16

El más listo de todos

Al acercarse a su salón de audiencias en su palacio de la aldea de la Piedra de Sangre, el rey Gareth se enteró de que ya había empezado el interrogatorio de Artemis Entreri. Echó una mirada a su esposa, que caminaba su lado, pero lady Christine mantenía fija al frente esa mirada de acero que Gareth tan bien conocía. Era evidente que este proceso no la preocupaba tanto como a él.

-¿Y afirmas no saber nada de los tapices ni del pergamino que encontramos en el trono hecho de seta? -oyó que preguntaba Celedon.

»Por favor, sé razonable -continuó el hombre-. Esto podría ser exculpatorio en cierta medida.

-¿Y haría mi muerte más placentera? -El grado de rencor que destilaba la voz de Entreri arrancó a Gareth una mueca.

En ese momento entró en el salón de audiencias y vio a Entreri de pie en la alfombra extendida delante del estrado en la que se alzaban los tronos. Fray Dugald y Riordan Parnell estaban sentados en el escalón del estrado y Kane permanecía de pie cerca de ellos. Celedon, que era quien hacía las preguntas en ese momento, estaba más cerca de Entreri y trazaba con sus pasos un círculo respetuosamente amplio en torno al hombre.

A uno y otro lado de la alfombra había guardias listos para actuar. Dugald y Riordan se pusieron de pie al ver al rey y a la reina, y todos los hombres hicieron una inclinación de cabeza.

Gareth casi no reparó en ellos. Cruzó su mirada con la de Entreri, y en los ojos del asesino se encontró con la mayor carga de odio que había visto en su vida, una dosis de desprecio a la que ni siquiera se había aproximado el propio Zhengyi. Seguía mirando fijamente al hombre cuando se sentó en el trono.

-Ha señalado que los tapices no fueron obra suya -le explicó fray Dugald al rey.

-Y dice que no sabe nada del pergamino -añadió Riordan.

-¿Y dice la verdad? -preguntó Gareth.

-No he detectado ninguna mentira -replicó el sacerdote.

-¿Por qué habría de mentir? -protestó Entreri-. ¿Para que pudieras descubrirlo y justificar así vuestras acciones en vuestros retorcidos corazones?

Celedon hizo intención de golpear el impertinente prisionero, pero

Gareth lo detuvo alzando una mano.

-Supones mucho sobre nuestras intenciones -dijo el rey.

-Me he topado con demasiados reyes Gareth a lo largo de mi vida.

-Lo dudo -intervino Riordan, pero Entreri ni se dignó mirarlo, sino que siguió con los ojos fijos en el rey de Damara.

-Hombres que se apoderan de lo que creen que les pertenece por derecho -continuó Entreri como si Riordan no hubiera dicho nada, y Gareth se dio cuenta de que, por lo que concernía a aquel enigmático extranjero, así era.

-Cuida tus palabras -lo interpeló lady Christine, y todos los ojos, incluso los de Entreri, se volvieron hacia ella-. Gareth Dragonsbane es el rey legítimo de Damara.

-Una proclamación que todos los dioses necesitan hacer, sin duda.

-Matad a ese necio y acabemos de una vez. -La voz llegó desde la puerta, y al mirar Gareth hacia allí vio a Olwen entrando en la sala. El explorador se detuvo e hizo una reverencia, luego avanzó hasta acercarse a un paso del prisionero. Al pasar le susurró algo a Entreri con un gesto de satisfacción.

Esa expresión duró aproximadamente dos pasos más, hasta que oyó la respuesta de Entreri.

-Si vas a sentirte tan herido emocionalmente cada vez que te vencen en un combate, tal vez deberías pensar en mejorar tu técnica.

-Tranquilízate Olwen -le advirtió Gareth al ver la mirada del quisquilloso explorador.

Olwen se dio la vuelta de todos modos, y por la forma en que se apartó Celedon, Gareth pensó que el hombre podría echarse encima de Entreri sin más.

Entreri, sin embargo, se limitó a reír entre dientes.

-Somos personas razonables que viven en tiempos peligrosos -le dijo Gareth a Entreri cuando Olwen por fin se apartó-. Tenemos mucho que aprender.

-¿Dudas del derecho de mi esposo al trono? -lo interrumpió lady Christine.

Gareth le puso una mano sobre la pierna para llamarla a sosiego.

-Seguramente hasta tu dios estaría en desacuerdo conmigo -dijo Entreri-. Como lo haría el dios elegido de cualquier rey.

-Su línea sucesoria es... -empezó a replicar Christine.

-¡Intrascendente! -bramó Entreri a voz en cuello-. La proclamación de los derechos de nacimiento es un método de control, no una garantía de justicia.

-¡Maldito impertinente! -le replicó Christine en el mismo tono poniéndose de pie y avanzando un paso-. ¡Por estirpe o por conquistas! ¡Puedes escoger! Elijas lo que elijas, Gareth es el legítimo rey.

-¿Y yo me he entrometido en su legítimo dominio?

-Sí.

-¿De rey de Damara o de rey de Vaasa?

-¡De ambos! -insistió Christine.

-Interesante línea de sucesión la vuestra, Gareth...

Celedon se adelantó y le dio una bofetada.

-Rey Gareth -lo corrigió.

-¿Se extiende tu patrimonio a Palishchuk? -preguntó Entreri ante el asombro de Gareth, que no podía creer que el hombre hubiera pasado totalmente por alto la ruda intervención de Celedon-. ¿Eres rey de Vaasa por tu estirpe?

-Por sus conquistas -dijo el gran maestre Kane, y al hacerlo se puso delante de Dugald, a quien llevaban los demonios.

-Entonces la fuerza del brazo se convierte en derecho de proclamación -dedujo Entreri-. Y con eso volvemos al punto de partida. He visto demasiados reyes Gareth a lo largo de mi vida.

-¡Que alguien me traiga mi espada! –exclamó la reina.

-Mi señora, te ruego que tomes asiento -dijo Gareth. Después se volvió hacia Entreri-. Fuiste tú quien se proclamó rey de Vaasa, rey Artemis.

La forma en que Entreri puso los ojos en blanco no hizo sino reafirmar la convicción de Gareth de que había sido el drow, Jarlaxle, el que lo había planeado todo.

-Reclamé lo que había conquistado -replicó Entreri-. Fui yo quien venció al dracolich, y por lo tanto... -Se volvió hacia Christine y sonrió-. Sí, milady, por conquista reclamo un trono que me corresponde legítimamente. -Se volvió hacia Gareth y terminó-: ¿Acaso mi derecho sobre el castillo y la región que lo rodea es menos válida que la vuestra?

-Bueno, tú estás aquí encadenado y él sigue siendo el rey -le espetó Riordan secamente.

-La fuerza de las armas, maese Tonto. La fuerza de las armas.

-¡Oh, por favor! ¿Por qué no me dejas que lo mate y acabamos de una vez? -rogó Olwen.

Para Gareth era como si ni siquiera estuvieran en la sala.

-Fuiste al castillo bajo el estandarte de la Piedra de Sangre -le recordó Celedon al prisionero.

-Y con agentes de la Ciudadela de los Asesinos -le replicó Entreri.

-Y con una comandante del ejército de la P...

-¡Qué llevó consigo a agentes de Timoshenko! -le espetó Entreri incluso antes de que pudiera acabar de decirlo-. Y que nos traicionó dentro del castillo, en una hora de lo más oscura. -Se volvió y se encaró con Gareth-. Tu sobrina Ellery murió por mi espada -declaró ante un estupor generalizado-. Fue sin querer y después de que hubiera atacado a Jarlaxle sin motivo... Sin motivo para su rey, pero con motivo para sus señores de la Ciudadela.

