19

Una escena incómodamente familiar

Lady Christine, reina de Damara, estaba sentada en la butaca con respaldo de hierro ante el gran espejo decorado con platino de su tocador. Tenía desplegada ante sí una gran variedad de potingues y afeites, frascos y perfumes que le habían llegado como regalos de todas partes del reino y también de Impiltur. Su aspecto era importante, como le recordaban continuamente sus camareras, ya que con su jerarquía y su magnífico esposo era el reflejo de todas las esperanzas y los sueños de las mujeres a lo ancho y largo de las Tierras de la Piedra de Sangre.

Christine era una ilusión, erigida para mantener la fachada necesaria para un liderazgo efectivo.

Aunque había sido educada como una mujer noble, Christine no se encontraba cómoda con estas cosas. En lo más íntimo, ella era una aventurera, una luchadora, una voz decidida.

Sin embargo, qué poco peso había tenido su opinión aquel día en que se había permitido la marcha de Artemis Entreri. Oía a Gareth que evolucionaba por el dormitorio detrás de ella, y lo vio reflejado fugazmente en una esquina del espejo. Ella sabía que tenía los nervios de punta, ya que el hecho de no haberle hablado desde que se había liberado al asesino era una prueba contundente de que ella no aprobaba aquella decisión.

Pensó que esta relación llamada matrimonio era un coqueteo vano.

Ambos sabían cuál era la cuestión, pero eran capaces de andarse con rodeos durante horas, durante días incluso, en lugar de enfrentarse a ella con decisión.

Al menos así era en la mayoría de las parejas, pero la simulación jamás había formado parte de la cobertura emocional de lady Christine.

-Si prefirieras una reina menos testaruda, estoy segura de que te resultaría muy fácil encontrarla -dijo, y lamentó el tono exagerado de sarcasmo en cuanto las palabras salieron de su boca. Pero bueno, al menos había roto el silencio.

Vio la imagen de Gareth detrás de ella y sintió sus manos fuertes y reconfortantes sobre los hombros. Le gustaba el contacto de sus dedos sobre la carne desnuda, interrumpida apenas por los finos tirantes de su camisa de noche.

-Sería un necio absoluto si deseara librarme de la amiga y consejera más cercana que haya tenido jamás -le respondió él con tono suave antes de inclinarse y darle un beso en la coronilla.

-No te sugerí que te libraras del gran maestre Kane -replicó la reina dejando que Gareth viera su sonrisa en el espejo. Él se hizo eco de su risa y le oprimió los hombros con delicadeza.

Christine se volvió en su butaca y lo miró con seriedad.

-Sin embargo, no dudaste en desoír mis consejos durante toda esta difícil situación con Artemis Entreri y ese endiablado drow.

El suspiro de aceptación de Gareth reflejó a las claras su acuerdo y su resignación.

-¿Por qué? -preguntó Christine abiertamente-. ¿Qué es lo que sabes y que el resto de nosotros, salvo Kane al parecer, ignoramos?

-Sé muy poco del uno y del otro -admitió Gareth-. Y sospecho que el mundo sería un lugar mejor si los dos desaparecieran de él. Lo cierto es que encuentro muy pocas cualidades que rediman a personajes como Artemis Entreri o ese desconcertante drow. Pero tampoco tengo derecho a abrir juicio sobre ellos. Según todas las apariencias, son inocentes de cualquier acción que nos perjudique.

-Cometieron traición contra el trono.

-¿Por reclamar una tierra sobre la cual nadie tiene un derecho legítimo? -preguntó Gareth.

-Sin embargo, acudiste a toda prisa a destronarlos.

Gareth asintió otra vez.

-No estaba dispuesto a dejarlo pasar. Vaasa se convertirá en una baronía de Damara. Esto lo tengo decidido, y estoy seguro de contar para ello con la aceptación y el apoyo de todas las ciudades de nuestro vecino del norte. Es indudable que Palishchuk desea esa unión.

-¿De qué se trata entonces? ¿De traición? ¿O eres un conquistador?

-Supongo que un poco de ambas cosas.

