Ratones asustados, dragones nerviosos
La gata blanca saltó del alféizar de la ventana y corrió hacia el desaliñado mercader. Ronroneando, la gata restregó la cabeza contra la pierna de Beneghast.
-Vaya, Mourtrue- dijo el mercader dejándose caer contra la pared y estirando la mano para acariciar a su compañera-. Pensé que no volvería a verte jamás. Pensé que no volvería a ver nada. ¡Eran asesinos, Mourtrue! ¡Asesinos, te lo digo yo!
-Cuéntame- le respondió la gata.
Beneghast se quedó de piedra. Las palabras se le atragantaron y lentamente apartó la mano del animal y se encogió contra la pared cuando Mourtrue empezó a agrandarse.
-Por favor- le rogó la gata-. Cuéntamelo todo. Es algo que me interesa muchísimo.
Beneghast lanzó un chillido y se apartó hacia un lado, o intentó hacerlo, porque una zarpa lo cogió y, tirando de él con rudeza, volvió a colocarlo contra la pared, destrozándole el chaleco y el abrigo al hacerlo.
-No es una petición- explicó la gata. Entonces hizo una mueca y de todo el cuerpo del felino surgieron como estallidos. La forma corpórea empezó a transformarse, los huesos se rompieron y se reestructuraron mientras la piel se estiraba y se retorcía... El pelo blanco se convirtió en una capa de pelusa erizada antes de desaparecer.
A Beneghast se le doblaron las piernas y cayó al suelo a los pies de Knellict, el mago.
-Te gustan los gatos- le dijo Knellict con displicencia-. Ése es un punto a tu favor, porque a mí también.
-Por favor, magnificencia- balbució Beneghast, sacudiendo la cabeza con tal fuerza que le castañeteaban los dientes.
-Deberías estar muerto, por supuesto.
-Pero... - empezó a decir Beneghast con voz entrecortada, aunque estaba demasiado aterrado para continuar.
-Pero mis hombres están muertos- Knellict acabó la frase por él-. ¿Cómo es posible que un mercader mentecato y gordo haya hecho semejante cosa?
-¡Oh no, magnificencia!- protestó Beneghast-. ¡Eso no! ¡Jamás! Yo no ataqué a nadie. Hice lo que dijeron, nada más.
-¿Te dijeron que mataras a mis hombres?
-¡No! Por supuesto que no, supremo. ¡Fue el hombre enmascarado! Un demonio con la espada. Que yo haya visto mató a uno en el callejón. No sé nada de ningún ot...
-¿El hombre enmascarado?
-El de la espada de hoja carmesí y la daga con la empuñadura enjoyada. Me cogió en la calle y se llevó mis mercancías... Tu pago estaba dentro. ¡Oh, por favor, magnificencia! Tenía tu dinero, y no hubiera llegado tarde de no haber sido por los guardias que vinieron y se llevaron mis piedras preciosas. Traté de decirles que necesitaba las piedras para...
-¿Les dijiste a los guardias que le debías dinero a Knellict?- lo interrumpió el mago echándole una mirada asesina.
Beneghast se encogió todavía más, aunque Knellict no pensaba que eso fuera posible, y emitió un extraño chillido.
-Tú mataste a mi hombre en la fuente- lo acusó Knellict separando bien las palabras para tratar de encontrarle más sentido a aquello. ¿Acaso sus hombres habrían provocado a Entreri? Jailiana, que había sobrevivido, era de las que suelen cambiar los planes. ¡Esa zorra impetuosa!
Beneghast negó violentamente con la cabeza.
-No había ningún hombre en la fuente, sólo el enmascarado salió de dentro de ella.
-El hombre con la espada de hoja carmesí.
-Sí- respondió el mercader ansioso, asintiendo con la cabeza.
-¿Y fue entonces cuando fuiste asaltado por primera vez?
-Sí.
Knellict frunció los labios. O sea que Entreri lo había traicionado desde el primer momento.
-Por favor, magnífico señor -imploró Beneghast-. No he hecho nada malo.
-¿Y qué me dices de los dos guardias hallados en el otro extremo del callejón?
La expresión de Beneghast era toda la respuesta que Knellict necesitaba, pues era evidente que el hombre no tenía ni idea de aquello.
-¿No has hecho nada malo?- preguntó Knellict-. Sin embargo, te has retrasado en el pago.
