La luz otoñal bañaba la cocina en su cálida luz. El día llegaba a su fin y María estaba poniendo la mesa para la cena. Desde la mañana se había sentido cálida y dorada como la habitación.
Los dos años pasados desde que dejara la casa paterna para construir un hogar para Joel y para sí habían transcurrido deprisa, y ahora era la señora de una casa de la que podía sentirse orgullosa y de un modo de vida que se habían confeccionado a su medida, como si fuera un traje.
Miró por la ventana; aún era pronto para que Joel volviera a casa. Llevaba toda la tarde preparando un guiso de cordero con higos y ya había dispuesto los pequeños cuencos con los condimentos que habrían de acompañarlo. Había buen vino y pan recién hecho, casi como si fuera una cena de Shabbat.
Date prisa, Joel, pensó. La cena te espera. La velada te aguarda. Todo estaba perfecto: la casa, limpia; el pan, recién sacado del horno; el ambiente, perfumado con juncos olorosos dispuestos en canastas. La casa entera contenía el aliento.
Pero cuando por fin llegó Joel, bien pasada la hora de la cena —que ya se había secado un poco— no estaba de humor. Entró en la cocina murmurando y meneando la cabeza, y apenas saludó a su esposa.
—Lo siento —dijo distraído—, pero tuvimos problemas con uno de los cargamentos. No recogieron el adobo destinado a exportación. A ver cómo se lo explico al mercader de Tiro, que esperaba recibirlo antes de verano. —Parecía agobiado—. Tuve que enviarle un mensaje urgente; creo que lo recibirá dentro de tres días.
Se hundió en la silla, siempre distraído. No parecía darse cuenta de que María aún no había dicho nada. Finalmente, dijo:
—Espero que no estés enfadada.
¿Enfadada? No, no estaba enfadada, sólo decepcionada. Su entusiasmo se había secado tanto como el guiso.
—No —le reconfortó mientras servía la cena. Él la devoró sin mirarla siquiera.
Podría ser cualquier cosa, pensó María. Podría haberle servido pescado rancio y pan de dos días.
De repente, todos aquellos preparativos —la mesa adornada, las lámparas encendidas y bien provistas de aceite, los juncos aromáticos— le parecieron una pérdida de tiempo.
—¿Qué ocurre, María? —preguntó Joel. La estaba observando y se fijó en sus ojos húmedos.
—Nada —respondió ella—. Nada.
—Estás enfadada porque he llegado tarde a la cena… —El tono de su voz no era comprensivo sino exasperado—. Ya te he dicho que no pude evitarlo. —Joel se puso de pie—. ¡Le estás dando demasiada importancia a este asunto! ¡Podrías pensar en cosas más serias que mi puntualidad para la cena! —Hizo una pausa y añadió—: Por supuesto, fuiste muy amable por preparar…
—¿En qué cosas serias? —le interrumpió María—. ¿Qué cosas pueden ser serias para mí, si no tenemos hijos?
—Los hijos son un regalo de Dios —repuso Joel con rapidez, con demasiada rapidez—. Sólo Él sabe cuándo enviarlos. Pero la vida también puede ser útil sin ellos.
—Quizás, entonces, debería vivir esta vida útil —dijo María—. Podría ayudarte a llevar los libros de la empresa, o encargarme de los cargamentos y las exportaciones, u ocuparme de la correspondencia.
Ninguna de estas actividades, sin embargo, le parecía más importante de las que ya llevaba a cabo. Sólo menos solitarias.
—Pues, sí, tal vez —respondió Joel—. Nuestra correspondencia es un desastre.
—O tal vez debería dedicarme al estudio de la Torá —dijo María bruscamente. Quizás entonces podría comprender qué esperaba Dios de ella, en esta vida sin hijos.
—¿Cómo? —se sorprendió Joel—. ¿Estudiar la Torá? Por desgracia, a las mujeres no se lo permiten, y es una lástima, porque se te daría muy bien. —Habían pasado muchas veladas de invierno leyendo a Isaías y a Jeremías, y sabía muy bien cuan ágil y ávida era la mente de María para el estudio.
—Podríamos encontrar la manera —se empecinó ella.
—Sólo si te disfrazaras —repuso él—. Y me temo que no resultaría fácil, porque eres demasiado femenina. —La rodeó con los brazos—. Ojalá pudiera hacer algo. —¡Si Dios quisiera concederles hijos!
—No puedes. —María sabía bien que no era su responsabilidad ni estaba en su poder regalarle una vida mejor.
Recordó sus sentimientos de la tarde, antes de la llegada de Joel, recordó su alegría. A pesar del bienestar material, a pesar del amor de su esposo, a pesar del lugar respetable que ocupaba en el pueblo, no tenía nada a lo que asirse. Una joven esposa estéril es la más desgraciada de las criaturas, vive al margen de la vida normal.
Por la noche, mientras Joel dormía a su lado agotado tras la dura jornada de trabajo, ella yacía mirando al techo. Mañana iré al mercado, compraré algo bueno para cenar, cocinaré y esperaré a que Joel vuelva a casa, pensó. Un interminable camino solitario se extendía ante sí.