-Eso es mucho decir -gruñó Olwen.

-¿Acaso tú estabas allí? -lo rebatió Entreri,

-¿Y qué me dices de Mariabronne? -inquirió Olwen-. ¿También él estaba aliado con nuestros enemigos? ¿Es eso lo que dices?

-Yo no he dicho nada de él. Murió a manos de criaturas de sombra cuando avanzó al frente de los demás.

-Sin embargo lo encontramos en la cámara del dracolich -intervino Riordan.

-Necesitábamos toda la ayuda que pudiéramos reunir.

-¿Quieres decir que fue resucitado sólo para volver a morir? -preguntó Riordan.

-O animado -añadió fray Dugald-. ¡Y sabrás, sin duda, que animar el cadáver de un hombre de bien es un crimen contra todo lo santo y lo justo! ¡Un crimen contra el dios Roto!

Entreri miró a Dugald, entrecerró los ojos, hizo una mueca y escupió en el suelo.

-No es mi dios -explicó.

Celedon se abalanzó sobre él y le dio un puñetazo. Se tambaleó, pero se resistió a caer.

-¡Gareth es rey por estirpe y por conquistas! -gritó Dugald-. Designado por el propio Ilmater.

-¿Del mismo modo que todas las matronas drows proclaman que deben su legitimidad a Lloth? -preguntó el tozudo prisionero.

-¡Que nuestro señor Ilmater te haga caer muerto! -gritó lady Christine.

-O puedes traer tu espada y hacerlo tú por él -le replicó Entreri sin dudar-. O coge tu espada y dame a mí la mía. ¿Sabremos entonces cuál es el dios más fuerte?

Celedon pareció a punto de golpearlo otra vez, pero se paró en seco cuando Entreri acabó su insulto en un gorgoteo, al sentir en todo el pecho la vibración de dolores insoportables que le provocaron calambres y convulsiones en los músculos.

-¡Gran maestre Kane! -intervino el rey Gareth en tono reprobatorio.

-No puede hablarle así a la reina. Merece morir -respondió Kane sin inmutarse.

-Suéltalo -ordenó Gareth.

Kane asintió y cerró los ojos.

Entreri se irguió de repente y respiró hondo, pero se tambaleó y tuvo que apoyar una rodilla en tierra.

-¡Dadle una espada! -gritó Christine.

-¡Siéntate y tranquilízate! -ordenó Gareth.

Se levantó de su asiento y se adelantó, enfrentándose a las expresiones perplejas de casi todos los presentes. Es decir, de todos menos de Entreri, que lo seguía mirando con odio reconcentrado.

-Llevadlo a una celda del primer nivel-ordenó Gareth-. Mantenedla iluminada y caliente, y que su comida sea abundante y sabrosa.

-Pero mi rey... -empezó a protestar Olwen.

-Y no le hagáis ningún daño -prosiguió Gareth sin vacilación-. Marchaos ya.

Riordan y Celedon se dispusieron a flanquear a Entreri y empezaron a tirar de él para sacarlo del salón. Olwen le echó a Gareth una mirada sorprendida y furiosa y también se dispuso a seguirlos.

-Ve y mitiga su dolor -le dijo Gareth a Fray Dugald, que lo miraba con incredulidad. Al ver que el fraile no se ponía en marcha de inmediato, le hizo una señal con la mano-. ¡Vamos, vamos, ve!

Dugald se volvió a mirar a Gareth por encima del hombro mientras salía de la sala.

-Será sólo tu responsabilidad -le reprochó Christine a su esposo.

-Te había advertido que no te enfrentaras a él.

-¿Prefieres aceptar sus insultos?

-Prefiero oír lo que tenga que decir.

-Tú eres el rey, Gareth Dragonsbane. Rey de Damara y rey de Vaasa. Tu paciencia es una virtud, no tengo duda de ello, pero en este caso está fuera de lugar.

Gareth era un esposo demasiado inteligente como para no reparar en la ironía de esa afirmación. Sin embargo, ni siquiera pestañeó y no manifestó su acuerdo en modo alguno, de modo que lady Christine resopló y se marchó por la puerta lateral por la que habían entrado ambos.

-No puedes permitir que siga vivo -le dijo Kane al rey cuando estuvieron solos-, eso propiciaría desafíos en todo tu reino. Estoy seguro de que Dimian Ree nos observa con mucha atención en este momento.

-¿Estaba tan equivocado en lo que dijo? -preguntó Gareth con gran calma.

-Sí -respondió el monje sin la menor duda.

Pero Gareth negó con la cabeza. ¿Acaso lo que habían hecho Entreri y esa extraña criatura drow era muy diferente de lo que había hecho él? ¿De verdad?

Se diría que eran más listos, dijo Kimmuriel Oblondra por señas usando el código manual de los drows, y su forma de mover el pulgar al final hablaba claramente de su gran desprecio por los humanos.

Ellos no entienden el mundo inferior -respondieron las diestras manos de Jarlaxle-. La Antípoda Oscura es una idea remota para los habitantes de la superficie.

Mientras transmitía las palabras por signos, Jarlaxle pensaba en ellas, en la verdad que contenían y en sus implicaciones. También se preguntó por qué salía tan a menudo en defensa de los habitantes de la superficie. Knellict era un archimago brillante desde el punto de vista de cualquiera de las razas comunes de Toril, un maestro en todas las artes intrincadas y complejas. Sin embargo, había elegido su escondite mirando hacia el este, el oeste, el norte y el sur, pero sin molestarse en mirar hacia abajo.

Aquí, a apenas quince metros por debajo de las regiones más secretas y protegidas del refugio de montaña de la Ciudadela, había un túnel ancho y profundo, un pasadizo que seguía los confines más elevados de la vasta red de túneles y cavernas conocidas como la Antípoda Oscura, una ruta para las caravanas.

Un acceso para los enemigos.

No olvides nuestro trato, le dijo Kimmuriel siempre por señas.

La última vez, prometió Jarlaxle dando un golpecito al bolsillo que llevaba al cinto y que contenía el artilugio mágico al que acababa de referirse Kimmuriel.

La mirada que le devolvió Kimmuriel demostraba que no le creía en absoluto, claro que tampoco lo creía Jarlaxle. Aquello era como si se le prohibiera ladrar a un mastín de sombra, o torturar a una madre matrona. No se podía controlar hasta tal punto la naturaleza de alguien.

La expresión de Kimmuriel reflejaba poco más que aquella duda inicial, por supuesto, pero si algo había en ella era sólo resignación, diversión incluso. El psionicista se volvió hacia la hilera de magos reunidos a su lado y asintió. El primero corrió hasta Kimmuriel y señaló directamente hacia arriba. En seguida trazó un contorno, y en cuanto Kimmuriel dio su aprobación, el mago empezó a formular su conjuro.

Unos instantes después, el drow terminó su conjuro con una gran floritura, y un bloque cuadrado del techo de piedra del doble de la estatura de un drow simplemente se desmaterializó, se desvaneció transformándose en nada.

Sin vacilar, ya que el conjuro tenía una duración finita y no era permanente, el segundo mago corrió detrás del primero, tocó su insignia, levitó introduciéndose por la chimenea mágica y realizó su propio conjuro. Antes de que hubiera acabado, el tercero ya había empezado a levitar.

Ahora, a seis metros por encima del corredor, a casi diez del suelo, ese mago ejecutó el mismo poderoso conjuro.

