El señuelo
Jureemo Pascadadle apoyó la espalda contra la pared nada más atravesar la puerta de la taberna y dio un gran suspiro de alivio. Fuera, en la calle, varios de sus compañeros yacían muertos o incapacitados, y algunos otros habían sido llevados a rastras por los brutos de los Juglares Espías.
Jureemo dio las gracias a que le hubieran asignado al puesto de guardia para cubrirle la espalda a su grupo de la Ciudadela mientras se lanzaba contra el elfo oscuro y el asesino.
-Juglares Espías- dijo entre dientes sintiendo la bilis en la garganta.
La puerta se abrió de golpe junto a él y el hombre se replegó dando un chillido.
Kiniquips el Breve entró tambaleándose. Era un pequeño pícaro, esbelto para lo que suelen ser los halflings, de gran renombre dentro de la organización. Kiniquips era un maestro del arte del disfraz, ya que de eso daba clases precisamente en la Ciudadela, y a menudo era el halfling que abría la marcha en las operaciones de la Ciudadela en Heliogabalus. Había pasado casi dos años creando su alter ego de niño abandonado. Sin embargo, al ver cómo entraba tambaleándose en el salón, Jureemo tuvo la certeza de que el halfling no fingía esta vez. Tenía la camisa desgarrada y mostraba una brillante mancha de sangre sobre el hombro izquierdo. También había perdido una parte importante del pelo castaño oscuro.
Miró hacia Jureemo, que a punto estuvo de desmayarse, pero Kiniquips era demasiado profesional para delatar a un asociado, ni siquiera con la mirada, de modo que desvió la mirada inmediatamente y prosiguió su vacilante marcha.
No obstante, un agudo silbido rasgó el aire detrás de Kiniquips, y un proyectil de lo más infrecuente, consistente en tres bolas de hierro que giraban en los extremos de tres cuerdas cortas, pasó rozando al sobresaltado Jureemo y alcanzó al halfling a la altura de la cintura y las piernas. Las bolas se envolvieron en torno al pobre hombrecillo y produjeron un efecto devastador, rompiendo huesos y dejándolo indefenso.
Kiniquips cayó al suelo de lado, hecho un guiñapo, retorciéndose de dolor y quejándose lastimeramente. Las mesas se apartaron hacia los lados cuando los clientes de la taberna se replegaron alejándose de él todo lo posible.
Por la puerta entraron dos personajes de catadura peligrosa: un elfo y una humana, ambos vestidos de cuero oscuro. Era evidente que había sido el elfo el que había arrojado las bolas, ya que se dirigió decidido a recuperarlas con la espada de buena factura enfundada sobre la cadera. La mujer llevaba un par de bandoleras llenas a rebosar de relucientes cuchillos arrojadizos que movía con la misma soltura que su compañero, fruto sin duda de toda una vida de entrenamiento.
Con brutal eficacia, el elfo desenrolló las bolas y las liberó sin andarse con delicadezas, arrancando al halfling otro aullido de dolor.
Jureemo apartó la vista y se dirigió hacia la puerta abierta. La mujer lo llamó, pero él bajó la cabeza y salió presuroso a la calle. Allí se vio bloqueado por un hombre vestido con prendas vulgares y sucias. Jureemo trató de abrirse paso, pero con una sola mano el hombre se lo impidió.
Jureemo lo miró con expresión perpleja y bajó la vista hacia la mano. Con un sutil movimiento de palanca y un breve empujón, el hombre hizo que Jureemo volviera a entrar trastabillando y se acercase a la mujer de aspecto peligroso.
-¿Qué ocurre?- tartamudeó, mirando a su alrededor con aire implorante. Sin embargo, sus protestas murieron en la garganta cuando miró de frente a la mujer.
-¿Es éste?- preguntó ella volviéndose hacia el elfo que tenía detrás. Respondiendo a su pregunta, el elfo se apoyó sobre Kiniquips, que estaba allí tirado con la cadera rota y que reprimió un grito.
