17

De amor y de odio

Entreri alzó la mirada cuando la puerta de su celda se abrió de golpe dando paso al gran maestre Kane que llevaba una gran bolsa de lona.

-Tus pertenencias -le indicó el monje descolgándose la bolsa del hombro y dejándola caer a los pies del hombre.

Entreri la miró, volvió a mirar a Kane, y no dijo una sola palabra.

-Quedas libre -declaró Kane-. Ahí dentro están todas tus pertenencias. Tu peculiar corcel, tu daga y tu magnífica espada. Todo lo que llevabas encima cuando fuiste capturado.

Sin dejar de mirar al hombre con desconfianza, Entreri se agachó y abrió el saco, del cual asomó la decorada empuñadura de la Garra de Charon. En cuanto tuvo su mano sobre el puño y sintió que la sensitiva arma cobraba vida en sus pensamientos, supo que no era un engaño.

-Mi respeto por ti se multiplicó con creces cuando tuve tu espada en la mano -dijo Kane-. Pocos hombres podrían esgrimir semejante arma sin dejarse consumir por ella.

-Pues al parecer tú no tuviste problema para cogerla -comentó Entreri.

-Yo estoy por encima de esas cosas -respondió Kane.

Entreri sacó el piwafwi de la bolsa y se lo echó sobre los hombros con un elegante movimiento.

-Tu capa es de manufactura drow, ¿verdad? -inquirió Kane-. ¿Has vivido algún tiempo con los drows, en sus tierras?

-Yo estoy por encima de esas preguntas -replicó el asesino imitando burlonamente el tono del monje.

Kane acusó la alusión.

-A menos que me obligues a responder con esta enfermedad que me has inoculado -dijo Entreri.

Kane retrocedió con las manos plegadas sobre el estómago. Entreri lo observó un instante, a la espera de una señal cualquiera, pero después, con una risita desdeñosa volvió donde estaba su bolsa y empezó a reunir sus cosas haciendo un recuento mental de todas ellas.

-¿Me vas a decir algo más sobre este súbito cambio de idea? -preguntó cuando estuvo totalmente preparado-. ¿O tendré que sufrir las explicaciones del rey Gareth?

-Tu delito no está probado -señaló Kane-, pues hay otra explicación posible de tu intento.

-¿Y cuál viene a ser?

-Vamos -lo apremió Kane-. Tienes mucho camino que recorrer y te queda poco tiempo. Quedas libre, pero tu camino debe llevarte lejos de Damara y de Vaasa.

-¿Y quién iba a querer quedarse?

Kane pasó por alto el frívolo comentario y empezó a caminar corredor adelante seguido por Entreri.

-Cuando hayan pasado diez días, Artemis Entreri deberá enfrentarse a la pena de muerte si entra en las Tierras de la Piedra de Sangre. Durante los próximos días el rey Gareth y la reina Christine tolerarán tu presencia en su territorio, y te aseguro que su paciencia tiene un límite. Sólo diez días.

-Tengo un caballo veloz que nunca se cansa -replicó Entreri-. Me sobran nueve días.

-Bien, entonces estamos de acuerdo.

Anduvieron en silencio durante un rato, entre las miradas curiosas y alertas de los numerosos guardias. Entreri respondía a esas miradas con las suyas, silenciosas pero amenazantes que hacía que todos los centinelas sin excepción apretaran las manos sobre sus armas. Ni siquiera la presencia del gran maestre Kane los libró de la peligrosa expresión de los ojos de Artemis Entreri, aquella expresión que tantos habían sufrido y que era un anuncio de la muerte.

Artemis Entreri no se encontraba muy dispuesto a pensar bien.

Sentía las vibraciones de la indecente intromisión de Kane en su cuerpo, una sensación como si todo dentro de él se revolviera y le produjera picor, como si extrañas olas marinas rompieran contra los contornos desiguales de su ser corpóreo, arrollando, avasallando y rehaciéndose al retroceder. La comparación de Emelyn con una cuerda élfica de energía que se mantenía tensa le pareció muy atinada al asesino. Pero más allá de esa descripción, sabía que esta intrusión era, en muchos sentidos, tan espantosa como las propiedades destructoras de la vida de su tan preciada daga.

