A medida que se acercaba la fecha de la boda María se sentía más y más a gusto al lado de Joel. No sin recelo, le había confesado que sabía leer y la idea no pareció molestarle, aunque no llegó a decirle que también sabía griego. Incluso tuvo la impresión de que Joel estaba contento, que supo ver el lado bueno de su infracción: podrían leer y estudiar juntos, escribirse cuando estuvieran separados, hacerse ambos cargo de las facturas y los libros del negocio.
Pasaré el resto de mi vida —¡y ojalá que sea una vida larga y feliz!— con alguien que me gusta y en quien puedo confiar, se repetía muchas veces al día. Pero no pensaba en él con regocijo ni ansiaba el momento en que se encontraran solos en la cámara nupcial.
Al mismo tiempo deseaba que Joel la quisiera de esta manera, que sintiera pasión por ella. Le preocupaban las cosas extrañas que le habían sucedido, los ataques misteriosos que se multiplicaban y que la tenían como objetivo. La confusión, los insomnios y las dolorosas magulladuras y escoceduras que aparecían en las piernas y en los brazos y, últimamente, en los costados y el vientre. Nunca sería capaz de contárselo a Joel. Se sentiría repugnado y no querría seguir adelante con los planes de matrimonio. Para ella, él representaba su salvación de esa cosa que la atormentaba.
Por las noches yacía en su cama sintiendo una gran opresión en el aire de la habitación, una especie de pesadez que nada tenía que ver con el calor. Casi le parecía que le podría hablar y que, de hacerlo, la cosa aquella le respondería. Como le había respondido Asara poco tiempo atrás.
Asara. El ídolo de marfil. La efigie de rostro sonriente y voz seductora y musical. La talla le hacía pensar en todo lo que ella quisiera ser: hermosa, misteriosa; una novia. En todo aquello que le había prometido, la parte de sí que deseaba emerger, como emergen las serpientes al son de la flauta del encantador.
Suspiró. Sé muy bien que sólo es un adorno, una pequeña obra de arte, pensó. ¿Por qué no mostrársela a Joel? La idea surgió de repente. Deseaba hacerlo. La reacción de su prometido era muy importante para ella. Hoy mismo se la enseñaría.
Por la mañana los moretones y los arañazos parecían correazos. El día era melancólico y nublado, jirones de niebla colgaban como palios sobre el lago y la costa. Se puso enseguida una túnica de manga larga para ocultar las marcas vergonzosas. Anhelaba el día en que las heridas desaparecerían, tan rápida y misteriosamente como habían aparecido.
Sabía que Joel ya estaría trabajando, ocupándose de sus tareas en el saladero. Y allí estaba, inspeccionando un barril de salmuera, del que sólo emergían los lomos plateados del pescado. Estaba ceñudo pero su expresión cambió en cuanto la vio llegar.
—¿Cuál es el problema? —preguntó María. Sabía que algo iba mal.
—Creo que la sal se ha estropeado —respondió Joel—. Es aceitosa pero ha perdido fuerza. —Meneó la cabeza.
—¿Es de aquel proveedor de Jericó? —preguntó ella. Se trataba de un proveedor de quien sospechaban que compraba provisiones de los alrededores de Sodoma. Era bien sabido que la sal de aquella zona contenía muchas impurezas.
—El mismo —dijo Joel—. Haremos correr la voz. Es la segunda vez que pasa esto. Le acaba de costar su clientela en Magdala. —Hizo una pausa—. Pero no has venido para inspeccionar los toneles de salmuera. —Era una pregunta, aunque indirecta.
—No. He venido porque… —Porque quería hablarte del ídolo, pensó María—. Porque me dijeron que ha llegado un nuevo cargamento de alfombras árabes. Las exponen en el mercado. Pensé que podríamos comprar una.
