12

El gato y el raton…

-¿Qué debo hacer? -preguntó la mujer, nerviosa, al gran mago.

Knellict la miró severamente y ella se encogió apartándose de él. No le correspondía a ella formular esas preguntas. Al fin y al cabo, las funciones que desempeñaba aquí, en la Puerta de Vaasa, eran muy simples, y no habían experimentado cambio alguno en cinco años.

La mujer se mordió el labio inferior tratando de reunir el valor para insistir, ya que sabía que si no lo hacía se vería en un peligro mucho mayor que el de provocar la ira del mago.

-Perdóname, señor- balbució, tratando de no decir algo inconveniente-, pero están colgando a gente y hay Juglares Espías por todas partes... incluso aquí. Se corre la voz de que están buscando a los nuestros y haciendo que se vuelvan contra los demás, y a los que no lo hacen les ponen el collar de cáñamo allá en el sur.

Los ojos con que la miró Knellict eran totalmente fríos y desprovistos de emoción. A pesar de sus temores, la mujer no pudo sostenerle la mirada y bajó la vista adoptando una actitud sumisa y arrepentida.

-Te ruego que me perdones, señor- fueron sus palabras.

-Piensa que es una ventaja que no conozcas aquí a nadie contra quien puedas ponerte -le dijo Knellict. Extendió el brazo y la cogió por la barbilla obligándola a alzar la cabeza. A la mujer le fallaron las rodillas al mirar el rostro cruel del archimago. -Porque nada de lo que esos Juglares Espías pudieran hacerte sería comparable con la exquisita agonía que te infligirían mis vengativas manos. No lo olvides jamás. Y si te encuentras con la horca alrededor del cuello, trata de adormecerte, de relajarte completamente cuando se te abra la trampilla bajo los pies. Según dicen, es mejor terminar cuanto antes.

-P... pero señor...- tartamudeó la pobre mujer. Temblaba de tal forma que de no haber sido por la mano con que Knellict la sostenía por el mentón, habría salido tambaleándose de la habitación.

Knellict la hizo callar colocándole el dedo índice de la mano que le quedaba libre sobre los labios.

-Hoy me has prestado un buen servicio -le dijo, y jamás nada le había sonado tanto a condena a la nerviosa y aterrorizada mujer-. Como siempre desde que elegiste entrar a mi servicio hace años -agregó haciendo hincapié en su complicidad. – Incluso mejor esta vez- prosiguió el mago, que ahora sonreía, lo que le daba un aire todavía más cruel. Soltó a la mujer y echó mano al cinto, de donde sacó una bolsa en la que tintineaban las monedas-. Todo lo que contiene es oro.

Por un instante, la codicia brilló en los ojos de la mujer, pero a continuación tragó saliva pensando cómo iba a explicar semejante tesoro si la cogían los Juglares Espías.

No obstante, cogió la bolsa.

Una nube de humo y una tos le anunciaron al rey Gareth y a sus amigos que Emelyn el Gris había llegado por fin a Heliogabalus. Cosa rara, el viejo hechicero había optado por teleportarse a la sala de audiencias del rey en el palacio de la Corona en lugar de hacerlo a su gremio en el otro extremo de la ciudad, que, por lo que respecta a la teleportación, era mucho más seguro. Y, más raro todavía, Emelyn no venía solo.

Todas las miradas -las de Gareth, Celedon, Kane, fray Dugald y el barón Dimian Ree- se volvieron a mirar a la pareja formada por el viejo hechicero y una bonita joven de cara redonda y plana y pelo rabiosamente rojo.

-Bienvenido, incordio- lo saludó Celedon secamente-. Siempre tan oportuno...

-No fui yo quien os pidió consejo, y eso bastaría para hacer que mis acciones resultaran poco adecuadas desde vuestro punto de vista absolutamente egocéntrico- replicó Emelyn-. Si todo el mundo escuchara a maese Kierney, todo el mundo sería... perfecto.

-¿No es cierto que va aprendiendo?- observó Celedon dirigiéndose a los demás y volviéndose hacia Gareth.

Emelyn gruñó e hizo con la mano un gesto desdeñoso al impertinente antes de volver a toser,

-La verdad, a mí me resulta muy oportuna tu visita- dijo Gareth.