Pasaron otros seis años, a veces lentos y a veces con rapidez, y nada cambió en la vida de María, con excepción de la creciente sensación de haberse convertido en objeto de lástima para todos, excepto para su vieja amiga Casia. Aunque Casia ya tenía tres hijos, y a María le resultaba cada vez más doloroso estar con ellos. Y con ella. Mientras desempeñaba sus actividades habituales, casi podía sentir las miradas interrogantes y las preguntas no verbalizadas de sus amigos y conocidos. Su propia familia era más directa: Silvano y Noemí habían sido los primeros en preguntar abiertamente y en ofrecer su apoyo y amor. En cuanto a Eli y Dina, su actitud era bien distinta. De su manera de mirarla y de cómo proferían tópicos piadosos, resultaba evidente que la consideraban culpable de algo, o que pensaban que Dios les estaba castigando a ambos por alguna falta. A menudo, Eli insinuaba que debería hacer examen de su conciencia y buscar pecados ocultos.
«¿Quién es capaz de comprender sus propios errores? Líbrame de las faltas secretas» —entonaba Eli citándole los salmistas.
«Tú has descubierto nuestras iniquidades, has arrojado la luz de Tu semblante sobre nuestros pecados secretos» —añadía Dina. Después abrazaba a sus tres hijos ñoños y aburridos (que respondían a los anticuados nombres de Yamlé, Idbás y Ebed) y, con la pequeña Ana en brazos, dirigía a María una mirada apenada, como si le dijera:
«¿Ves de qué cosas te privas negándote a vivir una vida piadosa?».
Una tarde, víspera del Shabbat, mientras María preparaba la cena, se sintió inusualmente abatida. Tuvo la repentina sensación —casi una visión— de sí misma y de Joel viviendo en tiempos remotos, en una tienda, rodeados de una gran familia. También entonces ella era estéril, pero Joel había tomado más esposas, incluso algunas concubinas, y estaban todos sentados en el interior de la tienda para la cena del Shabbat, rodeados de una hueste de niños, cuyas edades oscilaban entre la infancia y la adolescencia. Joel, reclinado sobre unos almohadones, parecía satisfecho y ella, María, era objeto de las miradas burlonas y la condescendencia de las demás mujeres, incluso de la concubina de menor rango, la que debía realizar las tareas más humildes y cuidar de las cabras y los asnos.
Su largo estudio de las escrituras le permitió identificar la imagen como una visión de su antepasada. Se suponía que María y su familia descendían de la tribu de Neftalí, y Neftalí era hijo de Bilhá, la doncella de Raquel.
Un día Raquel se acercó a Jacob y le gritó, frustrada: «¡Dame hijos o me moriré!». Cuando Jacob protestó que es Dios quien decide a quién dar o negar los hijos, ella insistió en que Bilhá, su doncella fértil, la sustituyera para la procreación.
Yo nunca podría hacer algo así, pensó María. No lo soportaría si Joel…
Y, sin embargo, tu antepasada es Bilhá, no Raquel. Perteneces a la tribu de Neftalí, a quien Raquel nombró en honor de su lucha.
La antigua pena de aquellas personas, el marido, sus esposas rivales y las doncellas, estalló dentro de María y echó a llorar por ellos.
Aquello fue mucho peor de lo que a mí me toca soportar, pensó. Muchísimo peor.
Deseaba extender la mano y tocarles, decirles que miles de años después su lucha íntima había beneficiado a la nación, pero eran inalcanzables, estaban perdidos en la lejanía del pasado. Y ella estaba atrapada en la cocina, preparando la cena para dos personas que, en esos instantes, le parecían mucho menos reales.
Sus padres llegaron justo antes de la puesta del sol, y Joel ya se había tomado un baño y la ayudaba a disponer los objetos ceremoniales sobre la mesa: la lámpara del Shabbat, el pan especialmente preparado para la ocasión. Todo resplandecía, recién lavado y pulido. Recibirían el Shabbat como de costumbre. Generalmente, María disfrutaba de aquellos momentos iniciales, cuando todo estaba preparado y aguardaba el ocaso, la auténtica llegada del descanso sagrado; esta noche, sin embargo, se sentía perturbada por la inesperada visita de sus fantasmas y tuvo que sacudir la cabeza para quitarlos de su pensamiento.
—¡Ah! Hermoso, como siempre. —Su madre profirió un suspiro de felicidad—. María, sabes crear un orden de paz. En tu casa hallamos el auténtico espíritu del Shabbat.
María le agradeció el cumplido, pero no pudo evitar el deseo del desorden característico de los hogares llenos de niños.
Encendió las lámparas del Shabbat, diciendo la antigua oración:
—Bendito seas, oh Dios, nuestro Señor, Rey del Universo, Tú que nos santificaste con Tus mandamientos y nos ordenaste encender la lámpara del Shabbat. —Extendió las manos por encima de las lámparas, sintiendo su calor.