-Pero... pero... -Beneghast tartamudeaba-. Está todo aquí. Todo e incluso más. Y es todo para ti. Puedes llevártelo.
El hombre empezó un movimiento frenético, manoteando y pataleando en todas direcciones, pero sin poder salir del rincón en el que estaba ni despegarse del suelo. Entonces una mano invisible lo cogió y lo levantó en el aire.
-¿Dónde está?- preguntó Knellict.
Suspendido en el aire, el aterrorizado Beneghast señaló mansamente una cómoda que había en el otro extremo de la habitación. En cuanto lo hizo, la sujeción telequinética de Knellict lo lanzó hacia ese lado, estrellándolo contra los cajones y haciéndolo caer al suelo al pie del mueble. Hay que reconocer, sin embargo, que sólo permaneció allí tirado un instante. Arrancó un cajón con tanto ímpetu que lo sacó del mueble y cayó a sus pies. Volaron ropas en rodas direcciones hasta que el mercader se dio la vuelta con una gran bolsa en la mano.
-Aquí está todo- aseguró-, y más.
Cuando Knellict se disponía a coger la bolsa, un movimiento a un lado llamó la atención de ambos. Entró en la habitación la auténtica Mourtrue, que tenía exactamente el mismo aspecto de Knellict unos momentos antes. La gata se dirigió a su amo, pero de pronto se elevó por los aires y, transportada por una mano mágica, llegó velozmente hasta Knellict, que la estaba esperando.
-¡No! -gritó el mercader con voz implorante-. Por favor, mi Mourtrue no.
-Muy encomiable- dijo Knellict sosteniendo y acariciando suavemente a la asustada gata-. Eres leal a tu compañera felina.
-Oh, por favor, señor- rogó Beneghast, y se dejó caer de rodillas-. Cualquier cosa menos mi Mourtrue.
-¿Le tienes cariño?
-Como si fuera mi hija.
-¿Y ella te corresponde?
-Oh, sí, señor.
-Vamos a ver, y si estás en lo cierto, te perdonaré tanto la deuda como la demora en el pago. La verdad, si te has ganado la lealtad de tan hermosa criatura, te devolveré todo el dinero que hay en esa bolsa, multiplicado por diez.
Beneghast lo miró con estupor, sin saber realmente qué decir.
-¿Te parece justo?- preguntó Knellict.
Beneghast asintió sin saber qué decir.
Knellict empezó a formular un conjuro y Beneghast se echó atrás. Al mago le llevó algún tiempo completar el encantamiento, y finalmente, haciendo movimientos ondulantes con los dedos de una mano, empezó a enviar hacia el mercader ondas de crepitante energía.
Beneghast oyó pequeños estallidos: el ruido de sus huesos al quebrarse y reconfigurarse. De repente, la habitación se hizo más grande, inmensa, lo que dejó al pobre Beneghast tan perplejo como el hecho de que no le doliera lo de los huesos.
Se sintió extraño. Veía en blanco y negro y a su alrededor flotaba una multitud de olores que le saturaban los sentidos. Miró a derecha e izquierda y vio unas líneas blancas que atravesaban su campo visual, como si tuviera... bigotes.
El maullido de Mourtrue hizo que se volviera hacia el mago, que había cobrado unas proporciones gigantescas, incluso titánicas. En brazos de Knellict se retorció nerviosa.
Beneghast quiso hacer una pregunta, pero de la boca no le salió nada más que un chillido.
Entonces lo entendió todo, y mirando hacia atrás vio la delgada cola. Era un ratón.
Rápidamente volvió a mirar a Knellict y a Mourtrue.
-¿Probamos entonces hasta dónde llega la lealtad de tu gata?- preguntó el engreído mago.
Dejó que Mourtrue le saltara de los brazos. A Beneghast le dio la impresión de que la gata casi no había tocado el suelo, tan grácil y rápido había sido su salto.
-Me imagino que no demasiado lejos- dijo Knellict secamente.
Poco después, Knellict se marchaba llevando a la gata bien alimentada montada sobre su hombro y preguntándose qué hacer con ese tal Artemis Entreri.
Tazmikella supo quién era en cuanto vio al hombre delgado, de mediana edad, que subía lentamente la colina hacia su puerta. Cierto que su ropa, raída y deteriorada por la intemperie, podría haber sido la de uno cualquiera de los mil nómadas que deambulaban por la región, pero ese bastón, blanco como el hueso, no podía pertenecer más que a un hombre.
