7

Sombras

Para un habitante de la superficie eran sombras, manchas de oscuridad desconcertante que resultaban todavía más difíciles de descifrar por las zonas de luz que había junto a ellas. Para Jarlaxle, sin embargo, que había pasado siglos deambulando por el abismo sin luz denominado Antípoda Oscura, estas «sombras» no eran más que zonas de iluminación más tenue, de ahí que el drow no tuviera el menor problema para detectar al hombre agazapado junto a una pila de escombros en el callejón aledaño al edificio donde él y Entreri compartían un apartamento en la segunda planta. Tan penosamente evidente resultaba aquel necio que Jarlaxle tuvo que hacer grandes esfuerzos para no reírse de él al pasar hacia la escalera de madera que llevaba a la puerta de entrada de la casa.

Al llegar al pie de la escalera, el drow echó una mirada en derredor con aire displicente. Como no podía ser de otro modo, detectó a un segundo hombre que se deslizaba por el tejado de un edificio vecino,

-¿Qué has hecho, Artemis?- preguntó en un susurro.

Empezó a subir la escalera, pero se detuvo en seguida y se volvió, haciendo como que había olvidado algo. En su representación llegó incluso a chasquear los dedos en el aire antes de desandar rápidamente el camino por el que había venido.

Lo estaban observando, lo sabía, y era probable que fueran más de dos.

A pesar de todo, ¿cómo iban a sorprenderse de su decisión de entrar en la panadería de Piter con el dulcísimo aroma que salía por la puerta abierta?

El rodeo del drow tal vez hubiera engañado a quienes pretendían tenderle una emboscada, pero fue mucho más lo que le reveló a Artemis Entreri, que estaba vigilando desde su apartamento, apostado junto a la pequeña ventana que daba a la calle. Él sí entendió el significado de los movimientos algo exagerados de Jarlaxle: el chasquido de los dedos y la fingida expresión de haberse olvidado algo. Jarlaxle jamás olvidaba nada.

Como ya estaba en guardia, plenamente consciente de haber despertado la ira de un archimago asesino, era como si Entreri hubiera estado mirando a través de los ojos de Jarlaxle en ese momento.

No tenía duda de que había por los alrededores hombres de la Ciudadela y de que Jarlaxle los había visto.

Todo eso no hizo más que confirmar lo que Entreri había oído hacía un momento: unas pisadas leves sobre el techo de cobre del edificio de al lado.

Después de esperar un poco más para ver si alguien seguía el rodeo de Jarlaxle hasta la panadería de Piter -y de ver que nada de eso sucedía-, el asesino volvió hacia el centro de la habitación y consideró qué acción debería emprender. Pero sólo lo hizo brevemente, pues era evidente que estaba en inferioridad numérica, y la primera regla en estos casos era no dejarse arrinconar. Rápidamente se dirigió a la puerta, sacó la espada y la daga y, abriéndola de un puntapié, la atravesó corriendo tras pronunciar la contraseña «blanco», para que la magia de su trampa no lo matara allí mismo.

Al pasar bajo el quicio de la puerta, dio un salto y enganchó la daga en la cadena de plata que sostenía la estatuilla de un dragón rampante cuyos ojos brillaban como piedras lunares. Un giro de muñeca hizo que el dragón quedara colgando un momento en la hoja de su daga, otro movimiento ágil de la mano depositó la figurita en una bolsa y un tercero, ejecutado con tanta precisión y velocidad que casi no se vio, devolvió la daga a su vaina. La daga entró, no obstante, enganchada todavía a la delgada cadena de la estatuilla que descansaba en un bolsillo próximo.

En tres rápidos pasos, Entreri bajó al vestíbulo, llegó a la puerta de la calle, a la galería y, bajando la escalera, salió al exterior. Pensó en pararse a inspeccionar si sus huéspedes no invitados habían colocado trampas en el portal, pero sospechando que no tenía tiempo, se limitó a colocarse de lado y a abrirse paso embistiendo con el hombro. En la galería, giró velozmente a la izquierda, hacia la escalera, y bajó en una, dos, tres zancadas. En ese momento, a mitad todavía de la escalera, se deslizó por la barandilla, que le llegaba a la cintura, sujetándose de ella con la mano libre y deslizándose por la pendiente hasta llegar al suelo. Una voltereta le permitió amortiguar el golpe cayendo de pie y corriendo sin solución de continuidad. Atravesó la calle a la carrera y pudo sentir sobre sí la mirada de los arqueros.