Con el siguiente estaremos dentro del complejo -les dijeron las manos de Kimmuriel a los soldados de Bregan D'aerthe reunidos cerca de él-. ¡Rápido y en silencio!

El cuarto mago ascendió, y con él fue el primer contingente, la avanzadilla de los mejores asesinos de Bregan D'aerthe encabezada por un truhán especialmente desagradable llamado Valas Hune. Éstos eran los infiltrados, los pioneros, y por lo general marcaban su camino con la sangre de los centinelas.

Sincronizaron su ascenso a la perfección, por supuesto, y pasaron flotando junto al cuarto mago en el momento mismo en que se desmaterializaba la piedra, de modo que sin perder en absoluto el impulso, el grupo flotó a través de los últimos tres metros y entró en el complejo inferior de la Ciudadela de los Asesinos.

Los tres primeros magos subieron inmediatamente detrás de ellos, y tan pronto como los exploradores hubieron recogido la disposición del lugar y se hubieron deslizado en los túneles iluminados por antorchas, los magos volvieron a formular sus conjuros.

Por todos los tramos inferiores del refugio de montaña de Knellict empezó a extenderse una misteriosa niebla. Esa niebla creciente era más bien un velo brumoso que una cortina opaca y sin duda despertaba la curiosidad.

También hacía que las leves pisadas de los guerreros drows fuesen totalmente silenciosas.

Bloqueaba además la magia más invocadora.

Y contrarrestaba todas las defensas mágicas más comunes.

Más guerreros flotaban a través de la brecha abierta y avanzaban con una gran pericia. Jarlaxle ladeó el enorme sombrero para activar sus poderes mágicos, y él Y Kimmuriel siguieron el camino de los demás acompañados por un grupo de combatientes de élite. Arrastraban tras de sí a dos de los magos mientras los otros dos se dirigían a ocupar sus posiciones predeterminadas.

Este terreno no resultaba desconocido para los elfos oscuros. El espionaje al que había sometido Kimmuriel a este refugio había sido casi completo, ya instancias de Jarlaxle, los mapas que había trazado habían sido estudiados y exhaustivamente memorizados por cada uno de los hombres que ascendían a través del suelo. Incluso los dos contingentes de guardias que habían quedado abajo, en el corredor de la Antípoda Oscura, conocían la disposición perfectamente.

Bregan D'aerthe no dejaba casi nada librado al azar.

A La cabeza, transmitieron los dedos de Jarlaxle, y su pequeña fuerza de élite partió como una exhalación.

Knellict estaba más furioso que asustado. No tenía tiempo para estar asustado.

Gritos de alarma y de dolor llegaron hasta él y sus tres guardias por los brumosos pasillos y penetraron en sus aposentos privados. Los guardias inmediatamente cerraron la puerta de golpe y se dispusieron a bloquearla, pero Knellict los contuvo.

-Sólo un cerrojo -explicó-. Que traten de entrar una vez: Las cenizas de los primeros intrusos disuadirán a los demás. -En cuanto terminó, empezó a formular un conjuro, pronunciando las palabras activadoras de los muchos glifos que explotaban por medios mágicos y de las defensas que protegían sus aposentos privados.

-Deberíamos pensar en marcharnos -dijo uno de sus guardias, un mago joven y prometedor.

-Todavía no, pero ten el conjuro en la punta de la lengua. -Sacó una delgada varita con punta negra de metal surcada por líneas de color azul oscuro.

El aire trajo un grito especialmente agudo. Se oyeron carreras por delante de la puerta seguidas por el sonido de un par de ballestas pequeñas que disparaban y al menos un hombre que caía al suelo.

-Ahora estad preparados -los avisó Knellict-. Si derriban la puerta, las explosiones los destruirán. Al menos a los primeros, pero debéis estar listos para volver a cerrarla rápidamente y volver a colocar las barras en su lugar.

Sus guardias asintieron, pues sabían perfectamente cuáles eran sus obligaciones.

Todos se centraron en la puerta, pero no sucedió nada y los sonidos se alejaron.

A pesar de todo, siguieron intensamente centrados en la puerta. ¡Hasta tal punto que cuando la pared que daba a la habitación contigua, casi cuatro metros de piedra maciza, se desvaneció sin más, ninguno de ellos se dio cuenta inmediatamente!

Los cinco guerreros de Jarlaxle pusieron una rodilla en tierra y dispararon con sus ballestas proyectiles con puntas envenenadas. Uno de los magos amplificó los disparos con un conjuro que transformó cada virote en dos, de modo que cada uno de los dos guardias de Knellict fue alcanzado cinco veces en rápida sucesión. Para el centinela mago tenían reservado un proyectil de otro tipo: un globo verde volador de una sustancia viscosa que brotó del extremo de una delgada varita que sostenía Jarlaxle.

Al impactar contra el hombre, lo envolvió y lo lanzó con fuerza contra la pared, donde quedó firmemente adherido, totalmente rodeado, sin poder mover más que los dedos de una mano que estaba aplastada contra un costado. Ni siquiera podía respirar a través de la máscara viscosa.

Knellict reaccionó con la típica eficiencia que da la práctica, girando su varita relampagueante hacia un lado. La frase desencadenan te era: «Por Talos», y eso fue lo que gritó Knellict, o al menos lo intentó.

Las palabras se le atascaron en la mente y en la laringe, y lo único que pudo decir fue:

-P... por T... tal...

No sucedió nada.

Knellict volvió a intentarlo, y una vez más se quedó a mitad de la frase, ya que por muy rápido que fuera Knellict con su varita y sus palabras, Kimmuriel Oblondra lo era más con el pensamiento.

El mago pegado a la pared seguía tratando infructuosamente de mover las manos y los pies. Los dos guerreros cayeron al suelo, profundamente dormidos bajo el influjo del potente veneno drow.

En cuanto a Knellict, lo único que podía hacer era farfullar. Furioso, arrojó a un lado la varita con rabia y se puso a formular un conjuro, un rápido detector de conjuros que le permitiría alejarse lo suficiente para poner en marcha un verdadero conjuro de teleportación y marcharse de allí.

Un estallido de energía psiónica interrumpió el recitado.

Los ocho elfos oscuros entraron confiados en la habitación, apostándose cuatro de los guerreros en posiciones de guardia a cada lado de la puerta principal y de la pared abierta por medios mágicos. A un gesto de Jarlaxle, el quinto guerrero atravesó la habitación y quitó un trozo de sustancia viscosa delante de la nariz del mago atrapado para que el hombre pudiera respirar y contemplar con terror lo que sucedía. Uno de los magos drows empezó a formular una serie de conjuros de detección para apoderarse de cualquier tesoro oculto.

Jarlaxle, Kimmuriel y el otro mago se colocaron tranquilamente delante de Knellict.

-Con tanta preparación, archimago, sencillamente te falta la comprensión de la magia de la mente -le dijo Jarlaxle.

Obcecadamente, Knellict alzó una mano apuntando con ella a Jarlaxle, y con deliberado desprecio lanzó un conjuro rápido.

Es decir, trató de hacerlo, pues otra vez fue bloqueado mentalmente por Kimmuriel.

La mirada de Knellict era furibunda.

-Estoy tratando de ser razonable -dijo Jarlaxle.

Knellict temblaba de rabia, pero a pesar de su furia seguía siendo el archimago, el avezado y poderoso líder de una gran banda de asesinos, y no delató ni con un gesto a los soldados que acudían silenciosamente en su ayuda desde la otra habitación.

Claro que eso no era necesario. Éstos eran drows.

