¿Es que acaso se nos dará la vida dos veces? Pues, ¿cómo es que me duermo sin ceñirte entre mis brazos?
O. YAKAMOCHI
Dormir o no dormir, ¿es ese el problema[103]?
Cuando una familia acude a consulta suelo hacerme una pregunta muy similar a la anterior, para acabar descubriendo que, en la mayoría de los casos, el origen del problema de esas noches sin descanso no está en los bebés, ni siquiera en los padres (aunque algunos profesionales se afanen en difundir esta idea), sino en la forma errónea que tiene la sociedad actual de interpretar las señales de los niños y, sobre todo, de dar respuesta a sus necesidades.
La mayoría de los problemas de sueño no son tales y mejoran cuando la familia aprende a aceptarse y a reorganizarse conforme las necesidades de cada uno.
Empecemos desde el origen. Un bebé acaba de nacer, pero no empieza una nueva vida. Hace ya meses que se hace notar con su presencia y que, al igual que una estrella de Hollywood, ha lucido delante de las cámaras (ecográficas, eso sí) la más bonita de las sonrisas o el chupeteo de dedo más encantador.
Un bebé que nace se diferencia muy poco del pequeño feto que era unos segundos antes (quizás, la mayor novedad sea la respiración); por eso, en el fondo requiere los mismos cuidados. Necesita que se le ofrezca comida cuando tiene hambre, ya que en el vientre materno la alimentación era automática, y precisa mucho contacto físico, ya que en el útero materno estaba permanentemente abrazado. Pero casi nada más; la vestimenta, los pañales, el cochecito, etcétera, son artilugios de la industria que el bebé no va a reclamar nunca si se encuentra arropado por los brazos maternales[104].
¿Y dormir? ¿Cómo hemos de enseñar a dormir a los recién nacidos? Pues de ninguna manera. Los fetos ya saben dormir y un bebé no es nada más que un feto un poquito más viejo.
Se ha comprobado que a partir de los 6 meses de gestación los fetos ya tienen una fase de sueño activo y, a partir de los 7, una de sueño más tranquilo; además, en esas dos fases ocupan la mayor parte del tiempo. Cuando ese mismo niño nace, su sueño es casi igual que el que tenía dentro del vientre. Por lo tanto, si reproducimos las condiciones del bebé en el seno materno, el bebé dormirá lo que necesite (recordemos que las horas que necesita cada bebé son diferentes y pueden variar entre catorce a dieciséis los primeros días).
En las culturas en las que las madres portan a sus bebés con ellas todo el día (abrazo continuo) y le dan de comer cuando piden (alimento a demanda), los problemas de sueño en recién nacidos son prácticamente desconocidos.
Pero vivimos en una cultura en la que no dejamos que cada uno ocupe su rol:
Los padres suelen ser los cuidadores primarios, pero ¿quién cuida al cuidador? En las comunidades, tanto actuales como pasadas, en las que la madre era cuidada después del parto por otras mujeres que la ayudaban en las tareas del hogar, con sus otros hijos, etcétera, la prevalencia de depresiones posparto era francamente inferior.
Intentamos dar explicaciones de adulto a sus reclamos de niño, sin pensar que estamos tergiversando sus peticiones. Un bebé que llora pidiendo ser cogido en brazos está diciendo «Te necesito». Pero, como nuestra sociedad individualista no permite tales súplicas, traducimos esa llamada de cariño por un: «Lo hago para tomarte el pelo, para que tengas dolor de espalda y no puedas hacer nada más».
Diferente manera de actuar tendrán los padres ante un niño que llora si entienden que su bebé les necesita o si piensan que este les toma el pelo.
Tenemos una sociedad que intenta avanzar dando la espalda a los niños, a sus necesidades. Ese sería el primer punto para vencer los problemas del sueño. La mayoría de estudios etnopediátricos[106] nos lo confirman.
No obstante, y mientras esto no cambie, veamos qué podemos hacer con el sueño y los niños.
