5

Desencadenado

Para el mundo exterior, incluso para Artemis Entreri, esto no era más que un obrador, el lugar donde el chef Piter creaba sus maravillas. Después de que el sol se ponía sobre Heliogabalus, Piter y sus trabajadores se iban a casa y se cerraban las puertas, que no se volvían a abrir hasta poco ames del amanecer, y así todos los días.

Jarlaxle se daba cuenta de que tal vez Entreri sospechase que el lugar era algo más. Su apariencia de simple obrador era una especie de fachada, un toque de legitimidad para jarlaxle dentro de la ciudad. El drow se preguntaba cuál podría ser la reacción de Entreri en caso de descubrir que el obrador de Piter era también un punto de acceso a la Antípoda Oscura.

Ya había oscurecido y la puerta estaba cerrada. Jarlaxle tenía una llave, por supuesto. Pasó con aire distraído por delante de la tienda, realizando un examen minucioso de la zona y de los alrededores para asegurarse de que no hubiera nadie observándolo.

Volvió a pasar un momento después. Tras una segunda inspección de la zona y sin hacer ruido, entró y volvió a cerrar la puerta tras de sí, no sólo con la llave, sino también con un encantamiento menor. En la trastienda, el drow se dirigió al horno del extremo izquierdo. Volvió a echar una última mirada por encima del hombro ya continuación se metió casi completamente dentro del horno. Metió el brazo en la chimenea, sosteniendo una campanilla de plata que golpeó levemente contra la pared de ladrillo.

A continuación salió del horno y se sacudió el hollín que pudiera habérsele quedado en la ropa, aunque no había hollín capaz de adherirse al atuendo mágico de Jarlaxle.

Esperó paciente. Aunque pasaron varios minutos estaba seguro de que su llamada había sido escuchada. Por fin, una forma brotó como una burbuja de la base del horno, deslizándose sin dificultad entre los ladrillos. Fue creciendo y ampliándose, y aunque al principio no parecía más que una sombra, poco a poco fue adquiriendo una forma humanoide.

La sombra se convirtió en sustancia, y Kimmuriel Oblondra, el psionicista que había sido el lugarteniente de Jarlaxle en la banda de mercenarios Bregan D'aerthe, abrió por fin los ojos.

-Me has hecho esperar- señaló Jarlaxle.

-Llamas a horas poco convenientes- respondió Kimmuriel-. Sabes que debo dirigir una organización.

Jarlaxle respondió con una sonrisa y una inclinación de cabeza.

-¿Y qué tal es la situación de Bregan D'aerthe, viejo amigo?

-Próspera, ahora que hemos abandonado los planes expansionistas.

Somos criaturas de la Antípoda Oscura, de Menzoberranzan, y allí...

-Prosperáis -remató Jarlaxle secamente-. Ya capto el sentido.

-Aunque al parecer, es un sentido que Jarlaxle se niega obcecadamente a aceptar -se atrevió a sostener Kimmuriel-. No has desechado tus planes de un reino en la superficie.

-Una vía hacia tesoros mayores -corrigió Jarlaxle, y Kimmuriel se encogió de hombros-. No voy a repetir los errores cometidos bajo la influencia del Crenshinibon, pero tampoco dejaré pasar una Oportunidad.

-¿Una oportunidad en la tierra de un rey paladín?

-Dondequiera que pueda presentarse.

Kimmuriel negó lentamente con la cabeza.

-Somos héroes de la corona, ¿no lo sabes? -dijo Jarlaxle-. Mi compañero es un caballero del ejército de la Piedra de Sangre. De eso a una baronía sólo hay un paso.

-Si quieres subestimar a Gareth ya sus amigos, hazlo por tu cuenta y riesgo -le advirtió el psionicista-. He puesto espías para vigilarlos a distancia, siguiendo tus instrucciones. No son tan tontos ni tan ciegos como para creerse todo lo que cuentas. Ya han enviado emisarios a Palishchuk y al castillo, y en estos momentos están interrogando a sus informadores de Heliogabalus y de otras ciudades cuya misión principal es vigilar los movimientos de la Ciudadela de los Asesinos.

-Si se mostraran ineptos me producirían una gran decepción- replicó Jarlaxle como restándole importancia.

-Te lo advierto, Jarlaxle, te encontrarás con que Gareth y esos aventureros que lo acompañan son los enemigos más formidables con los que te hayas enfrentado jamás.