Sintió que un escalofrío le recorría toda la columna vertebral, y no pudo reprimir una mueca de disgusto a la vista del gran maestre Kane. Odiaba al monje. Sabía que era irracional, pero lo odiaba porque le temía, ya Tazmikella no le gustaba «temer» a ningún humano. Sin embargo, Kane era un monje, un gran maestre, y eso quería decir que con toda facilidad podía esquivar los efectos de su aliento, su arma de batalla más poderosa. Tazmikella no temía a los magos, ni siquiera a un archimago como Knellict. No temía al rey paladín ni a ninguno de sus heroicos amigos, ni al explorador, ni al sacerdote, ni al ladrón, ni al bardo. Sólo temía a uno. Los únicos humanos -incluso las únicas criaturas de las razas inferiores, incluidos los drows- que conseguían desconcertar a la mujerdragón eran esos extraños ascetas que dedicaban la vida al perfeccionamiento del cuerpo.
Además, Kane no era un monje corriente. En el sentido marcial, era el discípulo más aventajado de todas las Tierras de la Piedra de Sangre y sus contornos. Se decía que había llegado a una comprensión y un control tan perfectos de su cuerpo que podía conseguir un estado extraterrenal, trascendiendo su forma física, las limitaciones del cuerpo, para escapar a las ataduras del plano material.
Todos estos rumores empezaron a rondar a Tazmikella mientras observaba la decidida marcha de aquel hombre aparentemente simple.
-Recuerda quién eres- se dijo finalmente la mujer-dragón, y con una rápida sacudida de cabeza, cambió su expresión preocupada por una mueca dirigida sobre todo a sí misma.
»Gran maestre Kane -dijo educadamente cuando el hombre llegó a su porche-. Hace muchísimo tiempo...
Tenía pensado invitar al hombre a entrar, pero Kane no esperó la invitación y pasó a su lado con una ligera inclinación de cabeza a modo de agradecimiento.
Tazmikella hizo una pausa ante la puerta y no volvió a mirar al monje, que ya estaba dentro, hasta que consiguió borrar la expresión de desprecio de su cara. Se dijo una y otra vez que Kane sin duda había venido siguiendo instrucciones del rey Gareth.
-¿A qué debo el honor de tu presencia? -preguntó con una dulzura resueltamente exagerada en la voz mientras se volvía y se dirigía hacia el asiento frente al que había ocupado el monje al otro lado de la mesa. Observó su postura mientras avanzaba, y eso le sirvió para confirmar la idea de que este hombre era diferente. Kane no estaba sentado con los pies apoyados en el suelo, como hacían los demás, sino con las piernas plegadas bajo el cuerpo y con la espalda perfectamente recta y equilibrada respecto a su centro de gravedad. Además, se dio cuenta de que era capaz de moverse en un abrir y cerrar de ojos, superando en velocidad al ataque de cualquier enemigo, incluso al de una serpiente.
-Tu hermana se nos unirá en seguida- respondió Kane.
-¿Esperas que Ilnezhara llegue puntualmente?- preguntó Tazmikella con un tono despreocupado y sarcástico que subrayó poniendo los ojos en blanco.
Si se hubiera tirado de la silla y se hubiera revolcado en el suelo, a Kane le habría causado la misma gracia. El monje permaneció sentado, sin pestañear y sin moverse. No era simplemente un estar inmóvil, así, a secas, sino una inmovilidad absoluta de no ser por el leve ritmo de su respiración. La mujer-dragón hizo una pausa, incluso se removió ruidosamente unas cuantas veces, inclinándose hacia adelante y tratando de animar al monje a decir algo.
Pero no lo hizo.
Se limitó a quedarse allí sentado.
Pasó un buen rato, y seguía él allí, sentado.
Tazmikella se levantó varias veces y fue hacia la puerta a ver si había alguna señal de su hermana. Cada vez se volvía a sentar, esbozando una sonrisa o frunciendo el entrecejo.
Hizo unas cuantas preguntas interesándose por el tiempo, por Vaasa, por el rey Gareth y por lady Christine.
Kane permanecía allí, sentado.