El sueño es algo especial, es una necesidad básica para vivir como lo es el comer, el beber o el respirar. Por ello, la naturaleza ya se encarga desde antes de nacer de que sepamos hacer estas cosas en el mismo instante en que vemos la luz.
Apenas nace, un bebé empieza a respirar por sí solo; ese primer aliento nos avisa de sus recién estrenados pulmones. También sabe tomar su alimento (si se le ofrece). De hecho, numerosos estudios indican que si se le deja libre acceso al pecho de su madre, durante las dos horas posteriores al parto, la mayoría de bebés se prenden solos y correctamente[107]. Y también nacen sabiendo dormir.
Dormir es una necesidad vital y, por lo tanto, va evolucionando a medida que las necesidades de la persona así lo reclaman. El sueño se sincroniza con nuestras exigencias, en cada momento de nuestra vida, y alterar eso puede producir efectos nocivos en el individuo. Veamos:
El sueño es un proceso evolutivo que empieza a desarrollarse en el feto y que el recién nacido ya posee desde hace más de tres meses. Y no sólo sabe, sino que según las estadísticas es algo que practica la mayor parte del día: entre doce horas los más despiertos y dieciséis horas los más dormilones.
¿Y qué necesita un bebé? Pues, según la mayoría, un bebé necesita[108]:
Por lo tanto, el sueño va a favorecer todo aquello que necesita un bebé, porque va sincronizado con sus necesidades. Veámoslo.
¿Cómo es el sueño en estas edades?
El bebé se despierta frecuentemente para poder comer, cosa que, como ya hemos visto, le evita hipoglucemias. El hecho de alimentarse frecuentemente también le ayuda a mantener la producción de leche en su madre en este primer periodo de su vida; por lo tanto, se está asegurando su alimento.
Asimismo, se despierta para poder estimularse y conocer poco a poco su entorno. Esto desarrolla su mente, pero, como se cansa pronto, suele dormirse otra vez para volverse a despertar cuando esté descansado y poder aprender mejor.
Estar despierto le ayuda a mamar mejor, aunque muchos también pueden hacerlo casi dormidos, y a relacionarse con su madre.
Propicia la atención (mantener la alerta) de la persona que le cuida, ya que al saber que puede despertarse frecuentemente nadie deja solo a un bebé por mucho tiempo.
¿Lo ven? El sueño de un recién nacido está perfectamente adaptado a sus necesidades.
Sé que es cansado atender a un niño por la noche (soy madre de dos), pero seguro que, sabiendo lo importante que es para un niño ese tipo de sueño, a muchos padres les será más fácil hacerlo. Cualquier intento de alterar esa perfecta sincronía entre sueño y necesidades del bebé no puede comportar nada bueno.
Hay profesionales que intentan (muchas veces en vano, puesto que nuestro bagaje genético es fuerte) que los niños duerman más a base de ofrecerles comidas más pesadas o pautando unos horarios para las ingestas. Pues bien, estas conductas sólo conllevan el final de la lactancia en casi todos los casos y desarreglos intestinales en otros, ninguno deseable para un recién nacido. Y, en el improbable caso de que durmiera un poco más, tampoco supone un beneficio para un recién nacido, como ya hemos visto.
Lo único que favorece el desarrollo natural del sueño es la lactancia materna (recordemos que la leche materna lleva l-triptofano, que favorece el sueño) y el hecho de succionar del pecho (y no de un biberón). R. Debré y A. Doumic[109] comprobaron que los niños que mamaban más vigorosamente dormían mejor, porque se cansaban más. Y D. Levy[110] demostró que los perritos amamantados dormían mejor que los alimentados con biberón. Parece ser que la succión del pecho cansa y relaja más.
El colecho (dormir con el bebé) también es una buena opción para ayudar en la evolución natural del sueño. En este sentido, J. McKenna[111] ha demostrado que la respiración de las madres y de los bebés se acoplan cuando duermen juntos, favoreciendo que el niño alterne las diferentes fases que va adquiriendo de la mano de la respiración de su madre. Asimismo, la duración y calidad del sueño son mejores.