-Me he enfrentado a las madres matronas de Menzoberranzan

-Le recordó el drow.

-A las que mantenía a raya en todo momento la propia Lloth. Esas madres matronas sabían que caerían en desgracia con la Reina Araña si producían algún daño a alguien tan caro para ella como Jar...

-No necesito que me cuentes la historia de mi vida.

-¿Ah, no?

El siempre confiado Jarlaxle no pudo evitar un estremecimiento al oír aquello que, por supuesto, era cierto. Jarlaxle había sido bendecido por la Reina Araña, había sido ordenado como uno de sus agentes del tumulto y del caos. Lloth, la reina demoníaca del caos, había rechazado el sacrificio, impuesto por la tradición drow, del tercer hijo de la matrona Baenre. Gracias a la actuación de un leal a Lloth, la daga en forma de araña de los Baenre no había penetrado en la tierna carne de Jarlaxle, y cuando Lloth le había concedido por medios mágicos a Jarlaxle los recuerdos de su infancia, de aquella odiosa noche en la Casa Baenre, él había sentido profundamente la desesperación de su madre. Había sentido cómo le había hundido la daga en el pecho, aterrorizada al pensar que el rechazo de su sacrificio presagiara la desgracia de su suprema casa.

-La matrona Baenre se dio cuenta hace siglos de que su propio destino estaba indisolublemente unido al de Jarlaxle- prosiguió Kimmuriel, uno de los tres drow vivos que sabían la verdad-. Siempre tuvo las manos atadas para tomar represalias contra ti, incluso en las muchas ocasiones en que sintió deseos desesperados de arrancarte el corazón.

-Ya hace mucho tiempo que Lloth me volvió la espalda, amigo mío. -Jarlaxle trataba por codos los medios de no traicionar sus emociones manteniendo la actitud frívola que era habitual en él, pero le resultaba difícil. Por orden de su madre, la fallida ceremonia del sacrificio había quedado envuelta en innumerables mentiras. Había ordenado que lo declarasen muerto y que se dijera que, envuelto en un sudario de seda, había sido arrojado al lago conocido como Donigarten, como era costumbre hacer con los terceros hijos sacrificados.

-Pero Baenre jamás se enteró de mi traición a la Reina Araña, ni de que ésta hubiera repudiado a su drow favorito -dijo Kimmuriel-. Para la matrona Baenre, hasta su último aliento, fuiste siempre el intocable, aquel en cuya carne no podía penetrar su daga. El hijo bendecido que, siendo apenas un infante, destruyó total y completamente a su hermano mayor.

-¿Me estás dando a entender que debería habérselo dicho a la bruja?

-De ninguna manera. Sólo te estoy haciendo recordar en el contexto de tu situación actual-replicó Kimmuriel, dedicando a su antiguo jefe una profunda reverencia.

-Baenre encontró en mí lo mismo que Bregan D'aerthe, un aliado poderoso y necesario.

-De ahí que Bregan D'aerthe siga siendo aliada de la Casa Baenre y de la madre matrona Triel, aconsejada por Kimmuriel- dijo el psionicista.

Jarlaxle asintió.

-Kimmuriel no es ningún tonto, y por eso le confié La dirección de Bregan D'aerthe durante mi... mi viaje.

-Tu relación con Las madres matronas no tiene nada que ver con la que al parecer estás tan decidido a entablar ahora en las Tierras de la Piedra de Sangre -le espetó Kimmuriel a bocajarro-. El rey Gareth no admitirá semejante traición.

-¿Y tú crees que le daré a elegir?

-Tú crees que jugarás con ventaja. Quien te precedió en esta aventura, un rey brujo de enorme poder, se dio cuenta de su error. -y tal vez yo haya aprendido del fracaso de Zhengyi.

-Pero ¿has aprendido de tu propio fracaso? -se atrevió a plantear Kimmuriel, y por un instante los ojos rojos de Jarlaxle brillaron de ira-. Estuviste a punto de traer la ruina a Bregan D'aerthe -prosiguió Kimmuriel sin inmutarse.

-Estaba bajo la influencia de un poderoso artefacto. Estaba obnubilado.

-Si, obnubilado porque ese artefacto te ofrecía lo que tan fervientemente deseabas. ¿Acaso la filacteria que ahora tienes en tu bolsillo te promete algo menos?