Aún no tenían un tapiz para el suelo de su futura casa, y María prefería una verdadera alfombra a una estera de paja. Quizás en años venideros el paseo por el mercado sería aburrido para Joel, pero ahora no. Esperaba con impaciencia el día en que serían marido y mujer y se instalarían en la pequeña casa que él había mandado construir.
—¡Por supuesto! —dijo con evidente satisfacción.
Mientras recorrían las calles bulliciosas, a la sombra que la niebla proyectaba sobre el lago y los edificios, María trató de concentrarse en la tarea que tenían delante. Aunque últimamente le costaba mucho pensar; su mente divagaba como la niebla que se arremolinaba sobre el lago. «Quiero hablarle del ídolo», repetía para sí. «Realmente deseo hacerlo. Debo hacerlo». Necesitaba airear el tema, librarse de él.
Sin embargo, no encontraba el momento oportuno. Joel iba saludando a las personas con las que se cruzaban, y le hacía preguntas acerca de la alfombra. ¿Qué color prefería? ¿De dónde venían las alfombras? ¿Qué precio le parecería justo?
—Joel, ¿qué piensas de los ídolos? —farfulló finalmente.
—¿Los ídolos? —Pareció desconcertado.
—Me refiero a las obras de arte que representan antiguos dioses.
—¿Estatuas y cosas por el estilo? No se nos permite tenerlas, aunque no representen a dioses. Cualquier imagen tallada nos está prohibida. Menos mal que los romanos no nos obligan a tenerlas, hasta el momento, al menos. El dios Augusto no nos contempla desde lo alto de cada esquina.
—No estoy hablando de política —dijo María con voz queda—. Me refiero a las personas que tienen uno. Que lo guardan como… recordatorio.
Ante su evidente turbación, trató de explicarse mejor. Tenía que hacerlo. Tenía que decirle: «Joel, cuando era niña encontré la efigie de una diosa en Samaria. La recogí y la llevé a casa, aunque mi familia no lo sabe. En varias ocasiones he intentado deshacerme de ella pero nunca he podido. La efigie me habla, he oído su voz muchas veces. No sé si es lícito llevarla a tu hogar. Me dijo que se llama Asara».
Intentó hablar pero su garganta se negó a obedecerla. Sencillamente, era incapaz de formular las palabras. De sus labios sólo escapó un graznido que sonó a «Asara».
—¿Qué dices? —preguntó él.
—Asa… Asa…
—¿Te encuentras bien? —Joel parecía alarmado.
«Si pronuncias mi nombre, morirás», dijo una voz, con tanta claridad como si estuviera a su lado.
—Pues… Yo… —La mano que apretaba su garganta se relajó, y pudo recobrar el aliento—. Se me ha metido algo en la garganta. —Tosió y respiró profundamente.
Cuando logró recuperarse, Joel ya había perdido el hilo de la conversación y no se acordaba de la pregunta acerca de la gente que poseía un ídolo.
Fueron a la parada donde el mercader tenía expuesta su mercancía y eligieron una preciosa alfombra de pelo de cabra, decorada con llamativos dibujos en rojo y azul.
—De la tierra de la reina de Saba —les aseguró el vendedor—. ¡Lo mejor de lo mejor!
En esa tarde de verano, María y los invitados aguardaban a que el sol desapareciera tras el horizonte. Todo estaba listo para la boda. Ella esperaba que Joel viniera a buscarla en cuanto se hiciera de noche, para llevarla a su hogar, como esposa. Con ella estaban su madre, su padre, sus hermanos y sus cuñadas, y todos los familiares que habían venido a Magdala para la ocasión. También, desde hacía ya rato, los amigos más íntimos se habían abierto camino hasta la sala abarrotada donde se celebraría la ceremonia nupcial. Lucían sus mejores túnicas, las sandalias más elegantes y las joyas más brillantes que poseían, porque una boda era la ocasión más importante a la que la mayoría de ellos asistiría en su vida.