-¿Es ése?- le preguntó el elfo a Kiniquips.
El halfling hizo una mueca y miró hacia otra parte, y lanzó un quejido cuando el elfo hizo presión sobre su cadera.
-¿Qué significa esto?- preguntó Jureemo al tiempo que se apartaba de la mujer. Otros clientes de la taberna se removieron ante aquella muestra de brutalidad, ya Jureemo se le ocurrió que tal vez pudieran acudir en su ayuda.
La mujer apartó de él la vista y la dirigió hacia el hombre de aspecto corriente.
-¿Es éste, gran maestre Kane? -preguntó.
El revuelo cesó de inmediato, y un silencio tan denso que podía cortarse con un cuchillo se extendió por la taberna.
Jureemo tuvo que hacer un esfuerzo para no olvidarse de respirar, pero cejó en su empeño cuando el gran maestre Kane se acercó deteniéndose ante él. El monje se lo quedó mirando un buen rato, y aunque Jureemo trató de apartar de él los ojos sintió que algo inexplicable se lo impedía. Se sentía desnudo frente a aquel hombre legendario, como si Kane lo atravesara con la mirada y llegara directamente a su corazón.
-Perteneces a la Ciudadela- dijo Kane.
Jureemo estuvo balbuciendo incoherentemente unos instantes, negando y afirmando al mismo tiempo con la cabeza.
Kane se limitaba a mirarlo.
El tembloroso asesino tuvo la impresión de que las paredes se cerraban sobre él, de que el suelo se abría para tragarlo y rogó que así fuera. Sabía que lo habían descubierto ya que la de Kane no había sido una pregunta sino una afirmación. ¡Yesos ojos! El monje no parpadeaba. ¡Lo sabía!
Jureemo no intentó echar mano del cuchillo que llevaba a la espalda. Ni siquiera se le pasaba por las mientes una pelea con ese monstruo. Sus sentidos se dispararon en todas direcciones. Su instinto reemplazó a su pensamiento racional. Dio un grito repentino y de un salto pretendió llegar a la puerta..., pero no pasó de una pretensión.
Un bastón de madera blanca se le apareció en el camino y le dio un golpe bajo el mentón. Le llegó el sabor dulce y cálido de la sangre que le llenaba la boca y vagamente sintió que el bastón se le deslizaba por debajo de la axila. No vio a Kane sujetando el otro extremo, que ahora tenía por detrás del omóplato, pero de repente se encontró en el aire, cabeza abajo, y precipitándose en caída libre. Dio de espaldas contra el suelo e inmediatamente se incorporó apoyándose en los codos.
Eso fue justo antes de que el bastón, aquel mortífero artefacto, lo golpeara en la frente y lo lanzara otra vez contra el suelo.
-Lleva a ambos al castillo -ordenó Kane a sus secuaces.
-Éste va a necesitar de la atención de un sacerdote, tal vez del mismísimo fray Dugald- le dijo el elfo que estaba junto al halfling.
Kane se encogió de hombros como diciendo que no importaba, lo cual era cierto. La verdad es que los sacerdotes podrían hacer algo para aliviar al pequeño.
Puede que incluso fuera capaz de ir andando a la horca por su propio pie.
La criatura estaba bien vestida de acuerdo con los cánones de la nobleza de Damara, sobre todo teniendo en cuenta las expectativas suscitadas por su evidente origen orco. Además, había dignidad en su porte, y un aire majestuoso, como el de un mensajero real o un maestro de ceremonias de una de las mejores casas de Aguas Profundas. Aquello no pasó desapercibido para los semiorcos que vigilaban la muralla norte de Palishchuk y que observaban la llegada del elegante orco. Andaba con un aire despreocupado a pesar de que varios arqueros lo apuntaban con sus flechas, e hizo una cortés reverencia cuando por fin se detuvo, adelantando un brazo para mostrar que llevaba en la mano un rollo de pergamino.