Jarlaxle retrocedió un paso, sorprendido por el atrevimiento de Kimmuriel. Dejó que su furia se disolviera en una especie de aceptación a regañadientes. Al fin y al cabo, precisamente por eso había traspasado a Kimmuriel el mando de Bregan D'aerthe. Jarlaxle había elegido una senda de aventura y crecimiento personal, una senda que podría haber llevado al desastre a Bregan D'aerthe de haberse dejado arrastrar. Pero ¿sería posible que con las posibilidades que había encontrado en Vaasa y en Damara estuviera arrastrando otra vez a la organización hacia la ruina?

Jarlaxle se dio cuenta de que no, al ver a este Otro elfo oscuro, a este inteligente e independiente psionicista que se atrevía a hablarle con tanta franqueza.

Una sonrisa le apareció en el rostro al mirar a su amigo.

-Aquí hay posibilidades que no puedo dejar pasar -dijo.

-Reconozco que son fascinantes.

-Pero no bastan para atraer a Bregan D'aerthe a mi lado si llego a necesitarla -conjeturó Jarlaxle.

-No bastan para poner en peligro a Bregan D'aerthe. ¿No fue ése nuestro acuerdo? ¿No pusiste a Kimmuriel en su puesto precisamente para levantar una muralla entre lo que creabas y lo que estabas dispuesto a apostar?

Jarlaxle rió sonoramente al oír aquello, aquella verdad.

-Soy más sabio de lo que creo -dijo, y Kimmuriel hubiera reído con él de haber figurado la risa entre sus manifestaciones habituales. – Pero seguirás vigilando, por supuesto -añadió Jarlaxle. –

Kimmuriel asintió-. Tengo otra misión para ti.

-Mi red ya está a tope.

Jarlaxle negó con la cabeza.

-No para tus espías, sino para Kimmuriel. Hay una mujer, Calihye. No vino hacia el sur con nosotros, aunque es la amante de Entreri.

-Ése no se deja llevar por las debilidades de emociones tan poco racionales -lo corrigió Kimmuriel-. Puede que ella sea su pareja sexual, pero no creo que con Artemis Entreri se pueda llegar más lejos. Es lo único que me gusta de ese necio.

-Puede que ésa sea la razón por la que me siento tan cómodo con él. Su talante me recuerda a los míos.

Kimmuriel no tuvo la menor reacción, y Jarlaxle supuso que el psionicista, tan astuto para las cuestiones trascendentes de la vida pero tan ajeno a las pequeñas verdades de la existencia, ni siquiera se había dado cuenta de la comparación entre él y Entreri,

-No veo incongruencia alguna entre sus acciones y sus intenciones confesadas -explicó Jarlaxle, usando un código que había empleado a menudo con su avasallador lugarteniente.

Kimmuriel inclinó la cabeza como señal de entendimiento.

-¿Querrás seguir vigilando? -solicitó Jarlaxle.

-E informando- le aseguró Kimmuriel-. No te abandono, Jarlaxle. Eso nunca.

-¿Nunca?

-Hasta la fecha- dijo Kimmuriel, y soltó una risita aunque a regañadientes.

-Esto podría volverse muy peligroso -admitió finalmente Jarlaxle.

-Juegas a juegos peligrosos con enemigos peligrosos.

-Si se declara la guerra, estoy bien preparado -le aseguró Jarlaxle-. Los ejércitos del mundo infernal esperan mi llamada, y Zhengyi dejó a su paso artefactos que no dejan de protegerse.

-Vas a reclamar el castillo.

-Ya lo he hecho. Poseo a quien lo posee. El dracolich está a mis órdenes. Como ya he dicho, estoy bien preparado. Y lo estaría mejor si Bregan D'aerthe me ofreciera su apoyo. Calladamente, por supuesto.

-Si la cosa se desmanda, observaré y decidiré lo que es mejor para Bregan D'aerthe -dijo Kimmuriel.

Jarlaxle sonrió e hizo una reverencia.

-Por supuesto, me brindarás una salida.

-Observaré y decidiré- repitió el psionicista.

Jarlaxle tuvo que conformarse con eso.