El vestido y la capa de María eran de color rojo, escogidas con esmero para que la novia destacara entre la multitud. Eran del lino más refinado que su familia podía permitirse y serían su atuendo de gala durante años. Entretejidas con el lino, unas finísimas hebras de color azul oscuro trazaban un dibujo casi imperceptible, que prestaba a la tela una riqueza que el rojo solo nunca podría brindar. María llevaba el cabello recogido y sujeto con horquillas, y de su cuello colgaba la granada de bronce que le había dado su madre.
Todo transcurría como tenía que ser. Ella estaba lista. Estaría lista mientras no pensara realmente en el asunto, mientras se quedara quieta y dejara que sucediera.
—Eres la novia más hermosa que se ha visto. —La voz de Silvano, cercana a su oído, interrumpió sus pensamientos. Se volvió; su hermano mayor estaba a su lado, le tomó la mano y se la apretó—. Mi querida hermanita, tienes las manos frías. ¿Estás asustada?
No, asustada, no, quiso decir. Sólo anonadada. En cambio, sonrió y se frotó la mano, comprobando su helor.
—No —fue lo único que dijo.
—¡Pues, deberías estarlo! —repuso Silvano—. Este es el día más importante de tu vida, excepto el día de tu nacimiento y el de tu muerte.
Él mismo ya llevaba varios años casado con la dulce Noemí, que a María le había caído bien desde el principio.
—Si sigues hablando así, conseguirás asustarme de veras —dijo María—. Entonces saldré corriendo por la puerta de la cocina y desapareceré para siempre. Nunca más se sabrá de mí.
—¿Y qué harías todos esos años? Todo el mundo te estaría buscando. Sería muy aburrido pasar la vida escondiéndote.
—Podría unirme a los bandidos que viven en las cuevas, aquí cerca. No creo que sus vidas sean aburridas. —Sonrió y casi se le escapó la risa. Silvano la ayudaba a olvidarse del trance que la aguardaba, y consiguió relajarse.
—La vida en una cueva húmeda y mohosa es aburrida por definición —repuso él.
—Yo… —No pudo continuar. De pronto, llegó desde fuera el sonido de cantos e instrumentos musicales. ¡Joel! Era Joel y sus acompañantes, que venían hacia la casa en una procesión callejera de músicos y portadores de lámparas. En ese momento las damas de honor, provistas de antorchas, salieron a la calle para recibirles.
La música y las voces se acercaban y, en la oscuridad de la noche ya cerrada, los invitados pudieron distinguir el resplandor amarillento de las lámparas que precedían al novio y sus padrinos de boda.
Los músicos llegaron hasta la puerta y allí se detuvieron; los porteadores de lámparas hicieron lo mismo, y todos ocuparon sus sitios en la entrada. Entonces Joel entró en la sala, ancho de hombros, sonriente y animoso. Llevaba una túnica exquisita, que María no había visto nunca, y en la cabeza una guirnalda de gloriosas hojas veraniegas, que le hacían parecer antiguo a la vez que noble.
El joven se detuvo y fijó la mirada en María, después se le acercó rápidamente y tomó sus manos entre las suyas.
—Bienvenido, Joel, hijo de Ezequiel —dijo Natán—. Desde hoy tú también serás hijo mío.
—Y mío —añadió Zebidá, cubriendo las manos del novio con las suyas.
—¿Estás listo para pronunciar las palabras? —preguntó Natán.
—¿Estás listo, hijo mío? —secundó Ezequiel.
—De todo corazón —respondió Joel efusivamente. Su voz sonó muy alta en los oídos de María. Pero, pensó, se dirige a todos los invitados, no sólo a mí y a mis padres.
—Adelante, pues.
Joel se volvió hacia María y su expresión se hizo solemne. Ahora sí que le hablaría a ella y sólo a ella.