En el preciso momento en que los guerreros drows apostados a ambos lados de la abertura preparaban sus espadas gemelas para interceptarlos, Jarlaxle dio la vuelta sobre los talones para hacer frente a los soldados.

Éstos gritaron al darse cuenta de que los habían descubierto. Un sacerdote y un mago se lanzaron a hacer conjuros, tres guerreros se abalanzaron con un alarido y un halfling cubierto con una armadura ligera se deslizó hacia las sombras.

Las manos de Jarlaxle se movieron a una velocidad increíble, describiendo círculos sobre los que tenía ante él. Y al acercarse cada uno de ellos, los brazaletes mágicos del drow le depositaban en la mano un cuchillo arrojadizo que era lanzado inmediatamente describiendo círculos en el aire.

Los guerreros drows situados a ambos lados de la abertura no se atrevieron siquiera a moverse ante la lluvia de proyectiles que caía entre ellos.

Un guerrero humano soltó la espada llevándose las manos a una hoja de acero firmemente clavada en su garganta, y a continuación entró dando tumbos en la habitación y cayó de bruces al suelo. Un segundo asesino entró girando como una peonza y se le clavaron en la espalda en rápida sucesión tres dagas que se sumaron a la que lo había alcanzado de frente en el corazón y que le produjo la muerte.

También éste se desplomó.

El mago cayó de espaldas con un cuchillo que le había entrado por la boca abierta. El sacerdote no tuvo ocasión siquiera de alzar las manos, ya que dos dagas se le clavaron una en cada ojo.

-¡Malditos drows! -consiguió decir el guerrero restante con voz ronca, obligándose a avanzar a pesar de los varios cuchillos cuya empuñadura asomaba por las junturas de su armadura. Otros dos lo alcanzaron: uno, dos, y cayó de espaldas.

Casi como una ocurrencia tardía, Jarlaxle arrojó uno de lado, y no fue hasta que dio en algo blando y no en la dureza de la pared y el suelo que Knellict y los demás se dieron cuenta de que el halfling no era tan bueno en eso de esconderse como parecía creer.

Al menos, no a los ojos de Jarlaxle, uno de los cuales llevaba cubierto, como de costumbre, por un parche encantado que en lugar de impedirle la visión la acrecentaba.

-Y bien, ¿estás dispuesto a hablar? -preguntó Jarlaxle.

Sólo habían pasado unos instantes y todo el equipo de rescate de Knellict yacía muerto.

Bueno, no del todo, porque al menos uno, el tozudo combatiente, volvió a ponerse de pie, gruñó otra vez y dio un paso adelante. Sin molestarse siquiera en mirarlo, Jarlaxle hizo un movimiento de muñeca.

Directo al ojo.

El hombre cayó de bruces y ya estaba muerto antes de tocar el suelo. Los guerreros drows se quedaron mirando a Jarlaxle, y por primera vez en mucho tiempo recordaron quién era realmente.

-Qué derroche -se lamentó Jarlaxle con su proverbial calma sin apartar los ojos de Knellict-. Y pensar que hemos venido con la sana intención de negociar para beneficiarnos mutuamente.

-Estáis asesinando a mis soldados -escupió Knellict con los dientes apretados, pero ni siquiera su gesto de determinación impidió otra intromisión mental de Kimmuriel.

-Unos pocos -admitió Jarlaxle-. Habrían sido menos si simplemente nos hubieras dejado acabar con esto.

-¿Sabes quién soy? -declaró el autoritario archimago inclinándose hacia adelante.

Pero también se adelantó Jarlaxle, y de repente, ya fuera que se tratase de magia o de simple poderío interior, dio la impresión de que el drow era el más alto de los dos.

-Recuerdo demasiado bien el trato que me diste -dijo-. Y si no fuera porque soy un alma clemente, ahora tendría tu corazón en mi mano y verías con tus propios ojos sus últimos latidos.

Knellict lanzó un gruñido e inició un conjuro. Logró pronuncia aproximadamente media palabra antes de que la punta de una daga le presionara la garganta haciendo brotar un hilillo de sangre. ¡Eso hizo que los ojos de Knellict se agrandaran por la sorpresa!

-Hace tiempo que te hemos despojado de todas tus defensas personales, incluida tu piel pétrea, necio -le espetó Jarlaxle-. No necesito de la magia de mi maestro de la mente para matarte aquí mismo. La verdad, nada me complacería más que ocuparme de ello personalmente.

Jarlaxle echó una mirada a Kimmuriel y rió entre dientes. Después, de repente, en un arranque casi de locura, retiró la daga y con gracilidad se apartó de Knellict.

-Pero no tiene que ser así necesariamente -continuó Jarlaxle-. Ante todo soy un hombre de negocios. Quiero algo y voy a conseguirlo, pero no hay razón alguna para que no pueda beneficiarse también Knellict de ello.

-¿Debo confiar...?

-¿Acaso tienes elección? -lo interrumpió Jarlaxle-. ¡Mira a tu alrededor! ¿O es que eres uno de esos magos muy brillantes con los libros pero absolutamente idiota cuando se trata de entender las evidencias más palpables de cuanto los rodea?

Knellict se alisó la ropa.

-Ah, ya, eres el segundo de una banda de asesinos, de modo que esto último no puede ser cierto -dijo Jarlaxle-. Por tu bien, Knellict, más te vale demostrarlo.

-Al parecer tienes en tus manos todo el poder negociador.

-¿Al parecer?

Knellict entrecerró los ojos.

Jarlaxle se volvió hacia uno de sus magos, el que todavía estaba junto a Kimmuriel mientras el otro seguía registrando de arriba abajo el escritorio de Knellict. El líder drow miró en derredor y luego señaló con un gesto al mago atrapado contra la pared.

El mago caminó hacia él y empezó a formular un complejo y largo conjuro. Involucrándose en ello, Kimmuriel enfocó sus poderes psiónicos en el drow que formulaba el conjuro, incrementando su concentración, reforzando su enfoque.

-¿Qué eres...? -inquirió Knellict, pero cerró la boca cuando todos los elfos oscuros se volvieron y lo miraron amenazadores.

-Voy a decírtelo una sola vez -le advirtió Jarlaxle-. Necesito algo que tú puedes proporcionarme sin dificultad, o... -Se volvió y señaló al mago aterrorizado y desfalleciente de la pared-. Puedo conseguirlo de él. Créeme cuando te digo que preferirás que se lo saque a él.

Knellict guardó silencio, y Jarlaxle indicó a su mago y al psionicista que continuaran.

Llevó algo de tiempo, pero por fin el mago completó su encantamiento, y el pobre tipo atrapado destelló de golpe, con una luz verdosa que le oscureció las facciones. Se quejó y gruñó detrás de aquel velo de luz, y se agitó todavía más detrás de la sustancia viscosa que lo tenía inmovilizado.

La luz se desvaneció y todo quedó en calma. El hombre pegado a la pared se había transformado en una reproducción exacta del archimago Knellict.

-Ahora bien, mi benevolencia tiene un límite -dijo Jarlaxle-. No permitimos fácilmente que otras organizaciones juren lealtad a Bregan D'aerthe.

Knellict parecía a punto de estallar.

-Hay belleza en la Antípoda Oscura -le explicó Jarlaxle-. Nuestros túneles os rodean por todos lados, aunque vosotros nunca sabéis exactamente dónde o cuándo podemos aparecer. En cualquier momento, en cualquier lugar, Knellict. Vosotros no podéis estar mirando siempre hacia abajo, pero nosotros siempre miramos hacia arriba.

-¿Qué es lo que deseas, Jarlaxle?