Apartó la vista de Emelyn y se volvió hacia su huésped, el barón de Heliogabalus, que desde hada tiempo era un adversario secreto. Según se rumoreaba, Dimian Ree, jefe de la baronía más populosa e importante de Damara, tenía cierta conexión con la Ciudadela de los Asesinos, razón por la cual no sorprendió a Gareth ni a sus amigos que el hombre acudiera esa mañana agitado a su puerta para quejarse de viva voz de las ejecuciones múltiples que los hombres de Gareth estaban llevando a cabo en su hermosa ciudad.

-Barón Ree. -El tono de Emelyn era frío y no acompañó sus palabras con una reverencia.

-Emelyn el Gris- respondió Ree.

-Nuestro amigo el barón ha venido a quejarse de la justicia que hemos traído a esta ciudad -explicó fray Dugald. -Acabo de llegar- se disculpó Emelyn.

-Los Juglares Espías han encontrado a muchos agentes de la Ciudadela- explicó el rey Gareth-. Atacaron con descaro a un Caballero Aspirante de la Orden.

-¿Ese tal Entreri?

-Precisamente- respondió Gareth-. Pero esta vez a nuestros enemigos se les ha ido la mano. No sabían que el gran maestre Kane y Celedon andaban por aquí junto con muchos aliados.

-¿Y los estáis colgando? ¡Pues bien! Y me pregunto yo: ¿qué puede encontrar de objetable el barón Ree en todo esto? ¿Acaso alguna de sus ex amantes está colgada por el cuello?

-Más te valdría sopesar cuidadosamente tus palabras antes de decirlas, Gris -dijo Dimian Ree, arrancando al archimago un resoplido desdeñoso.

-Ya ti más te valdría recordar que el único motivo por el cual no te destruí totalmente con la caída de Zhengyi fue por consideración al hombre que ocupó el trono antes que tú -le contestó Emelyn. La mujer que estaba junto al mago se removió y paseó una mirada inquieta en derredor.

-Ya basta, Emelyn- ordenó el rey Gareth-. Y los demás también.

-Los miró a todos, uno por uno, con severidad, deteniendo por fin la mirada en el furioso barón-. Barón Ree, Heliogabalus es tu ciudad, es cierto, pero tu ciudad está dentro de mi reino. No solicito permiso para entrar en ella.

-Y siempre serás bienvenido como mi huésped, mi rey.

-No soy tu huésped cuando vengo a Heliogabalus- lo corrigió Gareth-. Ahí es donde reside tu error. Cuando tu rey viene a Heliogabalus, tú eres su huésped.

Eso hizo abrir mucho los ojos a todos los presentes, y Dimian Ree empezó a cambiar nerviosamente el peso de su cuerpo de un pie a otro, como un zorro acorralado contra un muro de piedra al que se acercan los perros velozmente.

-Y cuando te ofrezco mis recursos, como en el caso de los Juglares Espías, para ayudarte a mantener la seguridad de tu hermosa ciudad, harías bien en expresar tu gratitud.

Dimian Ree tragó saliva y ni siquiera parpadeó. Pero Gareth tampoco parpadeó.

-Hazlo y márchate- ordenó más que dijo.

Entonces Ree sí que miró en derredor, sobre todo a Kane y luego a Emelyn, los dos miembros del grupo de Gareth más enfrentados con él..., al menos abiertamente.

-El rey está esperando, necio- sonó una voz tonante al fondo de la sala, y todos se volvieron y vieron la figura de oso de Olwen Amigo del Bosque y al esbelto Riordan Parnell, los dos de los siete miembros del grupo de Gareth que faltaban, de pie junto a la puerta.

-¿A qué esperas?- exigió Olwen avanzando a grandes zancadas y con un aspecto de lo más amenazador, pues llevaba en una de las manazas su poderosa hacha Taladora-. Dile a tu rey lo agradecido que estás y que toda tu ciudad saldrá a las calles esta noche a celebrar que está mucho más segura desde su llegada.

Dimian Ree se volvió hacia Gareth.