Por fin, después de un tiempo que a Tazmikella le pareció toda la mañana aunque en realidad no había sido ni siquiera una hora, llegó Ilnezhara. Entró y saludó a su hermana y al monje, que respondió con una leve inclinación de cabeza.
-Hazte cargo, hermana- se atrevió a decir Tazmikella, envalentonada por la llegada de un segundo dragón-. Da la impresión de que mi huésped no está de buen humor esta mañana.
-No estuvisteis en la ceremonia en honor de los que volvían de Vaasa- dijo Kane dirigiéndose a los dos.
-Algo he oído- respondió Ilnezhara-. Los que investigaron el último artefacto de Zhengyi, ¿verdad?
Kane le dirigió una mirada larga y dura.
-Claro, la información tarda mucho en llegar de la aldea de la Piedra de Sangre a Heliogabalus, y no íbamos a salir volando.
-Obedecemos órdenes del rey Gareth -añadió Tazmikella-. No queremos aterrorizar a la mitad de Damara.
-Vosotras conocéis a Jarlaxle, el drow, y a Artemis Entreri- afirmó Kane-. Trabajaban para vosotras antes de su viaje a Vaasa. ¿Tal vez obedecían órdenes vuestras cuando lo hicieron?
-Eso es mucho suponer, gran maestre Kane- dijo Ilnezhara.
-Y lo tuyo poco negar- replicó Kane.
-Hemos tenido tratos de poca importancia con ese drow y su amigo- dijo Tazmikella-. Ya sabes cuál es nuestro negocio. ¿Quién mejor que ellos para adquirir mercancía?
-Los enviasteis a Vaasa -afirmó el monje.
Ilnezhara resopló, pero Kane no parpadeó siquiera.
-Le dimos a entender a Jarlaxle que su talento estaría mejor aprovechado en esas tierras- declaró Tazmikella-. Que allí podría encontrar aventuras y cosechar fama y un buen botín.
-Según un dicho antiguo, la sugerencia de un dragón es una orden -Comentó el monje.
Tazmikella le dedicó una sonrisa desganada y miró a su hermana.
Observó la mirada que intercambiaban Kane e Ilnezhara, bordeando la amenaza.
-Conocemos a Jarlaxle y a Entreri -dijo Tazmikella abruptamente-. Ya no trabajan para nosotras, pero lo han hecho ocasionalmente. Si has venido a cuestionar su buena fe, gran maestre Kane, no deberías haber llegado antes de la cerem...
Kane la hizo callar alzando una mano, un gesto que hizo que la orgullosa mujer-dragón quedara rumiando su furia.
-Si vivís aquí, es por la benevolencia del rey Gareth- le recordó Kane-. Eso es algo que no debéis olvidar. No somos enemigos; os hemos dado la bienvenida a la comunidad de la Piedra de Sangre, os hemos abierto los brazos y os hemos otorgado nuestra confianza.
-Tu advertencia no parece surgida de la confianza- dijo Ilnezhara.
-Habéis repudiado los intentos de Zhengyi. Eso es notorio.
-¿Y ahora?- lo animó Ilnezhara.
De repente, Kane se puso de pie sobre la silla y les hizo una profunda reverencia.
-Os ruego que tengáis en cuenta que vivimos tiempos difíciles.
-Tú ves el mundo desde una perspectiva humana -le advirtió Ilnezhara-. Consideras los desastres en función de años en el mejor de los casos, y no de décadas o de siglos. Es comprensible que hagas una declaración tan tonta.
Kane no se mostró ofendido por la observación cuando se volvió a sentar, pero tampoco parecía impresionado.
-El castillo no era una cuestión sin importancia, fue la mayor manifestación de Zhengyi, maldito sea su nombre, desde que desapareció hace años.
-Ni siquiera el propio Zhengyi fue algo más que un inconveniente temporal- respondió Ilnezhara.
Hasta Tazmikella parpadeó al oír aquella apreciación que a todas luces se quedaba corta. Tanto ella como su hermana habían respirado muy aliviadas con la derrota del Rey Brujo, y desde hacía cuatrocientos años, cuando Aspiraditus, el dragón rojo, y sus tres feroces vástagos habían volado hacia las montañas occidentales de Damara, nunca las hermanas dragón habían estado tan preocupadas por nada.
