No soy un rey. No lo soy ni por temperamento, ni por deseo, ni por herencia ni por aclamación popular. Soy un actor más en los acontecimientos de una pequeña región de un mundo extenso. Al fin de mis días me recordarán, espero, aquellos en cuyas vidas haya influido. Confió en que, llegado ese momento, se me recuerde con afecto.
Es posible que quienes me hayan conocido, o quienes se hayan visto afectados por las batallas que he librado y por el trabajo que he hecho, cuenten historias de Drizzt Do'Urden a sus hijos. Tal vez no. Pero también es probable que, después de una segunda generación, mi nombre y mis hazañas queden relegados a los polvorientos rincones de la historia olvidada. Esa idea no me entristece, ya que mido mi éxito en la vida por el valor que aporta mi presencia a aquellos a los que amé y que me amaron. No estoy hecho para la fama de un rey, ni para la grandiosa reputación de un gigante entre los hombres, como Elminster; que reconfigura el mundo de formas que afectarán a generaciones todavía por venir.
Los reyes, como mi amigo Bruenor, contribuyen a la sociedad de su tiempo de modos capaces de definir las vidas de sus descendientes, de manera que alguien como él vivirá de su nombre y de sus hazañas mientras exista el clan Battlehammer... , confió y espero que durante milenios.
Es así que a menudo considero las maneras del rey, los pensamientos del gobernante, el orgullo y la magnanimidad, el egoísmo y el servicio.
Hay una cualidad que distingue al líder de un clan como Bruenor de un hombre que está a la cabeza de todo un reino. Para Bruenor, rodeado por los enanos que se dicen miembros de su clan, el parentesco y la clase son lo mismo. Bruenor tiene un interés personal, el de la amistad, con el destino de cada enano, cada humano, cada drow, cada elfo, cada halfling y cada gnomo residentes en Mithril Hall. Sus heridas son las suyas; sus alegrías, las suyas. No hay uno solo a quien no conozca por su nombre, y ni uno solo a quien no quiera como a un miembro de su familia.
No puede aplicarse lo mismo a un rey que gobierna una región más extensa. Por buenas que sean sus intenciones, por sincero que sea su corazón, para un rey que reina sobre miles, decenas de miles, hay necesariamente una distancia emocional, y cuanto mayor sea el número de sus súbditos, tanto mayor es esa distancia, y tanto más estarán los súbditos reducidos a algo menos que personas, a simples números.
Un rey sabe que hay diez mil que viven en esta ciudad, que cinco mil residen en aquella otra, y que esa aldea tiene sólo cincuenta habitantes.
No son su familia, ni sus amigos, ni rostros que pueda reconocer. No puede conocer sus esperanzas ni sus sueños en particular, y en caso de que le interese, debe suponer y esperar que realmente sean sueños comunes y necesidades comunes y esperanzas comunes. Un buen rey entenderá esta humanidad compartida y trabajará para hacerlos crecer a todos consigo. Este gobernante acepta las responsabilidades de su situación y se empeña en la noble causa de servir a su pueblo.
Puede que sea egoísmo, la necesidad de ser amado y respetado, lo que lo impulsa, pero la motivación no importa. Un rey que desee ser recordado con afecto por haber servido a los mejores intereses de sus súbditos gobierna sabiamente.
A la inversa, el líder que gobierna imponiendo el miedo, ya sea hacia él o hacia algún enemigo al que exagera para usarlo como arma de control, no es un hombre ni una mujer de buen corazón. Ése era el caso en Menzoberranzan, donde las madres matronas mantenían a sus súbditos en un estado de permanente tensión y terror, tanto de ellas como de La Reina Araña, su diosa, y de una multitud de enemigos, algunos reales, otros inventados ex profeso o fomentados con el solo objetivo de fortalecer el dominio de Las madres matronas sobre su atemorizado pueblo. Me pregunto quién puede recordar con afecto a una madre matrona, como no sean aquellos a los que esa envilecida criatura les ha dado poder.
En lo relativo a La guerra, el rey encontrará su mayor legado, y ¿no es ésta una gran tristeza que ha perseguido a Las razas pensantes desde el principio de los tiempos? También en esto, o tal vez especialmente en esto, puede medirse con claridad la valía de un rey. Ningún rey puede sentir el dolor de La herida de este o aquel soldado, pero un buen rey temerá esa herida, porque la sentirá tan profundamente como el hombre ha quien le haya sido infligida.
Al pensar en esos «números» que son sus súbditos, un buen rey nunca olvidará el número más importante: el uno. Si un general grita victoria y exclama que sólo han muerto diez hombres, el buen rey atemperará su celebración con el dolor por cada uno, uno solo repetido, uno solo que le pesará en el corazón.
Sólo entonces sopesará correctamente sus opciones futuras. Sólo entonces entenderá todo el peso de esas opciones, no sólo sobre el reino, sino sobre el uno, los diez o los quinientos que morirán o quedarán lisiados por él y por su reino y por los intereses comunes. Un rey que sienta el dolor de las heridas de cada hombre, o el hambre en Las tripas de cada niño, o La tristeza en el alma de cada padre desposeído, es un rey que pondrá al país por encima de la corona ya La comunidad por encima de si mismo. Si no existe esa empatía, un rey, incluso un hombre de temperamento determinado por Las estrellas, no será más que un tirano.