-¿Y crees al drow y a su disparatada historia de que todo estaba arreglado de antemano? -Christine no se molestó en absoluto en ocultar su escepticismo-. Eso de que lo planeó todo para que tú llegaras y pudieras quedar otra vez como un héroe ante el pueblo de Palishchuk. ¡Es un oportunista de tomo y lomo, y sólo tu decidida actuación impidió que consolidara su reino!

-De eso no tengo duda -reconoció Gareth-. Tampoco subestimo la amenaza que representa. Que consiguiera infiltrarse en la Ciudadela de los Asesinos no es pequeña hazaña, como tampoco lo es que se hubiera cobrado la cabeza del archimago Knellict. Los Juglares Espías lo vigilan de cerca, de eso puedes estar segura. Abandonarán estas tierras en el plazo de diez días tal como se les exigió.

-¿Los matarán si no?

-Sin vacilación -prometió Gareth-. De hecho, las hermanas dragón se han comprometido a llevarlos volando fuera de nuestras fronteras.

-Para que puedan hacer estragos en otra parte.

-Tal vez.

-Y al admitir eso, ¿crees que estás prestando un buen servicio a Ilmater?

-Eso es algo que pongo en duda a menudo -declaró el rey antes de volverse y dirigirse hacia la cama.

Christine se dio la vuelta en la butaca para mirarlo de frente.

-¿Qué sucede, amor mío? -preguntó preocupada-. ¿Qué dominio tiene este hombre sobre ti para que actúes con tanta seguridad?

Gareth se la quedó mirando un largo instante en silencio.

-La experiencia con Artemis Entreri -manifestó a continuación me convertirá en un rey mejor.

Esa declaración hizo que lady Christine enarcara las cejas.

-¿Porque estás decidido a no parecerte a él? -Sus palabras reflejaban una gran dosis de duda y de confusión.

-No, no se trata de eso -respondió Gareth-, pero en la conversación que mantuve en privado con Artemis Entreri expuso con razón que ni la sangre ni una hazaña aislada son la verdadera medida del liderazgo y de la realeza. Son mis acciones presentes, y sólo éstas, las que pueden justificar un título que me es tan caro... Y es un título vacío a menos que represente las esperanzas, los sueños y la superación del pueblo de este reino, de toda la gente del reino.

-¿Eso te dijo Artemis Entreri? -inquirió Christine sin tratar de ocultar su escepticismo.

-No estoy seguro de que entendiera lo que estaba preguntando -dijo Gareth-, pero en esencia, sí, eso fue exactamente lo que me dijo, lo que me enseñó. Yo gobierno en Damara y deseo poner a Vaasa bajo mi égida, convirtiéndolo todo en un solo reino de la Piedra de Sangre, pero esa decisión debe contribuir al mejoramiento de la gente de Vaasa, de lo contrario, no soy más digno de llevar este título que...

-¿Que Entreri, Jarlaxle o Zhengyi?

-Sí -asintió Gareth mirándola, con esa determinación en los ojos y esa sonrisa optimista y esperanzada en los labios que le granjeaban el afecto de casi todos los que lo rodeaban. Ante una expresión tan sincera, lady Christine olvidó su resentimiento.

-Entonces deja que la imagen de Artemis Entreri se mantenga en tus pensamientos, amor mío, por el bien de Damara y de Vaasa -dijo-. Y que el hombre se vaya lejos de aquí acompañado de su amigo elfo oscuro.

-Por el bien de Damara y de Vaasa -repitió Gareth.

Christine se acercó a su esposo, al hombre que amaba.

Apenas sintió el contacto de la punta de la daga con la piel del hombre cuando ya estaba retrayendo el brazo para volver a atacarlo, una y otra y otra vez. En un frenesí lloroso y salvaje, Calihye atacaba al hombre indefenso. Sintió el calor de la sangre en el muslo y volvió a accionar el brazo arriba y abajo con más furia aún, con los ojos cerrados y con las lágrimas corriendo por sus mejillas mientras repetía constantemente el nombre de Parissus.

Cuando su ira, su frustración, su tristeza, su remordimiento, su explosión desesperada cesaron por fin dejándola en un estado de total agotamiento físico, miró al hombre que había sido su amante.

Él yacía de espaldas, con los brazos abiertos y sin hacer el menor intento de defenderse. Sólo la miraba, con la mandíbula apretada y con una cara que era la expresión de la decepción más absoluta.