-Tal vez midamos nuestras catástrofes por decenas de días, o incluso por años, señora, porque es todo lo que tenemos -replicó Kane-. El tiempo de que disponemos es corto para vuestro punto de vista, pero para nosotros es la eternidad. No me preocupa abiertamente este último artefacto zhengyiano, porque ahora está muerto, y confío en que sean cuales sean las plagas que ha dejado para nosotros el Rey Brujo, se ocuparán debidamente de ellas los Juglares Espías y el ejército de la Piedra de Sangre.
-Y sin embargo, estás aquí- razonó Tazmikella.
-Así es como nos hacemos cargo de nuestras catástrofes- respondió Kane, y por primera vez un atisbo de emoción, un agrio sarcasmo, se coló en su monótono discurso.
-Entonces, por favor, cuéntanos de qué catástrofe se trata- dijo Ilnezhara con un claro aire de condescendencia.
Kane se la quedó mirando un momento, pero no respondió.
-Dinos, por favor, por qué has venido a vernos -intervino Tazmikella, intuyendo acertadamente que el monje no quería calificar de catástrofe al objeto de su visita.
-Es que el hecho de que ese drow y el humano que han trabajado para vosotras salieran andando del castillo mientras que la sobrina del rey Gareth, Dama de la Orden, se quedara allí para siempre, es preocupante -admitió el monje-. Que ellos salieran por su pie mientras que Mariabronne el Solitario, un auténtico héroe del reino y discípulo de Olwen, no lo consiguiera, es preocupante. No estaría prestando un buen servicio a mi rey y amigo Gareth si no investigara las circunstancias de la muerte de su sobrina, ni tampoco a mi amigo Olwen si no hiciera lo propio con las circunstancias de la muerte de su discípulo. No hay ningún misterio en mi visita.
Las hermanas se miraron.
-¿Respondéis por la conducta del drow y del humano?- preguntó Kane sin más rodeos.
-A nosotras no nos han decepcionado -dijo Tazmikella.
-Por el momento- añadió su hermana.
Tazmikella miró primero a Ilnezhara y después a Kane, tratando de adivinar la respuesta del monje, pero leer sus emociones era como tratar de encontrar huellas en la piedra.
-A decir verdad, no los conocemos demasiado- reconoció Tazmikella.
-¿No fuisteis responsables de su desplazamiento a Damara?
-Claro que no- respondió Tazmikella, e Ilnezhara se hizo eco de sus palabras-. Supimos de ellos en Heliogabalus, y decidimos aprovecharnos de su talento. No es demasiado diferente de lo que hacen los Juglares Espías, y estoy segura de que si no los hubiéramos contratado nosotras lo hubiera hecho tu amigo Celedon.
-Tienen talento para lo que hacen- añadió Ilnezhara.
-¿Para robar?- preguntó Kane.
-Para conseguir- corrigió Tazmikella.
Por increíble que parezca, Kane esbozó una sonrisa ante el equívoco. Otra vez se encaramó en la silla e hizo una profunda reverencia, tras lo cual, sin añadir nada más, se volvió y salió de la casa de Tazmikella.
-Esos dos van a conseguir que los maten- dijo Tazmikella cuando el monje ya estaba lejos.
-Como mínimo- dijo su hermana, con más preocupación de la que esperaba Tazmikella.
Al volverse vio a Ilnezhara con la vista fija en la puerta abierta por la que había salido Kane.
La verdad, pensó, pocas criaturas hay en todo el mundo capaces de inquietar más a un dragón que un gran maestre monje.
-¿Ya te has enterado de la batalla en el Vado de la Gran Horquilla?- preguntó Ilnezhara, evidentemente consciente de la mirada de Tazmikella-. Dos rojos y un poderoso blanco parecían a punto de salir al encuentro de una de las brigadas de Gareth.
-Y el gran maestre Kane acudió corriendo -continuó Tazmikella-. Se enfrentó a su aliento, feroz y helado, y salió indemne.
-E incluso engañó a los dragones para que se lanzaran el aliento el uno al otro -añadió Ilnezhara.
-El blanco, Glacialamacus, según se dice, resultó con graves quemaduras, y nadie sabe si ha sobrevivido a ellas. Y los dos rojos también fueron heridos por el hielo y por los golpes de Kane a los que siguió la carga de los guerreros de Gareth.
-Ya sabes, todo son rumores- observó Tazmikella.
-Tal vez, pero un rumor creíble, sin duda.