-Menos de lo que piensas. Le sacarás provecho simplemente si abandonas tu furia. Ah, sí, por tu propio bien, espero que lady Calihye esté viva.

Knellict se removió, pero no de intranquilidad, lo cual le reveló a Jarlaxle que seguía viva.

-Eso está bien. Todavía podemos llegar a un acuerdo.

- Timoshenko es la voz de la Ciudadela.

-Eso podemos cambiarlo, si quieres.

La sangre abandonó el rostro de Knellict al caer finalmente en la enormidad de todo aquello. Se quedó mirando cuando uno de los guerreros drows se acercó al mago que era exactamente igual que él.

Se oyó el chasquido de una ballesta y su doble se sumió inmediatamente en las tinieblas.

Por suerte para él.

-Saludemos al rey -dijo Entreri cuando se abrió la puerta de su celda e inesperadamente entró por ella Gareth Dragonsbane. El rey se volvió hacia el guardia y le hizo una señal de que se retirara.

El hombre vaciló y dirigió una dura mirada al peligroso asesino, pero Gareth era el rey y no estaba en su poder cuestionar una orden suya.

-Perdona si no me pongo de rodillas -se disculpó con sorna Entreri.

-Yo no te he pedido que lo hicieras.

-Pero tu monje podría obligarme, supongo. Una palabra de sus labios y los músculos ya no me responden.

-El gran maestre Kane podría haberte matado, legalmente y sin consultar, pero sin embargo no lo hizo. Deberías estar agradecido por ello.

-Sin duda me habría salvado del espectáculo del patíbulo.

Gareth no respondió.

-¿Por qué has venido? -preguntó Entreri-. ¿Para mofarte de mí? -Hizo una pausa y estudió durante un momento la cara de Gareth. Luego, una sonrisa se le dibujó en el rostro-. No -dijo-. Ya sé por qué has venido. Me tienes miedo.

Gareth no respondió.

-Me temes porque ves en mí la verdad. ¿No es así, rey de Damara? -Entreri se rió y se paseó un poco con una sonrisa de suficiencia mientras Gareth seguía con la vista cada uno de sus pasos, precavido, con una expresión que era refleja de un profundo torbellino de ideas. -Porque sabes que tenía razón -continuó Entreri-. En tu salón del trono, cuando los demás estaban tan ofendidos, pero tú no. Tú no podías porque mis palabras te resonaban no sólo en los oídos sino también en el corazón. Tu proclamación no tiene bases más sólidas que la mía.

-Yo no he dicho eso, ni lo comparto.

-Hay cosas que no es necesario decir. Sabes tan bien como yo que es la verdad. Me pregunto cuántos reyes, pachás o señores lo saben. Me pregunto cuántos estarían dispuestos a admitirlo.

-Das demasiadas cosas por supuestas, rey Artemis.

-No me llames así.

-No fui yo quien te otorgó el título.

-Yo tampoco, y no me va bien. Ni siquiera lo deseo.

-¿Estás negociando?

Entreri lo miró con sorna.

-Te aseguro, rey paladín, que si tuviera una espada en la mano, aquí mismo te atravesaría el corazón de buena gana. Si esperas que ruegue, mira hacia otro lado. Ese monje mentecato puede ponerme de rodillas, pero no lo haré por iniciativa propia. Llamar rogar a eso sonaría tan hueco como tu corona. ¿No te parece?

-Como ya he dicho, das demasiadas cosas por supuestas. Demasiadas.

-¿Ah, sí? Entonces ¿por qué estás aquí?

Los ojos de Gareth lo miraron con furia, pero no dijo nada.

-¿Un accidente de nacimiento? -preguntó Entreri-. ¿Sería yo el rey legítimo de haber nacido yo de tu madre? ¿Se reunirían tus amigos a mí alrededor del mismo modo que lo hacen alrededor de ti? ¿Emplearía el monje sus poderes contra un enemigo mío si se lo ordenara?

-Todo es mucho más complicado.

-¿Lo es?

-La sangre no es suficiente. Las conquistas...

-¿Se te ha olvidado que yo maté al dracolich?

-¿Y todas las conquistas que has realizado a lo largo del camino te han conducido a este punto? -preguntó Gareth con un tono acre en la voz-. ¿Has vivido una vida digna del trono?

-He sobrevivido, y en un lugar que no puedes conocer -respondió Entreri con voz ronca-. ¡Qué fácil es para el hijo de un señor proclamar la dignidad de su trayectoria! No me cabe duda de que has pasado por grandes pruebas, heredero de Dragonsbane. ¡Seguro que los bardos podrían estar todo un mes deleitando a la gente con historias sobre ti!

-¡Ya basta! -lo hizo callar Gareth-. Tú no sabes nada.

-Sé que estás aquí. Y sé por qué estás aquí.

-¿De verdad? -fue la dubitativa respuesta.

-Para averiguar más sobre mí. Para estudiarme. Porque debes encontrar las diferencias que hay entre nosotros. Para convencerte de que no somos iguales.

-¿Crees que lo somos?

La incredulidad no impresionó a Entreri.

-En más sentidos de los que deseas admitir, majestad -respondió-. Por eso estás aquí, para averiguar más cosas con la esperanza de averiguar en qué punto divergen nuestros senderos y nuestros caracteres. Porque si no puedes encontrar ese punto, Gareth, entonces tus peores temores se harán realidad.

-¿Y cuáles serían esos temores?

-La legitimidad. El rey legítimo. ¿No te parece una expresión extraña? ¿Qué significa ser el rey legítimo, Gareth Dragonsbane? ¿Significa que eres el más fuerte? ¿El más santo? ¿Te ha ungido tu dios Ilmater?

-Soy el hijo de quien era el rey mucho antes de que Damara fuera dividida por la guerra.

-¿Y si yo hubiera sido hijo de tus padres?

Gareth negó con la cabeza.

-Eso no podría haber sido. Yo soy el producto de sus entrañas, de su educación y de mi estirpe.

-Lo que quieres decir es que no son sólo las circunstancias. ¿O sea que lo de la línea de sangre tiene un sentido?

-Sí.

-Tienes que creer en eso, ¿no es cierto? Por tu propia salud mental. ¿Eres rey porque tu padre lo fue?

-Era un barón en una época en la que Damara no tenía un solo rey. El reino no estuvo unificado hasta que se unió por una causa común contra Zhengyi.

-¿Y fue entonces, por sus conquistas, cuando Gareth se elevó por encima de los demás barones y duques y de los hijos de éstos?

La expresión de Gareth le demostró a Entreri que sabía que se estaba burlando de él, o que lo sospechaba al menos.

-Una extraordinaria unión de circunstancias y estirpe -se mofó Entreri-. Estoy realmente conmovido.

-¿Debería darte tu espada y matarte en combate para reinar legítimamente en Vaasa? -preguntó Gareth mientras Entreri lo escuchaba sonriente.

-¿Y si te matara yo a ti?

-Mi dios no lo permitiría.

-Es lo que tienes que creer, ¿no? Te ruego que me complazcas. Supongamos que hemos luchado y que yo he salido victorioso. Según tu razonamiento, yo me convertiría así en el legítimo rey de Vaa... Oh, no, espera. Ahora lo veo claro. Eso no serviría ya que no soy de la línea de sangre adecuada. Vaya sistema tan astuto que tenéis tú y toda la realeza autoproclamada de Faerun. De acuerdo con vuestras condiciones, sólo vosotros sois reyes, reinas, lores y ladies de la corte. Sólo vosotros importáis, mientras el campesino se arrastra y se arrodilla en el barro, y puesto que sois «legítimos» a los ojos de uno y otro dios, el campesino no puede quejarse. Debe aceptar su mugrienta suerte en la vida y disfrutar de su miseria, y todo ello sabiendo que sirve al rey legítimo.

