Si, es hermosa, pensó Artemis Entreri cuando Calihye, completamente desnuda, saltó de la cama y se acercó al perchero en busca de sus bombachos y de su camisa. Se movió con la gracia de un avezado guerrero, avanzando una pierna tras otra sin el menor esfuerzo, posando las mullidas almohadillas de los pies con suavidad para amortiguar sus pasos. Era de mediana estatura, ágil sin dejar de ser fuerte, y su cuerpo mostraba algunas cicatrices que no quitaban valor en absoluto a la grácil imagen de su marcada musculatura. Era una criatura paradójica, se percató Entreri mientras la contemplaba, un ser de naturaleza ígnea y fluida. Podía ser feroz, pero también tierna, y parecía saber cómo moverse entre ambos extremos para lograr un inmejorable efecto cuando estaban haciendo el amor.
No cabía la menor duda de que en el campo de batalla se comportaba de igual modo. Calihye no era solamente una luchadora; era una guerrera, una pensadora. Conocía sus propias posibilidades tan bien como cualquiera, pero valoraba las de su oponente mejor que la mayoría. Entreri estaba seguro de que la mujer había utilizado sus encantos femeninos con los oponentes poco avisados, haciéndoles bajar la guardia antes de destriparlos.
Eso hacía que la respetara; la imagen suscitó una sonrisa en su cara habitualmente ceñuda.
De todos modos, se resolvió en una corta mueca cuando el hombre reparó en su propia situación. De un gancho próximo al perchero junto al que se vestía Calihye colgaba su sombrero negro de ala corta, el que le había dado Jarlaxle. Entreri se había dado cuenta de que el sombrero, al igual que su compañero drow, era mucho más de lo que parecía. Estaba dotado de muchas propiedades benéficas, mágicas y mecánicas, entre las cuales se contaba la de bajar la temperatura de su cuerpo para ayudarlo a ocultarse de los ojos que captaban el calor en lugar de la luz, y un alambre insertado alrededor de la copa, fácilmente retraíble, que permitía ajustarse el sombrero tan apretadamente que hacía imposible que se le saliera ni siquiera cayéndose del caballo.
Más de lo que parecía, pensó Entreri.
Había dormido profundamente después de su encuentro con Calihye la noche anterior. ¿Demasiado profundamente? Calihye podría haberlo matado, se dijo, y por su cabeza cruzó como un relámpago la idea de que tal vez la mujer estaba utilizando sus encantos con él. Lo había puesto en la situación más vulnerable en la que jamás se había encontrado.
«No -se tranquilizó-. Sus sentimientos hacia mí son auténticos. Esto no es un juego.»
Sin embargo, se preguntó si no podría haber sido justamente la estrategia de Calihye hacerle bajar totalmente la guardia para atreverse a atacarlo.
Entreri hundió la cabeza entre las manos y se frotó los ojos somnolientos. Al hacerlo sacudió la cabeza, y se alegró de que sus manos ocultaran su risita de impotencia. Acabaría volviéndose loco con esos pensamientos.
-Entonces ¿vienes conmigo? -preguntó Calihye, sacándolo de su ensoñación.
Levantó la cabeza y la volvió a mirar fijamente mientras ella permanecía de pie al lado del perchero. Seguía desnuda, pero los ojos de Entreri no recorrieron su cuerpo, sino que se quedaron fijos en su rostro. Se mirase como se mirase, Calihye era una mujer notablemente hermosa, de ojos chispeantes que a veces mostraban reflejos grises en medio del azul. Otras veces, según fuera el fondo -la iluminación o su vestido-, brillaban con una exquisita sombra de azul medio, y en ambos casos resultaban siempre impactantes debido al contraste con el cabello negro como ala de cuervo. Tenía el rostro simétrico y una estructura ósea impecable.
Pero estaba esa cicatriz, que le cruzaba la mejilla derecha hasta la nariz y luego bajaba por los labios hasta la mitad de la barbilla. Era una cicatriz enojosa, con frecuencia inflamada y roja. Entreri sabía que Calihye se ocultaba tras ella, como si se tratase de una negación de su belleza femenina.
De todos modos, cuando Calihye esbozó su sonrisa, tan traviesa y peligrosa, Entreri prácticamente ni se dio cuenta de la cicatriz que le cruzaba los labios. Para Artemis Entreri seguía siendo hermosa, y aparte de sus reflexiones sobre los motivos para conservar la cicatriz y sobre el significado profundo que parecía tener para ella, casi no se le veía. No atraía su atención, tan perdido estaba en los misterios que se adivinaban en sus ojos. Ella movió la cabeza, y cuando la espesa mata de pelo le resbaló sobre los hombros, Entreri tuvo deseos de saltar hasta su lado y hundir la cara en aquella suave y tibia cabellera.