Continuando con la idea de que el sueño es un proceso evolutivo que se adapta a las necesidades biológicas, cognitivas y emocionales del bebé, veamos el siguiente periodo.
¿Qué necesita el bebé en esta etapa que no hayamos explicado en la anterior[112]?
Veamos cómo los cambios en el sueño ayudan a todo lo que acabamos de explicar:
¿Cómo es el sueño en estas edades?
Pensemos que el bebé hasta hace poco sólo tenía fase REM y sueño profundo, y que en tres o cuatro meses aparecen como por arte de magia ¡cuatro fases más! Si ya era difícil dominar un par de fases, ¡imaginaos ahora! Por un lado, se supone que podemos despertarnos entre fase y fase; por lo tanto, cuantas más fases, más opciones de despertarse. Y, por otro lado, dos de estas fases son además de sueño ligero (un pequeño ruidito nos puede despertar). ¿Se extrañan ahora de que el bebé se despierte más por la noche?
Nuestra experiencia está llena de consultas que empiezan así:
Mi niño de 6 meses, desde que nació, más o menos dormía como todos y se despertaba para hacer sus tomas por la noche. Pero ahora parece que vayamos a peor. Se despierta mucho más y, tras la toma, no se vuelve a dormir tan fácilmente como antes.
Puede que los padres no duerman bien, de acuerdo, pero al niño no le pasa nada malo. Simplemente está ensayando y llegará un día en que dominará la técnica de pasar de una fase a otra.
Si unimos a esta inestabilidad nocturna el hecho de que se dan otros cambios importantes en la vida de un niño, como la incorporación de muchas madres al trabajo (4 meses) o el inicio de la alimentación complementaria (6 meses), todo indica que será una etapa muy crítica para nuestro hijo. Quizás sea de las épocas en las que necesiten más nuestra comprensión.
¿Qué hacer mientras tanto? Ante la duda, nada, porque podríamos alterar la evolución natural del sueño. Pero como hay padres que son muy dormilones (que pueden juntarse con niños que se despierten más de lo normal), podemos seguir intentando los mismos consejos que ya dimos para el periodo de 0 a 3 meses: lactancia materna y colecho. Las madres que siguen estas instrucciones suelen comentar que no notan gran diferencia en cuanto al número de despertares, pero sí en el tiempo que el bebé tarda en dormirse, la mayoría, apenas unos segundos, y la mamá, también.
¿Cuáles son las grandes metas evolutivas de los niños a estas edades?
Para superar este periodo se han inventado juegos como esconderse detrás de las manos y aparecer (casi todas las culturas tienen algo similar). En ellos, los niños soportan, alegres, breves segundos sin la visión materna o paterna. Esos breves segundos darán paso, poco a poco, a un periodo más largo (juego del escondite). Pero este proceso difícilmente termina antes de los 2 años.
Y, por lo tanto, ¿cómo será el sueño?
Básicamente el sueño suele presentar dos características en estas edades:
Siguiendo con esta tónica podríamos hablar del sueño entre los 3 y 5 años, en donde veríamos cómo el hecho de necesitar más horas de actividad diurna, por ejemplo, debido al ingreso en la escuela, hace que el sueño se reduzca (se suelen eliminar espontáneamente las siestas) y tan sólo hay una tirada nocturna, de unas diez o doce horas.
¿Se han fijado? En cada periodo de nuestra vida el sueño se adapta a nuestras necesidades. Esto hace que el sueño del adulto sea diferente del de un recién nacido y también del de un anciano (que casi no tiene sueño profundo y, en cambio, suele tener más periodos de sueño ligero y de necesidad de dormir pequeñas siestas durante el día).