La expresión de Gareth se volvió tensa y rechinó los dientes mientras seguía mirando a Entreri fijamente.

-Deberías haber hecho que Kane me matara allá, en el castillo. Rompe el espejo, rey Gareth, así podrás imaginar que eres más guapo.

Gareth lo miró todavía un momento más ya continuación se dirigió a la puerta de la celda, que fue abierta por el guardia que ya estaba de vuelta. Junto a él estaba el gran maestre Kane con los ojos fijos en Entreri.

El asesino lo vio y lo saludó con una reverencia exagerada.

Gareth pasó al lado de los dos y se alejó por el corredor, golpeando con fuerza el suelo de piedra con las botas.

-Supongo que desearías haberme matado -le dijo Entreri a Kane-. Claro que todavía puedes, siento las vibraciones de tu tacto demoníaco.

-Yo no soy tu juez.

-Sólo mi ejecutor.

Kane hizo una inclinación de cabeza y se marchó. Cuando dio alcance a Gareth, éste ya había dejado atrás las mazmorras y estaba cerca de sus habitaciones privadas.

-¿Lo has oído? -preguntó Gareth.

-Es un tipo listo.

-¿Tan equivocado está?

-Sí.

Tan simple respuesta hizo que Gareth se detuviera y se volviera a mirar al monje.

-En mi orden, el rango se consigue mediante logros y en combate cuerpo a cuerpo -explicó Kane-. En un reino del tamaño de Damara, en una ciudad del tamaño de la aldea de la Piedra de Sangre, un sistema así propiciaría la anarquía y traería aparejados terribles sufrimientos. Así es como lo hacen los orcos.

-¿Y por eso tenemos líneas de sangre real?

-Es una manera. Pero eso carecería de significado de no ir acompañado por hechos heroicos. En la hora más negra de Damara, cuando gobernaba Zhengyi, apareció Gareth Dragonsbane.

-Y muchos otros -dijo Gareth-. Tú mismo.

-Yo seguí al rey Gareth.

Gareth sonrió agradecido y puso una mano sobre el hombro de Kane.

-El título se aferra a ti con tanta fuerza como tú al título -dijo Kane-. No es tarea fácil la de llevar el peso de todo un reino sobre los hombros.

-Hay veces en que temo doblarme hasta romperme.

-Basta una mala decisión para que muera gente -afirmó Kane-. Y sólo tú eres el protector de la justicia. Si tú eres superado, los hombres sufrirán. Tu culpa proviene del sentimiento de no ser digno, por supuesto, pero sólo si consideras tu posición como un lujo. El pueblo necesita un líder y una forma ordenada de elegirlo.

-Y ese líder está rodeado de cosas bellas -observó Gareth, abarcando con las manos los tapices y las esculturas que adornaban el corredor-. Disfruta de buenos alimentos y de un lecho mullido.

-Una elevación necesaria de categoría y de fortuna -reconoció Kane-, para que el común de la gente pueda tener esperanzas de un a vida mejor, si no aquí, en el otro mundo. Tú eres el representante de sus sueños y fantasías.

-¿Y es necesario?

Kane no respondió de inmediato, y Gareth se quedó mirando atentamente a aquel hombre, grande en todos los sentidos, y que sin embargo estaba allí, ante él, con su ropa sucia y gastada. Gareth rió impotente ante esa imagen, pensando que tal vez era hora de que las Tierras de la Piedra de Sangre recibieran un poco más de caridad desde arriba.

-Damara es una tierra bendecida, eso dice el pueblo, y las buenas gentes de Vaasa también albergan la esperanza de llegar a estar bajo tu protección -dijo Kane-. Ya oíste sus aclamaciones en el castillo. Wingham y todo Palishchuk piden que Gareth acepte su lealtad.

-Eres un buen amigo.

-Soy un observador sincero.

Gareth volvió a palmeado en el hombro.

-¿Y qué hay de Entreri? -preguntó Kane.

-Deberías haber matado a ese perro en las tierras cenagosas de Vaasa -intervino lady Christine que salía de su dormitorio.

Gareth la miró y negó con la cabeza.

-¿Merece este estúpido juego semejante castigo? -preguntó.

-Él mismo admitió haber matado a lady Ellery -señaló Kane.

Gareth hizo una mueca de desagrado al oír eso.

-¿Y entonces? -dijo lady Christine con voz ronca-. ¿Tendré que matar yo misma a ese perro?

-No lo harás -ordenó Gareth-. Todavía hay circunstancias que es preciso aclarar.

-Pero si él mismo lo reconoció -protestó Christine.

-Soy el protector de la justicia. ¿No es así, gran maestre Kane?

-Así es.

-Entonces realicemos una indagación sobre la cuestión para ver dónde reside la verdad.

-Y después, muerte a ese perro -insistió Christine.

-Si está justificado -replicó Gareth-. Sólo si está justificado.

Gareth no lo dijo, y supo que Kane lo había entendido, pero esperaba que no fuera necesario llegar a eso.

Acababa de recibir el parte de Vaasa, en el que sus soldados se explayaban sobre Palishchuk, e indicó al maestro de ceremonias que hiciese pasar al comandante de la guarnición de Heliogabalus, de donde habían ido llegando informes prometedores durante toda la semana. Pero todos se sorprendieron -Gareth, lady Christine y fray Dugald, que los acompañaba esa mañana en el salón del trono- al ver que no era un soldado del ejército de la Piedra de Sangre el que entraba por las puertas.

Era un altivo elfo oscuro cuya calva brillaba a la luz de la mañana que se filtraba por las muchas ventanas del palacio. Llevando en la mano un sombrero cuya pluma gigantesca se agitaba ostentosamente, Jarlaxle se acercó a ellos.

Los soldados situados a ambos lados de la puerta se pusieron en guardia y se inclinaron hacia adelante, listos para saltar sobre el elfo oscuro a una palabra de su rey.

Pero esa palabra no llegó.

Las botas de Jarlaxle repiqueteaban sobre el suelo a pesar de estar éste cubierto por una mullida alfombra.

-Rey Gareth -dijo acercándose al estrado sobre el cual estaban los tronos y saludando con una profunda y exagerada reverencia-. Realmente Damara es más cálida ahora que has regresado a tu hogar.

-¿Qué clase de necio eres? -balbució lady Christine, evidentemente tan sorprendida como Gareth y Dugald.

-Uno muy grande, si hemos de dar crédito a los rumores -replicó Jarlaxle.

Los tres intercambiaron una breve mirada.

-Sí, ya sé -añadió Jarlaxle-. Vosotros les dais crédito. Me temo que es mi sino.

Detrás del drow, donde acababa la alfombra, apareció el maestro de ceremonias con los mensajeros provenientes de Heliogabalus. El hombre se paró en seco y miró a su alrededor totalmente confundido al ver al drow.

Gareth asintió, convencido de que Jarlaxle se había valido de algún truco mágico para llegar a la antesala, una estancia que se suponía protegida de todo tipo de conjuros. Gareth se llevó la mano a la empuñadura de su larga espada, Cruzada, una espada sagrada que llevaba incorporado en su metal consagrado un poderoso desactivador de conjuros.

Una mirada del rey al balbuciente maestro de ceremonias hizo que éste saliera del salón dando traspiés.