-Bien hallados- dijo en perfecta lengua común y con un acento que nada tenia que ver con lo que los centinelas podían esperar. Parecía casi un petimetre, y su voz tenía un tono nasal, algo muy poco corriente en una raza conocida por sus narices chatas y anchas fosas nasales.
-Os ruego me franqueéis la entrada a vuestra hermosa ciudad, y en caso de que eso no fuere posible, que deis aviso a vuestros jefes.
-¿Qué asuntos te traen?- le gritó uno de los centinelas.
-Por supuesto, se trata de un pregón, buen señor- replicó el orco mostrando el pergamino que llevaba en la mano-. Y tengo instrucciones de mi señor de leerlo una vez, y sólo una.
-Si nos dices de qué se trata, tal vez te dejemos entrar- replicó el centinela-. O no.
-O podríamos llamar a Wingham y al consejo- sugirió el segundo centinela.
-O no- añadió el primero.
El orco se irguió, se llevó una mano a la cadera y allí se quedó, con el peso del cuerpo apoyado sobre una pierna. No dio el menor indicio de desplegar el pergamino ni de hacer ninguna otra cosa.
-¿Y bien? -le preguntó el primer centinela.
-Tengo instrucciones de mi señor de leer este pregón una sola vez- volvió a declarar el orco.
-Entonces tienes un problema- dijo el centinela-. No vamos a dejarte entrar ni vamos a molestar a nuestro consejo sin saber a qué vienes.
-Esperaré- decidió el orco.
-¿Esperar? ¿Y cuánto estás dispuesto a esperar, tozudo orco de pura sangre?
El orco se encogió de hombros como si aquello no importase.
-Dejaremos que te mueras congelado en el camino delante de la puerta, necio.
-Prefiero eso antes que desobedecer a mi señor -replicó el orco sin la menor vacilación, lo cual hizo que los centinelas intercambiaran miradas de curiosidad y de preocupación. El orco se echó sobre los hombros una rica capa forrada de piel y se volvió ligeramente para quedar de espaldas al viento.
-¿Y quién viene a ser ese amo por quien tan dispuesto te muestras a morir de frío? -preguntó el primer centinela.
-El rey Artemis I, por supuesto- respondió el orco.
El centinela movió los labios repitiendo el nombre y se le abrieron los ojos como platos. Miró a sus compañeros y vio que también les costaba asimilar aquello.
-¿Te ha enviado Artemis Entreri?
-Por supuesto que no, buen hombre- replicó el orco-. Yo no tengo suficiente importancia como para hablar con el rey Artemis. Quien me ha enviado es el primer ministro, Jarlaxle.
Los dos centinelas principales se ocultaron tras la muralla.
-Eso era lo que se proponían los malditos necios- dijo uno-. Se han construido un reino.
-Hay una diferencia entre construirse uno y decir que lo has construido -replicó el otro.
-¿Y de dónde habrán sacado al paje?- preguntó el primero-. Míralo y escúchalo. Uno así no se encuentra por ahí, en una partida de caza.
Un tercer guardia se sumó a los dos primeros.
-Vaya avisar a Wingham y a los consejeros- explicó-. Sin duda querrán ver esto. -Echó una mirada por encima de la muralla al inesperado visitante-. Y oírlo.
No había pasado media hora cuando Wingham, Arrayan, Olgerkhan, todos los principales de Palishchuk y también la mayor parte de los ciudadanos se encontraban ya reunidos en la plaza del extremo norte, observando al extraño mensajero que entraba por la puerta de la ciudad.
-Uno casi esperaría que trajera una estela de flores- le susurró Wingham a Arrayan, que rió por lo bajo a pesar de la evidente gravedad de la situación.
Aparentemente sin hacer el menor caso de los murmullos que suscitaba a su paso, el orco de pura sangre avanzó hasta el centro de la multitud y, con gran alarde dramático y un juego de muñeca exagerado, desenrolló el pergamino y lo sostuvo con ambas manos...
-Os ruego que me escuchéis con toda atención- declamó-, oh, buenos ciudadanos de Palishchuk, enclavada en las tierras antes conocidas como Vaasa.
