración, sin embargo, se hizo más trabajosa, permitiendo a Jarlaxle averiguar la verdad.
Aquélla había sido la casa de Entreri. El lugar donde había pasado los primeros días de su vida.