-Por supuesto, mi rey, sólo desearía haber sido invitado a las ejecuciones, o que los guardias de mi ciudad hubieran sido informados de las muchas batallas antes de que se libraran en nuestras calles.

-Y entonces hubieran echado monedas de oro al aire para decidir de qué lado combatir- murmuró Emelyn a la mujer que tenía a su lado, pero lo bastante alto para que todos lo oyeran, lo cual provocó las risitas ahogadas de todos... excepto de Gareth y, por supuesto, de Dimian Ree, que le echó una mirada asesina.

»Y habría sido muy interesante ver cuántos de los condenados miraban a su amigo el barón pidiendo clemencia -le espetó Emelyn sosteniendo aquella mirada desafiante.

-Basta ya- ordenó Gareth-. Estimado barón Ree, te ruego que te retires, y te agradezco tú... consejo. Tomamos nota de tus quejas.

-Y las desechamos- dijo Emelyn, y esta vez fue Gareth quien lo miró furioso.

-¿Y durante cuanto tiempo honrarás a mi ciudad con tu presencia, mi rey? -preguntó Dimian Ree con tono excesivamente obsequioso.

Gareth miró a Kane, quien asintió.

-Supongo que ya casi hemos terminado con lo que nos trajo aquí -respondió Gareth.

-Así es -añadió Emelyn haciendo que Gareth se volviera una vez más hacia él. El mago ladeó la cabeza para señalar a la mujer que había a su lado y Gareth captó el mensaje-. Barón -dijo, y poniéndose de pie le indicó la puerta con un gesto.

Tras una breve pausa, Dimian Ree hizo una reverencia, se volvió y abandonó la sala. Sin esperar siquiera a que se hubiera marchado, todos los amigos se abalanzaron sobre Olwen para palmearlo en la espalda y ofrecerle sus condolencias por la pérdida de Mariabronne el Solitario, el explorador que había sido como un hijo para él.

-Lo averiguaré todo sobre el final de Mariabronne- prometió Olwen.

-Y yo he traído conmigo a alguien que podría contarte algo al respecto- dicho esto, Emelyn hizo que los demás se volvieran a mirar a la mujer que todavía se mantenía a un lado-. Os presento a lady Arrayan de Palishchuk.

-¿Es una semiorco? -dijo Olwen de buenas a primeras. A continuación carraspeó y tosió repetidamente como para remediar su poco prudente observación.

-Arrayan- dijo Gareth-. Por favor, estimada señora, aproxímate. Eres bienvenida. Hubiera deseado estar en Palishchuk a estas alturas para rendirte los tan merecidos honores, pero me temo que la situación que surgió aquí lo hizo imposible.

Tímidamente, Arrayan avanzó hacia el imponente grupo, aunque se relajó visiblemente cuando Riordan le hizo un guiño que inspiraba confianza.

-Nos habían dicho que no tenías pensado viajar hacia el sur, hacia las puertas- comentó Gareth.

-Y no pensaba hacerlo, buen rey- replicó Arrayan en voz apenas audible. Inclinó la cabeza e inició una reverencia antes de decidirse por otra incómoda inclinación de cabeza.

-Te ruego que te tranquilices, bella señora -dijo Gareth-. Nos honra tu presencia. Se volvió hacia Dugald y Kane-. Estamos sorprendidos- añadió-, pero no menos honrados.

La mirada que Arrayan le dirigió a Emelyn, llena de nerviosismo, dio a Gareth ya los demás la clave de que la suya no era una mera visita de cortesía.

-Hice lo que me habías ordenado y viajé a las puertas para ver si nuestros amigos Jarlaxle y Artemis Entreri se encontraban allí -explicó Emelyn-. Y los encontré.

-¿En la puerta? -preguntó Gareth.

-No, ya habían pasado por allí a las pocas horas de la escaramuza de aquí, de Heliogabalus, según parece.

-Esos dos manejan más magia de lo que pensamos -observó fray Dugald, y nadie lo contradijo.

-¿Hacia el norte? -se interesaron al mismo tiempo Gareth y Celedon.

-¿Hacia Palishchuk? -añadió Gareth.