Sin pensarlo, Entreri había llevado la mano a la empuñadura de esa arma en la que confiaba, y estaba considerando las posibilidades.

-Un momento -dijo Entreri cuando estuvieron cerca del salón de audiencias del rey.

Kane se detuvo y se volvió para mirar al hombre. Los guardias que flanqueaban la puerta se inclinaron hacia adelante con las manos firmes en torno a sus alabardas de punta adamantina.

-¿Cómo voy a confiar en esto? -preguntó Entreri-. ¿Y en ti?

-¿Es que hay otra posibilidad?

-Dices que debo marcharme de aquí, que el juicio ya se ha celebrado y que la pena es de extradición y no de muerte, y sin embargo mantienes el hilo de mi vida pendiente de cada aliento tuyo.

-Los efectos del Escamoteo Trémulo empezarán a desaparecer dentro de poco -lo tranquilizó Kane-. No son permanentes.

-Pero mientras duren, Kane puede matarme con toda facilidad, ¿no?

-Sí.

Cuando el monje pronunció esa palabra, Entreri avanzó, sacando la daga y cubriendo el terreno entre ambos velozmente. A Kane no lo tomó por sorpresa, ya que Entreri no lo había pretendido en ningún momento, y llevó a cabo un bloqueo perfecto.

Pero Entreri no buscaba matarlo ni apuntaba al corazón del monje.

Consiguió lo que quería con esa maniobra de bloqueo, ya que le hizo un pequeño corte en la palma de la mano con su daga vampírica que mantuvo presionada contra la carne lacerada.

Miró a Kane y sonrió para mantener al monje en vilo.

-¿Se supone que debo facilitar tu suicidio, entonces? -preguntó el monje.

A modo de respuesta, Entreri invocó la capacidad de su enjoyada daga para sorber la vida. Kane lo miró con ojos desorbitados: al parecer no estaba por encima de semejantes preocupaciones.

Detrás de Kane, un guardia bajó su alabarda, aunque prudentemente la retuvo. Después de todo, si el gran maestre Kane no era capaz de ocuparse de este tipo, ¿qué podía hacer él? El otro se volvió hacia la puerta y la abrió de golpe llamando a gritos al rey Gareth.

-¿No te parece un dilema interesante? -le planteó Entreri al monje-. Tú tienes mi vida en tus pensamientos y puedes paralizarme, como ya he visto, con una sola palabra, pero yo no tengo más que incitar a la daga a que se alimente, y a su vez me alimentará a mí con tu propia energía vital. ¿Adónde nos lleva eso, gran maestre Kane? ¿Conseguirá tu Escamoteo Trémulo actuar con rapidez suficiente para matarme antes de que mi hoja pueda beber lo bastante para salvarme? ¿Sucumbiremos ambos? ¿Estás dispuesto a correr el riesgo?

Kane lo miró fijamente y le devolvió una sonrisa igualmente desconcertante.

-¿Qué significa esto? -preguntó el rey Gareth acudiendo a la puerta. Junto a él, fray Dugald farfulló algo indescifrable.

-¡Traición! -exclamó lady Christine.

-Ni más ni menos que la que me han hecho a mí -respondió Entreri sin dejar de mirar fijamente a Kane.

-Deberíamos haberlo esperado de un perro como tú -dijo Christine.

«Ojalá hubiera tenido tu garganta a mi alcance», pensó Entreri, pero la prudencia evitó que lo dijera. Estaba convencido de que Gareth era un hombre razonable, pero no en lo tocante a esa reina.

-Se te devolvieron tus pertenencias y tu libertad -declaró Gareth-. ¿No te lo comunicó Kane?

-Lo hizo -replicó Entreri. Oyó el ruido de pies calzados con cota de malla que llegaban por el corredor, pero hizo caso omiso.

-¿Por qué has hecho esto, entonces? -preguntó el rey.

-No me marcharé de aquí bajo el control inmoral del gran maestre Kane -respondió Entreri-. O deja de controlar mi ser físico, o uno de los dos morirá aquí mismo. Tal vez los dos.

-Necio -dijo Christine, pero Gareth la hizo callar.

