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Inmoralidad pragmática

El fin del asalto no fue menos brutal que el comienzo. El hombre, de edad más que mediana, se sacudía ferozmente, gruñendo y aullando con violencia primaria, y llegó incluso a abofetear una vez a la joven en el clímax de su delirio.

Y después terminó, como un chasquido de los dedos, y el hombre se apeó de la joven y se bajó las múltiples capas de sus vestiduras rojas, doradas y blancas mientras se marchaba con toda la calma sin volver ni una sola vez la vista hacia la desflorada criatura. Porque el clérigo rector Yozumian Dudui Yinochek, Voz Consagrada de la Casa del Protector, el hombre más poderoso de todo el distrito de la ciudad portuaria de Memnon, no tenía tiempo que dedicar a cosas banales.

Sus actividades eran intelectuales, sus obstáculos físicos, y a menudo su «grey», eran más un inconveniente que una fuente de fortaleza.

Caminando con las piernas rígidas y balanceándose un poco, casi agotado, atravesó la habitación atestada. Echó una mirada a las carretillas y los cajones, a las bolsas de lona y a las herramientas apiladas. Eran contadas las ocasiones en que alguno de los clérigos de Selune, que controlaban las importantísimas mareas, venía a esta habitación para otra finalidad que no fuera ésta. El lugar estaba sucio y olía a salmuera; era una habitación para los sirvientes y no para los clérigos consagrados. El lugar sólo tenía una cualidad que lo redimía: una puerta más o menos secreta que daba a la calle y por la cual los «visitantes» podían salir disimuladamente.

Ese pensamiento hizo que el clérigo rector se volviese hacia la mujer, poco más que una niña que lloraba quedamente, consciente al parecer de la conveniencia de no gemir de forma muy estentórea y de no insultar a su agresor. Por supuesto que le dolía, pero eso se pasaría. La confusión y el tumulto interior le harían más daño que el ardor de un himen roto, eso lo sabía Yinochek.

-Esta noche le has prestado un valioso servicio a Selune -le dijo-. Liberado de mis deseos terrenales puedo contemplar mejor los misterios del paraíso, y una vez se me revelen, el camino hacia la redención se presentará más claro para ti y para tu enclenque padre. Aquí tienes. -Levantó un pan reseco y duro que al entrar había dejado sobre una carretilla aliado de la puerta. Lo sacudió para desalojar a unas cuantas criaturas que se arrastraban por él y se lo arrojó a la chica. Ella lo cogió y lo apretó contra su pecho con desesperación, lo cual arrancó a Yinochek una risita condescendiente.

-Ya veo que le das gran valor-dijo-. Eso es porque no entiendes que tu mayor recompensa será el resultado de mis contemplaciones. Estás tan pegada a las necesidades físicas que no puedes empezar siquiera a abarcar lo divino.

Con un resoplido despectivo ante el rostro totalmente en blanco y surcado por las lágrimas de la chica, Yinochek se volvió hacia la puerta y la abrió de golpe, sobresaltando a un joven clérigo de agraciadas facciones.

-Devoto Gositek -saludó.

-Mis disculpas, rector -dijo Papan Gositek, cruzando los brazos a la altura del cinturón y con una rígida reverencia a modo de súplica-. He oído...

-Sí, ya he terminado -declaró Yinochek, volviéndose y atrayendo la atención de Gositek hacia la mujer, que lentamente se dio la vuelta aferrándose al pan. El clérigo rector volvió a mirar al sacerdote más joven.

»Tu Tratado sobre la Promesa de Ibrandul me espera en mis aposentos -añadió, haciendo que el otro resplandeciera al oírlo-. Me han dicho que tus ideas son realmente brillantes, y por lo que he visto hasta ahora, esos rumores son dignos de crédito. Tan escasa es la comprensión de ese dios cuyo ámbito es la propia muerte.

La sonrisa de Gositek dejó sus dientes al descubierto, por más que intentara parecer humilde.

-¿Sigues adelante con tu trabajo? -inquirió Yinochek, sabedor de que el joven se relamía de orgullo.

-Sí, sí, rector -tartamudeó Gositek bajando los ojos en señal de respeto.

