A. SAS
Bien, este es el típico capítulo que algunos padres piensan que se pueden saltar, no sin razón… ¡Los padres de un hijo único!
Sin embargo, espero que no sea así, ya que en este capítulo hablamos de una parte de la psicología del niño que quizás no se abordará en ningún otro. Se trata en parte de cómo nuestro hijo estructura su convivencia con los otros miembros de la familia y de cómo se adapta a algunos cambios, cómo los vive y cómo los gestiona.
A menudo confundimos, o no diferenciamos, celos y problemas de convivencia. Problemas de convivencia los tenemos todos, en mayor o menor medida. Los adultos podemos minimizarlos o incluso aparentar que no existen para que la vida en familia sea más agradable, pero los niños no tienen esta habilidad. Así, cuando se enfadan no pueden evitar mostrar este enfado y todo lo que le acompaña: gritos, violencia física, declaraciones de guerra, lloros, etcétera.
Que un niño pegue a su hermano menor no está bien. Le tenemos que enseñar a modular su estado de ánimo y a controlar sus impulsos más violentos, por supuesto. Pero en este caso no estamos hablando de celos, sino de problemas de con vivencia y de que todos tenemos que aprender a vivir en comunidad y a relacionarnos. No hay que olvidar que la familia es el banco de pruebas sobre las relaciones interpersonales más importantes que tenemos.
Los típicos celos infantiles corresponden a lo que los psicólogos llamamos un «trastorno adaptativo». Es decir, ante una situación que nos obliga a reaccionar de alguna manera, a adaptarnos a ella para hacernos más fuertes y superarla, respondemos de una forma inadecuada. Esta forma inadecuada no sólo no nos ayuda a superar el escollo, sino que además genera otros problemas por sí misma. Son síntomas de los trastornos adaptativos la ansiedad, la angustia, las fobias, la claustrofobia y la agorafobia, algunas formas de depresión, la anorexia y la bulimia, y tantas otras. Los celos, como trastorno adaptativo que son, pueden manifestarse de forma parecida a cualquiera de las anteriores. Es por esto que, ante niños que se comportan de forma extraña tras el nacimiento de un hermano u otras situaciones similares, no falta quien apunta la posibilidad de que haya celos. Pero normalmente es un problema pasajero y debido a un trastorno adaptativo.
Lo que los adultos conocemos por celos (celotipia, obsesión celotípica, etcétera) no es lo mismo ni se debe a las mismas causas que los celos infantiles. Aunque no descartamos que puedan darse, cuando nos referimos a celos entre hermanos no nos referimos a los mismos celos que puede presentar un marido maltratador ante su mujer.
Puede haber otros motivos, pero los celos en la infancia se relacionan principalmente con la imagen de El príncipe destronado[138], en esa descripción que hace Miguel Delibes de los celos. Es más, con las familias actuales, que raramente pasan de la pareja de hijos, sería fácil pensar que el 50 por ciento de los niños puedan sentirse así, como príncipes destronados. El niño o la niña, que ha crecido con sus padres, ve de golpe que su madre desaparece unos días y, a la vuelta, el centro de la vida familiar es otro. Si esto no es un cambio, que venga alguien y nos lo explique.
Por supuesto que es un cambio, y muy importante, pero no necesariamente implica que el niño desarrolle celos.
Ante los cambios todos manifestamos un estado de mayor vigilancia, de mayor activación de los sentidos y de mayor cautela. Lo hacen los niños y lo hacemos nosotros. Hasta nos volvemos más desconfiados (hay quien el día en que ese vendedor tan antipático le sonríe más de lo normal repasa la cuenta dos veces). No es de extrañar que los días posteriores a la aparición de un hermano por casa, el niño muestre todas estas conductas que evidencian una mayor vigilancia y desconfianza. Puede que esté algo más nervioso, le cueste más dormir, necesite más ayuda para comer, reclame más a los padres, se vuelva menos independiente y más inseguro y no se suelte de los padres ni con agua caliente. En esta situación no debemos hablar de un problema de celos, sino de un hijo perspicaz, que se ha dado cuenta de que hay algo que cambia a su alrededor. Hasta aquí nada anormal. Todos queremos que nuestros hijos sean lo suficientemente despiertos como para darse cuenta de lo que sucede en su entorno. El niño aprenderá a vivir esta nueva situación, en la que no es el único eje en la vida de sus padres. Si supera esta prueba habrá crecido como persona y estará adaptado. Si no la supera puede generar el trastorno adaptativo (no ha sabido adaptarse) que comentábamos antes. Nuestra actitud es esencial para que el niño se adapte sin mayores problemas a la nueva realidad familiar.
Otra situación que podemos malinterpretar como celos es la época de las rabietas, que ya he comentado en otros capítulos. Por pura estadística, muchos niños tienen su hermano menor cuando ellos están alrededor de los 2 o 3 años. Es posible que las rabietas propias de la edad se den igual con o sin hermano pequeño. El hecho de que el hermano mayor se comporte con más rabietas o se vuelva más contestón no tiene por qué responder a la presencia de un hermano pequeño y puede tratarse simplemente de la evolución natural del niño, que a los 2 años pasa por esa etapa tan complicada para los padres.
En este punto del capítulo tenemos que hablar de otro concepto que es característico en la mente de los niños pequeños, especialmente después de los 3 años. Se trata de la ambivalencia o de los sentimientos ambivalentes. Como siempre, es un sentimiento que también se da en los adultos: «Lo quiero con locura, pero a veces lo mataría» o «Cariño, me estás desquiciando». Estos son los sentimientos ambivalentes. La misma persona que nos puede generar un fuerte sentimiento de atracción, agradable y noble como el amor, nos puede producir lo contrario, ganas de hacerle daño. Esto es así, lo sabemos y lo sobrellevamos bien (de acuerdo, los adultos lo llevamos como podemos, pero generalmente bastante bien). Sin embargo, los niños a partir de los 3 años, cuando ya son conscientes de los rudimentos de sus sentimientos, no lo llevan bien. Quieren sinceramente a su hermano, y eso les da alegría, pero en ocasiones le querrían hacer mucho daño y eso les da miedo y les disgusta mucho. En la consulta con los niños notamos que estos sentimientos ambivalentes les generan mucha ansiedad y confusión. Se imaginan como monstruos y se les hace difícil superar esa imagen. Afortunadamente, los niños a esta edad ya hablan y entienden lo que se les dice, y no es difícil en la consulta rebajarles la ansiedad enseñándoles a manejar estos sentimientos. Se les explica que las personas no siempre pensamos lo mismo de las otras, pero que eso no quiere decir que nosotros o ellos seamos malos, sino tan sólo que hay ratitos en que no nos comprendemos.
Primero, como siempre, prevención.
Esto puede suponer que tengan que multiplicarse los dos padres para poder atender al recién llegado como se merece, sin dejar de atender al que ya estaba. Es posible que el padre tenga que dedicar más horas a la familia. Bueno, es lo que toca. Ánimo, que esta situación tampoco dura eternamente.
Si el problema ya existe y no hemos podido evitar su aparición, hay varias cosas que podemos hacer.
En general, evitar los errores del apartado anterior y hacer que el mayor pueda ocuparse, junto a nosotros, del pequeño.
En los casos en que el problema persiste, vale la pena acudir a un profesional que lo diagnostique exactamente y lo trate, ya que son temas que responden bien a terapias psicológicas sencillas.
SAMALIN, N., Querer a todos por igual, Medici, Barcelona, 1997.