Su acuerdo con Kimmuriel tenía como piedra angular la independencia de Kimmuriel. En sus manos, y no en las de Jarlaxle, estaba el gobierno de Bregan D'aerthe, y así seguiría siendo hasta que Jarlaxle volviera a Menzoberranzan y reclamara finalmente su trono. Ése era el acuerdo al que habían llegado tras la destrucción de la Piedra de Cristal. Ninguno de ellos se hacía ilusiones sobre el acuerdo, por supuesto. Jarlaxle sabía que si permanecía demasiado tiempo fuera de su hogar, permitiendo que Kimmuriel se atrajera las relaciones de apoyo que Jarlaxle había conseguido dentro de la ciudad, entonces su lugarteniente no soltaría el control de Bregan D'aerthe sin una terrible lucha.

Jarlaxle sabía también que recurrir a Kimmuriel en momentos de desesperación era realmente una perspectiva arriesgada, porque si Kimmuriel lo dejaba caer entonces, se erigiría en líder indiscutido de la próspera banda de mercenarios. Pero Jarlaxle comprendía bien al drow que le hacía de administrador: Kimmuriel nunca había ambicionado el liderazgo como lo habían hecho Rai-guy o Berg'inyon Baenre, o cualquiera de los demás personajes notables de la banda. Los designios de Kimmuriel pertenecían al ámbito del intelecto; era un psionicista, una criatura de pensamiento e introspección. Kimmuriel prefería el enfrentamiento intelectual con los ilitas antes que negociar para ganar posición con las desdichadas madres matronas de Menzoberranzan. Prefería pasar el día derribando obstáculos mentales o visitando las moradas astrales de los githyanki que informando de sus hallazgos a la madre matrona Triel o maniobrando con los guerreros de Bregan D'aerthe para aprovecharse de cualquier acontecimiento sobresaliente en la casi constante guerra entre las casas.

-Tú tratas de levantar algo aquí- señaló Kimmuriel cuando se disponía ya a volver por la chimenea hacia su viaje mágico a la Antípoda Oscura-. Te afanas por crear algo en la superficie, pero por grande que sea el éxito que consigas, jamás podrá igualar a lo que te espera en Menzoberranzan. Trato de entenderte, Jarlaxle, pero ni siquiera mi genialidad es comparable a tu imprevisibilidad. ¿Qué es lo que buscas aquí que no te esté esperando ya en tu ciudad?

Libertad, pensó Jarlaxle, pero nada dijo.

Claro que Kimmuriel era un psionicista realmente poderoso, de modo que realmente Jarlaxle no tenía que «decirle» nada para transmitirle una idea.

Kimmuriel se lo quedó mirando un momento, y lentamente asintió.

-La libertad no existe -dijo por fin-. Sólo la supervivencia.

Al ver que jarlaxle no respondía inmediatamente, el administrador de Bregan D'aerthe se deslizó en la chimenea y se fundió con la piedra. Jarlaxle se quedó un buen raro mirando hacia allí, preguntándose si Kimmuriel no estaría en lo cierto.

La calzada formaba un amplio círculo en el interior del cerrado ángulo derecho de la muralla de Heliogabalus, una calle sin salida llena de tiendas. La de Ilnezhara estaba cerca, lo mismo que la de Tazmikella. Docenas de cereros, canteros, cerrajeros, tejedores, sastres, carreteros, importadores, panaderos y artesanos y comerciantes de todos los tipos imaginables habían instalado sus talleres en aquel sector de la gran ciudad, en la Ronda de la Muralla.

En el centro de la plazoleta había una fuente de tres niveles por los que caía agua, desde el más alto al más bajo, sin demasiada energía, pero en un rebosar constante. Al examinar el lugar mientras se acercaba, Entreri había pensado en usar esa fuente como base, como punto de vigilancia para observar el desarrollo del ataque a su alrededor. Sin embargo, al atravesar otro callejón para observar la fuente desde un tercer ángulo, se dio cuenta de que el salteador de caminos pagado por Knellict había llegado antes que él. El hombre se había acurrucado dentro del segundo cuenco, y sólo el gotear irregular del agua le reveló al asesino que había algo anómalo.

Observó la oscura forma del salteador de caminos y advirtió paciencia y disciplina: no era ningún novato.

Haciendo con la cabeza un gesto afirmativo, Entreri se desdibujó en las sombras del callejón, se cogió a una barandilla y escaló el lateral de una tienda, impulsándose hasta el tejado. Agachado al borde del alero, volvió a examinar la fuente, aunque desde ese ángulo no podía ver al supuesto asaltante. Silencioso como una sombra se fue deslizando de techo en techo, rodeando la plazoleta y haciéndose cargo de la disposición general.