-Me sorprende sorprenderos -dijo Jarlaxle, y miró hacia atrás para que todos supieran que había captado todas las señales-. Habría dicho que me esperabais.

-¿Has venido a entregarte? -inquirió lady Christine.

Jarlaxle la miró como si no entendiera.

-¿O acaso tienes un gemelo? -preguntó Dugald-. Uno que viajó hasta Palishchuk y luego hasta el castillo junto a Artemis Entreri.

-Está claro, ése fui yo.

-¿Acompañaste al rey Artemis I?

Jarlaxle se rió.

-Un título interesante, ¿no os parece? Lo consideré necesario para asegurarme de que acudierais. No se pueden perder las oportunidades que ofrece el castillo D'aerthe,

-Habla -ordenó lady Christine.

Una conmoción en el fondo del salón hizo que Jarlaxle mirara por encima del hombro y viera al gran maestre Kane acercándose cauto pero decidido. Detrás de él estaba el maestro de ceremonias que observaba desde la puerta. Después apareció Emelyn el Gris, que pasó por delante del hombre y entró con paso rápido en el gran salón, formulando conjuros mientras avanzaba. Miraba hacia todos lados, y se dieron cuenta de que también usaba su visión mágica.

Jarlaxle saludó a Kane con una inclinación de cabeza cuando éste se acercó y se puso a un lado, tranquilo pero alerta, por supuesto.

-Decías... -lo animó lady Christine en cuanto el drow volvió a mirar de frente al estrado.

-Que era yo, sin duda -replicó Jarlaxle-. Aunque sinceramente esperaba una felicitación, tal vez incluso un agradecimiento.

-¿Agradecimiento? -repitió Christine-. ¿Por desafiar al trono?

-Por ayudarlo a conseguir la alianza de Vaasa -dijo Gareth, y Christine lo miró perpleja-. Era eso lo que querías decir, supongo.

-Por eso y por liberar a los alrededores de Palishchuk de un par de cientos de alimañas goblins y kobolds, que sin duda hubieran atormentado a los buenos semiorcos durante los meses invernales.

Desde el fondo del salón llegó la risita de Emelyn el Gris.

-¡Absurdo! -exclamó fray Dugald-. Resultaste vencido, tus planes se fueron al traste, y ahora... -se interrumpió cuando Gareth alzó la mano ante él pidiéndole paciencia.

-Confío en que ninguno de tus buenos caballeros haya resultado gravemente herido por la arremetida de las alimañas -prosiguió Jarlaxle como si el fraile ni siquiera hubiera hablado-. Programé la carga de modo que muy pocos pudieran llegar a tus filas antes de ser interceptados.

-¿Y esperas agradecimiento por incitar al combate? -preguntó lady Christine.

-Una matanza, milady, no un combate. Era necesario que el rey Gareth se presentase luchando para derrocar al rey Artemis. El contraste no podía haber sido más claro para los semiorcos: vieron a Artemis rodeado de secuaces monstruosos y al rey Gareth acabando con ellos. Sus aclamaciones fueron sinceras, y las historias que cuentan sobre la conquista del castillo D'aerthe irán cobrando unas proporciones cada vez más heroicas, sin duda. Y estando como estaba la compañía de Wingham en la ciudad en el momento de la batalla, esas historias no tardarán en difundirse por todo Vaasa.

-¿Y tú lo planeaste todo? -preguntó Gareth con un tono que revelaba sarcasmo e incredulidad.

Jarlaxle apoyó una mano en la cadera y ladeó la cabeza, como si la acusación lo ofendiera.

-Tenía que hacer que todo pareciera auténtico, por supuesto -explicó el drow-. La proclamación del rey Artemis, la marcha forzada del rey Gareth y de su ejército. Nadie debía sospechar que se trataba de un engaño, ni siquiera entre los miembros de tu corte, de lo contrario tu propia integridad podría haberse visto comprometida y podría haber quedado al descubierto tu complicidad en la estratagema.

-Esto es uno más de tus enredos -declaró lady Christine rompiendo unos instantes de sorprendido silencio.

-Sí, no hay otra posibilidad -coincidió Dugald.

Gareth indicó a Kane y a Emelyn que se reunieran con él y luego le dio instrucciones a Jarlaxle de que se marchara y esperara en la antesala, tras lo cual varios guardias acompañaron al drow.

-¿Por qué perder el tiempo con esta evidente mentira? -dijo Christine en cuanto estuvieron reunidos-. Sus planes para gobernar Vaasa se vinieron abajo y ahora trata de rescatar parte del naufragio con sueños mal pergeñados.

-Es una pena que haya elegido el camino que eligió -comentó Gareth-. Él y su amigo podrían haber sido buenos aspirantes a barones de Vaasa.

Todas las miradas se volvieron hacia Gareth, y Christine parecía a punto de estallar por la forma en que temblaba ante aquella idea.

-Si Olwen estuviera aquí te habría golpeado por ese comentario -dijo Emelyn.

-¿Crees al drow? -preguntó Kane.

Gareth se quedó pensando en ello, pero casi inmediatamente empezó a negar con la cabeza, ya que su instinto lo ponía en guardia, independientemente de lo que quisiera creer.

-No sé si fue una estratagema desde el principio o una salida conveniente al final-respondió.

-Es un personaje peligroso, el tal Jarlaxle -dijo Emelyn.

-Y su amigo sin duda ha cometido incontables crímenes que merecen la horca -añadió Christine-. Sus ojos están llenos de maldad, y esas armas que lleva...

-Eso no lo sabemos -dijo Gareth-. ¿Debo juzgar y condenar a un hombre basándome en tu instinto?

-Podríamos investigar -propuso Emelyn.

-¿Basándonos en qué? -le soltó Gareth.

Todos los demás, excepto Kane, intercambiaron miradas preocupadas, ya que habían visto a su amigo ponerse firme en situaciones similares, y sabían perfectamente que Gareth Dragonsbane no era un hombre manipulable. Después de todo, era el rey, y además un rey paladín, proclamado por el Estado y por el dios Ilmater.

-No tenemos ninguna base -argumentó Kane, y Christine dio un respingo-. Sólo podemos retener a Artemis Entreri por un delito de traición.

-Un delito que lo hace merecedor del cadalso -insistió Christine.

-Pero la explicación de Jarlaxle es por lo menos posible -añadió Kane-. No puedes negar que las acciones de estos dos, fuera cual fuera su intención, reforzaron tu posición en Vaasa e hicieron que los semiorcos de Palishchuk recordaran hechos heroicos del pasado y vieran el camino más despejado para su futuro.

-No podéis creer que este... este... este drow fue a Vaasa y dispuso todo lo que sucedió simplemente por el bien del reino de la Piedra de Sangre -dijo Christine.

-Tampoco puedo decir con seguridad que todo lo sucedido fuera otra cosa totalmente diferente -declaró Kane.

-Enviaron a un ejército de monstruos contra nosotros -les recordó Dugald, pero su descripción hizo estallar a Emelyn en una risotada burlona.

-Reunieron a su alrededor a un puñado de goblins y de kobolds y después nos los pusieron delante para que los matáramos -dijo Gareth-. No sé hasta dónde llega la estupidez o la sabiduría de Jarlaxle, pero estoy seguro de que sabía que su ejército de monstruos ni siquiera conseguiría llegar a nuestras filas cuando lo hizo salir por las puertas. Las gárgolas y otros monstruos del propio castillo hubieran sido un enemigo mucho más formidable, pero no los animó.

-Porque no pudo -insistió Dugald.

-No fue eso lo que dijeron Wingham, Arrayan y Olgerkhan -les recordó Kane-. Las gárgolas volaban la primera vez que fueron a ver qué pasaba en el castillo.