-Habíamos quedado en ir a comer -le recordó al tiempo que lo miraba y empezaba a ponerse la camisa-. Habría jurado que te había entrado un hambre monstruosa y feroz.
Cuando apareció su cabeza a través del cuello de la camisa y clavó la mirada en su amante, a Calihye se le borró la sonrisa de los labios.
Ese atisbo ceñudo le dio a Entreri la clave de su propia expresión.
Estaba serio y no sabía por qué. No había un solo pensamiento en su mente que pudiera hacerle fruncir el ceño en ese momento. Después de todo, Calihye no suscitaría en él ningún pensamiento de esa naturaleza, pues él la consideraba una luz brillante en su miserable vida. Pero sin duda estaba ceñudo, como ponía en evidencia el gesto grave y reflexivo de ella.
Entreri mostraba a menudo esa expresión adusta -¿o era algo permanente?- y casi siempre sin una razón aparente. Salvo, por supuesto, que con frecuencia estaba enfadado por todo y por nada a la vez.
-No tenemos qué comer -dijo la mujer.
-No, es cierto. Debemos salir y comprar algo de comida. La mañana ya está muy avanzada.
-¿Qué es lo que te preocupa?
-Nada.
-¿No te lo pasaste bien anoche?
Entreri casi resopló ruidosamente ante semejante tontería, y no pudo reprimir una sonrisa al observar a Calihye y darse cuenta de que simplemente lo estaba provocando para que le dijese un cumplido.
-Me has complacido muchas noches. Enormemente. Y la pasada noche fue una de ellas - la halagó, y se quedó complacido ante su aparente alivio.
-¿Qué es, entonces, lo que te preocupa?
-Te dije que no estoy preocupado.
Entreri echó mano de sus pantalones y empezó a ponérselos. Se detuvo al notar que la mano de Calihye se apoyaba sobre su hombro. Miró hacia arriba y se la encontró mirándolo con gesto preocupado.
-Tus palabras no coinciden con tu expresión- le reprochó-. Dime, ¿acaso no puedes confiar en mí? ¿Qué es lo que afecta tanto el humor de Artemis Entreri? ¿Qué pasa contigo? ¿Qué fue lo que te pasó para encender en ti ese fuego interior?
-Hablas dejándote llevar por tu loca imaginación- protestó él. Volvió a inclinarse para acabar de ponerse los pantalones, pero Calihye aferró su hombro aún con más fuerza obligándolo a mirarla de nuevo.
-¿De qué se trata? -lo apremió-. ¿Cómo se crea un guerrero de una perfección tan notable como la de Artemis Entreri? ¿Qué te causó esto?
Entreri apartó la mirada de la de ella y la bajó hasta sus pies. Pero en realidad no los veía. A los ojos de su mente, Artemis Entreri era otra vez un muchacho, poco más que un niño, en las polvorientas calles de una desierta ciudad portuaria inundada por el olor a mar o a arena maloliente, dependiendo del lado que soplara el viento.
Los carros crujían, aunque estuviesen detenidos, cuando la brisa arenosa azotaba sus laterales de madera.
Un tiro de caballos pateaba con desasosiego, y uno de los animales incluso se encabritó todo lo que le permitió su pesado y apretado arnés. El cochero, un hombre delgado y fibroso de rasgos toscos y angulosos, que al chico le recordaba a su padre, no tardó en azotar cruelmente con el látigo al asustado animal.
Sí, ni más ni menos que como su padre.
El obeso comerciante de especias sentado en una carreta lo estuvo observando un largo rato. Aquellos ojos de pesados párpados parecían invitarlo a dormir mientras lo hipnotizaban como a una serpiente en trance. Él sabía que allí había algo, algo mágico detrás de aquella mirada, algún método de control que había permitido a aquella patética y desmejorada bestia destacarse entre el grupo reunido para la caravana que partía de Memnon. Todos los demás se le sometían, según podía ver, aunque sólo era un niño y sabía poco del mundo y de las jerarquías dentro de la clase mercantil.
De lo que no cabía la menor duda era de que, era el jefe, y el chico enrojeció, orgulloso de que el jefe de tanta gente les prestase atención a él y a su madre. Ese ruborizado orgullo se convirtió en una boca y unos ojos abiertos de par en par cuando el hombre gordo sacó unas monedas de oro. ¡Monedas de oro! El chico había oído hablar de ellas, había oído hablar de las monedas de oro pero nunca había visto ninguna. Sólo había visto las de plata en una ocasión, entregadas por un forastero a su padre, Belrigger, antes de meterse detrás de la cortina con su madre.
Pero nunca había visto oro. ¡Ahora su madre tenía oro!