No tenía ni un solo rasguño. La sangre que tenía Calihye sobre el muslo era la de una herida que ella misma se había infligido al volver atrás el puñal.

-¡Qué predecibles son estas débiles criaturas humanas! -declaró Kimmuriel Oblondra mientras él y Jarlaxle observaban el espectáculo que tenía lugar en la cama de Entreri desde un bolsillo extradimensional que había abierto un portal a un lado de la habitación.

-Ella era tan convincente -dijo Jarlaxle-. Jamás hubiera creído...

-Eso significa que llevas demasiado tiempo entre estos necios -observó Kimmuriel-. ¿Tan obnubilado tienes el juicio como para que no deba admitir tu regreso a Bregan D'aerthe cuando por fin abandones toda esta locura y vuelvas a Menzoberranzan?

Jarlaxle echó al psionicista una mirada helada, asesina, que le recordó a Kimmuriel, sin sombra de duda, con quién estaba hablando.

Sin embargo, Jarlaxle no sostuvo la mirada amenazadora ya que volvió a centrarse en el espectáculo de la cama. A esas alturas, la expresión de Calihye era más bien de terror, y volvió a atacar, esta vez tratando de asestar la puñalada en un ojo de Entreri, en una especie de intento desesperado de evitar esa mirada acusadora.

Entreri se estremeció, pero tan levemente que Jarlaxle se maravilló ante el temple del hombre. Por supuesto le había ordenado a Kimmuriel que alzara la barrera psiónica cinética ya que el psionicista se había enterado del plan desesperado de Calihye, pero era imposible que Entreri supiera que estaba protegido por medios mágicos, y sin embargo no había tratado en ningún momento de esquivar los ataques.

¿Acaso Calihye lo había llevado hasta tal punto de vulnerabilidad? ¿Le había hecho bajar la guardia con sus gestos y palabras apaciguadoras? ¿O era que simplemente no le importaba?

-Fascinante -dijo Jarlaxle en un susurro.

-Sin duda te recuerda a tu propio nacimiento -observó Kimmuriel, cogiéndolo desprevenido.

-Sin duda -respondió Jarlaxle. Ahora que su compañero lo había mencionado, podía imaginar a una matrona Baenre aterrorizada y frustrada tratando de hundir su daga con forma de araña en el pecho de su hijo recién nacido. Imaginó que su expresión debería de haber sido similar a la de Calihye en este momento, una mezcla deliciosa de emociones encontradas y confusas.

-Nunca tuviste ocasión de agradecérselo a la madre matrona de mi Casa -añadió Kimmuriel.

-Sí lo hice -le aseguró Jarlaxle.

-Cuando el hijo segundo de Baenre te recogió del altar y toda la energía cinética contenida en tu cuerpo infantil estalló contra él abriéndole el pecho -concedió Kimmuriel, recordando las historias de aquel tiempo lejano que se venían contando una y otra vez en la Casa Oblondra a través de los siglos-. Mi abuela matrona sí que sabía deshacerse de sus enemigos declarados.

-Nadie mejor que las matronas de la Casa Oblondra para poner nerviosa a la matrona Baenre -dijo Jarlaxle-. Estoy seguro de que Baenre consideró detenidamente esos insultos mientras el poder de Lloth fluía a través de ella y le ofrecía el poder para arrojar a la Casa Oblondra a la Grieta de la Garra.

Kimmuriel, siempre tan controlado, acusó el golpe y Jarlaxle sonrió, porque hacía apenas unos años la madre de Jarlaxle había hecho desaparecer a la Casa de Kimmuriel en un devastador estallido de poder.

Los dos se cruzaron miradas de rendición mutua y a continuación volvieron a mirar hacia la habitación, donde la obcecada y aterrorizada Calihye alzaba ante sí la daga sujetándola firmemente con ambas manos en un intento de descargarla sobre el corazón de Entreri, Esta vez, sin embargo, el hombre alzó la mano y la detuvo, y mientras ella trataba de desasirse de su poderoso agarre, la abofeteó con fuerza con la otra mano. Mientras lo hacía giró la cadera y la hizo caer por el otro lado de la cama.

-Sabe lo que ha pasado -señaló Kimmuriel. Indicó a Jarlaxle que mirara hacia atrás, donde el bruto y feo guerrero orco esperaba pacientemente sus órdenes.