-Y por lo tanto, sólo nos queda el delito de la inoportunidad -concluyó Gareth-. Estos dos impetuosos se saltaron todo el protocolo y sobrepasaron con mucho sus atribuciones al obligarme a marchar hacia el norte, aunque fuera por el bien del reino. No tenemos pruebas de que haya sido otra cosa.

-Trataron de usurpar tu título -dijo Christine-. Si dejas pasar esto, estás pasando por alto un desgobierno de tal magnitud que puede acabar con la Piedra de Sangre.

-Hay cuestiones más tenebrosas -añadió Emelyn-. No podemos olvidar la advertencia de Ilnezhara y Tazmikella. Este Jarlaxle es mucho más de lo que aparenta.

Esta observación los volvió a todos a la cordura y durante un rato estuvieron callados.

-Sólo son culpables de un pecado de soberbia -determinó por fin Gareth-, y se parece mucho a nuestra manera de actuar en aquellos años en que decidimos el destino de Damara. Es posible, incluso lógico, que la estratagema de Jarlaxle fuese exactamente lo que él describió, tal vez en un intento inteligente, tal vez demasiado ya que se le fue de las manos, de conseguir favores y poder en los páramos del norte. Tal vez estuviera intentando conseguir un título cómodo. No lo sé. Sin embargo, no tengo intención de mantener a Artemis Entreri en mis mazmorras durante más tiempo, y no ha quedado demostrado que sea merecedor de la horca. No voy a colgar a un hombre basándome en sospechas y en mis propios temores.

»Se los condenará a abandonar las Tierras de la Piedra de Sangre en el plazo de diez días, y a no regresar nunca bajo pena de prisión.

-Bajo pena de muerte -insistió Christine, y cuando Gareth miró a la reina vio una voluntad inquebrantable en su cara.

-Como desees -concedió-. Haremos que se vayan lejos.

-Harías bien en advertir a tus vecinos -dijo Emelyn, y Gareth asintió.

El rey señaló la túnica de Emelyn y el mago rebuscó en ella aunque no de muy buena gana. Sacó de un profundo bolsillo extradimensional el pergamino que habían encontrado en el castillo del norte.

Gareth indicó a sus amigos que se apartaran del estrado y éstos se retiraron al fondo del salón. Poco después, Jarlaxle, con el gran sombrero todavía en las manos, estaba una vez más de pie ante el rey.

Gareth le pasó el pergamino al drow.

-No sé si eres listo por uno o por dos -le dijo.

-He vivido en la Antípoda Oscura -respondió el drow con una tensa sonrisa-. Soy listo por muchos, te lo aseguro.

-No es necesario, porque precisamente esa sospecha es la que me ha llevado a la conclusión de que tú y Artemis Entreri sois culpables de vuestras acciones al norte de Palishchuk.

Jarlaxle no pareció impresionado, lo cual puso en guardia a los amigos de Gareth.

-Sin embargo, no es posible determinar exactamente cuál es vuestro crimen -prosiguió Gareth-. De modo que voy a tomar la única decisión que me queda, por el bien del reino. Tendrás que marcharte de la región, de todo el territorio de la Piedra de Sangre, en el plazo de diez días.

Jarlaxle consideró el veredicto apenas un momento y se encogió de hombros.

-¿Y mi amigo?

-¿Te refieres a Artemis Entreri o al enano? -preguntó Gareth.

-Ah, entonces tienes a Athrogate -respondió Jarlaxle-. ¡Bien! Ya temía por el pobre tonto, tal como se había complicado, llevado por las circunstancias, con la Ciudadela de los Asesinos.

Esta vez fue Gareth el que se tomó un tiempo para pensar.

-Me refería a Artemis Entreri, por supuesto -dijo Jarlaxle-. ¿Le corresponde el mismo castigo?

-Habíamos pensado en algo mucho peor -lo previno Christine.

-Sí -respondió Gareth-. Aunque fue él el que se autoproclamó rey, está claro que el castillo llevaba el nombre de Jarlaxle. Delitos similares, similar destino.

-Fueran cuales fueren esos crímenes -dijo el drow.

-Sea cual sea ese destino -replicó Gareth-. Siempre y cuando no sea un destino que hayas de descubrir aquí.

-De acuerdo -aceptó Jarlaxle con una reverencia.

-¿Y si no estuvieras de acuerdo? -intervino Christine-. ¿Crees que tiene importancia que aceptes el veredicto del rey?

Jarlaxle la miró y sonrió. Había tal serenidad en su mirada que Christine se movió incómoda en su asiento.

-Una cosa más -añadió Jarlaxle-. Me gustaría llevarme al enano. Aunque anduvo metido con la Ciudadela, no es mal tipo.

-¿Piensas que puedes negociar? -le preguntó Christine indignada.

-Si lo hago es porque tengo con qué. -Jarlaxle se abrió lentamente el chaleco y sacó un pergamino que llevaba en el bolsillo. Kane se acercó a él y el drow se lo entregó voluntariamente.

»Es un mapa del refugio de la Ciudadela de los Asesinos -explicó.

-¿Y cómo es posible que hayas hecho o encontrado semejante cosa? -le preguntó Gareth con incredulidad mientras entre sus amigos se producía un gran revuelo.

-Listo en muchos más sentidos de los que un rey humano podría llegar a enumerar jamás -respondió el drow. Al hacerlo, Jarlaxle movió su gran sombrero poniéndolo boca arriba-. Listo y con aliados ocultos. Buscó en el sombrero y sacó un trofeo que puso a continuación al pie del estrado.

Era la cabeza de Knellict.

Cuando hubo pasado la conmoción inicial, Jarlaxle hizo una reverencia al rey.

-Acepto tu sentencia, sin duda -dijo-. Y te rogaría que aceptaras mi trueque: el mapa y el archimago por el enano, a pesar de que ya te los he entregado, claro. Confío en tu sentido del juego limpio. Estoy de acuerdo en que es hora de que me vaya, pero ten en cuenta, Gareth Dragonsbane, rey de Damara, y ahora rey de Vaasa, que eres más fuerte y tus enemigos más débiles por obra de Jarlaxle. No espero gratitud ni acepto concesiones, salvo la de un molesto enano que de todos modos a ti no te sirve gran cosa. Deseas que nos marchemos, y así lo haremos, con un buen relato, una bonita aventura y un resultado bien servido.

Acabó con una ampulosa reverencia, y mientras se incorporaba volvió a cubrirse la calva con el emplumado sombrero.

Gareth no apartaba los ojos de la cabeza. No podía creer que este drow, que nadie, hubiera vencido de forma tan eficiente al archimago de la Ciudadela de los Asesinos.

-¿Quién eres? -le preguntó Christine.

-¿No lo sabes? Soy aquel que gobierna el mundo -respondió Jarlaxle con una sonrisa-. Sólo que trocito a trocito. Soy de la materia de las más estrambóticas canciones de Riordan Parnell, y soy un recuerdo confuso de todos aquellos de cuyas vidas he participado temporalmente. No os deseo mal alguno, jamás lo he hecho. Ni he actuado contra vosotros en ningún sentido, ni lo haré. Deseáis que nos vayamos, y eso haremos, pero te ruego que dejes que yo me cuide del enano y que le digas a Riordan que cante bien de mí.

Ni a Gareth ni a Christine ni a ninguno de los demás se les ocurrió una respuesta a sus palabras.

Esto sirvió para confirmarle una vez más a Jarlaxle que realmente era hora de irse.