Qué emocionante había sido, pero que breve. Porque acto seguido, su madre, Shanali, lo cogió bruscamente por un hombro y lo empujó a los brazos del hombre grueso, que lo estaba esperando. Se resistió y luchó; trató de zafarse de los brazos sudorosos o al menos de darse la vuelta para poder hacerle algunas preguntas a su madre.
Cuando finalmente lo logró, ella ya le había dado la espalda y se alejaba.
La llamó a voces, le suplicó, le preguntó qué significaba aquello.
-¿Adónde vas? ¿Por qué me tengo que quedar aquí? ¿Por qué me retienen? ¡Madre!
Y ella echó la vista hacia atrás, sólo una vez y durante un fugaz instante. Lo suficiente para que él viera por última vez sus ojos tristes y hundidos.
-¿Artemis?
El hombre aventó sus recuerdos y miró a Calihye. Ella parecía divertida y preocupada a la vez. Resultaba tan extraño...
-¿Te vas a quedar ahí sentado toda la mañana con una flauta en las manos y los pantalones por las rodillas?
La pregunta sorprendió a Entreri, y sólo entonces se dio cuenta de que efectivamente tenía en la mano la flauta de Idalia, el instrumento mágico que le habían dado las hermanas dragón. También se dio cuenta, tal como le había indicado Calihye, de que le colgaban de los muslos los pantalones arrugados. Dejó la flauta sobre la cama, o inició el movimiento, pero se dio cuenta de que no podía hacerlo adecuadamente. Al comprobarlo, dejó caer la flauta y se subió los pantalones.
-¿Cómo se consigue eso? -le preguntó Calihye, y él la miró con curiosidad-. ¿Qué es lo que permite crear a un guerrero perfecto como Artemis Entreri?- le aclaró.
Su mente volvió a Memnon. Se le presentó una imagen de Belrigger que lo conmocionó.
Se dio cuenta de que había cogido otra vez la flauta.
Ante él se dibujó la sonrisa lasciva y desdentada de Tosso-pash, y volvió a dejar la flauta sobre la cama.
-¿Entrenamiento? ¿Disciplina? -aventuró Calihye.
Entreri cogió la camisa que estaba sobre la silla y dio un par de pasos alejándose de Calihye.
-Furia- respondió, y lo hizo en un tono que indicaba a las claras que no deseaba más preguntas.
Se erguía como cualquier otro rectángulo de bloques de adobe en un mar de casas similares, una estructura anodina de tres metros y medio de frente por uno y medio de fondo. Como todas las demás, tenía un toldo sobre la fachada que daba al mar y disfrutaba de la brisa habitual que solía ser el único alivio al calor implacable de Memnon.
La casa no tenía tabiques divisorios internos. Una sencilla cortina raída separaba el resto de la habitación de una zona de dormitorio, que ocupaban su madre y su padre, Shanali y Belrigger, o Shanali y cualquiera que le hubiera pagado a Belrigger. Él no tenía otra cosa que el suelo de la habitación común. En una ocasión en que el suelo estaba demasiado cubierto de bichos, el niño se había acostado sobre la mesa, pero Belrigger lo había descubierto y le había dado una buena paliza por la infracción.
La mayoría de los golpes se habían fundido en la nebulosa del pasado, pero Artemis recordaba con toda claridad uno en particular. Más borracho de lo que era habitual, Belrigger lo había golpeado en la espalda con una vieja tabla podrida y la paliza había dejado clavadas allí numerosas astillas que se habían infectado y que durante días estuvieron rezumando un pus blanco y verdoso.
Shanali se había acercado a él con un paño mojado para limpiarle las heridas. Recordaba muy bien aquello. Le había frotado suavemente la espalda, con amor maternal, y aunque le había gritado algunas palabras hirientes, llamándolo estúpido por olvidarse de las normas de Belrigger, incluso ésas estaban impregnadas de simpatía.
¿Había sido ésa la última vez que Shanali lo había tratado con amabilidad? ¿Era ése el último recuerdo amable de su madre?
Aquella mujer que lo había dejado con la caravana del comerciante apenas unos meses más tarde casi no parecía la misma criatura. Incluso había cambiado físicamente aquel desgraciado día en presencia del mercader, se había puesto más pálida y ojerosa, y no podía decir una frase completa sin pararse para tomar aliento.
La mente de Artemis rehuyó las imágenes de aquel día, reemplazándolas rápidamente por las de Belrigger y Tosso-pash, el idiota desdentado y sin afeitar que pasaba más tiempo bajo el toldo de la casa que el propio Belrigger.
Tosso-pash le venía a la mente en imágenes entrecortadas, lascivo, siempre lascivo. Siempre inclinado sobre él, siempre tocándolo. Incluso las palabras del hombre se le presentaban en forma de frases que Artemis había oído demasiadas veces.