Fue así como vio otras dos figuras apostadas en la oscuridad bajo el soportal de unos almacenes sin iluminar.

El asesino se quedó allí, inmóvil, y a continuación se deslizó por el tejado hasta más abajo sin perder de vista las dos siluetas. Eran hombres de Knellict, lo sabía, lo que le permitía al mago asegurarse de que nada saliera mal. Entreri no podía distinguir muchos detalles ya que estaban bien escondidos, pero el hecho de que no se movieran a pesar de que transcurría el tiempo también lo llevó a reconocer la disciplina fruto del entrenamiento.

El camino fácil, es decir, matar al mercader Beneghast y marcharse habiéndose granjeado la aprobación de Knellict, le resultaba atractivo.

Pero Artemis Entreri jamás había sido aficionado al camino fácil. El momento de la verdad, el tiempo que tenia Entreri para inclinarse por una cosa u otra, se pasó, y el asesino se sumió en un estado irreflexivo, instintivo. Tenía que actuar con rapidez, rodear otra vez la plazoleta, colocar la fuente directamente entre él y los dos hombres ocultos en el soportal. Recorrió un tejado tras otro, confundiéndose con el lado más distante de cada edificio, curvando y retorciendo el cuerpo con cada paso hasta parecer sólo parte del paisaje, y moviéndose tan silenciosamente que la gente de los edificios sobre los cuales corría no sospecharían siquiera que una ardilla estuviera atravesando sus tejados.

Volvió al suelo con idéntica gracia, deslizándose boca abajo por el alero, cogiéndose con las manos del borde del tejado y dejándose caer hasta quedar totalmente colgando antes de saltar con toda suavidad al callejón.

Vaciló en la esquina delantera del edificio, porque alguien salió por la puerta que estaba apenas a un par de pasos a su izquierda. Esa figura inconsciente pasó junto a él sin reparar en su presencia y siguió su camino hasta abandonar la plazoleta.

Cuando una segunda figura apareció al otro lado del camino, a su derecha, Entreri se agazapó un poco más. Era Beneghast.

Entreri se dio cuenta de que el hombre de la fuente también debía de haber visto al mercader, de modo que aprovechó aquel instante de distracción. Se puso en movimiento, corriendo agachado y silencioso y una voltereta hacia adelante lo situó junto al cuenco más bajo de la fuente.

El hombre observaba a Beneghast mientras se acercaba; el mercader cruzaría junto a la fuente por el lado opuesto a aquel en que se encontraba Entreri. Entonces el asaltante trató de encontrar a Entreri, manteniéndose agazapado y asomando la cabeza para ver lo más posible de la Ronda de la Muralla, deteniendo brevemente la mirada en cada callejón en busca de la figura sombría del asesino de cuya presencia lo habían advertido.

Entreri echó sus cuentas en silencio. Ya había calculado la distancia que separaba a Beneghast de la fuente, y fácilmente podía igualar la velocidad de marcha del hombrecillo encorvado bajo el peso de un saco que llevaba al hombro.

Se recordó que el hombre que estaba en la fuente, por encima de él, sabia lo que hacía, yeso significaba que seguiría buscándolo a él hasta el último segundo, pero al acercarse Beneghast, tendría que desplazar su atención hacia el mercader.

Ese momento precisamente, cuando el salteador de caminos dejara de explorar los callejones para centrarse otra vez en su objetivo, pero antes de que volviera a ubicar a Beneghast y se moviera para interceptarlo, sería el momento de Entreri.

Se puso de pie, pegado totalmente a la base de la fuente. No permitió que el hecho de que Beneghast se aproximase lo distrajera un solo instante y simplemente se encaramó al borde de aquel cuenco inferior con un salto vertical de un metro. Mientras apoyaba los pies silenciosa y firmemente en el resbaladizo borde redondeado, con la mano izquierda se sujetó al segundo cuenco para mantener el equilibrio y con la derecha, en la que sostenía la daga, asestó un golpe decidido y certero.

Sintió que la hoja penetraba entre las costillas del asaltante, y en cuanto notó la presión del contacto inicial, aumentó la presión y se soltó del borde del segundo cuenco para empujar la cabeza del hombre sumergiéndola en el agua, de modo que su grito se quedó sólo en un estallido de burbujas.