El sueño es un proceso evolutivo: nacemos sabiendo dormir y vamos desarrollando y adaptando esa actividad según la edad. Queremos que los niños duerman como los mayores, pero olvidamos que para dormir como un mayor ¡hace falta ser mayor!
Siempre que el niño tiene miedo, los sistemas de alarma se activan, y aunque nosotros pensemos que son tonterías, ellos no lo saben. Cuando dejamos al bebé llorando solo en su habitación, pasa miedo. Los estudios realizados midiendo el cortisol en estos niños así lo demuestran.
A partir de ese momento se ponen en marcha los sistemas más antiguos de respuesta a la alarma: el sistema HHA (hipotálamo-hipofisario-adrenal), el sistema adrenérgico y las catecolaminas. Esto se denomina «estar activado».
Todo este flujo químico y hormonal inunda violentamente el cerebro, apuntando directamente a la amígdala, que queda colapsada. Los niños que lloran y no son atendidos prontamente pueden llorar desesperadamente hasta que la amígdala se colapsa. Como la naturaleza es sabia y sabe que el cuerpo no resistiría mucho tiempo en una situación como esta, suele compensarlo con la secreción de opiáceos, endorfinas y serotonina, que provocan una bajada de todo este sistema de alarma en el sujeto. Los psicólogos que nos dedicamos a las catástrofes sabemos por experiencia que, cuando un sujeto presenta una activación importante tras un impacto, es cuestión de tiempo que descienda esta activación primera.
Por lo tanto, si tenemos en cuenta que para su hijo ya era la hora de dormir, que encima se ha pasado un tiempo llorando (con el consiguiente cansancio) y que acaba de recibir una inyección brutal de opiáceos, endorfinas, serotonina, etcétera, lo normal es que caiga rendido y se duerma. Eso es la esencia de los métodos para dormir. Pero no se engañe, no ha aprendido a dormir; tan sólo está «autodrogado».
Por ello, estos sistemas funcionan mejor con niños pequeños: a menor edad más se asusta. ¿Usted cree que si le aplica a un adolescente este método le va a funcionar? Pues no, porque es difícil que se asuste tanto como para provocar este shock. Seguramente, se quedará tan tranquilo leyendo. Por eso, no se cansarán de repetirle que si no lo soluciona antes de los 5 años, luego va a ser imposible.
Con sucesivas «experiencias» como esta el niño va a aprender, por un lado, que nadie va a hacerle caso, que sus necesidades no son merecedoras de atención (ello provoca una baja autoestima), y por eso muchos de ellos dejan de protestar. Por otra parte, se cree que el hecho de repetir oleadas de estas sustancias químicas en el cerebro es la causa de la reducción de la producción normal de serotonina y de la insensibilización de la amígdala. Sepan que las alteraciones de los niveles de serotonina se relacionan con las depresiones y que la amígdala es el centro del cerebro emocional por excelencia, que de esta forma puede quedar alterado, perdiendo oportunidades de desarrollar la confianza, la autoestima y la empatía. Además, un bajo nivel de serotonina es el indicador más importante de violencia en animales y humanos, y se ha relacionado con tasas altas de homicidios, suicidios, piromanías, desórdenes antisociales, automutilaciones y otros comportamientos agresivos[114].
Todo ello «favorecerá» que a la larga el niño se acueste sin decir nada y se duerma. Pero ni por un momento piense que ha aprendido a dormir, sino tan sólo a doblegarse y autodrogarse.
En 1996, el profesor Rauch, de la Universidad de Harvard, sacó imágenes de las zonas del cerebro que se activaban en sujetos traumatizados cuando revivían la escena traumática al escuchar el relato de los peores momentos de su vivencia. Aparte de demostrar, como ya hemos explicado, que la zona que se colapsa es el sistema límbico en general y la amígdala en particular, también apreció una «anestesia» del área del lenguaje, sobre todo el expresivo. Por lo tanto, si ustedes tienen a un bebé colapsado por las hormonas (muy acelerado en una primera fase o muy atontado después), con afección de la amígdala (que altera nuestra memoria inmediata), llorando con varios decibelios de volumen y con parte del área del lenguaje alterada…, ¿piensan que ese niño va a entender: «Tranquilo, cariño, papá y mamá te están enseñando a dormir»? Pues no.