-¿Tan poco aprecias tu vida que...? -empezó a decir Gareth, pero Kane alzó la mano libre para intervenir.

-El orgullo está considerado como el más mortal de todos los pecados -dijo el monje sin dejar de mirar a Entreri en ningún momento.

-Entonces, depón el tuyo -replicó Entreri.

La sonrisa de Kane fue de aceptación. Asintió lentamente y cerró los ojos.

Entreri acarició con los dedos la empuñadura de la daga, listo para poner plenamente en funcionamiento sus poderes llegado el caso. La verdad, no creía que tuviera la menor oportunidad aunque hubieran estado solos él y Kane en todo el palacio. El control insidioso del monje era demasiado fuerte y debilitaba velozmente. Sospechaba que si Kane recurría al Escamoteo Trémulo lo dejaría incapacitado, quizá incluso muerto, antes de que la daga pudiera cumplir su función.

Pero en el rostro del gran maestre Kane sólo había serenidad cuando volvió a abrir los ojos, y casi de inmediato Entreri sintió que su torbellino interior se aquietaba.

-Estás libre -le informó Kane, y en un abrir y cerrar de ojos la mano del monje se apartó de la punta de su daga. Fue demasiado rápido como para que Entreri hubiera tenido la menor ocasión de hacer actuar sus poderes vampíricos de haberlo querido.

-¿Te avienes a sus exigencias? -preguntó furiosa la reina Christine.

-Sólo porque eran exigencias justas -dijo Kane-. Artemis Entreri ha sido informado de las condiciones y se le ha concedido la libertad. Si no vamos a confiar en que aceptará la sentencia, entonces tal vez no deberíamos liberarlo.

-Tal vez no -reconoció Christine.

-Su liberación fue concedida en justicia -comentó Gareth-, y no podemos desatender la importancia de las bases lógicas de dicha decisión, pero este asalto...

-Fue justificado y, en última instancia, no tuvo la menor consecuencia para nosotros -le aseguró Kane.

Entreri guardó su daga y Gareth se volvió empujando a Christine y a Dugald delante de él hacia el salón de audiencias.

-¿Me he perdido lo más interesante? -preguntó desde dentro una voz que Artemis Entreri conocía demasiado bien.

-El negociador, supongo -le dijo a Kane con tono acre.

-Tu amigo drow es muy persuasivo, y viene preparado.

-No lo sabes tú bien.

Poco después, caminando por la calle empedrada junto a Jarlaxle, Entreri no se sentía libre. Era cierto que estaba fuera de las mazmorras de Gareth, pero el drow que caminaba a su lado le recordaba que había muchas prisiones y que no todas estaban hechas de madera, piedra y barrotes de hierro. Pensando en eso, la mano se le fue a acariciar la flauta que llevaba al cinto, y se le ocurrió que todavía no sabía con certeza si este instrumento era en sí mismo una prisión o una llave.

Entreri y Jarlaxle proyectaban ante sí sombras alargadas ya que el sol se estaba poniendo rápidamente detrás de las montañas, al otro lado del pequeño lago. El frío viento de la noche ya empezaba a soplar.

-Así pues, vais andando y silbando y hablando y pensando que el mundo es inmenso -sonó una voz detrás de ellos. Jarlaxle se volvió, pero Entreri sólo cerró los ojos.

»Mientras tanto yo aquí sentado, farfullando y escupiendo y hundiendo los pies en la arena -acabó Athrogate-. ¡Preferiría estar pensando, bebiendo, apestando -al llegar aquí, hizo una pausa, levantó una pierna, y soltó un cuesco fenomenal- y con una moza en cada rodilla! ¡Buajajá! Parad, pues, malditos tunantes, y dad ocasión a que mis cortas piernas os alcancen. No vaya abrazaros, pero os estoy agradecido por haberme sacado de ese lugar.

-No lo habrás hecho -farfulló Entreri.

-Es un buen aliado -respondió Jarlaxle-. De brazo fuerte y espíritu indomable.

-E incordiante a más no poder.

-Últimamente ha estado triste por los problemas con la Ciudadela. Al menos le debo esto.

-Y yo que pensaba que lo habías entregado a él a cambio de mi libertad. -Cuando Entreri dijo esto, Athrogate estaba lo bastante cerca para oírlo.