Había un pequeño carro de dos ruedas cargado de fruta frente a la escalera de Entreri. El jovial vendedor y su hijo adolescente mantenían un diálogo intrascendente con una pareja joven que examinaba la mercancía, una escena muy característica de las calles de Heliogabalus.

O tal vez no, reconoció Entreri al acercarse, pues se dio cuenta de que el cuarteto no reaccionaba con rapidez a su repentina e inesperada aparición ni a su evidente prisa, ni siquiera al hecho de que blandiera una espada roja de fabuloso diseño en una mano. Miró a la cara al barbudo vendedor apenas un instante, que le bastó para ver un destello de reconocimiento en sus ojos oscuros. No el gesto de un vendedor corriente que pudiera haberlo visto pasar una docena de veces, sino el de un hombre que ha dado por fin con aquel al que estaba buscando.

Entreri marchó a la carga en cuanto oyó a un lado el chasquido de una ballesta al que siguió inmediatamente el silbido del virote surcando el aire a su espalda. Invirtió el sentido de la daga en plena marcha, pero manteniendo la hoja cuidadosamente inclinada para que no se desprendiese la cadena de plata al sacar la estatuilla del bolsillo.

La pareja de jóvenes que estaba delante del carro se despojó de sus capas de campesino y dio la vuelta en redondo con las armas preparadas, pero Entreri cargó con una rápida estocada y retroceso que los hizo caer en direcciones opuestas.

Un salto puso a Entreri junto al carro, y otra acometida le permitió superar al «vendedor» y a los dos más jóvenes y atravesar el espacio que lo separaba de la entrada del callejón. Su brazo se disparó hacia lo alto justo cuando pasaba por debajo de una viga que unía los edificios, y en ella clavó su daga, dejando la estatuilla del dragón balanceándose de ella. Más que correr, se lanzó en picado hacia el suelo, ya que sabía muy bien el poco margen que tenía dado lo cerca que estaban sus perseguidores.

También sabía que dichos perseguidores no pronunciarían la contraseña y no identificarían debidamente al dragón.

Todavía seguía dando volteretas y gateando, cualquier cosa que le permitiera avanzar por el callejón, cuando la trampa se disparó justo detrás de él y sintió una ráfaga gélida que lo heló hasta los huesos y le dejó una roja quemadura en el tobillo. Trató de ponerse de pie, pero esa pierna se le quedó entumecida y se dio de bruces contra el empedrado. Se revolvió y dio un salto mortal mientras lanzaba estocadas transversales, pues estaba seguro de que otro de los asesinos lo perseguía todavía.

Con el pastel en la mano, Jarlaxle se apoyó despreocupadamente en el mostrador de Piter y observó a la pareja compuesta por un hombre y su menuda y bonita amante que entraban por la puerta. No hadan más que mirarse el uno al otro y reír por lo bajo.

Jarlaxle sabía reconocer una representación cuando se le ponía delante.

-¡Ah, amor juvenil!- declamó con tono teatral-. Buen Piter, les pagaré gustoso sus pasteles.

Los dos miraron a Jarlaxle con expresión justificadamente confundida. Le arrojó el pastel al hombre, pero demasiado alto, de modo que cuando éste se dispuso a cogerlo, el movimiento le levantó el ruedo del chaleco dejando ver un par de dagas de empuñadura muy usada.

El segundo pastel lo arrojó Jarlaxle con más fuerza y sin la menor intención de que el hombre, de expresión perpleja, lo cogiera.

-¿Qué es esto?- gritó la mujer cuando el pastel se le aplastó a su amante en la cara y éste aulló de dolor.

-Jarlaxle, ¿qué te propones?- preguntó Piter.

-¡Me han matado!- gritó el hombre, sorprendido. Se llevó la mano a la cara, y cuando se quitó la crema dejó ver un pequeño dardo que iba escondido en el pastel y que ahora tenía clavado en la mejilla. Trató de asirlo con las manos temblorosas, pero al parecer no pudo.

A su lado, la joven gritaba y lloraba.

Jarlaxle había doblado los brazos, poniendo las manos junto a los hombros, dispuesto a bajarlos y a hacer salir un par de hojas de los brazaletes mágicos que llevaba en las muñecas. Podía hacer surgir dagas con el pensamiento y a continuación alargarlas transformando las armas mágicas en espadas con un movimiento de los brazos.

