Recoger el guante
Bah, me oyes balbucear y piensas que soy un tonto, ¿no es cierto, elfo?
-¿Yo? -respondió Jarlaxle con fingida inocencia. Sujetó el brazo de Athrogate cuando el enano metió la mano en un bolsillo y sacó algunas monedas para la camarera que aguardaba para cobrar.
Athrogate miró la mano del drow cerrada sobre su muñeca y a continuación alzó la vista para mirar a Jarlaxle cara a cara.
-Me estás pidiendo que vaya, ¿no?
-Es una oferta de aventura.
Athrogate resopló.
-Primero tu amigo le ata los pelos del trasero a Knellict y ahora tú mismo chasqueas los dedos ante las mismísimas narices de Kane. ¿A eso llamas tú una aventura? Estoy pensando que levantaste dos muros de hierro, Jarlaxle, y ahora se te van a venir encima. Lo único que no sé es cuál de los dos te va a aplastar antes.
-Ah, pero si caen juntos tal vez uno impida el progreso del otro. -Alzó las manos ante sí, con los dedos juntos y hacia arriba, después los dejó caer enfrentados hasta que se tocaron los unos con los otros formando una V invertida-. No queda lugar entre ellos, ¿ves?
-Sois murciélagos.
Jarlaxle no pudo por menos que reírse ante la observación, y realmente, pensándolo bien, no había mucho margen para el desacuerdo.
-El mundo entero no es suficiente para huir de ellos -dijo Athrogate con aire más solemne, frenando la repetición de la oferta del drow-. De modo que vais a huir de Heliogabalus, y es lo mejor que podéis hacer, aunque tampoco le veo mucho futuro.
-Ven con nosotros.
-Realmente eres cabezota. -El enano puso los brazos en jarras, hizo una breve pausa y a continuación negó con la peluda cabeza-. No puedo hacer eso.
Jarlaxle sabía que no tenía nada que hacer. Yen justicia no podía culpar al pragmático enano.
-De acuerdo- dijo palmeando a Athrogate en el fornido hombro-. Anímate entonces, pues me ocuparé de que puedas beber aquí durante todo el invierno. -Se volvió hacia el tabernero que estaba en la barra y el hombre, que evidentemente lo había oído, asintió-. Bebe para olvidar hasta que se vayan las nieves y vuelvas a la Puerta de Vaasa. Con el beneplácito de Jarlaxle. Y visita al pastelero Piter cuanto quieras. Allí no admitirán tu dinero, pero saciarán tu apetito.
Athrogate frunció los labios e hizo un gesto de aprecio. Le gustara o no verse involucrado con Jarlaxle, no tenía la menor intención de rechazar esas ofertas.
-Come y bebe bien, buen Athrogate, amigo mío -terminó Jarlaxle, acompañando sus palabras con una inclinación de cabeza.
Athrogate lo cogió fuertemente por el brazo antes de que pudiera ponerse de pie y lo obligó a acercar el oído a su boca.
-No me llames así, maldito elfo. Y menos donde puedan oírnos.
Satisfecho con el entendimiento mutuo, Jarlaxle se puso de pie, asintió con la cabeza a las exigencias del enano, y abandonó la taberna. No se volvió a mirarlo porque no queda que el enano viera la decepción en su cara.
Salió a la calle y estuvo un momento vigilando el entorno. Trató de mantener su confianza en las decisiones que había tomado, incluso a la vista de las evidentes dudas de Athrogate. El enano conocía bien la región, pero Jarlaxle desestimó sus consejos por considerar que el hombrecillo lo subestimaba.
Al menos de eso trataba de convencerse.
-¿Habéis oído?- preguntó el drow a las sombras usando la lengua de su patria en la Antípoda Oscura.
-Por supuesto- llegó la respuesta en la misma lengua extraña.
-Es como os he dicho.
-Tan peligroso como te anuncié- continuó la voz de Kimmuriel Oblondra.
-Tan prometedor como te había dicho.
No llegó respuesta alguna a los oídos de Jarlaxle.
-Siempre se puede con un enemigo- susurró el drow-. El otro no tiene por qué ser nuestro enemigo.
-Ya veremos- fue la seca respuesta de Kimmuriel.
-¿Estarás listo cuando se presente la oportunidad?
-Siempre estoy listo, Jarlaxle. ¿No fue ésa la razón por la que me elegiste?
Jarlaxle sonrió y encontró apoyo en aquellas confiadas palabras.
Kimmuriel siempre iba más allá en sus pensamientos.
El brillante psionicista se había abierto camino en medio de las traiciones de Menzoberranzan, de modo que para él estos juegos de los humanos eran cosa de niños. Entreri y Jarlaxle se habían convertido en objetivos de la Ciudadela y habían atraído la atención de los Juglares Espías. Esos dos grupos batallarían en torno a los dos, tanto o más de lo que batallaría con los dos, por supuesto, y eso sería una fuente de oportunidades.