Tras una larga pausa para digerir las implicaciones de esta última salida, Tazmikella se manifestó.
-Ya me estoy empezando a cansar de esos dos- dijo.
-Jarlaxle me trae problemas- coincidió Ilnezhara.
-¿Problemas?
-Pero es un buen amante- prosiguió Ilnezhara como si tal cosa-. Tal vez debería mantenerlo cerca.
Tazmikella no pareció sorprenderse, se limitó a poner los ojos en blanco.
Visto desde fuera, el agujero negro de la ladera parecía una más de las muchas cuevas que salpicaban la región, de imponentes rocas y pendientes escarpadas de los altos picos de las Galenas, al este de la Puerta de Vaasa. Sin embargo, cualquiera que entrase en esta cueva en particular descubriría que era mucho más, que estaba llena de comodidades y tesoros, de incitantes perfumes y de pasillos mágicamente iluminados.
Claro que cualquiera que entrase sin ser invitado muy probablemente encontraría allí la muerte.
Expulsados de Heliogabalus tras la caída de Zhengyi, Timoshenko, el Abuelo de los Asesinos, y su poderoso consejero, Knellict, habían trasladado a la banda a este lugar remoto y bien defendido. Una sucesión de estancias penetraban la montaña conformando un cuartel general complejo. Algunas habían sido excavadas por canteros y mineros contratados, y muchas otras eran obra de la magia de Knellict. Aquí vivía la banda de Timoshenko rodeada de comodidades y seguridad, pero no alejada de sus actividades en Damara, pues Knellict y sus compañeros magos también habían creado y mantenían una serie de portales mágicos que los comunicaban con lugares estratégicos dentro del reino de Gareth.
Atravesando uno de ellos llegó de vuelta a la Ciudadela, temblando de rabia, Jailiana, la maga que había sobrevivido a la traición de Entreri en la Ronda de la Muralla. Había entregado su informe rápidamente y había pedido apoyo para volver directamente a Heliogabalus y matar al traidor. A pesar de su ira, Jailiana sabía perfectamente que más le valía no actuar sin autorización expresa de Knellict, de modo que cuando él le ordenó retirarse, lo había hecho sin rechistar y se había dirigido con ánimo sombrío a sus habitaciones.
Knellict salió a la luz del sol en la balconada de piedra natural de la cueva que daba al oeste y bordeaba las estribaciones septentrionales de las rocosas montañas. Todavía llevaba consigo a Mourtrue, la ronroneante gata a la que había tomado gran afición, hasta el punto de pensar en establecer con ella un vínculo mágico mago-familiar.
Le encantaba saber que uno que había tratado de engañarlo circulaba por las tripas del animal.
-Jailiana tiembla de indignación- dijo una voz a sus espaldas. Era uno de sus lugartenientes, un tipo de fiar, delgado y de aspecto anodino, llamado Coureese.
-Tengo preparado un conjuro que puede curar eso -respondió Knellict con aire ausente-. Claro que se transformada en piedra en el proceso.
-Sabe que te ha fallado- añadió Coureese.
-¿Fallado?- Knellict se volvió y Coureese los miró a él y a la gata blanca con evidente sorpresa-. Ella no falló.
-Su misión era asegurarse de la muerte de Beneghast.
-Su misión era dar fe de la lealtad, o de la falta de ella, de Artemis Entreri- lo corrigió Knellict-. Ella no falló.
-Pero él escapó y dos hombres resultaron muertos.
-Me pregunto dónde puede escapar. Y en cuanto a nuestros hombres, casi a diario perdemos a jóvenes reclutas. Siempre hay otros que ocupan su lugar, y si no perdiéramos a tantos, ¿cómo llegaríamos a saber a cuáles vale la pena entrenar?
Los labios de Coureese se movieron sin decir nada, y Knellict sonrió al ver su honda confusión.
-Tal vez debería ir a ver a Jailiana para decirle lo que piensas- ofreció Coureese.
-Y tal vez yo debería teletransportarte por encima del acantilado.
El hombre palideció y retrocedió un paso.
-Déjala que rumie su rabia- le explicó Knellict-, es un buen aliciente. Y dictemos una orden para eliminar a nuestro querido Artemis Entreri. Tal vez a nuestra amiga le interese ganarse un dinero.