-Más allá -dijo Emelyn, y miró a Arrayan. Al ver que ella vacilaba, el viejo mago le rodeó los hombros con el brazo y prácticamente la empujó hacia adelante para que se colocara delante del trono.

Arrayan hizo una larga pausa para recomponer sus ideas y después, lentamente, sacó un pergamino que llevaba sujeto por un lazo entre los pliegues de la ropa.

-Se me ordenó venir aquí para leerte esto, mi rey -dijo en voz baja-. Pero no quiero pronunciar las palabras. -Dicho esto le alargó el pergamino.

Gareth lo cogió y lo desenrolló, enarcando las espesas cejas con curiosidad, y tras dirigir a sus amigos una breve mirada leyó para sí la proclamación del reino de D'aerthe y del rey Artemis I, y su expresión se volvió sombría.

-Bueno, ¿de qué se trata? -le preguntó Olwen a Emelyn.

El viejo mago miró al rey Gareth, que pareció sentir la mirada y por fin alzó los ojos del pergamino.

-Movilizad al ejército de la Piedra de Sangre, a todas las divisiones más importantes. Nos pondremos en marcha en dos semanas -dijo mirando a sus seis amigos uno por uno.

-¿Ponernos en marcha? -Olwen estaba sorprendido, igual que todos los demás salvo Emelyn, que ya había visto la proclama, y Kane, que como cabeza de todos ellos estaba empezando a entender hasta donde llegaba esa red.

Gareth le pasó el pergamino a Dugald.

-Léeselo a los demás. Yo voy a rezar.

-No puedes escapar, te lo aseguro -le dijo Knellict a Calihye, tras presentarse sin previo aviso en sus habitaciones privadas-. Y te aconsejo que no trates de coger la espada -añadió al sorprender una mirada de la mujer al arma que estaba apoyada en la pared contigua-, ni la daga que llevas en la parte trasera del cinturón, lady Calihye. Si haces el menor movimiento contra mí puedo prometerte la más exquisita de las muertes. Supongo que sabes quién soy.

Calihye logró articular las palabras a pesar del nudo que tenía en la garganta.

-Sí, archimago -dijo respetuosamente, y entonces recordó que debía mirar al suelo.

-Tú querías matar a Entreri por lo que le hizo a tu amiga -dijo Knellict con naturalidad-. Comparto tus sentimientos.

Calihye se atrevió a alzar la vista.

-Claro que tú abandonaste ese sincero deseo de venganza, muchacha tonta. -El archimago suspiró exageradamente-. La carne es demasiado débil-declaró, y acarició con la mano la mejilla de la temblorosa mujer.

Instintivamente, Calihye se apartó, o lo intentó, pero Knellict hizo un movimiento ondulante con los dedos y un viento que surgió detrás de ella la puso otra vez al alcance de su mano. La semielfa no se atrevió a volver a resistirse abiertamente.

-Te has convertido en amante de uno de mis enemigos mortales -dijo Knellict negando con la cabeza y añadiendo burlón unos cuantos chasquidos de lengua.

Calihye movió en vano la boca tratando de articular algunas palabras.

-Tal vez debería incinerarte -musitó Knellict-. Dejar que te consumiera un fuego lento, controlado, para que pudieras sentir cómo se te abrasaba la piel bajo la tortura de su calor. He sabido de hombres de gran fortaleza que acabaron balbuciendo como tontos en esas circunstancias tan duras, llamando a sus madres. Sí, es siempre la misma canción.

»O tal vez para alguien tan bonita como tú, bueno, como eras antes de que una espada te redujera a una especie de medusa... -Hizo una pausa y lanzó una risotada burlona.

Calihye estaba demasiado aterrada para responder, para exteriorizar alguna emoción. Conocía a Knellict y sabía que nunca amenazaba en vano.

-A pesar de todo, eres una mujer -continuó Knellict-, de modo que tienes una gran dosis de vanidad, sin duda. Así pues, para ti podría reunir a un millar de millares de insectos que te picaran esa piel tan tierna y algunos que se metieran por debajo. Sí, tus ojos revelarán tu terror por mucho que te obstines en reprimir tus gritos cuando veas a los escarabajos moviéndose por debajo de tu preciosa piel.