La Ciudadela era, con mucho, la menos formidable, y eso significaba que podría usarse para mantener a raya a los Juglares Espías.
Jarlaxle tuvo la impresión de que Kimmuriel se había marchado. Sin duda estaba preparando el campo de batalla.
Jarlaxle siguió su camino por las calles de Heliogabalus. En muchas esquinas había luces encendidas, pero parpadeaban con el viento y quedaban amortiguadas por la niebla que se había formado y que tan típica era de esta época del año, cuando la temperatura variaba tanto entre el día y la noche. El drow se arrebujó más en su capa e impuso silencio a sus botas mágicas. Tal vez esta noche lo más conveniente fuera fundirse con el entorno.
En total silencio, casi invisible en su capa drow, Jarlaxle no tuvo demasiados problemas no sólo para volver a la escalera de madera que conducía a su apartamento en el anodino edificio de madera, sino también para hacer un circuito, o dos, o tres del área circundante, reparando en otros que no reparaban en él.
Una inclinación del lado derecho de su gran sombrero había elevado del suelo los pies de Jarlaxle, y así se deslizó por la desvencijada escalera en silencio. Entró en el vestíbulo con rapidez y llegó hasta su puerta en la oscuridad más absoluta.
Oscuridad absoluta para un habitante de la superficie, pero no para Jarlaxle. A pesar de todo, apenas pudo distinguir la trampa de la estatuilla del dragón colocado sobre la puerta del apartamento. Lo que no pudo ver fue el color de sus ojos.
Le había dicho a Entreri que lo pusiera en blanco, pero ¿podría fiarse de eso ahora?
Como no queda ninguna luz que pudiera alertar a los muchos personajes sospechosos que había visto fuera, el drow rebuscó en su sombrero y sacó un disco de fieltro negro. Con un par de movimientos giratorios de la mano lo alargó lo suficiente y lo arrojó contra la pared a un lado de la puerta.
Se quedó allí pegado, y su magia creó un agujero en la pared por el que vio la luz mortecina de una vela en el interior.
Entró y vio a Entreri de pie en las sombras del rincón, en un ángulo que le permitía espiar por la estrecha rendija que quedaba entre la persiana oscura y el marco de madera de la ventana.
Entreri lo saludó con un movimiento de cabeza pero no apartó los ojos de la calle.
-Están empezando a llegar los visitantes- dijo en voz baja.
-Más de los que te imaginas- respondió Jarlaxle. Alzó la mano y recuperó el disco, eliminando el agujero y dejando la pared tal como estaba antes.
-¿Vas a volver a recriminarme por provocar a Knellict? ¿Otra vez vas a preguntarme qué he hecho?
-Indudablemente algunos de nuestros visitantes son hombres de Knellict.
-¿Algunos?
-Los Juglares Espías también se han tomado interés- explicó Jarlaxle.
-¿Los Juglares Espías? ¿El grupo del rey Gareth?
-Sospecho que han llegado a la conclusión de que los enfrentamientos con las gárgolas y con el dracolich no fueron las únicas batallas que tuvieron lugar en el castillo. Después de todo, de los cuatro que cayeron, dos lo hicieron bajo la misma espada.
-¿De modo que la culpa también es mía?
Jarlaxle se rió.
-No creo. Si es que hay alguna culpa, a entender de Gareth.
Entreri se acercó más a la ventana, deslizó la punta de la daga por debajo del borde de la persiana y se atrevió a separarla un poco para ampliar el campo visual.
-Esto no me gusta nada- dijo el asesino-. Saben que estamos aquí, y podrían atacar con dureza...
-Entonces no nos quedemos aquí- lo interrumpió Jarlaxle. Entreri soltó la persiana, se retiró a un lado de su ventana y miró a su amigo.
-¿A las hermanas dragón?- preguntó.
Jarlaxle negó con la cabeza.
-No quieren saber nada de nosotros. Creo que los amigos de Gareth las ponen nerviosas.
-Estupendo.
-Bah, no son más que dragones.
Entreri hizo una mueca al oír aquello, pero no estaba dispuesto a pedir una explicación.
-¿Adónde, entonces?
-Dentro de la ciudad no estaremos seguros en ninguna parte. A decir verdad, sospecho que nos encontraremos con fuertes tentáculos de ambos enemigos por todo Damara.
La expresión de Entreri se volvió muy tensa. Era evidente que sabía lo que se proponía el drow.
-Hay un castillo donde tal vez seríamos bienvenidos -confirmó Jarlaxle.