-Iría a por él sin cobrar nada- respondió Coureese-. Incluso nos pagaría por tener la ocasión de hacerlo.
-Bueno, esa decisión debe tomarla ella. Ha visto a ese hombre en acción. Lo previsible es que una mujer tan sabia como para interesarse por las costumbres arcanas lo sea también para reconocer la diferencia entre oportunidad y suicidio.
Coureese meneó la cabeza mientras trataba de digerir todo aquello.
-¿La recompensa? -preguntó por fin.
Knellict meditó un momento, pensando que podría ser un buen ejercicio de entrenamiento para los miembros más jóvenes y una buena manera de evaluar realmente la pericia de Artemis Entreri.
-Cincuenta piezas de platino- respondió.
Coureese se pasó la lengua por los labios y movió la cabeza en actitud dubitativa.
-¿Qué te parece?- preguntó Knellict viendo que, tal como esperaba, no estaba cómodo. Después de todo, un hombre de la fama de Entreri, aunque fuera la que le daba lo poco que se sabía de él en Damara y que probablemente no fuera más que un pequeño fragmento de la historia de este misterioso asesino, merecería una recompensa diez veces mayor.
-Nada, mi señor Knellict. Emitiré la orden de eliminación. -Hizo una rápida inclinación de cabeza y se dispuso a marcharse. Sin embargo, antes de que llegara a la cueva, la mágica puerta de piedra se deslizó, cerrando la entrada de una manera tan disimulada que nadie habría dicho que ahí había una cueva. Coureese se dio la vuelta en redondo y se enfrentó a Knellict, pues sabía que el archimago había cerrado la puerta con un conjuro menor.
-Cuando te pregunto qué es lo que piensas, deberías decirme lo que piensas- explicó Knellict- sin guardarte nada.
-Mil perdones, señor- tartamudeó Coureese con reiteradas y torpes reverencias-. Yo sólo...
-Desembucha- exigió el mago.
-¿Cincuenta piezas de platino?- dijo atropelladamente Coureese-. ¡Había pensado en tratar de conseguir la recompensa yo mismo, pero por ese Entreri, que además lleva a su lado a un..., este precio no resulta atractivo!
-Eso es porque tú eres listo.
Coureese alzó la vista hacia él.
-Sólo un necio saldría a perseguir a Artemis Entreri por ese precio, estoy de acuerdo. Veamos entonces a cuántos necios tenemos que eliminar de nuestras filas. O tal vez debería decir, veamos a cuántos tontos elimina Entreri por nosotros. Y tal vez en el proceso deje una estela de cuerpos que no pueda pasar desapercibida al rey Gareth. Eso sólo puede beneficiarnos.
-Pero es poco probable que Entreri acabe muerto- se atrevió a comentar Coureese.
Knellict lanzó un bufido despectivo, como si eso no tuviera importancia.
-Cuando yo quiera que muera, morirá. Athrogate está junto a él, no lo olvides, y el enano es leal. Es mejor poner furioso a Entreri, o tal vez debería llamarlo sin Entreri, y colocar al rey Gareth en un compromiso. También cabe la posibilidad de que los que vayan a por él muestren una destreza insospechada y lo maten realmente, o de que varios demuestren ser lo bastante ricos en recursos como para trabajar en conjunto y ganarse la recompensa.
Coureese empezaba a asentir, comprendiendo las posibles ventajas.
-De vez en cuando deberíamos someter a nuestros jóvenes reclutas a una prueba de este tipo- explicó Knellict encogiéndose de hombros-. ¿Qué otra manera tenemos de saber quiénes valen la pena y quiénes deberían morir?
Coureese asintió una vez más, y al oír que la puerta se abría a su espalda con un simple gesto
de la mano de Knellict, hizo una reverencia y se marchó.
Knellict rió entre dientes y acarició a Mourtrue, que respondió con el consabido ronroneo.
-Ay, gatita, no sé cómo puedo sobrevivir con tantos tontos a mi servicio. ¡Y eso que éste es uno de los mejores que he tenido últimamente!
Volvió a la balconada y echó una mirada hacia el sur de Vaasa. Echaba de menos los días de gloria en que Zhengyi había mantenido ocupado al engorroso Gareth y la Ciudadela de los Asesinos florecía.
Odiaba vivir en una cueva, aunque estuviera perfectamente equipada por medios mágicos.