-¡Buajajá! -exclamó atronador.

Entreri empezaba a pensar que no había forma de ofender a esta desdichada criatura.

-Pero bueno, esa suposición me ofende, Artemis -dijo Jarlaxle fingiéndose herido y llevándose una mano a la frente en un gesto dramático-. Yo jamás abandonaría a un aliado.

Entreri le respondió con una mueca de incredulidad.

-De hecho, cuando me enteré de que Calihye había caído en manos de Knellict y había sido trasladada de su habitación en la Puerta de Vaasa a la Ciudadela ... -empezó a decir Jarlaxle, pero hizo una pausa de unos segundos dando ocasión de que Entreri lo mirara alarmado.

»Ir hasta la guarida de Knellict no fue precisamente una excursión -continuó.

-¿Dónde está? -preguntó el asesino.

-A salvo y alojada en la taberna que hay al final de esta calle -respondió Jarlaxle-. Yo jamás abandonaría a un aliado.

-¿Knellict se la había llevado?

-Ya lo creo -intervino Athrogate-. Y tu amigo el de la calva como el carbón le cortó la cabeza a Knellict y la puso en el estrado de Gareth, vaya si lo hizo. ¡Buajajá! Lo que habría dado por ver a lady Christine fruncir la nariz ante el espectáculo.

Entreri le echó a Jarlaxle una mirada seria, y él, a su vez, le hizo una profunda reverencia.

-Tu dama te está esperando -le dijo-. Nosotros tres tenemos que marcharnos de las Tierras de la Piedra de Sangre antes de diez días bajo pena de muerte, pero supongo que podemos perder un día. Tal vez consigas convencer a la dama de que venga con nosotros.

Entreri seguía mirándolo. No tenía respuestas para nada de esto.

Cuando había obligado a Jarlaxle a pasar por el portal mágico de Kimmuriel en las entrañas del castillo, había supuesto que jamás volvería a ver al drow, y ahora todo esto, su liberación, el enano, las noticias sobre Calihye, todo le cayó encima como una ola que, al retirarse, lo arrastraba inexorablemente.

-Ve con ella -le dijo Jarlaxle en voz baja y con expresión seria-. Se alegrará de verte.

-Y mientras tú te diviertes yo me dedicaré a pensar y a beber -anunció Athrogate acompañando sus palabras con otra de sus atronadoras carcajadas.

Los ojos de Entreri lanzaron a Jarlaxle una mirada asesina. El drow se limitó a entregarle una llave que llevaba el número de una habitación y con una seña lo dirigió hacia la taberna.

Jarlaxle y Athrogate vieron desaparecer a Entreri escaleras arriba en El Último Respiro, la, posada más importante de la aldea de la Piedra de Sangre, que se jactaba de tener habitaciones limpias, buen vino elfo y una vista magnífica del Árbol Blanco desde todos los balcones.

El enano y el drow eran conocidos en el lugar, por supuesto, ya que los manguales de Athrogate habían dejado una impresión imborrable en la gente de la Puerta de Vaasa, que estaba un poco más al norte, y Jarlaxle... ¡Bueno, después de todo, Jarlaxle era un drow!

No obstante, en las miradas que les dirigían ese día había mucha desconfianza, algo que no pasó desapercibido a ninguno de los dos.

-Al parecer, la noticia del perdón de Gareth todavía no ha llegado a sus oídos -señaló Jarlaxle mientras se dejaba caer en una silla en el rincón más apartado del salón.

-De perdón nada -lo corrigió Athrogate-. No es que yo piense que expulsarte de las Tierras de la Piedra de Sangre sea un castigo, sobre todo cuando la Ciudadela está pendiente de hacerte pagar por la muerte de Knellict.

-Sí, está eso -dijo el drow disimulando su sonrisa con una señal a la taberna.

Apenas acababan de pedir la primera ronda -vino para el drow e hidromiel para el enano- cuando un par de personas que Jarlaxle conocía entraron inesperadamente por la puerta delantera de El Último Respiro.

-Han sido contadas las veces en que te he visto con expresión sorprendida -observó Athrogate.