Entreri sintió la calidez de la sangre del hombre en el antebrazo, pero el ángulo de la cuchillada no había sido el adecuado para una muerte rápida. Esto no importó en lo más mínimo a Entreri, que invocó los poderes vampiricos de su daga extrayendo la fuerza vital del salteador de caminos e incorporándola al arma mágica. En décimas de segundo, el cuerpo quedó inerte y sin vida en el cuenco de agua.

Pensó que era una ventaja que el hombre llevara puesta una máscara, ya que se la quitó y rápidamente se cubrió con ella el rostro.

Una breve pausa para tomar aliento y Entreri se puso otra vez en movimiento. Con rapidez y elegancia, casi sin remover el agua, trepó al borde del cuenco y de un salto se dejó caer suavemente en la calle por debajo del vaso inferior, el más ancho. Beneghast percibió su presencia, pero el asesino se movió con tal rapidez que el pobre mercader casi no tuvo tiempo siquiera de dar un respingo.

Entreri llegó con aterradora rapidez y apareció justo delante de él apoyando la punta de su daga debajo de la nuez de Beneghast.

Miró al hombre de frente para que éste pudiera ver la intensidad de sus ojos oscuros, la promesa de la muerte. El mercader emitió un quejido y se le doblaron las piernas, como si ya no pudieran sostenerlo, pero la daga no se movió y lo mantuvo erguido. En la cara de Entreri apareció un esbozo de sonrisa y el asesino retrajo un poco la daga.

-¡Oh, estoy muerto!- farfulló el mercader. Entreri sonrió con más amplitud pero no hizo el menor intento de silenciarlo-. Oh, diablos, que la vida me sea arrebatada por un... por un...

-Ah, ah -le advirtió Entreri alzando un dedo admonitorio ante la cara de Beneghast.

El mercader guardó silencio. Lo único que se oía era su respiración entrecortada.

-Deja caer el saco detrás de ti- le indicó Entreri con toda la calma. El fardo golpeó contra el suelo.

Entreri hizo una pausa para considerar la cuestión de los dos que observaban desde los soportales. Sabía que estaban tensos, con los nervios de punta y listos para atacar mientras se preguntaban dónde estaría Entreri.

El asesino rodeó lentamente a Beneghast, recogiendo silenciosamente la bolsa mientras se colocaba detrás del hombre. No perdió de vista al mercader en ningún momento, pero sus ojos también miraban más allá, observando movimiento tras las ventanas y puertas abiertas de varias tiendas. El sonido de un silbato a lo lejos le advirtió que ya se había alertado a la guardia de la ciudad. Seguramente los secuaces a sueldo de Knellict ya se acercaban rápidamente para arrestar al salteador asesino.

Y sin duda, los dos necios del soportal se retorcían las manos y maldecían entre dientes al ver que Artemis Entreri no había aparecido todavía.

-Si quieres vivir, harás exactamente lo que yo te diga..., y ni aun así puedo garantizarte que escaparás con vida -le dijo Entreri a Beneghast.

El hombre quiso gritar, pero Entreri se lo impidió.

-Tienes una sola oportunidad. ¿Lo entiendes?

-S... sí -balbució el mercader asintiendo tontamente.

-Un poco de discreción sería muy oportuno para impedir que mi daga te llegue al corazón -lo previno el asesino.

-S... sí, sí -tartamudeó Beneghast, pero en seguida calló y se tapó la boca con la mano.

-Cuando yo te lo diga, saldrás corriendo hacia adelante -explicó Entreri-. Métete en el callejón que está antes del almacén... No pases por los soportales. ¿Está claro?

Se oyeron gritos que venían de la calle que conducía a la Ronda de la Muralla.

-Corre -dijo Entreri.

Beneghast se puso en movimiento de un salto, gritando y tambaleándose como un tonto hasta casi caer de bruces al intentar correr. Se dirigió al centro de la calle y dio la impresión de que, llevado por el pánico, iba a pasar justo por delante de los soportales, directo a su desgracia, sin duda, pero en el último momento vaciló y se metió a toda prisa en el callejón.

Por detrás de Entreri se oían gritos y ruido de silbatos, pero él ni siquiera echó una mirada en esa dirección. Vio dos figuras que salían corriendo de los soportales; dos hombres, uno corpulento y el otro menudo, o tal vez el segundo fuera una mujer. Los dos miraron hacia donde estaba Entreri, que se limitó a encogerse de hombros. Entonces, el más corpulento salió en persecución de Beneghast mientras el otro hacía gestos como si estuviera formulando un conjuro.