Aquello ya fue demasiado para la guerrera. De repente entró en acción y saltó hacia Knellict con las uñas preparadas para borrarle a arañazos el engreimiento de la cara.

Pasó directamente a través de él y acabó yendo a trompicones.

Perpleja, trató de recuperar el equilibrio y la orientación. Dio la vuelta en redondo, centrándose en la imagen que empezaba a desvanecerse.

-¡Qué fácil fue engañarte! -le llegó la voz del mago del punto donde tenía su espada. Miró hacia allí, pero no lo vio por ninguna parte-. Estabas tan aterrorizada por la idea de mi presencia que una simple ilusión y un poco de ventriloquia hicieron que sintieras el contacto de mi mano.

Calihye se pasó la lengua por los labios y cambió la posición de los pies preparándose para un salto.

-¿Crees que puedes coger la espada? -preguntó la voz espectral de Knellict, que parecía venir de muy cerca de su espada.

Antes de que el mago hubiera terminado siguiera la frase, Calihye echó la mano hacia atrás, cogió la daga y la lanzó hacia donde sonaba la voz. Pareció detener su avance apenas un instante antes de seguir su trayectoria con un destello de luz azulada. Entonces quedó en suspenso en el aire, con la empuñadura inclinada hacia abajo como si hubiera hecho impacto en una tela u otro material ligero.

-Vaya, si es una daga mágica -se burló Knellict-. Hasta ha podido con la más débil de mis defensas.

Confirmada su posición, Calihye se tragó el miedo y se lanzó a por su espada. O al menos lo intentó, porque en cuanto inició el movimiento, el archimago se materializó. La daga colgaba inerte, cogida en un pliegue de las ropas de Knellict, que apuntó a Calihye con un dedo del que salió un destello, y de éste un dardo que alcanzó a la mujer a la altura del estómago.

-Mi dardo también es mágico -explicó Knellict mientras Calihye se doblaba llevándose las manos donde habla sido alcanzada. Su quejido se convirtió en un gruñido ya continuación en un grito interminable cuando el dardo empezó a inyectarle ácido.

-He descubierto que las heridas en el abdomen son lo más eficaz para neutralizar a un guerrero enemigo -dijo Knellict, divertido e indiferente-. ¿No te parece?

La mujer dio un paso tambaleante.

-Oh, por favor, sigue atacando, valiente guerrera -la incitó Knellict apartándose y dejando despejado y visible el camino hacia su espada.

Con un gruñido desafiante, Calihye se arrancó el dardo con un trozo de intestino. De la herida salió un ácido amarillo verdoso acompañado de bilis, y después la sangre roja y brillante. Arrojó el dardo al suelo y echó mano de su espada.

En cuanto sus dedos tocaron la hoja, una descarga eléctrica brotó de ella y le atravesó el cuerpo, lanzándola de espaldas al otro extremo de la habitación. Trató de apartarse, pero los espasmos le impedían controlar el cuerpo. Se le puso el pelo de punta por la descarga y los dientes le castañeteaban con tal violencia que se le llenó la boca de sangre y las articulaciones le temblaban sin parar produciéndole gran dolor. También se orinó encima, pero el sufrimiento era tan intenso que ni siquiera se dio cuenta.

-¿Cómo pudiste sobrevivir a las pruebas de Vaasa? -se mofó de ella el archimago, y por el sonido de su voz supo que lo tenía justo encima-. Un aprendiz de primer año podría acabar contigo.

Las palabras se desvanecieron al mismo tiempo que la conciencia de Calihye. Sintió que Knellict alargaba la mano hacia abajo y la cogía del pelo con rudeza. Había pensado que acabaría con ella de una manera convencional, por ejemplo, cortándole el cuello.

Sólo esperaba que al menos todo acabara pronto, y realmente sintió un gran alivio cuando la oscuridad la envolvió.