Sin embargo no lo hizo, porque la reacción de sus víctimas no fue la que esperaba. Al menos la de la chica, porque el hombre se desplomó, como era lógico, con los ojos en blanco y echando espuma por la boca.

-¡Jarlaxle! -gritó Piter acudiendo presuroso junto a su socio inversor-. ¿Qué has hecho? ¡Oh, Clairelle! ¡Oh, Mischa!

Jarlaxle carraspeó mientras Piter se acercaba a ayudar a Clairelle a sujetar el cuerpo inerte de su amado.

-¿Los conoces?- preguntó en voz baja.

Un Piter atribulado se volvió a mirarlo.

-¡Éstos son la hija de Maringay y su futuro esposo! Son vecinos tuyos. Se van a casar en primavera y yo voy... iba a hacerles la tarta de bodas... ¡Vaya! ¿Qué has hecho?

-Sólo lo he dormido, eso es todo- explicó Jarlaxle pasando aliado de los tres y yendo hacia la puerta-. No dejes que salgan, hay asesinos sueltos.

Clairelle lo golpeó y lo cogió al pasar por la pernera de sus mallas.

-Fue por su propio bien -mintió el confundido elfo-. Tu galante amado habría querido hacerse el héroe, sin duda, y te aseguro que no es el momento-. Cierra la puerta, Piter, y que se queden dentro. ¡Si salís os jugáis la vida!

Jarlaxle liberó la pierna, se tomó el tiempo necesario para hacer una reverencia a la atribulada joven y se marchó rápidamente. Salió a la calle como un torbellino, poniendo en duda de repente todo lo que había visto y supuesto.

Sin embargo, al salir oyó el tumulto un poco más abajo, frente a su apartamento. Un hombre salía tambaleándose del callejón, blanco, cubierto de hielo de pies a cabeza y caminando torpemente, con rigidez. Chocó con el carro de la fruta y el golpe hizo que se derramaran por la calle las manzanas.

También las manzanas estaban congeladas, hasta tal punto que algunas se rompieron como si fueran de cristal al chocar contra el empedrado.

-Entreri- dijo el drow en un susurro.

Se deslizó un anillo en el dedo y cerró el puño para liberar su magia. Dio un salto en alto, de tres metros o más, y fue a aterrizar suavemente sobre el tejado de la tienda de Piter, donde rápidamente se volvió invisible.

Entreri avanzó dando tumbos hasta el extremo del callejón, que estaba cegado por un muro delante del cual se alzaba una pila de cajas rotas y viejos muebles de madera. Había pensado en utilizar la pila para saltar la pared y salir corriendo por la calle paralela a la suya, pero para entonces las piernas casi no le respondían, y una de ellas pasaba del entumecimiento absoluto a un dolor generalizado y ardiente. Al volverse vio al supuesto vendedor y a su «hijo» inmóviles en el suelo y cubiertos de escarcha. Un tercer asesino, uno de los que se habían hecho pasar por clientes del vendedor, estaba apoyado en la pared del callejón aparentemente congelado en su sitio, con los ojos abiertos y las pestañas blancas de hielo. Su compañero salió a trompicones a la calle, detrás de él, pasó por encima del carro de la fruta parcialmente congelado y cayó sobre el empedrado donde se quedó indefenso y tiritando, probablemente a punto de morir.

Pero ya venían más. Entreri se dio cuenta al ver un par de formas que corrían hacia la izquierda de su campo visual, al otro lado de la calle.

Entreri se dio cuenta de que tenía problemas. Se apoyó en la pila de maderas para ponerse de pie y trató de andar, pero se le torció el pie entumecido haciéndolo tropezar. No obstante, se mantuvo fuertemente agarrado y no se cayó, sino que aprovechó la inercia para impulsarse hacia atrás y esconderse detrás de algunas cajas mientras se volvía.

Una forma oscura se deslizó por la esquina izquierda de la salida del callejón, pegada a la pared en la que se apoyaba mientras avanzaba centímetro a centímetro para no caerse por la superficie helada. Un segundo asesino acudió un poco más rápido y resbaló en el hielo. Cuando sus pies alcanzaron terreno seco, dio unos cuantos pasos vacilantes hacia adelante.