-¿Dónde seríamos bienvenidos o donde encontraríamos refugio?
-Lo que para un hombre es prisión, es para otro su hogar.
-El hogar de otro drow- corrigió Entreri haciendo reír a Jarlaxle.
-Continúa- le indicó el asesino a su amigo de piel negra después de un momento cuando un ruido proveniente del exterior les recordó que tal vez no habría mucho tiempo para disquisiciones filosóficas.
Jarlaxle se volvió hacia la puerta.
-¿Blanco, tal como habíamos acordado?- preguntó.
-Sí.
El drow abrió la puerta, a continuación hizo una pausa y miró hacia atrás. Manteniendo la puerta abierta de par en par se hizo a un lado y le indicó a Entreri que pasase delante hacia el pasillo.
Entreri pasó junto a él y atravesó el umbral.
-Azul- le dijo, y alzó la mano para retirar la estatuilla del dragón.
Jarlaxle se rió más fuerte aún.
-Son los hombres de Gareth, te lo digo yo- le aseguró Bosun Bruiseberry a su compañero. Bosun era como una rata increíblemente flaca y nervuda capaz de circular por los callejones y rincones más estrechos con la misma facilidad que si fueran anchas avenidas. Esto, por supuesto, provocaba una gran frustración en su compañero de caza, Remilar el Osado, un joven hechicero que tenía de sí mismo un concepto mucho más elevado que el que tenían de él sus compañeros y maestros de la Ciudadela de los Asesinos.
-De modo que los Juglares Espías también están interesados en el susodicho Artemis Entreri -conjeturó Remilar. No siguió hablando pues había estado a punto de tropezar al quedar su espléndida túnica azul prendida en el canto serrado de un tablón junto al edificio donde vivía Entreri.
-O en nosotros- aventuró Bosun-. Da la impresión de que aquel grupo del otro lado de la calle está vigilando a los muchachos de Burgey que están en el callejón de la izquierda.
-Intereses encontrados- respondió Remilar alargando las palabras con displicencia-. Muy bien. Entonces cumplamos nuestra misión con rapidez y marchémonos. No he interrumpido mi importantísima investigación para irme sin ese botín.
-Este tipo es peligroso, según cuentan, y su amigo el drow, todavía más.
Remilar lanzó un suspiro de protesta y pasó delante de su cauto compañero. Llegó al final del callejón, la esquina delantera del edificio, y echó una mirada a la calle que se extendía al otro lado.
Bosun avanzó muy pegado a él, incluso apoyó una mano en la espalda de Remilar, lo que hizo que el mago se pusiera tenso y lanzara otro suspiro de disgusto.
-Rápido, entonces- le dijo al joven asesino.
-Puedo introducirme en el interior y aparecer detrás de esa rata de Entreri- se ofreció Bosun-. Mientras tú los distraes, mis espadas harán el trabajo sucio. Traeré su oreja como prueba.
Puede que Remilar se sintiera impresionado, pero no lo demostró en absoluto.
-No tenemos tiempo para tu proverbial sigilo- respondió, y si Bosun hubiera sido un tipo con más luces, sin duda habría captado el tono sarcástico en el adjetivo-. En esta operación tú eres el señuelo y entrarás directamente por la puerta. Haz que salga, o que salgan si el drow está con él, y muéstrales tus espadas. Tienes que mantener sus pensamientos y acciones ocupados unos cuantos segundos, y yo lo derribaré con una andanada de rayos y una ráfaga de proyectiles que lo dejarán muy mansito. Sé rápido y decidido con la espada para cobrar el trofeo, su cabeza si no te importa, y con un chasquido de dedos yo haré que abandonemos este lugar y seamos teleportados a las colinas de las afueras de la Ciudadela.
Bosun trataba de asimilar todo esto con una expresión alelada. Tuvo la intención de poner objeciones, pero Remilar lo cogió por la pechera de la chaqueta y lo arrastró hasta el medio de la calle.
-¿Quieres enfrentarte a los Espías Juglares, o perder a Entreri frente a otros cazadores de recompensas? -preguntó.
De un edificio próximo salió un alarido, y los dos se dieron cuenta de que su plan ya iba con retraso. Bosun se abalanzó hacia la puerta y puso la mano en el pestillo.
En ese momento la puerta explotó ante sus mismísimas y sorprendidas narices, y fue arrancada de sus goznes cuando salió a la carga Entreri, montado en un semental alto y enjuto que exhalaba humo negro y llevaba cercos de fuego anaranjado en torno a los atronadores cascos. La montura, una pesadilla infernal surgida de un caballo mágico hecho de obsidiana, aparentemente no hada distinción entre obstáculos, ya que se enfrentó a Bosun, paralizado por la sorpresa, igual que había hecho antes con la puerta.