La caballería pesada fue el primer cuerpo que salió por las puertas hacia las pantanosas tierras heladas de Vaasa. Marchaban de a cuatro en fondo, separados de a dos hacia la izquierda y la derecha, y las armaduras de los caballeros y de los caballos relucían con un brillo mate bajo el cielo plomizo. El golpeteo de los cascos se prolongó un buen rato hasta que un escuadrón completo de caballería, siete filas de siete, hubo formado a cada lado de la puerta. Cuarenta y cinco de los jinetes de cada escuadrón eran guerreros veteranos, entrenados en el uso de la lanza, el arco y la espada. Pero en filas alternas -la uno, la tres, la cinco y la siete- había en el centro un hombre vestido de blanco que, al igual que el pectoral de la armadura de metal de los guerreros, llevaba el emblema del rey, el Árbol Blanco. Éstos eran los guerreros de Emelyn, los magos del ejército de la Piedra de Sangre, expertos en magia defensiva, y bien entrenados para mantener a raya las tretas mágicas de cualquier enemigo mientras los guerreros superiores de la Piedra de Sangre ganaban la batalla. Los magos, a los que afectuosamente llamaban los Desencantadores, gozaban del máximo respeto de los guerreros que los rodeaban.

Detrás de la caballería venía la infantería armada: de diez en fondo, marchando al unísono y produciendo una cadencia deliberadamente amenazadora al golpear sus mazas contra el escudo cada dos pasos. No se desviaron a derecha ni a izquierda, sino que continuaron su marcha absolutamente recta hasta que cincuenta filas completas hubieron salido por la puerta. También entre ellos había distribuidos Desencantadores, y pocos magos de la región podrían infiltrar siquiera una sombra de conjuro a través de la red de magia defensiva que protegía a los hombres de armas del rey Gareth.

A continuación venían los jinetes, la guardia montada del rey Gareth Dragonsbane, que rodeaba al rey paladín y a su grupo de seis consejeros de confianza entre los que se encontraba el mago más grande de las Tierras de la Piedra de Sangre, Emelyn el Gris.

El resto de la infantería pesada, otras cincuenta filas de diez, el alma del ejército de la Piedra de Sangre, venía detrás en apretada y disciplinada formación, repitiendo también la cadencia de maza y escudo. Cuando hubieron salido al campo, la caballería reanudó la marcha, abriéndose y ampliando la línea para proteger debidamente a este grupo central formado por mil cien hombres y mujeres, muchos de ellos hijos de los guerreros que habían luchado con Gareth contra el Rey Brujo, y también muchos de esos mismos guerreros.

Si la infantería era la columna vertebral del ejército, la caballería sus brazos, y el rey Gareth y sus seis amigos la cabeza, lo siguiente que venía eran las piernas: una segunda fuerza de caballería, con armaduras más ligeras y caballos más rápidos. Eran los hombres de Olwen, exploradores entrenados para actuar con mayor independencia. Y detrás de ellos venía más infantería, la mayoría lanceros con armadura ligera que actuaban como protección para las baterías de ballesteros.

Y así seguían apareciendo. Más infantería ligera, batallones de clérigos con carretas llenas de vendajes, caravanas de carretas de avituallamiento, filas de hombres fornidos que cargaban escaleras, caballos que arrastraban arietes y maderos para las torres de asedio...

Hombres y mujeres se agolpaban en lo alto de la muralla contemplando el desfile que durante horas estuvo saliendo de la Puerta de Vaasa, y cuando por fin se cerraron las grandes puertas, el sol ya empezaba a descender por el oeste y más de ocho mil soldados, lo más granado del ejército de la Piedra de Sangre, marchaban hacia el norte.

-Me sorprende que Gareth haya actuado de una manera tan rápida y decidida frente a esto -comentó Riordan Parnell a Olwen y a Kane. Los tres cerraban la formación de Gareth, que era como un diamante engarzado entre las principales filas de la infantería pesada.

-En eso ha residido siempre su fortaleza, como bien aprendió Zhengyi -replicó Kane.

-Con gran dolor de corazón -añadió Riordan con una ancha sonrisa-. Al de Zhengyi me refiero -aclaró al ver que sus dos compañeros no sonreían.

Mientras que los demás iban a caballo, Kane marchaba a pie, con expresión estoica, como siempre, y su típica mirada de determinación, que en este caso era totalmente adecuada. En el extremo opuesto al de Kane, en su caballo de gran tamaño cubierto con armadura ligera, Olwen iba evidentemente inquieto, y su gran barba negra estaba húmeda en torno a la boca porque no dejaba de morderse el labio.