-Te aseguro que no sucede muy a menudo -replicó Jarlaxle sin apartar los ojos de las recién llegadas, dos hermanas que él sabía muy bien que eran más de lo que aparentaban.

-Te has quedado prendado, ¿eh? -dijo Athrogate siguiendo la dirección de su mirada, y lanzó una risotada que duplicó al ver que las dos mujeres se dirigían hacia ellos.

-Lady Ilnezhara, querida Tazmikella -las saludó Jarlaxle poniéndose de pie gentilmente-. Pensaba ir a hablar con vosotras al pasar por Heliogabalus para abandonar la región.

Sólo había tres sillas en torno a la pequeña mesa, y Tazmikella ocupó la que quedaba libre mientras le indicaba a Jarlaxle que se sentara. Ilnezhara miró a Athrogate con curiosidad.

-Tenemos que hablar con Jarlaxle -le dijo al enano.

-¡Buajajá! -fue la respuesta de Athrogate-. ¡Bueno, estoy dispuesto a escuchar! No parece que tenga muchas posibilidades de haceros reír, ¿verdad?

Casi había terminado la pregunta cuando Ilnezhara lo cogió por la pechera y, con una sola mano, lo alzó con facilidad en el aire y lo mantuvo allí suspendido.

Athrogate no dejaba de farfullar y de revolverse.

-Vaya, drow-dijo-. ¡Sí que tiene un brazo fuerte! ¡Buajajá!

Ilnezhara le echó una mirada furibunda. Al parecer, el hecho de que todos los presentes tuvieran la vista fija en el espectáculo que ofrecía una mujer esbelta que sostenía en el aire con uno de sus delicados brazos a un enano de casi cien kilos con armadura, no la preocupaba en lo más mínimo.

-Oye, preciosa, estoy empezando a pensar que tienes una poción o un conjuro o incluso un cinturón como el mío -dijo Athrogate-, pero también pienso que harías bien en conocer cuál es tu lugar y dejarme en el suelo.

Jarlaxle hizo una mueca como previendo lo que iba a suceder.

-Como desees -respondió Ilnezhara, y mirando alrededor para escoger un camino despejado, con un displicente golpe de muñeca lanzó al enano al otro extremo del salón. Athrogate atravesó una mesa vacía que, junto con un par de sillas, arrastró consigo contra la pared.

Se levantó de un salto, encorajinado, pero puso los ojos en blanco y cayó redondo al suelo.

Ilnezhara ocupó su asiento sin volverse a mirarlo siquiera.

-Por favor, no lo rompáis -dijo Jarlaxle-. Lo he pagado caro.

-O sea que vas a trabajar para nosotras -dijo Tazmikella.

-No hay otra elección -replicó el drow-. Al menos no para mí. Vuestro rey Gareth ha dejado bien claro que su hospitalidad ha llegado a su fin.

-Y no ha sido por culpa tuya, claro está.

-Tu sarcasmo viene muy a cuento -admitió Jarlaxle.

-Tienes algo que queremos -dijo Ilnezhara.

Jarlaxle adoptó una expresión dolida.

-Mi señora, te lo he dado muchas veces. -Vio con agrado que eso hacía aparecer una sonrisa en el rostro de Ilnezhara, pues Jarlaxle sabía que pisaba terreno movedizo y con personajes sumamente peligrosos. –

Sabemos que los tienes -interrumpió Tazmikella para impedir que su hermana y el drow se fueran por las ramas-. Dos artilugios, uno de la torre de Herminicle y otro del castillo.

-El más valioso es el del castillo -confirmó Ilnezhara.

-Urshula estaría de acuerdo -admitió Jarlaxle-. Ese Rey Brujo que gobernó en una época era sin duda un tipo listo.

-¿Admites tenerlos, entonces?

-Dos gemas en forma de calavera -dijo Jarlaxle-. Una humana de la torre y otra de dragón del castillo, por supuesto. Pero vosotras ya lo sabíais cuando me despachasteis para Vaasa.

-¿Y las conseguiste tú? ¿Las dos? -prosiguió Ilnezhara.

-Las dos, sí,

-Entrégalas, entonces.

-Esto no admite negociación -le advirtió Tazmikella.

-No las tengo.