—Que todos los presentes sean testigos de que en el día de hoy, yo, Joel bar-Ezequiel, consagro a María bat-Natán, como mi esposa. —Le tomó la mano—. De acuerdo con la Ley de Moisés y de Israel.
Colocaron una granada en el suelo, delante de él, y Joel la pisó con vehemencia, haciendo que las semillas saltaran hacia los pies, los tobillos y los elegantes dobladillos, un excelente augurio de fertilidad.
Con cierta vacilación, tendió las manos y tomó las de María, las manos frías de María. Las suyas eran cálidas y protectoras.
María deseaba poder responder pero no era la costumbre. Le miró directamente a los ojos para demostrarle que confiaba en él plenamente.
A su alrededor ambas familias, sonrientes, prorrumpieron en aplausos y ovaciones. De repente, el silencio solemne dio lugar a una ruidosa celebración; los amigos y vecinos se apretujaron en torno a la pareja para felicitarles y desearles lo mejor. Detrás de la felicidad desbordante, María detectó una sombra de tristeza en las miradas de su madre, su padre y sus hermanos. Una inefable sensación de pérdida teñía de gris los contornos de su alegría.
—Que el Dios de Israel, de Abraham, Isaac y Jacob, bendiga este matrimonio —dijo Natán, y su voz se impuso al ruido de la sala—. Que tú, hija mía, seas como Sara, Rebeca, Lía y Raquel, una verdadera hija de la Ley y una bendición para tu esposo. —Después, como avergonzado de su propia gravedad, levantó los brazos—. ¡Y ahora, hijo mío, condúcenos a tu casa y al festín! —Asintió con la cabeza hacia Joel.
El banquete de bodas les esperaba en la casa de Joel —ahora también casa de María— dispuesto y preparado para muchos invitados. El novio había de conducirles por las calles, precedido por los portadores de lámparas, las damas de honor y los músicos. Con un ademán, les indicó que se pusieran en marcha, formando una fila en la entrada. María ocupó su lugar al lado de Joel y juntos condujeron a la concurrencia fuera de la casa paterna de la novia y a lo largo de la calle secundaria hacia la arteria principal. Era una noche cálida; la gente se detenía en las calles y asomaba de las ventanas de sus casas para ver el cortejo entusiasta. Muchachas jóvenes se unían a la procesión, riéndose y saltando de alegría. El desfile de celebrantes recorrió las calles en fila alegre bajo el cielo de verano, iluminado por la luz dorada de las lámparas. Las vestimentas elegantes y lustrosas resplandecían en la noche.
Caminando junto a su marido, María tenía la sensación de formar parte de una hermosa pintura, se sentía rodeada de belleza y felicidad, casi tan visibles como el incienso, y creía que, a cada paso, nubes de dicha se esparcían en todas direcciones. Más que participante, era una observadora distante y apreciativa. Le gustaría que aquel paseo no terminara nunca; no quería llegar a su nuevo hogar. Pero la distancia era corta y pronto se encontró delante de la puerta, iluminada con antorchas brillantes en el exterior y con lámparas refulgentes en el interior.
En la sala mayor de la casa habían dispuesto una mesa larga, sobre la que había gran abundancia de alimentos: quesos sazonados con comino, canela y rábanos; olivas de Judea; bandejas de bronce colmadas de dátiles tiernos y secos, así como de higos; cuencos de arcilla llenos de almendras; bandejas con uvas dulces, pilas de granadas; cordero y cabrito asados, y tortas de miel al vino dulce. Otras bandejas contenían una selección de pescados exquisitos, acompañados de jarras enteras de la famosa salsa de la receta familiar. Y, por supuesto, amplias provisiones de vino tinto, el mejor que Joel podía permitirse.
El novio ocupó su lugar junto a la mesa para dar la bienvenida a la gente, según llegaba. Se sirvió la primera copa de vino, la apuró en un gesto simbólico e invitó a los presentes a sentarse a la mesa.