-Sin embargo -observó Riordan-, sólo tenemos un pergamino.

Podría significar muy poco o quizá nada.

Kane hizo una señal con el mentón e hizo que Riordan mirara a Gareth a Dugald y a los dos magos, Emelyn y Arrayan.

-La mujer semiorco fue terminante cuando dijo que el castillo había vuelto a la vida -le recordó el monje-. Nuestro aprendiz de caballero y ese elfo oscuro que lo acompaña andan metiendo mano en los artefactos de Zhengyi. No se puede llamar «nada» a eso.

-Cierto -admitió Riordan-, pero ¿es suficiente para movilizar al ejército de la Piedra de Sangre y abandonar Damara en el momento en que hemos declarado abiertamente la guerra a la Ciudadela?

-La Ciudadela ha sufrido un serio revés... -empezó a responder Kane, pero Olwen lo cortó en seco.

-Vale la pena aunque sólo sea para averiguarlo todo sobre la muerte de Mariabronne -dijo, y como cada una de sus palabras sonó como un ronco rugido, sus compañeros tuvieron la impresión de que iba a usar alguna magia del bosque para transformarse allí mismo en un oso.

Riordan pensó que tal vez al caballo del explorador no le gustase mucho la experiencia, pero el bardo se reservó la idea aunque empezó a componer una canción sobre el tema.

-Estoy seguro de que esos dos tuvieron algo que ver -prosiguió Olwen.

-No, según la información que tenemos -dijo Kane-. Mariabronne salió a explorar por propia iniciativa y contraviniendo la orden de Ellery. Es un relato convincente, sobre todo si tenemos en cuenta el gusto por el riesgo de Mariabronne.

Olwen dio un bufido y apartó la vista. Sus enormes manos apretaron tanto las riendas que se le pusieron blancos los nudillos.

-Pero bueno, ellos son dos, y probadamente necios -se apresuró a intervenir Riordan tratando de desviar la conversación de ese tema que evidentemente le resultaba demasiado penoso a su amigo explorador-. Aunque anden trasteando con la magia de Zhengyi, tal como revela este informe de Palishchuk y parecen indicar las palabras de las hermanas dragón, ¿son una amenaza tan importante como para dejar expuestos nuestro flanco y nuestro reino a la venganza de Knellict y Timoshenko?

-Nada está expuesto -lo tranquilizó Kane-. La red de los Juglares Espías está en guardia para repeler cualquier intento de la Ciudadela, yen caso de que llegaran a necesitarnos, Emelyn puede hacernos volver con un toque de varita mágica.

-Entonces ¿por qué no nos trasladó Emelyn allí a nosotros seis dejando a Gareth y a los soldados en su sitio?

-Porque ésta es la oportunidad que nuestro rey ha estado esperando pacientemente para demostrar plenamente su influencia en Vaasa -respondió otra voz, la de Celedon Kierney, mientras refrenaba su caballo para quedar a la altura de los otros tres cuya conversación había estado escuchando-. En este caso, el objetivo de Gareth no es el castillo, o al menos, no sólo el castillo.

Riordan hizo una pausa y se quedó pensando en aquello. -Palishchuk -dijo por fin mirando a Kane, que asintió con aire cómplice. Olwen ni siquiera dio muestras de haberlo oído.

-Está demostrando a las gentes de Palishchuk que son vitales para sus designios, y que cuando algo los amenaza, se lo toma tan en serio como si fuera la propia Heliogabalus la que se encontrase bajo la sombra de Zhengyi -afirmó Riordan siguiendo el hilo de sus pensamientos.

La expresión de Celedon y de Kane le demostró que acababa de resolver el acertijo.

-Por eso es el rey -añadió Riordan reconociendo su error.

-Espero que cuando volvamos a pasar por la Puerta de Vaasa, el reino de la Piedra de Sangre esté entero, Vaasa y Damara unidos bajo el estandarte de Gareth Dragonsbane -dijo Celedon.

De pronto, a Riordan le pareció que el día era un poco más brillante.