Eso produjo cierta conmoción.
-¿Antes?- musitó Wingham.
-Jamás te fíes de un drow -añadió Olgerkhan inclinándose por delante de Arrayan, que ya no se reía, para dirigirse a Wingham.
-El rey Artemis I proclama por la presente que Palishchuk y sus ciudadanos mantienen sus derechos plenos e intactos -prosiguió el orco-. Su majestad no afirma ningún derecho sobre vuestra hermosa ciudad ni reclama ningún diezmo, ni os niega en modo alguno el derecho de paso por ningún puente, camino o terreno abierto perteneciente al reino de D'aerthe.
-¿D'aerthe?- repitió Wingham meneando la cabeza-. Es un nombre drow.
-Exceptuando, por supuesto, los puentes, caminos y terrenos abiertos comprendidos dentro del propio castillo D'aerthe- añadió el orco-. E incluso allí serán bienvenidos los ciudadanos de Palishchuk... que solicitaren la entrada, por supuesto.
»EI rey Artemis no os considera sus enemigos, y es uno de sus más caros deseos que su reino se caracterice por el intercambio justo y la prosperidad tanto de los daerthianos como de los palishchukianos.
-¿De qué está hablando? -le preguntó Olgerkhan a Wingham en un susurro.
-Supongo que de guerra -le respondió el arrugado semiorco que conocía mucho mundo.
-Esto es descabellado -dijo Arrayan.
-Jamás te fíes de un drow- volvió a sentenciar Olgerkhan.
Arrayan miró a Wingham, que se limitó a encogerse de hombros cuando el orco acabó su lectura recitando una retahíla de títulos y adjetivos del tenor de excelencia, magnífico y extraordinario para acompañar el nombre del rey Artemis I de D'aerthe,
En cuanto hubo acabado, el orco hizo un giro de muñeca y soltó la mano que sujetaba el extremo inferior del pergamino, que se enrolló perfectamente. Con un movimiento rápido y elegante, el orco se lo colocó bajo el brazo y se quedó allí de pie, con una mano apoyada en la cadera.
Wingham echó una mirada a un grupo de tres de los principales de la ciudad y esperó a que ellos le hicieran un gesto respetuoso, invitándolo a hablar; una invitación nada infrecuente, ya que los semiorcos de Palishchuk a menudo esperaban que el mundano Wingham los asesorara en las cuestiones relacionadas con todo lo que estuviese fuera de sus puertas. Al menos en las cuestiones que no requirieran una respuesta armada inmediata, como solía ser el caso.
-¿Y cuál es tu nombre, buen señor?- preguntó Wingham al mensajero.
-Yo carezco de importancia- fue la respuesta.
-¿Quieres que me refiera a ti como orco o como mensajero de D'aerthe quizá?- preguntó Wingham dando un paso adelante para distanciarse de la multitud y tratar de ver mejor a la criatura.
-Puedes referirte a mí como quieras ante el rey Artemis I- respondió el orco-. Yo no soy más que los oídos y la boca de su majestad.
Wingham miró a los consejeros de la ciudad, que sólo le respondieron con sonrisas satisfechas y encogimientos de hombros.
-Te rogamos que no hagas caso de nuestra evidente sorpresa -dijo Wingham-. Rey Artemis... Vaya, no es un anuncio que uno espere todos los días.
-Más o menos os lo habla anunciado ya hace diez días, cuando el rey Artemis y el primer ministro Jarlaxle llegaron a caballo a vuestra hermosa ciudad.
-De todos modos...
-¿No disteis crédito a sus palabras?
Wingham hizo una pausa pues no quería traspasar ningún límite inadvertido. Recordaba muy bien la batalla que había librado Palishchuk con las gárgolas del castillo y ni él ni los demás querían una repetición de aquella noche mortal.
-Debes admitir que la reivindicación de Vaasa...
-D'aerthe- interrumpió el orco-. Vaasa sólo debe usarse cuando se habla de lo que fue, no de lo que es.