El asesino cayó bajo los estrepitosos e inclementes cascos. Fue a dar al suelo y se encogió, y quiso la suerte que quedara entre los dos cascos traseros cuando la pesadilla pasó al galope por encima de él. Sin embargo, la suerte no es eterna, ya que entonces salió del edificio la segunda pesadilla montada por el elfo oscuro. El pobre Bosun alzó la cabeza justo en ese momento, y los cascos de la segunda montura le aplastaron el cráneo.
Desde las sombras del callejón, Remilar, más listo que osado, improvisó, lanzando primero el tercero de los conjuros que había previsto.
A Calihye le temblaban las manos mientras abría el pequeño cofre, ya que era la primera vez que se atrevía a levantar aquella tapa desde su regreso de Palishchuk. Siempre había estado ocupada durante su breve estancia en este lugar antes de ir a la aldea de la Piedra de Sangre para la ceremonia, lo que había sido una buena excusa para no hacer esto. Era una tarea necesaria y penosa, casi más de lo que ella podía soportar.
Dentro del cofrecillo había chucherías y un collar, así como un pergamino enrollado con un dibujo hecho por uno de los mercaderes de una caravana que había pasado algún tiempo en Fuga. El artista había retratado a Calihye y a Parissus cogidas del brazo. Ahora, mientras lo miraba, a la elfa se le llenaron los ojos azules de lágrimas al traerle recuerdos de su querida Parissus.
Calihye pasó suavemente los dedos de una mano sobre la imagen. Era una pose muy natural y muy propia de las dos. Parissus, la más alta, permanecía erguida, mientras Calihye le apoyaba la cabeza sobre el hombro. Calihye cogió un pañuelo con la mano que le quedaba libre y se lo acercó a la cara. Cerró los ojos, con la imagen del dibujo muy arraigada en la cabeza, y respiró hondo, aspirando el perfume de su compañera perdida.
Los sollozos le agitaron los hombros y las lágrimas humedecieron el pañuelo. Unos instantes después, Calihye se recompuso con una respiración profunda y sostenida. Su expresión se volvió tensa mientras dejaba a un lado el pañuelo y el retrato. Sacó más chucherías: algunas joyas, un par de medallas que anteriores subcomandantes de la Puerta les habían otorgado a ambas, un collar de piedras preciosas variadas. La mujer hizo una pausa y sacó a continuación una barba falsa y un gorro de cuero marrón, un disfraz que Parissus solía llevar cuando ella y Calihye salían a recorrer tabernas en las distintas ciudades. Parissus hacía muy bien de hombre, pensó Calihye, y reprodujo mentalmente la voz hombruna que su amiga podía imitar cuando quería. ¡Cómo habían jugado con las sensibilidades de las gentes de las Tierras de la Piedra de Sangre y de otros lugares!
La mujer se topó finalmente con lo que había venido a coger: un frasquito de cristal lleno de sangre. La sangre de Calihye y de Parissus mezclada. Un recordatorio de la promesa que habían hecho.
-En vida y más allá- repitió en voz baja. Miró su daga, que estaba donde la había colocado, en una mesilla que tenía aliado, y continuó, como si le hablara a ella-. Todavía no.
Calihye sacó del bolsillo una pequeña cadena de plata que había comprado antes de partir en la aldea de la Piedra de Sangre. Mantuvo el frasquito ante los ojos, haciéndolo girar lentamente para poder ver el diminuto ojal dorado que tenía en el fondo. Con los dedos avezados de una ladrona consumada, Calihye pasó la cadena por el ojal, después la levantó y se colgó el poco corriente collar alrededor del delicado cuello de elfa.
Levantó la mano para cubrir el frasquito y luego se llevó otra vez el pañuelo a la cara para aspirar el perfume de Parissus.
Esta vez no lloró, y cuando retiró el pañuelo, su cara tenía una expresión absolutamente fría y compuesta, desprovista de emoción.
Remilar a punto estuvo de perder el hilo de sus pensamientos y su conjuro cuando vio que Bosun se arrastraba hacia él, chorreando sangre por la frente. El hombre, con una tremenda herida, extendió la temblorosa mano hacia él con expresión implorante, confundida, alucinada.
En el punto culminante de su conjuro, y poco dispuesto a abandonarlo, Remilar hizo gestos enérgicos con la cabeza a su compañero, indicándole que se diese prisa.
Sin saber de dónde, Bosun reunió sus últimas energías para seguir arrastrándose, pero Remilar sabía que no podría llegar a tiempo.
Al otro lado de la calle, hombres de la Ciudadela de los Asesinos salieron de entre las sombras para perseguir con flechas de fuego y conjuros a los dos prófugos, pero Remilar vio horrorizado que otros se sumaban a éstos, y sólo tardó un instante en darse cuenta de quiénes eran.