Las hermanas dragón cruzaron una mirada preocupada y a continuación miraron a Jarlaxle con desconfianza.

En el Otro extremo del salón, Athrogate consiguió ponerse de rodillas y sacudió la peluda cabeza. Todavía mareado, se puso de pie y dio un paso tambaleante hacia la mesa.

-Para escapar del rey Gareth tuve que visitar a viejos amigos -las informó Jarlaxle. Hizo una pausa y miró a Ilnezhara-. Eres muy versada en magia adivinatoria, ¿verdad? Hazme un encantamiento para ver si digo la verdad, porque me gustaría que creyeras cada una de mis palabras.

-El Jarlaxle que conozco no se desprendería fácilmente de tan poderosos artefactos -replicó Ilnezhara, pero de todos modos empezó un conjuro atendiendo a los deseos del drow.

-Eso es porque no conoces a Bregan D'aerthe.

-¿D'aerthe? ¿No es ése el nombre que pusiste a tu castillo? -preguntó Tazmikella en cuanto su hermana terminó e indicó que el conjuro se había completado.

-Lo es, y su nombre es el de una banda de... empresarios independientes de mi ciudad de Menzoberranzan. Recurrí a ellos, como es lógico, para escapar del ejército del rey Gareth y para conseguir que lady Calihye fuera liberada de la Ciudadela de los Asesinos.

-Hemos oído que has entregado la cabeza de Knellict a Gareth -dijo Tazmikella.

Detrás de Ilnezhara, Athrogate agachó la cabeza preparado para embestir. Topó con la mano levantada de la mujer, que lo paró con la misma firmeza que si hubiera dado contra la ladera rocosa de una montaña. Rebotó retrocediendo unos pasos y quedó allí, atontado, ante la mirada de Ilnezhara, que se volvió hacia él y de un soplido le hizo dar una voltereta hacia atrás y caer en plancha en medio del salón. El enano se incorporó un poco apoyándose sobre los codos y mirando incrédulo a la mujer cuya verdadera naturaleza desconocía, por supuesto.

-Creo que tendré que conseguir un cinturón como el suyo -dijo antes de desplomarse.

-Fue una propuesta costosa -dijo Jarlaxle cuando hubo pasado la conmoción-, pero no podía dejar morir a lady Calihye y necesitaba un elemento de negociación para hacer posible la liberación de mi amigo... -Hizo una pausa y miró a Athrogate-. De mis amigos -se corrigió-, de los calabozos del rey Gareth.

-¿Y les diste las gemas en forma de calavera a tus socios drows de la Antípoda Oscura? -inquirió Tazmikella.

-Ya no tenía ningún otro uso que darles -explicó Jarlaxle-. Y la Antípoda Oscura es un lugar adecuado para ese tipo de artefactos. Aquí, en el mundo soleado, no producen más que desaguisados.

-Y tampoco producirán otra cosa en la Antípoda Oscura -afirmó Ilnezhara.

-Tanto mejor -comentó Jarlaxle, alzando su vaso a modo de brindis.

Tazmikella miró a su hermana, que tras contemplar a Jarlaxle unos instantes asintió lentamente con la cabeza.

-Examinaremos esto más a fondo -le dijo Tazmikella al drow, volviéndose hacia él.

Jarlaxle, sin embargo, casi no la oyó, pues de repente percibió mentalmente que otra cosa lo reclamaba.

-Me sentiría decepcionado si no lo hicierais -declaró después de analizar las palabras de la mujer-dragón-. Pero os ruego me perdonéis, pues tengo asuntos que atender.

Se puso de pie y se llevó la mano al sombrero.

-No te hemos dado permiso para retirarte -dijo Tazmikella con tono severo.

-Querida dama, te ruego me des autorización para marcharme.

-El gran maestre Kane nos ha encomendado que te saquemos volando de estas tierras -explicó Ilnezhara-. Al amanecer.

-Será al amanecer, entonces -admitió Jarlaxle dando un paso adelante.

Tazmikella interpuso un brazo en su camino y Jarlaxle dirigió a Ilnezhara una mirada implorante.

-Deja que se vaya, hermana -dijo Ilnezhara.