-La proclamación de un reino aquí, por un rey y un primer ministro que hasta hace poco nadie conocía en las Tierras de la Piedra de Sangre, es algo sin precedentes, debes reconocerlo- dijo Wingham, evitando cualquier expresión manifiesta de desacuerdo-. Y sí, estamos sorprendidos, pues hay otro rey que ha proclamado su derecho sobre esta tierra.
-El rey Gareth gobierna en Damara- replicó el orco-. No ha proclamado formalmente su derecho sobre la tierra antes conocida como Vaasa, lo único que hizo fue insistir en que se «limpiase» esta tierra de alimañas, lo que incluía a una raza a la que reconocéis como parte de vuestra estirpe, buen señor, por si no lo habías notado.
Eso despertó algunos resquemores entre los semiorcos reunidos, y de la multitud incómoda surgieron unos cuantos murmullos airados.
-Pero es cierto, y vuestra sorpresa no fue imprevista- prosiguió el orco-, y es una reacción menor que la que el primer ministro prevé que encuentre vuestro mensajero cuando viaje a la Puerta D'aerthiana, antes llamada de Vaasa, y pase por el Paso de la Piedra de Sangre hasta la aldea del mismo nombre. Extendió el brazo y le entregó a Wingham un segundo pergamino con un sello de cera.
-Todo lo que el rey Artemis te propone, y por supuesto es también en tu propio interés, es que envíes un mensajero directamente al rey Gareth para anunciar el nacimiento de D'aerthe. Será conveniente para el rey Gareth cesar inmediatamente sus matanzas dentro de las fronteras de D'aerthe si quiere mantener la paz entre nuestros territorios.
Y sinceramente- terminó el orco con una ampulosa reverencia-, esa armonía es el único deseo del rey Artemis I.
Wingham no sabía qué respuesta dar a ello. ¿Qué podía decir? Cogió el rollo de pergamino, volvió a mirar el extraño sello que habían hecho con cierta cera oscura que le era desconocida, y dirigió la vista a los intrigados consejeros.
Para cuando volvió la vista, el orco ya se alejaba hacia la puerta norte de la ciudad.
Y nadie hizo el menor intento de detenerlo.
-A que lo has pasado bien- dijo Jarlaxle con una sonrisa sarcástica que no compartió el psionicista.
-Me picará todo el cuerpo durante diez días por haber llevado la piel de un orco -replicó Kimmuriel.
-Te sentaba bien.
Kimmuriel lo miró con el entrecejo fruncido, una muestra de emoción de lo más desusada para un elfo oscuro de carácter tan reservado.
-Las noticias llegarán con rapidez a Damara- predijo Jarlaxle-. Es probable que Wingham envíe a Arrayan o a algún otro usuario de la magia para hacer el anuncio, y, por supuesto, antes de que el camino quede bloqueado por las grandes nevadas.
-¿Por qué no esperaste entonces hasta que empezara a nevar?- preguntó Kimmuriel-. Así le concederás tiempo a Gareth para pasar sin dificultades.
-¿Concederle?- preguntó Jarlaxle apoyándose en el parapeto de su castillo-. Amigo mío, cuento con ello. No tengo el menor deseo de que ese tonto de Knellict llegue hasta aquí sin haber encontrado resistencia, y espero que el rey Gareth sea más razonable que el traicionado mago de la Ciudadela. Con Gareth será una cuestión política. Con Knellict, ya es algo personal.
-Porque viajas con un necio.
-No puedo pretender paciencia de un humano- replicó Jarlaxle-. No viven el tiempo suficiente para ser paciente. Entreri no ha hecho más que adelantar las cosas. Ya sea ahora, antes de la arremetida del invierno, o en la fría y lluviosa primavera, Gareth pedirá respuestas. Es mejor enfrentarlo con Knellict fuera de nuestras puertas que tener que ocuparse de cada uno de ellos por separado.