Si las piernas se lo hubieran permitido, Entreri habría saltado a interceptarlo, derribando a aquel necio tambaleante antes de que superara aquel andar a tumbos.

Pero las piernas no se lo permitieron. A duras penas podía moverse y mucho menos emprender un ataque.

El hombre recuperó el equilibrio y se irguió para enfrentarse al asesino con una reluciente espada en ristre y una pequeña rodela sujeta con correas al otro brazo. Permanecía fuera de alcance y agazapado en actitud defensiva mientras miraba hacia atrás repetidamente a su compañero que avanzaba lentamente.

-A ver si te das prisa- susurró con tono áspero-. Tenemos a la rata acorralada.

-La rata que vomita como un dragón blanco- replicó el otro.

-Sí, venid a congelaros- faroleó Entreri. Se colocó medio de lado para no dar la impresión de apoyarse demasiado sobre la pared, pero la verdad, de no haber sido por aquella barrera que tenía tras él, habría caído al suelo. Los apuntó con la impresionante espada, incitándolos con el movimiento de la hoja de color rojo.

El hombre más próximo se irguió un poco y se apartó un paso.

-Fue una trampa colocada en el callejón, y no puede volver a repetirla- dedujo el hombre más próximo a Entreri descubriendo el farol.

-Como gustes- dijo Entreri con una risita maliciosa mientras agitaba la espada a modo de invitación. Contuvo un suspiro de alivio cuando el hombre retrocedió medio paso más, ya que sintió en las piernas un cosquilleo indicador de que estaba empezando a recuperar la sensibilidad, de que la sangre empezaba a fluir otra vez. Era necesario un entrenamiento como el suyo para reprimir una mueca de dolor en los instantes que siguieron, pero él sabía muy bien que no podía permitírsela en las presentes circunstancias.

Si atacaban con decisión, estaba perdido.

-Supongo que os ha enviado Knellict -dijo-. Me prometió emplearme como instructor, aunque cuando os vea muertos a los seis tal vez piense que me tomo demasiado en serio mi trabajo.

Los dos hombres, que ahora estaban uno aliado del otro, intercambiaron miradas nerviosas, y lo más importante para Entreri: no avanzaron ni un centímetro.

Pero entonces uno de ellos, el que había llegado el último, se enderezó y se relajó soltando una risita.

-Piensa que sólo somos seis- dijo dándole una palmadita en el hombro a su compañero que, tonto de él, imitó la risita estúpida del otro.

Entreri captó el significado y lamentó tener que morir de esa manera. Atacado desde arriba, sin duda, y sin poder defenderse desde ese ángulo.

A pesar de su velocidad, a pesar de su sigilo, a pesar de los desniveles y pendientes de los diversos tejados, Jarlaxle no perdía la orientación. Sabía exactamente dónde se encontraba en todo momento, y cuando vio a los dos hombres de pie y estudiando el callejón, uno de ellos agazapado y con una ballesta en la mano, apuntando hacia abajo, imaginó en seguida cuál era su objetivo.

La mano del drow salió como un relámpago de debajo de su capa sosteniendo una de las armas favoritas de su raza: una ballesta de mano. Disparó y observó con satisfacción cómo se retorcía el ballestero al sentir la punzada del diminuto proyectil. El otro hombre, sorprendido, miró al arquero, pero el de la ballesta no estaba en condiciones de responder pues ya se balanceaba por efecto del soporífero veneno y se inclinaba hacia adelante a punto de caerse.

El otro lo sujetó.

Jarlaxle buscó en su interior, invocando su magia innata de elfo oscuro. Se presentó la forma de un globo de oscuridad absoluta que cubrió a los dos proyectos de asesino.

Jarlaxle oyó los movimientos, el gruñido y el grito. Contempló con gusto, aunque sin sorpresa, el movimiento hacia el borde del tejado, justo debajo del globo de oscuridad, cuando el arquero cayó hacia adelante arrastrando consigo al compañero que lo tenía sujeto.

-¿Qué has hecho, Entreri?- se volvió a preguntar Jarlaxle en un susurro mientras se desvanecía en medio de los tejados tratando de encontrar un lugar desde donde pudiera tener una buena vista del callejón.

Entreri reaccionó instintivamente al captar el movimiento con el rabillo del ojo. Se lanzó hacia el lado opuesto del estrecho callejón poniendo el mayor cuidado en no perder el equilibrio, ya que aquel par de rufianes avanzaba. Aparentemente envalentonados por la llegada de refuerzos, se lanzaron a la carga.