-Pon fin al conjuro -le ordenó Jarlaxle, y cogiendo al orco por el ronzal lo arrastró hacia la habitación. Cuando Entreri saltó de la cama para enfrentarse a ellos, Jarlaxle se acercó más al orco-. Mátalo -le susurró al oído empujándolo hacia Entreri.

La visión de un humano desnudo, con la parte derecha del cuerpo bañada en sangre desde el pecho hasta la cadera, fue todo lo que necesitó la bestia, que cargó contra Entreri y le saltó encima.

Casi sin esfuerzo, movida por el puro instinto, la mano de Entreri cogió al orco por el cuello, y toda la energía que habían acumulado cinéticamente en su cuerpo los golpes y feroces cuchilladas de Calihye fluyó a través de este contacto.

El pecho del orco estalló en heridas de color estridente; el ojo izquierdo se le hundió en el cráneo y de la herida saltó un chorro de sangre.

Se sacudió, presa de espasmos y convulsiones, y trató de gritar por la sorpresa y el horror.

Pero lo único que consiguió fue ahogarse con su propia sangre, y Entreri, sin el menor miramiento, dejó caer al suelo el cuerpo inerte.

Se quedó allí de pie, contemplando el desastre, cubierto totalmente de sangre y respirando hondo para recuperar el control.

Jarlaxle sabía que estaba furioso y que lo único que quería era saltarle encima y acabar con él ahí mismo. También confiaba en que Artemis Entreri fuera demasiado disciplinado como para cometer semejante tontería.

Detrás de Entreri, Calihye se puso de pie y dio un respingo ante el espectáculo del orco muerto y de los dos elfos oscuros. Dejó caer los brazos a los lados del cuerpo y la daga se deslizó al suelo.

-Lo siento -se disculpó Jarlaxle con Entreri. El asesino ni siquiera pestañeó.

-Me habría gustado que fuera de otra manera -añadió Jarlaxle sinceramente.

La mirada de Entreri decía claramente que consideraba que Jarlaxle no tenía por qué meterse en esto.

-No podía permitir que te matara, aunque tú parecías resignado a tu suerte -explicó el drow.

Los dedos de Kimmuriel dejaron su desacuerdo escrito en el aire. Pierdes demasiado tiempo justificándote ante tus inferiores, le reprochó el psionicista.

-Y tú pierdes demasiado tiempo en respirar -le replicó Entreri a Kimmuriel, recordándole que había aprendido a interpretar la silenciosa lengua de los drows durante su estancia en Menzoberranzan, aunque sus dedos humanos, no tan delicados, no podían «hablarla» bien.

Jarlaxle se apresuró a sujetar el brazo de Kimmuriel para recordarle sin palabras que no tenía permiso para matar a Entreri.

Sin inmutarse, pero sin apartar un instante la mirada de Artemis Entreri, Kimmuriel dio un paso atrás, obediente, pero preparado, como bien sabía Jarlaxle, para inmovilizar o incluso matar al humano con una oleada de energía psiónica.

Al retroceder Kimmuriel, Calihye avanzó tambaleante y se colocó al lado de Entreri. Con sentidos sollozos cogió el brazo de Entreri y le apoyó la cabeza sobre el hombro en actitud de súplica, susurrando una y otra vez que lo sentía.

-La pobre se ha autolesionado y eso le ha provocado una crisis emocional-señaló Kimmuriel.

-Cállate -dijo Entreri. Se volvió hacia Calihye y la rechazó con rudeza.

-Fue Parissus -farfullaba-. Y tú te marchabas. No puedes marcharte... No puedo dejarte... Lo siento.

A Jarlaxle Baenre le pareció que el semblante de Entreri era la expresión más profunda de decepción y desánimo que había visto jamás. Entreri dejó escapar un largo suspiro y pareció tranquilizarse. Aparentemente animada al ver esto y confiando en que el momento de crisis hubiera pasado, Calihye se atrevió a alzar la vista.

-Tú jamás me harías daño -dijo, y consiguió esbozar una débil y esperanzada sonrisa.

Jarlaxle se dio cuenta de que trataba de que su expresión pareciera tímida y juguetona, pero también vio que Entreri lo tomaba como una burla.