¡Los Juglares Espías estaban allí, y en gran número!
¿Acaso Entreri y Jarlaxle habían sido un cebo para la Ciudadela? ¿Acaso la traición de Entreri había sido simplemente una treta para poner a la red en el letal punto de mira de los Juglares Espías?
Remilar se quitó esas ideas de la cabeza y se dio cuenta de que había perdido también su conjuro. Hizo señas más vigorosas a Bosun, que seguía arrastrándose, y empezó otra vez con su formulación.
Bosun llegó a tiempo, cayó a los pies de Remilar y rodeó los tobillos del mago con los brazos. Remilar incluso se agachó y cogió al hombre por el hombro mientras liberaba su conjuro, que los transportó a kilómetros de distancia, hasta una ladera rocosa en el sur de Vaasa, a unos treinta kilómetros al este de la Puerta de Vaasa.
-Vamos- urgió Remilar a su postrado compañero-. Nos quedan doscientos metros colina arriba hasta la Ciudadela, y no voy a llevarte a cuestas. -Se agachó, tiró del hombre y negó con la cabeza cuando lo miró a los ojos, ya que Bosun no parecía muy consciente del lugar en que se encontraba.
Y lo cierto es que Bosun ni siquiera estaba allí, detrás de su mirada vacía. Estaba perdido en un torbellino de nieblas grisáceas y de luces brillantes y parpadeantes, la confusión producida por el ataque mental del psionicista, ya que Kimmuriel Oblondra había tomado posesión de su cuerpo.
Las pesadillas galopaban sobre el empedrado, lanzando humo y llamaradas de sus cascos de otro mundo. Jarlaxle obligó a Entreri a tomar una curva demasiado cerrada y su corcel infernal, negro como el carbón, derribó un carro que vendía pescado fresco. Los clientes salieron corriendo cada uno por su lado y el vendedor extendió los brazos encima del carro como escudo protector. ¡La cara de aquel hombre de mediana edad, pálida, desencajada, sería algo que Artemis Entreri no olvidaría en muchas semanas!
Al paso de los caballos al galope, el mercado se abrió en dos. La gente corría a trompicones, tropezaba, invocaba a uno u otro dios e incluso gritaba aterrorizada. Las madres cogían a sus niños y se abrazaban a ellos, meciéndolos y tranquilizándolos como si la muerte misma hubiera llegado ese día a la calle.
Jarlaxle parecía disfrutar de todo aquello, se dio cuenta Entreri. El drow incluso se quitaba el sombrero aquí y lo agitaba allí, dirigiendo en codo momento a su montura con mano experta mientras sorteaba a las multitudes.
Entreri acicateó a su corcel colocándose delante del drow, y tomando la delantera condujo a Jarlaxle, describiendo una curva cerrada, hacia una calle más tranquila.
-Los paisanos son una cobertura para nuestra huida- protestó Jarlaxle.
Entreri no respondió. Se limitó a bajar la cabeza y azuzar aún más a tu, caballo.
Dejaron atrás varias manzanas, girando a menudo y muy rápido, asustando a cuantos veían a sus pesadillas de fieros cascos. A lo lejos se oía a sus perseguidores, pero ellos avanzaban con demasiada rapidez y en una trayectoria demasiado errática y habían dejado mucha confusión en el punto de partida como para que se pudiese organizar una persecución ordenada.
-Tenemos que atravesar la puerta- dijo Entreri mientras Jarlaxle marchaba a su lado por una avenida ancha y prácticamente desierta.
-Y entonces, lo mío -respondió Jarlaxle.
Entreri le echó una mirada de curiosidad, sin entender nada. No obstante, no tenía tiempo para pensarlo en ese momento, ya que al volver la siguiente esquina a todo galope y en una curva cerrada, vieron ante sí la puerta norte de Heliogabalus. Estaba abierta, como siempre, pero un nutrido número de guardias iban por su mismo camino.
La reacción de esos guardias, que corrían y gritaban frenéticamente, les hizo ver con claridad que pronto bajarían el enorme rastrillo y las pesadas puertas de hierro empezarían a cerrarse.
Jarlaxle bajó la cabeza e hincó los talones en los ijares de su cabalgadura, y el caballo negro como el carbón aceleró, arrancando chispas al empedrado. Entreri se colocó detrás de él y también espoleó su montura. Ante él, Jarlaxle agitó los brazos y un globo de oscuridad apareció en el protegido parapeto que habla sobre las puertas abiertas. A continuación, el drow sacó el brazo hacia un lado y Entreri vio que Jarlaxle sostenía una delgada varita.