¡Ah, si la gente pudiera elegir a sus reyes! ¡Si la gente pudiera medir los corazones de quienes pretender liderarla!
Porque si esa elección fuera sincera, si la representación del aspirante a rey fuera un claro y auténtico retrato de sus esperanzas y sueños para el pueblo y no una apelación condescendiente a los peores instintos de aquellos que lo elegirían, entonces todo el pueblo prosperaría con el reino, o compartiría los dolores y las pérdidas. Como la familia, o los grupos de amigos verdaderos, o los clanes enanos, la gente celebrarla sus esperanzas y sueños comunes en cada una de sus acciones.
Pero que yo sepa, la gente no elige en ningún lugar de Faerun. Por estirpe o por conquistas, se establecen las líneas, y entonces sólo cabe esperar, cada uno en su propia nación, que suba al trono un hombre o una mujer de empatía, que sea quien sea el que llegue a gobernarnos, lo haga con comprensión del dolor de la herida de un soldado en particular.
Existe actualmente junto a Mithril Hall un reino floreciente de composición poco común, ya que este territorio, el reino de MuchaFlecha, está gobernado por un solo orco. Obould es su nombre, y ha dado por tierra con cualquier expectativa interesada que Bruenor o yo o cualquiera de los demás hayamos podido albergar en torno a él pero ¿qué digo dar por tierra! Ha arrasado todas las murallas y ha avanzado a grandes pasos dejando atrás todas las limitaciones de su raza.
¿Es esto una suposición o realmente el fruto de mi observación?
Mi esperanza, debo admitirlo, porque en este momento no puedo saberlo.
Es así que mi interpretación de las acciones de Obould está limitada por mi punto de vista y sesgada por el riesgo de optimismo. Pero el hecho es que Obould no se lanzó al ataque, como todos esperábamos que hiciera, cuando al hacerlo habría condenado a miles de sus súbditos a una muerte horrorosa.
Puede que haya sido puro pragmatismo, que el rey orco haya reconocido sabiamente que sus ganancias no se multiplicarían, y que entonces haya bajado sus ínfulas y haya adoptado una postura defensiva para afirmar las que ya había conseguido. Es posible que cuando lo haya hecho, superada cualquier amenaza de invasión de los reinos vecinos, reagrupe a sus hombres y se lance nuevamente al ataque. Ruego que no sea así; ruego que el rey orco esté imbuido de mayor empatía, o incluso de mayor egoísmo, en su necesidad de ser respetado al tiempo que temido, que la generalidad de su belicosa raza. Sólo cabe esperar que las ambiciones de Obould se vean atemperadas por un reconocimiento del precio que la gente corriente paga por la locura o el falso orgullo del gobernante.
No puedo saberlo. Y cuando pienso que esa empatía colocaría a este orco por encima de muchos líderes de las razas eminentes, me doy cuenta de que me estoy dejando engañar al dar cobijo a estas fantasías. Me temo que Obould se detuvo simplemente porque sabía que no podía continuar pues corría el riesgo de perder todo lo que había conseguido e incluso más. Parecería que fue el pragmatismo y no la empatía lo que hizo que se detuviera la máquina de guerra de Obould.
Si es así, que así sea. Incluso en tan sencilla medida práctica, este orco está por encima de otros de su estirpe. Si el mero pragmatismo consigue imponer el alto de una invasión y estabilizar un reino, entonces es posible que ese pragmatismo sea el primer paso de los orcos hacia la civilización.
¿Es todo ello un proceso, un movimiento hacia un sistema cada vez mejor que conducirá a la forma más elevada de reino? Eso espero. Sin duda no será un ascenso en línea recta. Porque cada paso adelante, como sucedió con la asombrosa ciudad de Luna Plateada de lady Alustriel, por ejemplo, implicará pasos atrás.
Es posible que el mundo se acabe antes de que las razas eminentes disfruten de la paz y la prosperidad del reino perfecto.
Que así sea, porque lo que más importa es el viaje.
Al menos ésa es mi esperanza, pero el revés de esa esperanza es mi temor de que todo sea un juego, y un juego jugado sobre todo por los que valoran el yo antes que la comunidad. El camino hacia el reinado es un camino sembrado de dificultades, no el camino del hombre o de la mujer discretos. La persona que valora la comunidad muchas veces se verá engañada y destruida por el bellaco cuyo corazón está lleno de ambiciones egoístas.
Para quienes recorran ese camino hasta el final, para los que sientan el peso del liderazgo sobre los hombros, la única esperanza reside en el reino de la conciencia.
Reyes, sentid el dolor de vuestros soldados. Sentid la tristeza de vuestros súbditos.
No, yo no soy un rey, ni por temperamento ni por deseo. La muerte de un solo súbdito soldado heriría el corazón del rey Drizzt Do 'Urden. No envidio a los buenos gobernantes, pero sí temo a los que no entienden que sus números tienen nombres, ni que nada acrecienta tanto el yo como las alabanzas y el amor de la buena gente corriente.
Drizzt Do’Urden