Tazmikella miró a Jarlaxle fijamente. Su mirada era la de un dragón furioso, pero bajó el brazo y lo dejó pasar.

-Ocúpate de él -le pidió Jarlaxle a la tabernera señalando a Athrogate-. Acomódalo en una silla cuando despierte y alivia su dolor dándole de beber todo lo que desee. -Le arrojó una pequeña bolsa con monedas y ella hizo una señal de haberlo entendido.

-¿Dijo la verdad? -preguntó Tazmikella en cuanto ella y su hermana quedaron solas.

-Aunque de una manera incompleta, y no estoy tan segura sobre el destino de Knellict.

-El rey Gareth tomó una sabia decisión expulsándolo de su territorio -opinó Tazmikella-. ¿Sigue en contacto con las criaturas de la Antípoda Oscura? -Acompañó sus palabras con un bufido irónico-. Seguramente será necio, pero estamos mucho mejor con las gemas en forma de calavera lejos de estas tierras. Tal vez sus malas artes produzcan consecuencias favorables, porque éste no trae más que complicaciones.

-Voy a echarlo de menos -se limitó a responder Ilnezhara, evidentemente distraída, mientras miraba con melancolía al drow que se alejaba.

La mujer se balanceaba a la humeante luz del candil, con el pelo suelto cubriéndole toda la espalda. El sudor hada brillar su cuerpo desnudo mientras arqueaba la espalda hacia atrás y miraba al techo de la posada, respirando entrecortadamente y emitiendo suaves gemidos.

Debajo de ella, Artemis Entreri guardaba aquella hermosa imagen entre sus recuerdos y conseguía olvidar su frustración y su rabia. Estaba furioso por haberse dejado utilizar por Jarlaxle, y todavía más por haber sido rescatado por él, ya que nada más lejos de sus deseos que estar en deuda con el drow en ningún sentido. Y ahora, otra vez al camino, un camino que, aparentemente, tendría que recorrer con Jarlaxle y con el incordiante Athrogate.

Y con Calihye, se recordó mientras alzaba la mano para acariciarla suavemente desde el mentón hasta el vientre. Ella sería su anclaje, esperaba, su sólido asidero, y con esa base firme tal vez encontrara la forma de librarse de Jarlaxle.

Pero ¿era eso lo que quería realmente?

El pobre hombre estaba demasiado confundido. Miró hacia un lado, allí donde había dejado sus ropas y demás pertenencias, y vio la flauta de Idalia entre ellas. Sabía que todo esto era obra de la flauta, que le había abierto el corazón y lo había llevado a desear de esta vida algo más que la mera existencia.

Era algo que odiaba y apreciaba al mismo tiempo.

Todo se presentaba así ahora para Artemis Entreri. Todo era un embrollo, una confusa paradoja de amor y odio, de estoicismo y necesidad desesperada, de amistad y ansiada soledad. Ya nada era claro, nada era consisten te.

Alzó la mirada hacia su amante y cambió de idea sobre lo último.

Esto era real y cálido. Por primera vez en su vida se había entregado emocionalmente, plenamente, a una mujer.

Calihye inclinó la cabeza hacia adelante y lo miró con una expresión intensa y decidida. Se mordió con suavidad el labio inferior. Jadeaba levemente. Después echó la cabeza hacia atrás y arqueó la espalda, y Entreri sintió que se tensaba como la cuerda de un arco.

Cerró los ojos y dejó que el momento lo arrollara y lo transportara.

De repente sintió que la tensión desaparecía del cuerpo de Calihye. Abrió los ojos, pensando que se desplomaría sobre él, pero lo que vio fue a la mujer mirándolo fijamente con una daga en la mano.

Una daga que le apuntaba al corazón.

Y no tenía defensa posible. No había forma de parar aquel golpe mortal. Tal vez habría podido interponer la mano y recibir en ella la cuchillada, pero no lo hizo.

Porque en la fracción de segundo que duró la trayectoria de la daga, Entreri supo que todas sus esperanzas se habían desvanecido, que aquel sólido puntal del que pendía su cordura, no era sino otra mentira. No intentó parar el golpe. No intentó esquivarlo.

La daga no podía herirlo más de lo que ya lo había hecho aquella traición.