El sufrimiento de Athrogate por encontrarse en prisión sólo se veía mitigado en parte por las grandes cantidades de hidromiel y cerveza que le proporcionaban sus carceleros. Y Athrogate jamás había dicho que no pudiera sublimar -bueno, la palabra que él usó fue «ahogan», pues «sublimar» estaba un poco fuera de su alcance- su tristeza con una buena comida y algunas jarras de cerveza.
De modo que allí estaba, sentado en la dura cama de su pequeña pero no del todo incómoda celda, llenándose la boca con pan y dulces y bajándolo todo con una tras otra jarra de líquido, dorado unas veces y moreno otras. Y para pasar el tiempo, entre bocados, tragos, eructos y ventosidades, cantaba sus canciones enanas favoritas, como Saltando a la cuerda con las tripas de un orco y Déjate crecer la barba, mujer, o el invierno te congelará los pezones.
Reservaba esta última para las ocasiones en que alguna elfa o humana montaba guardia junto a su puerta, y ponía especial cuidado en elevar la voz a un nivel atronador cada vez que llegaba al estribillo que hablaba de «sacudirlas por los tobillos para mirar debajo de las faldas».
Pero a pesar de todas sus bravuconadas y su cacareada jovialidad, Athrogate no podía dejar de oír los continuos martillazos que llegaban por la ventana, pequeña y alta, de su celda. Una noche de luna llena, cuando ya era tarde y el solitario guardia que vigilaba la puerta de su celda tenía la respiración acompasada de alguien dormido, el enano colocó su cama contra la pared y subiéndose a ella consiguió atisbar lo que se veía fuera.
Estaban construyendo un cadalso con una larga trampilla y nada menos que soportes para siete sogas.
A Athrogate se le había comunicado el delito que había cometido contra el rey Gareth, y sabía muy bien cuál era la pena por traición. Y aunque se había mostrado colaborador y había delatado a varios de los espías de Knellict destacados en Heliogabalus -hombres que en realidad jamás le habían caído bien-, ninguno de los representantes de Gareth le había dado a entender que su sentencia podía dejarse sin efecto o ser reducida siquiera.
Pero tenía hidromiel y mucha comida. Se imaginaba que era muy probable que de engordar lo suficiente pudiera romperse la trampilla por su peso y así se partiría el cuello y no tendría que quedar colgando e imaginándose el papel que estaba haciendo ante todos los espectadores. Ya había visto aquello varias veces y pensaba que no sería un final digno para alguien que tantas hazañas había llevado a cabo. Tal vez incluso podría negociar para que mantuvieran su nombre en la placa que había en la Puerta de Vaasa...
Precisamente estaba pensando en eso a última hora de la tarde cuando la puerta de su celda se abrió de golpe y una figura familiar entró a grandes zancadas.
-Vaya, Athrogate, hará falta algo más que un invierno en la Piedra de Sangre para que adelgaces antes de la primavera- dijo Celedon Kierney.
-Estar delgado es para los elfos- respondió el enano con voz ronca al atractivo granuja que tenía una buena parte de sangre elfa-. Son ellos los que necesitan retorcerse y contonearse para esquivar la maza.
-¿Y eso no te parece prudente?
-¡Bah!- bramó Athrogate mientras sacaba pecho y se lo golpeaba con el puño.
-¿Y si en vez de una maza fuera una buena espada elfa?
-La agarraba y la partiría y a continuación te cogería la mano y tiraría de ti para darte un buen abrazo a lo Athrogate.
Celedon sonrió abiertamente.
-¿O sea que no estás dispuesto a creerme?- continuó-. Pues ve y coge tu buena espada elfa. Y trae un arco, y no de los que se usan para disparar. Doblaré tu espada y tocaré una melodía que te haga bailar antes de darte el gran abrazo.
-No dudo de que seas capaz de hacer eso, Athrogate- replicó Celedon mientras el enano lo miraba absolutamente intrigado-. Tus hazañas en Vaasa se cantan a lo ancho y largo de las Tierras de la Piedra de Sangre. Es una pena, y estoy seguro de que el rey Gareth pensará lo mismo cuando llegue esta noche, que alguien tan experto como tú haya tenido que confabularse con tipos como Timoshenko.