-Fantástico- musitó el asesino, suponiendo que su intempestivo amigo pensaba activar una bola de fuego o alguna otra magia destructiva que atraería sobre ellos una lluvia de flechas vengadoras.
Jarlaxle apuntó con la varita y pronunció una palabra de mando. Un globo de una sustancia verde brotó de la punta del artilugio y se colocó por delante de los jinetes, abalanzándose sobre el hombre que estaba accionando una manivela junto a la puerta. Jarlaxle ajustó los parámetros y lanzó un segundo globo, esta vez hacia las puertas mismas, y a continuación hizo correr aún más a su pesadilla.
El hombre que accionaba la manivela cayó hacia atrás y lanzó un grito, tirando en su caída del perno que sujetaba el rastrillo. La manivela empezó a girar y el rastrillo a caer delante de los jinetes.
Sin embargo, el globo mágico se empotró contra el mecanismo de la manivela, llenando los engranajes con aquella sustancia fuertemente adhesiva. El movimiento se frenó y la manivela se detuvo, dejando el rastrillo cerrado a medias, con lo cual quedaba espacio suficiente para que los jinetes pudieran pasar por debajo agachándose.
El segundo globo también dio en el blanco, dejando atascados los goznes de la puerta de la derecha, llenando el espacio y refrenando a los guardias que trataban de cerrar las puertas. Uno de ellos hizo intención de ir a por el globo, pero en ese momento todos gritaron y se hicieron a un lado al ver que los corceles infernales se les echaban encima.
Jarlaxle no había terminado ni mucho menos, y Entreri recordó con toda claridad por qué seguía todavía con su raro amigo elfo oscuro. La varita desapareció y el drow se pasó las riendas a la mano derecha. Extendió la mano izquierda y chasqueó los dedos, haciendo que apareciera un brazalete dorado que llevaba bajo la manga de su elegante camisa. La argolla le saltó a la palma de la mano y se la colocó delante de la cara.
Lanzaron contra ellos una flecha, a la que siguió una segunda. Jarlaxle sopló a través del aro, cuya magia multiplicó su soplo por mil creando ante él una barrera de viento que hizo que las flechas se desviaran sin producir el menor daño.
-Sígueme y no te separes de mí- le gritó el drow a Entreri, y entonces éste vio con horror que Jarlaxle invocaba un segundo globo de oscuridad en el espacio que quedaba entre las dos puertas apenas entreabiertas.
Jarlaxle bajó la cabeza, y tres zancadas poderosas lo colocaron debajo del rastrillo que crujía luchando contra el pegamento. Se sumergió en la oscuridad, y Entreri, rechinando los dientes por el horror que aquello le producía, se precipitó en pos de él.
Y entonces volvió la luz, o la luz relativa de la noche, comparada con la oscuridad invocada por Jarlaxle, y los dos partieron a todo galope por la carretera que salía del norte de Heliogabalus. Un par de flechas trataron de alcanzarlos por detrás, y una consiguió clavarse en el caballo de Entreri, pero las pesadillas no aminoraron la marcha y siguieron su camino llevando a sus jinetes muy, muy lejos.
Sin embargo, cuando había transcurrido un cuarto de hora y la ciudad se había perdido detrás de ellos sumida en la niebla de la noche, Jarlaxle sofrenó a su cabalgadura y, haciendo una cabriola, la sacó hacia un lado del camino.
-No hay tiempo para tus juegos- lo urgió Entreri.
-¿Pretendes cabalgar directamente hacia la Puerta de Vaasa?
-A cualquier sitio que no sea éste.
-Entonces Knellict, o uno de los magos de Gareth, o tal vez ambos. Formularán un conjuro y se aparecerán ante nosotros, como sucedió en el camino al sur de Palishchuk cuando volvíamos del castillo. -Dicho esto, el drow desmontó, yen cuando tocó el suelo despidió a su montura, se agachó, recogió la estatuilla de obsidiana y la puso en su bolsa a buen recaudo.
Entreri seguía montado en su caballo sin hacer el menor ademán de seguirlo.
Aparentemente imperturbable, Jarlaxle sacó otra varita de un bucle del interior de su capa, una de las varias que allí había, la levantó ante sí y le dirigió a su compañero una mirada inquisitiva.
-¿Vas a venir conmigo o no?
Entreri echó una mirada a la llovizna y la oscuridad que lo rodeaban y con un suspiro se dejó caer de la silla. Dijo la palabra de mando y, tras reducir la pesadilla a una estatuilla diminuta, la recogió y se acercó al drow no de muy buena gana.
Jarlaxle le tendió la mano que le quedaba libre y Entreri la cogió. Un instante después, unos remolinos de colores surgieron en el aire rodeándolos. Todo en derredor se veían franjas amarillas y destellos azules seguidos de una súbita distorsión desorientadora de la percepción visual, como si toda la luz, las estrellas y la luna empezaran a deformarse y a curvarse.