Entreri avanzó de repente, espada en ristre, mientras los recién llegados caían junto a él. No obstante, se refrenó ya que su ataque no era más que una finta, un intento de ganar tiempo para poder atender a esta nueva amenaza. De haber sido él un luchador menos avezado, la única actuación posible habría sido una carga desesperada, un intento de atravesar la barrera de los dos atacantes y salir corriendo.

Pero Entreri no estaba por la labor de abandonar una pelea, ni ésta ni ninguna otra.

A punto estuvo de caer cuando se detuvo de forma tan abrupta, ya que todavía no había recuperado plenamente la sensibilidad de una de las piernas. No obstante, disfrazó con elegancia el mal paso, ya que cayó contra la pared del callejón y rebotó en ella para recuperar el equilibrio.

Dio la vuelta en redondo y casi quedó paralizado por la confusión al ver la madeja formada por los dos recién llegados, que se habían dado un golpe morrocotudo al caer entre los escombros. Uno yacía totalmente quieto e inerte, y el otro se retorcía de dolor, cogiéndose ora la muñeca, ora el tobillo, ora la rodilla, ya que en los tres sitios había sufrido algún grave deterioro. Entreri lo entendió todo un instante después cuando, al alzar la vista hacia el lugar de donde habían venido, vio un globo de negrura encantada que flotaba en el aire.

Jarlaxle.

Como los otros dos se abalanzaban sobre él, Entreri se lanzó sobre los refuerzos y clavó la espada, hundiendo la Garra de Charon hasta la empuñadura en el hombre inconsciente de arriba yen el otro que estaba debajo. El primero no produjo un solo sonido, como si ya estuviera muerto, pero el de abajo gritó y se revolvió.

Entreri no tenía tiempo para acabar con él. Arrancó la espada, cuya retracción se produjo acompañada de un chorro de sangre, y se dio la vuelta justo a tiempo para repeler con la Garra de Charon una espada y empujar rápidamente hacia arriba la daga y el brazo del otro hombre para neutralizarlo. El asesino trató de aprovechar su ventaja lanzando repetidas estocadas hacia adelante, no con la esperanza de alcanzar a sus hábiles adversarios, sino más bien para obligarlos a retroceder y conseguir un margen de maniobra, y también para poder reaccionar en caso de que el hombre de debajo de la pila tuviera todavía capacidad de respuesta.

Puso el pie de atrás perpendicular a sus enemigos y al otro que tenía adelantado. Lo movió hasta tocar el talón del delantero, donde lo afirmó y avanzó un paso. Repitió el movimiento varias veces, avanzando a pasos rápidos y obligando a los otros a retroceder. Todavía no sentía uno de los pies, pero cada uno de sus pasos era firme y seguro, reforzado por la coordinación de un pie contra otro y usando la pierna que sí sentía para asegurarse de afirmar muy bien la otra.

Por fin, justo antes de llegar a la zona resbaladiza por el aliento del dragón, la pareja consiguió lanzar un contraataque coordinado. Se separaron más y se colocaron levemente ladeados para tener un mejor ángulo de ataque.

Entreri se dio cuenta de que se le había agotado el ímpetu. Se replegó flexionando las piernas en una postura defensiva, con las piernas abiertas y equilibradas, aunque una de ellas todavía estaba un poco rígida y con menos movilidad de la que aparentaba.

-¡Anda, ha matado a Wyrt!- gritó el bribón de la derecha, el que esgrimía la espada.

-¡Cierra la boca, idiota!- le soltó su compañero.

-Os reuniréis con él, y pronto -prometió Entreri. No tenía costumbre de hablar a sus adversarios en combate, pero estaba tratando de ganar tiempo. Sentía cosquilleo y ardor en la pierna, y tenía que reprimir los gestos de dolor ante aquellas incómodas sensaciones.

El hombre de la daga cargó, y Entreri trató de interceptar el ataque con la Garra de Charon, pero el tipo era rápido y astuto, y retrajo el brazo fuera del alcance de la espada lanzando a continuación un segundo ataque.

Él mismo no se lo podía creer.

Pues incluso apoyándose en una sola pierna, incluso distraído por el dolor y el entumecimiento y el equilibrio forzado, Entreri retrajo a su vez sin problema su espada. De hecho ya empezó a preparar el movimiento antes de que su oponente comenzara a retirar la daga.