-¿El abuelito? Bah, si ni siquiera lo conozco.
-Con Knellict entonces, y no lo niegues.
-Bah- volvió a bramar Athrogate-. No tenéis motivo para colgarme.
-¿Colgarte? -dijo Celedon Kierney con exagerada incredulidad. -Había que reconocer que aquel pícaro era hábil en este juego-. Ni hablar, buen enano, jamás nos atreveríamos a hacer tal cosa. No, lo que pretendemos es hacerte un reconocimiento público, honrarte por la ayuda que nos has prestado para capturar a tantos criminales de la temida Ciudadela de los Asesinos.
Athrogate le echó una mirada cargada de odio. Ante semejante amenaza la horca parecía una perspectiva halagüeña. Nada más pensar en un airado Knellict hizo que a Athrogate le corriera un escalofrío por roda la espalda.
-Incluso puede que se le conceda el título de caballero a Athrogate, héroe de Vaasa, y ahora también héroe de la corona en Heliogabalus.
El enano escupió en el suelo.
-Eres un auténtico miserable.
Celedon se rió de él, y ya iba a abandonar la pequeña celda cuando se volvió hacia el enano.
-Haré que te traigan una escalera con el desayuno- dijo, mirando significativamente a la ventana-. Es mejor que tener que arrimar la cama. Hemos preparado una ceremonia para el rey Gareth. Es de justicia.
-Eso te complace, ¿eh, elfo?
-Espíritu práctico, buen enano, y decisión. No tenemos celdas suficientes y no es que las necesitemos realmente en esta ocasión. -Antes de continuar guiñó un ojo y se volvió a medias-. Atacaron a un Caballero de la Orden, un Caballero Aspirante para ser precisos. Creo que el caso está muy claro, ¿no te parece?
-Sabes que las cosas son mucho más complicadas -lo rebatió Athrogate-. Sabes lo que sucedió en aquel castillo, y conoces las alianzas que estableció por su cuenta la propia sobrina de tu rey.
-No sé nada de eso- respondió Celedon con firmeza-. Lo único que sé es que es preciso mantener el orden, y que la Ciudadela de los Asesinos ha sellado su destino.
-Y vuestra lady Ellery sigue muerta.
-Y Gareth sigue siendo el rey.
Dicho lo cual, Celedon Kierney salió de la celda cerrando de un portazo.
Fiel a su promesa, Celedon hizo que le llevaran una escalera a Athrogate esa misma mañana junto con un abundante desayuno. El enano masticó ruidosamente la comida tratando de ahogar el sonido de la ceremonia que se celebraba al otro lado de su ventana, tratando de no oír la lectura de los cargos y las exigencias de confesión, muchas de las cuales se hicieron en tono patético y quejumbroso.
-Bah, seguid con vuestra demostración de dignidad, imbéciles -murmuró Athrogate repetidas veces mientras masticaba con más ahínco una crujiente tarta.
Sin embargo, el enano no podía negar su curiosidad. Se senda atraído como una polilla hacia la llama. Consiguió colocar la escalera y subirse a ella justo a tiempo para ver cómo siete hombres de la Ciudadela caían de la plataforma y quedaban balanceándose en el extremo de una soga. Casi todos murieron inmediatamente, Jureemo Pascadadle entre ellos, y otros dos, uno de ellos un halfling al que Athrogate conocía como Kiniquips el Breve -el maestro Kiniquips-, se debatieron y patalearon un rato antes de quedar totalmente quietos.
El maestro Kiniquips, pensaba Athrogate mientras volvía a lo que quedaba del desayuno.
Maestro de la Ciudadela.
Athrogate hizo una mueca de disgusto mientras meditaba acerca de las amenazas de Celedon.
De repente, y puede que por primera vez en su vida, al enano se le quitaron las ganas de comer.