—¡Éste es mi día de boda, y sois todos bienvenidos! —anunció en voz alta, señalando los manjares y las jarras de vino.
Todos avanzaron hacia la mesa.
—Tú también debes beber un poco —dijo Joel a María con dulzura. Le sirvió una copa y se la tendió; sus manos se rozaron en un gesto que les pareció sagrado, más comprometido que la promesa que Joel había pronunciado ante todos aquellos testigos.
»Bebe —le dijo, y ella alzó la copa y cató el recio sabor del vino. Al probarlo, quedaba atada al hombre que se lo había ofrecido.
Sólo al bajar la copa se dio cuenta de que todos les estaban observando. Una gran ovación sonó cuando devolvió la copa a Joel. Ojalá miraran a otro lado. Aliviada, recordó que ya no le quedaba nada especial que hacer delante de los invitados.
A pesar de las ventanas abiertas, en la sala hacía mucho calor. Los convidados se reunieron en torno a la mesa para probar los ricos alimentos y catar el tinto oscuro, la alegre música de las flautas y las liras pronto quedó ahogada por el barullo de las conversaciones. Mirando a su alrededor, María vio a numerosas personas que le eran desconocidas. Como si estuviera leyéndole el pensamiento, Joel dijo:
—He invitado a algunas personas que conozco de mis viajes de negocios. —Señaló con un gesto de la cabeza a un grupo reunido junto al otro extremo de la mesa, probando el cabrito—. Son pescadores de Cafarnaún y sus familias —explicó—. Hacemos mucho negocio con ellos en la temporada de la sardina. Zebedeo y sus hijos. ¿Les recuerdas?
Les había conocido varios meses atrás mientras paseaba con Joel y les recordaba vagamente. También les había mencionado el padre de Casia. Sobre todo, recordaba a Zebedeo y su impaciencia. Esta noche parece algo más calmado, pensó. Entonces vio a alguien que le pareció conocer. Pero no; seguramente se equivocaba. Sin embargo, esa mujer tenía algo familiar.
—Esa mujer con la túnica azul y el cabello abundante… —susurró a Joel—. Debe de ser amiga tuya, porque no acabo de reconocerla.
—Ah, sí —respondió Joel—. Es la esposa de Avner, uno de los mejores pescadores jóvenes de Cafarnaún.
—¿Cómo se llama ella?
—No lo sé —admitió Joel—. ¡Ven, vamos a preguntarle!
Antes de que María pudiera retenerle, se acercó a la mujer y dijo:
—Me temo que no sé tu nombre, aunque conozco bien a tu marido.
—Me llamo Lía —respondió la mujer—. Soy de Nazaret.
Aún le parecía familiar. Nazaret. María raras veces había tenido la ocasión de conocer a gente de allí. Excepto una vez, hacía mucho tiempo…
No era fácil ver a la niña en la cara de esa mujer adulta, pero María lo intentó. Donde fuera que la hubiera conocido, no la había vuelto a ver desde entonces. Aunque esto no era extraño, puesto que María y su familia no iban nunca a Nazaret.
—¡En el viaje de vuelta de Jerusalén! —dijo Lía de repente—. ¡Sí, sí, ya recuerdo! Tú y tu amiga vinisteis a vernos y pasasteis la noche en nuestro campamento. Éramos muy pequeñas, sólo teníamos seis o siete años.
Ahora lo recordaba todo. El viaje de vuelta de la Fiesta de las Semanas. La aventura de alejarse de su familia y pasar un tiempo con esta otra. El episodio del Shabbat y el dolor de muela.
—¡Pues, claro, por supuesto! Dime: ¿Están también aquí tus padres, tus hermanos y hermanas? —María escudriñó a la gente apiñada, muchos de los cuales le eran desconocidos.