Tan pendiente estaba la mujer -porque era una mujer sin duda- de Beneghast que no se dio cuenta de que Entreri se le acercaba rápidamente. Justo cuando estaba por lanzar su conjuro, una espada surcó el aire como un relámpago delante de ella dejando una estela de ceniza mágica que se extendió ante su vista impidiéndole ver nada.

-¿Qué p...? -farfulló retrocediendo un paso y volviéndose para mirar a Entreri en el preciso momento en que éste se despojaba de la máscara.

-Sólo quería que vieras la verdad -dijo él.

La mujer abrió los ojos como platos y lo miró con expresión de estupor.

Entreri le lanzó una puñalada, es decir, intentó hacerlo, pues estaba protegida de ataques por un encantamiento. Fue como si la daga hubiera dado contra una roca.

La mujer dio un chillido y trató de huir. Entreri la golpeó con la espada, lo cual tampoco funcionó, y le puso una zancadilla de modo que con su pie delantero se golpeó el tobillo del otro. La mujer tropezó y cayó de bruces, pero inmediatamente se puso boca arriba y alzó las manos ante sí en un gesto defensivo.

-¡No me mates! -imploró-. Por favor, tengo fortuna.

Entreri la emprendió a puntapiés con ella tratando de golpearla una y otra y otra vez.

-¿Cuántos golpes aguantará tu escudo?- preguntó mientras ella se debatía en el suelo.

Se oyó el grito de Beneghast desde el callejón.

Entreri dio un último puntapié a la maga y a continuación la amenazó con la Garra de Charon, colocando la punta de su magnífica hoja purpúrea a escasos centímetros de sus ojos desorbitados.

-Dile a tu jefe que no soy ningún títere- le espetó.

La mujer asintió frenéticamente con violentos movimientos de cabeza y Entreri asintió a su vez y salió corriendo. Vio a dos guardias que pasaban junto a la fuente a toda velocidad tras él, pero les sacó una buena ventaja y desapareció en la oscuridad del callejón. Mientras corría, arrojó el fardo encima de un tejado y siguió corriendo. Al pasar junto a un montón de cajas y una carreta desvencijada, vio a Beneghast, tirado contra la pared, sangrando y protegiéndose desesperadamente la cara con una mano. El más corpulento de los asesinos de los soportales lo amenazaba desde arriba con una maza de guerra, dispuesto a asestar el golpe mortal.

La daga de Entreri salió volando callejón adelante y fue a clavarse en el costado del agresor. El hombre se tambaleó, pero no cayó. Se volvió y adoptó una postura defensiva, aunque no pudo evitar encogerse hacia un lado por el dolor.

Cogiendo la Garra de Charon con ambas manos, Entreri arremetió con repentina e irrefrenable furia, asestando un golpe de derecha a izquierda que el otro, ducho en el arte de la batalla, bloqueó sin dificultad consiguiendo desembarazarse con rapidez suficiente para alzar la maza por delante.

-Estás loco- dijo jadeando al tiempo que interceptaba un golpe desde arriba.

Entreri notó la fuerza con que paraba el golpe la maza, y no lo cogió por sorpresa que el hombre avanzara por debajo del ángulo de la Garra de Charon. Tampoco intentó impedir ese movimiento ni se hizo a un lado con una torsión del cuerpo. Se limitó a soltar la espada y avanzó también, embistiendo a aquel hombrón que trató de avasallarlo y lanzarlo al suelo.

Pero Artemis Entreri era más fuerte de lo que parecía y además estaba rodeando con una mano la empuñadura de la enjoyada daga. Una leve vuelta de puño frenó el ímpetu del Otro con la misma firmeza con que lo hubiera hecho una pared de piedra. El matón miró a Entreri desde su aventajada estatura y soltó la maza, que fue a caer con estrépito al suelo, junto a la Garra de Charon. Una expresión de horror absoluto le cruzó la cara, una expresión que siempre arrancaba a Artemis Entreri una torva sonrisa.

Entreri imprimió un nuevo giro a la daga. Podría haber privado al hombre de toda su fuerza vital, destruyéndole totalmente el alma, pero tuvo un arranque de compasión: en lugar de aniquilarlo totalmente se inclinó por brindarle una muerte simple.

Entreri depositó al moribundo en el suelo y recogió de paso la Garra de Charon.