Cada uno ocupó su lugar en la mesa y se repartieron el chalá, el pan dorado del Shabbat. Siguieron los demás platos, que aún conservaban el calor del fuego: la sopa de hierbas, las remolachas agridulces servidas sobre un lecho de hojas, la cebada rustida y el exquisito barbo hervido.
—Fue el más grande de la pesca de ayer, y me lo quedé —admitió Joel—. Ni siquiera permití que nadie más lo viera.
—Pescado por Zebedeo, supongo —dijo Natán.
—Por supuesto, como siempre —respondió Joel—. El conoce las mejores zonas de pesca, si bien guarda el secreto. Pero mientras comercie casi en exclusiva con nosotros…
—Creo que Jonás está reconsiderando su sociedad con él —siguió Natán—. Está harto de la actitud posesiva de Zebedeo frente a las zonas de pesca. A fin de cuentas, se supone que debe compartir esta información con sus socios.
—¿Cómo se llevan sus hijos? —preguntó Joel—. No me imagino a Simón retirándose discretamente; al menos, no a la larga.
—Hasta el momento, los hijos se llevan mejor que los padres —dijo Natán—. Simón tiene buen carácter a pesar de que es impulsivo, y los hijos de Zebedeo, Juan y Santiago, defienden sus derechos con agresividad, pero suelen ceder cuando Simón se les enfrenta. Es decir, siempre que Zebedeo no esté presente. Si lo está, luchan como mastines.
Zebidá removió la sopa de verduras en su plato, pensativa. Pequeños trozos de menta y perifollo flotaron hasta la superficie. —Entonces, me parece que la sociedad está condenada, ya que Zebedeo siempre estará cerca. ¿Con quién comerciarás cuando ésta termine? Porque te obligarán a tomar partido por unos o por otros.
Joel hizo un gesto a Natán para que respondiera.
Natán esperó un momento antes de contestar.
—Con Zebedeo, me imagino. Es mejor no enfrentarse a él. Controla demasiado la situación. Y recibe importantes encargos de Jerusalén, suministra pescado a la casa de Caifás, el sumo sacerdote. No, mejor no enemistarse con él. —Meneó la cabeza mascando lentamente un trozo de chalá—. Aunque espero que no llegaremos a esto.
María intentaba prestar atención a la conversación; sabía que era un tema importante para su economía. Pero Raquel y Bilhá seguían irrumpiendo en su pensamiento.
—¿Cuáles serán los efectos de la nueva ciudad vecina? —preguntó, tanto para obtener una respuesta como para obligar a sus pensamientos a dirigirse al presente y al futuro.
—Es difícil preverlo —dijo Joel—. Cuando Antipas lo anunció, pensé que sería desastroso para nosotros. Otra ciudad, justo al sur de Magdala, haciéndonos sombra. Aunque quizá no sea así. Hasta podría resultar beneficioso. Los nuevos habitantes tendrán apetito, necesitarán alimentos.
—Ese hombre no tiene vergüenza ni sentido común —dijo Natán—. Ha elegido un lugar sacrílego donde construir: ¡un cementerio! Además, le da el nombre de Tiberíades.
—Tenía que hacerlo —interpuso Zebidá—. Intenta halagar al emperador. Haría cualquier cosa para complacerle.
—Entonces, debería tener cuidado con sus mujeres —apostilló Joel en tono ominoso.
—¿Por qué? —Natán se rió—. ¿Crees que a Tiberio le puede importar? ¿Cuántas veces se ha divorciado ya? Tal vez nadie pueda encomendarse al emperador romano si no está divorciado o metido en relaciones incestuosas de algún tipo. —Empezó a partir el filete de pescado que tenía en el plato, notando su aroma y la firmeza de la carne.
—Les importa a los súbditos de Antipas —dijo María—. He oído los comentarios acerca de su relación con la mujer de su hermano. Si se casa con ella, infringirá la ley judía.
—¿Y quién se atrevería a protestar? —preguntó Natán—. Todos temen a Antipas. Y no queremos atraer la atención de Roma —añadió—. Ahora, no.
Hacía poco, Tiberio había expulsado a los judíos de Roma, por culpa de un supuesto escándalo religioso relacionado con una noble romana. Incluso había reclutado cuatro mil jóvenes judíos para servir en el ejército romano apostado en Cerdeña, a pesar de las leyes judías que prohibían combatir durante el Shabbat y probar alimentos impuros. Al resto les diseminaron por el imperio. Algunos habían emprendido el camino de regreso a Galilea, proclamando a gritos la injusticia sufrida. Antipas hizo oídos sordos.
—No —dijo Natán—. En estos momentos, el emperador no está bien dispuesto hacia los judíos. El propio Zebedeo me dijo que podrían buscar a otro procurador para Jerusalén. Tiberio piensa sustituir a Valerio Grato. Que Dios nos ampare, según a quién elija.
—He oído un rumor, que no puede ser cierto, de que el propio Tiberio piensa abandonar Roma —dijo Joel.
—No, el emperador no puede irse de Roma —convino Natán.
—Aunque ya es viejo —prosiguió Joel—. Tal vez desee retirarse.
—Sólo hay un retiro para los emperadores —sentenció Natán—. La muerte.