De este modo cualquier método milagroso que proponga un cambio sustancial en esos patrones de sueño, puede resultar muy peligroso para el correcto desarrollo del sueño. Puede[115] que, debido a esos métodos, algunos niños duerman más horas o se despierten menos. Pero… ¿es natural que lo hagan? ¿Qué problemas les puede acarrear de mayores un patrón de sueño artificial?
En principio, se empiezan a diagnosticar en las consultas los primeros casos de Síndrome de Estrés Postraumático (SEPT) en niños a los cuales les han aplicado métodos de adiestramiento. Le Doux[116] ha demostrado que el miedo (¿creen que un bebé, al que se le aplica un método de estos, no pasa miedo como mínimo?), mejor dicho, la huella del miedo en nuestro cerebro emocional, no desaparece jamás. Podemos llegar a comportarnos «como si» no tuviéramos miedo, pero esas cicatrices emocionales del sistema límbico estarán siempre dispuestas a aparecer en nuestras vidas cuando flaquee nuestro cerebro cognitivo y su capacidad de control.
También se relaciona, entre otros, con un incremento de la ansiedad infantil, la depresión y con la indefensión aprendida. Shelley E. Taylor[117] demuestra en su libro Lazos vitales alteraciones parecidas. En la página 83 afirma: «Los niños que crecen en familias duras pueden sufrir alteraciones en las pautas de actividad de la serotonina, lo que puede provocar depresión irritable y otros problemas de carácter».
Para finalizar, como Eduard Punset dice en su libro El viaje al amor[118]:
¿Es mejor dejar llorar a un niño por la noche un buen rato […] o, por el contrario, lo correcto es precipitarse para acunarlo con vistas a interrumpir el estrés del miedo de la separación? […]
La mayoría de las respuestas a esas preguntas pueden rastrearse en dos descubrimientos básicos de la neurociencia moderna. En primer lugar, el cerebro de un niño no está dotado todavía para afrontar por sí solo la consecución del equilibrio y el bienestar. En segundo lugar, las resonancias magnéticas de cerebros infantiles sometidos a periodos prolongados de estrés revelan una disminución del volumen del hipocampo, que aumenta su vulnerabilidad a la depresión, la ansiedad y el consumo de droga o alcohol en su etapa adulta.
Recuerden: los métodos milagrosos no funcionan en todos los niños, pero seguro que, de una manera u otra, a todos les afectan.
Muchas veces me han pedido que demuestre con argumentos científicos por qué no se debe dejar llorar a un niño, y así lo he hecho hasta ahora (al igual que la mayor parte de la comunidad científica). Pero creo que el mejor argumento es el ético: ¿se puede dejar llorar a un niño?, ¿se puede dejar sufrir a un niño sólo para que aprenda algo que por sí solo aprenderá? La repulsa a estas formas de trato infantil no viene únicamente determinada por las consecuencias que provocan en los niños, sino por cuanto atentan a la dignidad del menor como persona que es. El fin no justifica los medios.
El 87 por ciento de niños en el mundo ha dormido esta noche en compañía. Incluso hay países como Japón, Noruega, Suecia… en los que las tasas pasan del 90 por ciento. Quizás el sur de Europa, junto con Estados Unidos y parte de Canadá sean las zonas en las que esta práctica está menos extendida. Pero, aun así, se supone que el 54 por ciento de americanos y europeos duerme con sus bebés; lo que pasa es que, como es un tema tabú, nadie lo dice y creemos que nadie lo hace.