Una repentina negrura se cernió sobre ellos, un acceso de inexistencia tan profundo como el propio momento de la muerte.
Poco a poco, Entreri fue adaptándose a su nuevo entorno, el rincón donde una gran muralla de factura humana se encontraba con una imponente pared de piedra natural. Cuando consiguió orientarse se dio cuenta de que era el extremo occidental de la Puerta de Vaasa, y vio entonces el campamento montado en la planicie conocida como Fuga.
-¿Por qué no lo hiciste desde un principio?- inquirió el aturdido asesino.
-No hubiera producido un efecto tan espectacular.
Entreri iba a responder, pero se mordió la lengua al comprender el pragmatismo en que se había basado la decisión de Jarlaxle. De haber usado el drow su varita mágica para sacarlos de la ciudad, los restos del conjuro podrían haber sido reconocidos por sus enemigos que rápidamente habrían deducido cuál era su destino. De esta manera, habiendo salido a caballo de la ciudad de una manera tan visible, era posible que hubieran ganado algo de tiempo.
-Dispones de una hora- lo informó Jarlaxle-, ni un minuto más. Partiremos hacia el norte a toda velocidad.
-¿Para escondernos en el castillo?
-Tú te olvidas de los poderes que tiene el castillo. Te puedo asegurar que no nos esconderemos.
-Da la impresión de que ya lo hubieras preparado todo- comentó Entreri, que no tenía la menor duda de que eso era precisamente lo que había hecho.
-¿Vas a traer contigo a la semielfa?- la pregunta de Jarlaxle pilló a Entreri desprevenido-. Después de todo, puede que carezca del sentido común de Athrogate y, por una lealtad que no te mereces, decida acompañarnos.
-¿Y crees que sería una tontería? ¿Significa eso que no tienes la confianza que aparentas?
Jarlaxle se rió de él.
-Ella no está implicada en nada de esto. No tiene nada que ver con Knellict ni con Gareth, sea lo que sea que cualquiera de ellos conozca de tu relación con ella. Haríamos bien en mantenernos a distancia durante un tiempo. En cuanto estemos establecidos en las tierras del norte, Calihye podrá ir hacia allí, a caballo, sin ocultarse de nadie. Hasta ese momento, podría resultarnos más valiosa, y sin duda estará más segura, si mantienes una distancia entre tú y ella. Por supuesto, suponiendo que tu entrepierna lo soporte...
Entreri entrecerró los ojos y apretó los dientes, y Jarlaxle se limitó a reír por lo bajo.
-Como quieras- le dijo el drow acompañando sus palabras con una gran reverencia, tras lo cual se alejó siguiendo la muralla.
Entreri se mantuvo oculto entre las sombras un instante considerando las opciones que tenía. Sabía dónde encontrar a Calihye, e inmediatamente decidió lo que le diría.
Los dedos de Calihye temblaban al recorrer el delicado contorno del rostro de Parissus en el precioso retrato. Cerró los ojos y pudo sentir otra vez la suavidad de las mejillas de su amiga, la tersura de la piel sobre la dura y fuerte tensión de los músculos.
Sabía que nunca iba a encontrar nada igual y los ojos azules se le humedecieron una vez más.
Reprimió las lágrimas, dejó el retrato y, al volverse en redondo tras oír que la puerta se abría, vio entrar a Artemis Entreri en la habitación que tenía alquilada en el complejo de la Puerta de Vaasa.
-He llamado- le explicó el hombre en voz baja-. No pretendía sorprenderte...
Calihye, tan diestra y lúcida como siempre, se puso de pie y corrió hacia su amante.
-No te esperaba- dijo, confiando no haber exagerado demasiado su entusiasmo. Rodeó el cuello del hombre con los brazos y lo besó apasionadamente.
Entreri le devolvió el beso más que complacido.
-He cambiado mis planes- dijo después de demorarse largamente en los labios de la mujer-. Vuelvo a encontrarme en el ojo de un huracán llamado Jarlaxle.
-¿Tuvisteis que huir de Heliogabalus?
Entreri rió entre dientes.
-¿Perseguidos por Knellict o por Gareth?
-Sí- respondió Entreri con una ancha sonrisa antes de volver a besar a Calihye.
Pero la mujer lo apartó poniéndole las manos en los hombros.
-¿Qué harás? ¿Adónde vamos?
-Nosotros no- la corrigió Entreri-. Yo voy directamente hacia el norte. Al castillo que hay al norte de Palishchuk.
Calihye negó con la cabeza. Su rostro mostraba una evidente confusión.