Yinochek ocultó su diversión. El orgullo era considerado una debilidad, incluso un pecado, pero Yinochek conocía muy bien la verdad de la cuestión: sin orgullo, ningún joven se adentraría en los rigores de semejante contemplación. Se puso un poco de lado cuando Gositek empezó a levantar la cabeza, permitiéndole que viera a la joven temblorosa.

La mirada de Gositek y el leve gesto con que se lamió los labios traicionaron su lujuria.

-Tómala -le ofreció Yinochek-. Está dolorida, por si te importa, pero tu trabajo es más importante que su bienestar. Tómala. Libera tus pasiones terrenales y alcanza un estado de contemplación. Me consume la curiosidad por ver tu tesis sobre las estratagemas propagandistas del dios en el Plano del Olvido. La idea de la competencia de los dioses por las almas de los muertos no convencidos me fascina, y nos brinda oportunidades para reclutar almas para el culto de Selune.

Yinochek se volvió hacia la muchacha.

-Tu madre muerta todavía no ha alcanzado el paraíso -dijo, y ni siquiera trató de ocultar su mueca desdeñosa-. El devoto Gositek -se hizo a un lado para que ella pudiera ver mejor al hombre- reza por ella. Si atiendes sus necesidades podrá garantizarte mejor su ascensión.

Mirando a Gositek se encogió de hombros.

-Así será mejor -explicó antes de salir de la habitación.

Yinochek ya se había olvidado totalmente de la joven cuando llegó a su cámara situada en la tercera y última planta del templo. Pasó junto al escritorio de madera, lustrado de un hermoso color oscuro que nada tenía que ver con la madera gris y áspera recuperada del mar que era la más utilizada en el puerto del desierto. La madera para esta pieza artística había sido importada, lo mismo que el resto de los elementos, muebles y decoración del fabuloso templo, la estructura más grande y espléndida con diferencia del sector suroccidental del amplio puerto.

La contemplación divina requiere un entorno inspirador.

Yinochek pasó la puerta occidental, la que daba a la galería privada de este gran templo conocido como la Casa del Protector. Aquí vivían los sacerdotes de Selune, diosa de la Luna, y los cultos hermanos de Valkur y Shaundakul. Esta única estructura era el centro de plegaria y contemplación, y tenía una biblioteca en expansión que rápidamente se iba convirtiendo en la envidia de la Costa de la Espada. Dicha biblioteca se había ampliado de forma considerable de unos cuantos años a esta parte -¡oh ironía!- poco después de la Era de los Trastornos, cuando se había descubierto un culto al dios de la muerte Ibrandul en las catacumbas de este mismo edificio. Sacados de su secretismo, no todos aquellos sacerdotes vagabundos habían sido eliminados. Siguiendo las órdenes osadas y atrevidas de Yinochek, muchos habían sido asimilados.

-Ampliad el conocimiento -había ordenado a sus subordinados más dubitativos.

Por supuesto, lo habían hecho en secreto.

Esta galería estaba protegida de las miradas curiosas de esos necios campesinos que continuamente se reunían en la plaza rogando indulgencias o conjuros de sanación que no tenían con qué pagar. La otra galería no contaba con la alta barandilla en ángulo que tenía ésta para impedir que sus suplicantes espirituales lo vieran. Desde aquí Yinochek podía ver todo el puerto, una luna redonda poniéndose detrás del horizonte de agua, recortando los altos mástiles de los grandes barcos mercantes anclados frente a la costa que se mecían con el movimiento rítmico y suave de las olas. Esa armonía natural le recordó al rector su cópula de esa noche, creando en él una conexión con el universo y elevándolo a pensamientos de eternidad y unión con Selune. Suspiró y disfrutó del momento. Saciadas sus bajas y pervertidas pasiones se elevó hacia las estrellas y los dioses, y pasó más de una hora hasta que la luna desapareció de su vista y volvió a pensar en la brillante tesis de Gositek.

Había hallado la paz interior y ahora podía encontrar a Selune.

Ni siquiera podía recordar el aspecto que tenía su tembloroso receptáculo de aquella noche, pero tampoco se molestó en intentarlo.