-Tú... Él me ha salvado -dijo Beneghast, y su comentario dio a Entreri la pauta de que no estaban solos. Se puso de pie rápidamente y giró sobre los talones para enfrentarse a los dos guardias, hombres que sabía estaban al servicio de Knellict.

La cara de los dos guardias expresaba la confusión más absoluta.

Entreri no se había atenido al guión.

-¿Que te he salvado?- escupió Entreri con desdén a Beneghast-. ¡Ni todo tu oro podría hacerme seguir con tu mentira! Apresad a este hombre -ordenó Entreri a los guardias-. Él asesinó al mercader Beneghast y lo dejó muerto en la fuente. Su compañero yace aquí, muerto por mi propia mano, y me ha prometido una gran recompensa si finjo no conocer sus actos criminales.

Los guardias se miraron perplejos, y Entreri se dio cuenta de que en ese momento podría haberlos derribado a los dos simplemente con soplar. A su lado, Beneghast farfullaba y tartamudeaba, salpicándose de saliva por todos lados.

Entreri le impuso silencio con una mirada, luego se agachó y lo cogió por la pechera. Mientras levantaba al hombre bruscamente, arrancándole a propósito un gruñido que ocultara sus palabras, le susurró al oído:

-Si quieres vivir, sígueme la corriente.

Se enderezó y lanzó a Beneghast a los brazos de los estupefactos guardias.

-Rápido, lleváoslo. Es posible que haya más asesinos escondidos entre las sombras.

En sus caras se veía que no sabían qué hacer. Por fin se dieron la vuelta y se pusieron en marcha, arrastrando consigo a Beneghast. El mercader consiguió volverse a mirar a Entreri, que le dedicó un gesto afirmativo y le guiñó el ojo llevándose un dedo a los labios fruncidos.

Entreri se preguntaba si los guardias se habrían tragado aquel cuento. ¿Conocerían a Beneghast y a los matones de la Ciudadela de los Asesinos? No había advertido ninguna señal de reconocimiento en sus caras en el momento en que había tomado su decisión.

Y aunque estuviera equivocado, aunque conocieran la verdadera identidad de Beneghast y lo mataran a continuación, ¿qué más le daba a Artemis Entreri?

Trató de convencerse de eso una y otra vez, pero se encontró nuevamente en los tejados. Se dispuso a recuperar la bolsa del mercader -al fin y al cabo no había motivo para desdeñar una recompensa por su buena acción- y a continuación se deslizó por los tejados de los edificios siguiendo como una sombra el movimiento de los guardias y de su prisionero. Tal como sospechaba, los corruptos soldados no siguieron por aquel callejón sino que se metieron por otro, uno que tenía salida y por el cual ellos y su «prisionero» podrían escapar con facilidad.

-Márchate, entonces- oyó Entreri que le decía uno de ellos a Beneghast.

-A Knellict no le gustaría perder a uno de sus hombres- señaló el otro.

-No es asunto nuestro- dijo el otro-. Ese mercader está muerto y a éste lo dejamos ir. Ésas fueron nuestras órdenes.

En el tejado, por encima de ellos, Entreri sonrió. Observó a Beneghast que salía corriendo por la parte trasera del callejón, como si le fuera la vida en ello, lo cual era cierto.

Los dos guardias siguieron caminando tranquilamente, charlando.

Uno de ellos sacó una pequeña bolsa y la sacudió para mostrar que estaba llena de monedas.

Entreri miró el saco que llevaba y después miró a aquellos dos. Por primera vez desde que había llegado a la Ronda de la Muralla se paró a pensar en las consecuencias de lo que había hecho. Sabía que esto les traería a él ya Jarlaxle muchos problemas con un enemigo muy peligroso. Le habría resultado más fácil atenerse a las órdenes de Knellict.

Claro que eso habría significado aceptar su destino, resignarse a volver a la vida que había llevado en Calimport, cuando sólo era un instrumento de matar a las órdenes de Pachá Basadoni y tantos otros.

-No- susurró negando con la cabeza. No iba a volver a esa vida.

Ahora no, nunca más, costara lo que costase. Volvió a mirar a los guardias que se alejaban.

Se encogió de hombros. Soltó el saco.

De un salto se dejó caer entre los guardias con las armas preparadas. Poco después se marchaba, un saco al hombro y una bolsa de monedas colgando del cinto.