-Todo se resolverá- le prometió Entreri-. Y pronto.
-Entonces voy contigo.
Entreri ya negaba con la cabeza antes de que ella terminara de exponer sus razones.
-No- le dijo con suavidad-. Te necesito aquí. Aquí puedes ser mis ojos, pero eso no será posible si alguien conoce nuestra relación.
-Ya nos han visto juntos -le recordó ella.
-Esas vinculaciones no son raras ni inesperadas, y generalmente no son indicativas de nada más.
-¿Es eso lo que sientes?- preguntó la mujer con un deje de dureza en la voz.
Entreri le sonrió.
-No se trata de lo que yo sienta, ¿entiendes? Se trata de cómo estamos o de cómo nos vean los demás, eso es lo que importa. Tuvimos una relación breve e intensa, pero nos separamos en la aldea de la Piedra de Sangre y cada uno de nosotros siguió con su vida.
Calihye sopesó sus palabras, lo consideró todo durante unos instantes y luego negó con la cabeza.
-Será mejor que vaya contigo- insistió, y apartándose de él se dirigió al estante donde tenía sus avíos de viaje.
-No- dijo Entreri en un tono que no admitía discusión.
La mujer se alegró de estar de espaldas, de lo contrario él habría notado su repentino gesto de contrariedad.
-No es prudente, y no estoy dispuesto a hacerte correr semejante peligro -explicó Entreri-. Y tampoco estoy dispuesto a renunciar a la ventaja de tenerte como aliada secreta.
-¿Ventaja?- le soltó Calihye volviéndose a mirarlo-. ¿Entonces es ése tu único objetivo en la vida? ¿Buscar ventaja? ¿Renuncias al placer a cambio de una ventaja táctica que tal vez ni siquiera vayas a necesitar?
-Considerado de esa manera, sí -replicó él.
Calihye se puso tensa, como si hubiera recibido un golpe.
-No permitiré que mi entrepierna ni mi corazón nos lleven al desastre- le dijo el asesino-. Tengo ante mí un oscuro camino, pero creo que será un trayecto corto. -De repente su tono cambió. Ya no era áspero y grave, sino íntimo y serio-. No voy a arrastrar a Calihye a la perdición por mi egoísmo- explicó en voz baja-. No estaremos apartados mucho tiempo, tal vez incluso menos de lo que habíamos previsto en un principio.
-O quizá mueras en las tierras del norte, sin mí,
-En ese caso, estaría doblemente agradecido de no haberte llevado conmigo.
Calihye trató de deshacer la maraña de pensamientos y de encontrar una respuesta adecuada.
¿Debía enfadarse con él? ¿Debía sentirse insultada? ¿Debía agradecerle anteponer su seguridad a sus propios deseos? Se sentía cada vez más envuelta en una red compleja donde incluso sus emociones tenían que hacer una finta tras otra.
-No he venido para discutir contigo- dijo Entreri con una voz que había recuperado la templanza.
-¿Entonces para qué? ¿Para hacerme tuya una última vez antes de salir de mi vida?
-Es una pena, pero no tengo tiempo- respondió-. Y no voy a salir de tu vida. Esto es temporal. Pensé que era mi obligación mantenerte al tanto de mis viajes.
-¿Tienes la obligación de decirme que tal vez mueras a manos de otra persona?- preguntó Calihye, y en un momento de suprema crueldad se preguntó qué cara pondría Entreri en caso de desentrañar el doble significado de sus palabras.
Era evidente que no lo había percibido, porque empezó a negar con la cabeza mientras se acercaba lentamente.
Calihye reparó en su cinturón y en la daga que tenía sobre la cadera. En ese momento la puerta se abrió y Jarlaxle asomó la cabeza en la habitación.
-Ah, menos mal que sigues de pie- observó con un guiño exagerado.
-Dijiste una hora- le gruñó un Entreri frustrado volviéndose a mirarlo.
-Me temo que subestimé la inteligencia de nuestros enemigos- admitió el drow-. Dale a la chica un beso de despedida y marchémonos. Creo que habría sido preferible cinco minutos antes.
Entreri se volvió hacia Calihye. No la volvió a besar. Se limitó a cogerla de las manos y a encogerse de hombros.
-No será por mucho tiempo -prometió antes de marcharse en pos del elfo oscuro.
Calihye estuvo un buen rato mirando la puerta que se había cerrado Iras ellos. Sus emociones pasaban de la confusión al miedo, del miedo al enfado, y el remolino volvía a empezar. Miró el retrato de su amiga perdida y se preguntó si Entreri se perdería de vista en las tierras desérticas de Vaasa.
Sin embargo, no encontró ninguna opción. Lo único que pudo hacer fue cerrar los puños y apretar los dientes sobre su frustración.