-Soy el hermano de tu papá. Puedes llamarme tío Tosso. Puedo hacer que te sientas bien, chico.
La mente de Entreri rechazó esas imágenes, esas palabras, incluso más que la última imagen de su madre.
Belrigger nunca había hecho eso, al menos nunca lo había perseguido por las calles hasta que las piernas de Entreri acababan doliéndole por el ejercicio, nunca se había acostado a su lado cuando él estaba tratando de dormir, nunca había intentado besarlo ni tocarlo. Belrigger a duras penas reparaba en su presencia, a menos que fuera para darle otra paliza o para arremeter contra él lanzándole una ristra de insultos y maldiciones.
Sólo podía imaginar que había sido una gran decepción para su padre. ¿Qué otra cosa podía haber suscitado en ese hombre tanto odio contra él? Belrigger estaba avergonzado de aquel frágil jovencito, de Artemis. Avergonzado y furioso por tener que alimentar al chico, a pesar de que lo único que le daba era la dura corteza de su pan o algunas sobras después de que él ya había comido.
E incluso su madre se habla deshecho de él, había cogido el oro... Los fofos brazos del gordo mercader no le proporcionaron calor ni bienestar.
Entreri se despertó en la oscuridad. Sintió que su cuerpo desnudo estaba cubierto de sudor; tenía las sábanas empapadas pegadas a la piel.
Ese instante de pánico remitió ligeramente cuando oyó a su lado la rápida respiración de Calihye. Se sentó en la cama y quedó sorprendido al encontrar sobre su vientre la flauta mágica de Idalia.
Entreri la cogió y la acercó a los ojos, pero apenas pudo verla a la pálida luz de las estrellas que se colaba por la única ventana de la habitación. Al sentirla, tanto por el contacto físico con las manos como por la conexión emocional que había logrado con ella en su mente, estuvo seguro de que era la misma flauta mágica.
Se detuvo a pensar por un instante en qué lugar había colocado la flauta al acostarse. Recordó que en el borde del armazón de madera de la cama, a su lado, y al alcance de la mano.
De modo que, según todas las apariencias, la había cogido mientras dormía, y ella había vuelto a suscitar en él aquellos sueños.
¿O acaso eran verdaderos recuerdos?, se tuvo que preguntar Entreri, ¿Eran las imágenes que se presentaban en su mente con tanta claridad un detallado repaso de la época de su infancia en Memnon? ¿O se trataba acaso de alguna demoníaca manipulación de la flauta, siempre sorprendente?
Sin embargo, recordaba con toda claridad aquel día con la caravana, y sabía que las imágenes destacadas por la flauta eran realmente ciertas. Aquel recuerdo de Memnon, la traición final y absoluta de su madre, había perseguido a Artemis Entreri durante treinta años.
-¿Te encuentras bien?- preguntó quedamente Calihye mientras él seguía sentado en el borde de la cama.
Oyó sus movimientos detrás de él, luego la sintió apoyada en su espalda, pasándole el brazo alrededor para acariciarle el pecho y luego apretarlo contra el suyo.
-¿Estás bien?- volvió a preguntarle.
Pasando los dedos por las suaves curvas de la flauta de Idalia, Entreri sintió que no estaba seguro.
-Estás tenso- le susurró Calihye mientras le besaba el cuello.
De cualquier modo, el talante reconcentrado del hombre le hizo ver que no estaba de humor para nada.
-¿Se trata de tu furia?- lo pinchó la mujer-. ¿Aún sigues pensando en eso? ¿En la furia que creó a Artemis Entreri?
-Tú no sabes nada- le espetó Entreri, y le lanzó una mirada que incluso en la oscuridad le demostró sin lugar a dudas que estaba pisando un terreno prohibido.
-¿Furia por qué?- insistió sin hacer caso-. ¿Contra qué?
-No, no es furia- la corrigió Entreri hablando más para sí que para ella-. Es repugnancia.
- ¿De qué?
-Sí, repugnancia- repitió Entreri, y se apartó de ella para ponerse de pie.
Se volvió hacia Calihye. La mujer negó con la cabeza y lentamente bajó de la cama para ponerse de pie al lado de Entreri. Le rodeó suavemente el cuello con el brazo y se apretó fuertemente contra su pecho.
-¿Te doy repugnancia?- le susurró al oído.
«Aún no -pensó Entreri-, pero no se puede decir nada. Si en algún momento me la dieras, te atravesaría el corazón con mi espada.» Apartó aquella idea de su pensamiento y cogió la mano de Calihye, luego la miró de arriba abajo y le dedicó una sonrisa tranquilizadora.