Le pasó la mano por la mejilla suavemente, pero su expresión cambió repentinamente y se volvió dura mientras le cogía la barbilla. Calihye abrió mucho los ojos y asió con ambas manos la muñeca inflexible del hombre tratando de soltarse.

La arrastró por delante de él con dos potentes zancadas y a continuación, con fuerza arrolladora, le dio un empujón. La semielfa atravesó las contraventanas, traspasó los cristales y, con un solo grito, cayó hacia atrás hasta la calle, que estaba cuatro metros más abajo.

Entreri se volvió hacia Jarlaxle.

-Deberías haberla matado -le reprochó el drow-. Es peligrosa -añadió con tono cargado de comprensión y pesar.

-Cállate.

Jarlaxle suspiró.

-Y si llegas a matarla, te prometo que le harás compañía en la muerte -remató Entreri.

Jarlaxle volvió a suspirar. Claro que él era el único culpable por haber manipulado a este hombre con la flauta, por haber abierto el corazón de Artemis Entreri, que durante tanto tiempo había estado cerrado a los sufrimientos del amor.

El frío empezaba a apoderarse de ella. Sangraba por un centenar de cortes, y cuando trató de separarse de las tablas y los vidrios rotos, Calihye se dio cuenta de que la pierna no la sostenía.

Se estaba muriendo, lo sabía. Desgraciada y sola en medio del frío lacerante, desnuda y sangrando ante el mundo. No tenía esperanzas, y de todos modos no quería vivir. Había fracasado en todos los sentidos.

Se había enamorado de este hombre que había matado a su querida Parissus, y esa realidad discordante había acabado con ella. Al enfrentarse a la idea de abandonar su tierra o decir adiós a Entreri, las opciones le habían parecido imposibles.

Fue así que tiró por el camino del medio y volvió a su feroz deseo de venganza, usando su desesperación por la pérdida de su queridísima Parissus como armadura contra la herida que Entreri estaba a punto de infligirle al abandonarla.

Y había fracasado.

Ahora se moría, y se alegraba de ello. En medio de dolores lacerantes y de un frío mordaz, buscó entre los cristales rotos un trozo adecuado. Encontró por fin una astilla alargada de tamaño considerable, y con ella en la mano se arrastró hacia el callejón rodeando la posada para poder morir lejos de miradas indiscretas.

A duras penas consiguió entrar en el callejón, donde se sentó con la espalda apoyada contra la pared. Su respiración era entrecortada y al toser expulsó algo de sangre; se dio cuenta de que ni siquiera tenía que cortarse el cuello para acabar con todo; la caída había hecho su trabajo.

Sin embargo, la muerte a causa de las heridas sería demasiado lenta y dolorosa.

Calihye levantó la punta de cristal y se la apoyó en la garganta. Pensó en Entreri, en cuando hacían el amor, pero la visión de Parissus esperándola en la muerte con los brazos abiertos para abrazarla una vez más se superpuso a la del hombre.

Calihye cerró los ojos y clavó el cristal.

Es decir, intentó hacerlo, pero una mano más fuerte la sujetó por la muñeca con firmeza. Calihye abrió los ojos y casi se le salieron de las órbitas cuando se dio cuenta de que era un elfo oscuro quien la sujetaba y de que alrededor de él había otros mirándola lascivamente. En ese instante de terror, la niebla y el dolor la abandonaron.

-Todavía no hemos acabado del todo contigo -oyó que decía alguien desde el fondo del grupo. Los elfos oscuros se separaron y dejaron al descubierto al que acababa de ver en la habitación, aquel del que había hablado antes Entreri y al que habían llamado Kimmuriel.

-Puede que con el tiempo te permitamos acabar con tu vida -le dijo Kimmuriel-. Incluso puede que lo hagamos por ti, aunque dudo de que te guste nuestra técnica.

Un par de elfos oscuros la obligaron a ponerse de pie y, retorciéndole la muñeca, le hicieron soltar el cristal.

-Cabe que todavía menos te guste la Antípoda Oscura -añadió Kimmuriel-. Como no cumplas con tus obligaciones nos encantará buscar el peor destino posible para lady Calihye.

-¿Obligaciones? -consiguió farfullar la atónita mujer.

Los drows se la llevaron a rastras.