Y Entreri sabía que en aquello había algo más que su finta.

Por un lado arremetió el otro hombre lanzando una estocada, pero la Garra de Charon se cruzó en un fluido movimiento, interceptando la espada y obligándolo a retroceder.

Entreri confió todo su peso a la pierna izquierda, la pierna entumecida. Tenía que fiarse de ella, y la afirmó bien, pivotando con la pierna derecha hacia atrás ante la prevista arremetida renovada de la daga.

La cuchillada se quedó corta, aunque la punta del arma le rozó la cadera en el retroceso.

Hay que reconocer que el atacante reconoció su error de inmediato y saltó hacia atrás en previsión de un contraataque.

Eso también lo previó Entreri, y en lugar de lanzarse en pos de él, cruzó la Garra de Charon hacia el Otro lado, invocando esta vez la magia I de la espada, que dejó en el aire una estela de cenizas opacas a modo de escudo visual entre él y su adversario.

Sabía que instintivamente el hombre se enderezaría antes de arrastrar los pies hacia atrás, y ése fue el momento que aprovechó Entreri para dejarse caer sobre una rodilla y lanzar una estocada de través por debajo de la pared de cenizas.

Sintió el impacto y el tirón del ligamento y el hueso, que se resistían al cruento tajo, antes de que el espadachín lanzara un aullido de dolor.

Entreri se incorporó con un giro completo, de izquierda a derecha, que terminó en el punto preciso para encarar al hombre de la daga. Un golpe que sonó al otro lado le reveló que el de la espada había caído de espaldas y estaba fuera de combate al menos por un rato.

Instintivamente, Entreri cruzó la espada para parar el ataque, y, como era de prever, la daga voló hacia él y fue interceptada por la hoja roja -y sedienta de sangre- de la Garra de Charon.

El tipo sacó otra daga.

Entreri le dedicó una sonrisa feroz.

Entonces el hombre dio la vuelta y salió corriendo, pidiendo clemencia a cada paso. Sólo consiguió dar un par de ellos antes de llegar al hielo y resbalar cayendo de bruces. Entre gritos y tumbos siguió su camino, como si esperara que en cualquier momento le asestaran el golpe mortal. Por fin llegó a terreno seco y se alejó a toda carrera calle abajo.

Entreri se limitó a mirarlo, divertido.

Un grito agudo proveniente de detrás de él, seguido por un gorgoteo, hizo que se volviera. Allí estaba Jarlaxle, limpiando la sangre de una daga tras haber rematado al hombre de debajo.

El drow se quedó un largo instante mirando a Entreri, preguntándole sin palabras a qué venía todo esto. Entreri se limitó a devolverle la mirada sin responder nada. Por fin, Jarlaxle desvió levemente la vista.

-Encantador -dijo.

Entreri siguió la mirada del drow hacia donde el muro de ceniza empezaba a disiparse. Allí, justo donde antes había estado de pie el espadachín, estaban sus dos pies, cortados a la altura del tobillo. El resto estaba más atrás, tirado contra la pared, con las manos temblorosas y ensangrentadas levantadas pues ya había desistido de parar la hemorragia.

Jarlaxle se encaminó hacia donde estaba el hombre y lo miró desde su posición dominante.

-Te estás desangrando -le explicó con calma-. Será una muerte lenta, pero no más dolorosa de lo que has sufrido ya. Sin embargo, empezarás a sentir frío, y no te asustes cuando veas que el mundo se vuelve oscuro ante tus ojos.

El hombre se estremeció y alzó las manos implorante.

-Tal vez si te prestaras a decirnos...- empezó a decir Jarlaxle.

El hombre negó con la cabeza con furia, o al menos empezó a hacerlo, hasta que Entreri acudió junto a su amigo y clavó la espada en el corazón de aquel mentecato.

Acto seguido, arrancó la espada, echó una breve mirada a Jarlaxle y, sin mediar palabra, atravesó el callejón para recuperar su daga y la estatuilla del dragón.

-Como veo que no tratas de conseguir respuestas, presumo que ya las tienes- dijo Jarlaxle.

Entreri siguió su camino. Por fortuna, ya había recuperado bastante sensibilidad en la pierna izquierda como para avanzar sin perder el equilibrio por la resbaladiza superficie del tramo congelado del callejón.