Varios organismos oficiales[119] recomiendan la cohabitación cuando nace un bebé y el colecho cuando se cumplen unas simples garantías[120]:
Según el doctor Haslam (1985), el colecho es una manera eficaz para solucionar los trastornos del sueño: «De todas las cartas que recibí, la de los padres que contaban el éxito obtenido al utilizar esta práctica superaban en cantidad a las de aquellos que solucionaron los trastornos del sueño de sus hijos a través de otras tácticas».
¿Por qué funciona tan bien dormir con los niños? Somos mamíferos, y los mamíferos duermen en compañía de sus crías.
Existen muchos estudios al respecto, pero el de Hofer[122] es muy explícito:
[El Dr. Hofer] estudiaba la fisiología de los bebés ratas, cuando una mañana se dio cuenta de que una de las mamás ratas había abandonado su jaula durante la noche. Las ratitas abandonadas a su suerte presentaban un ritmo cardíaco dos veces inferior a lo normal. Hofer primero pensó que se debía a la falta de calor. Para verificar su hipótesis desarrolló un aparatito calefactor en un calcetín y lo colocó en medio de los ratoncitos sin pelo. Con gran sorpresa por su parte, eso no cambió nada. De experimento en experimento, Hofer pudo demostrar que el ritmo cardíaco no sólo estaba vinculado a la presencia reguladora de la madre […], sino también más de quince funciones fisiológicas, entre ellas los periodos de sueño y despertar nocturno, la tensión arterial, la temperatura del cuerpo e, incluso, la actividad de células inmunitarias como los linfocitos B y T, defensores del organismo de toda infección.
Por eso, al igual que los ratoncitos del estudio, nuestros hijos se encuentran tan bien si no nos separamos de ellos por la noche.
Si usted se está planteando dormir con su bebé, no lo dude.
Hay madres que me preguntan hasta cuándo van a dormir sus bebés con ellas y la respuesta es que todos abandonan la cama familiar. Antes de los 3 años es difícil que por propia voluntad lo hagan (¡les gusta tanto dormir con los padres!), pero a partir de los 4 años podemos irles cambiando de lugar poquito a poco, explicándoselo y dándoles el tiempo y la compañía que necesiten en cada momento. Aunque no intente cambiar a su hijo de cama, a la larga lo hará él solo. Es casi imposible retener a un niño permanentemente con sus padres. Entre los 4 y 6 años ningún niño[123] necesita dormir con sus padres, aunque como mamíferos que somos nos gusta dormir en compañía durante toda nuestra vida.
Normalmente, si no hacemos nada en contra de ese proceso, todo niño sano dormirá de un tirón antes de los 5 años. Y no tendrá ninguna secuela por haberse despertado más o menos hasta esa edad.
Sé que a muchos de los que me están leyendo cinco años les parecerá una eternidad, pero no se trata de aguantar sin dormir y sin hacer nada, cual víctimas heroicas, sino de ser respetuosos con el niño, entendiendo sus necesidades y actuando en consecuencia. Actuaciones como el colecho, la lactancia, el balanceo, las nanas, el contar cuentos, etcétera, ayudan (según la edad) a la conciliación y mantenimiento del sueño del niño, y, por tanto, a mejorar el de los padres.
Si ninguno de estos consejos le funcionan, en el libro Dormir sin lágrimas puede encontrar una guía para que su hijo duerma aún mejor o para que usted pueda descansar más.
GÓNZALEZ, C., Bésame mucho. Cómo criar a tus hijos con amor, Temas de Hoy, Madrid, 2003.
JOVÉ, R., Dormir sin lágrimas, La Esfera de los Libros, Madrid, 2006.
McKENNA, J. J. y MOSKO, S. S., «Sleep and arousal, syncrony and independence, among mothers and infants sleeping apart and together (same bed). An experiment in evolutionary medicine», Acta Pediátrica, Supl. 397, 1994, pp. 94-102.
PANTLEY, E., Felices sueños, McGraw-Hill, Barcelona, 2002.
SMALL, M. F., Nuestros hijos y nosotros, Vergara-Vitae, Buenos Aires, 1999.