—No. Mi padre murió el año pasado. Mi madre vive todavía en Nazaret pero no suele viajar. Mi hermano mayor, Jesús, ha ocupado el lugar de padre en el taller de carpintería, y el segundo, Santiago, le hace de ayudante. Aunque poca ayuda le presta, pues parece que preferiría ser escriba; se pasa el día estudiando las escrituras y debatiendo temas sagrados en la sinagoga, especialmente los referidos al ritual y la pureza. Mi casa resulta ya un poco aburrida —concluyó Lía con una risa.
—¿Tus hermanos se han casado? —Hoy María no podía pensar en otra cosa.
—Jesús, no.
—¿No es…? —Iba a decir «demasiado mayor para ser soltero».
—Debería estar casado —dijo Lía con firmeza—. Pero el negocio le ocupa mucho tiempo. También cuida de mamá. Ya debería darse prisa. ¿Tienes hermanas en edad de matrimonio?
—No, por desgracia —respondió María y ambas rieron.
—Ah, si espera mucho más, no podrá hacerlo. Ya muestra indicios de ser un hombre difícil de soportar… por una mujer, quiero decir.
—¿De qué manera? —María sólo le recordaba como un muchacho extraño, que decía cosas raras de las lagartijas. ¿Será que ahora las domestica?
—Le gusta estar solo después del trabajo. Madre dice que busca demasiado la soledad.
—¿Demasiado? —inquirió María.
Los músicos formaron en fila a su alrededor, aporreando los timbales, soplando en las flautas y esforzándose por llamar la atención.
—Tanto, que la gente se da cuenta —explicó Lía—. Hay habladurías. Ya sabes cómo son las ciudades pequeñas, y Nazaret lo es.
De pronto, María sintió lástima de Jesús. Tenía que pasar el día trabajando en la carpintería de su padre para, después, enfrentarse a los cotilleos acerca de su conducta. ¿Acaso no tenía derecho a su intimidad y soledad? También ella la buscaba a menudo, aunque raras veces se podía conseguir bajo las miradas indiscretas en las ciudades pequeñas y en el seno de una familia. Sólo el desierto ofrecía intimidad. Quizá por eso los varones santos se retiraban allí.
—¿Y tú? —preguntó Lía—. ¿Vivirás aquí, en Magdala? Sé que Joel recorre los pueblos pescadores a orillas del lago para cerrar acuerdos, en ocasiones llega hasta Tolemaida. ¿Irás con él? ¡Eso sería estupendo! Siempre he querido conocer Tolemaida.
—Quizá pueda ir. —Le resultaba todo tan extraño; de hecho, no podía imaginar la vida que le esperaba.
—¡Adivinanzas! ¡Adivinanzas! —Ezequiel alzó los brazos para pedir atención. Se trataba de una antigua tradición en las bodas; el novio planteaba adivinanzas y ofrecía premios a los invitados que sabían resolverlas. La tradición nació en la boda de Sansón, quien puso a sus convidados la adivinanza del león y la miel, y se sintió desconsolado al descubrir que su novia había revelado la respuesta a sus familiares.
—Ah, sí. —Joel interrumpió su conversación con un invitado y se acercó despacio al centro de la sala—. Una adivinanza. —Trataba de parecer pensativo aunque María sabía que llevaba semanas componiéndola—. Veamos: Soy de agua y langosta. Soy peligroso, porque puedo destruir, y sin embargo muchos se me acercan. Al que lo adivine, le regalaré una túnica nueva y miel para todo el año.
Todos se miraron perplejos. Hecho de agua y langosta. ¿Será una tarta? Se hacían tartas especiales con estos insectos disecados. Alguien propuso esta solución.
—Las tartas no son peligrosas, amigo mío —repuso Joel—. Lo lamento pero no has ganado.
—¿Es la sequía? —preguntó una mujer—. La sequía puede atraer la langosta e implica falta de agua. —Se sabía que las adivinanzas podían utilizar este tipo de subterfugios del lenguaje—. Y es peligrosa.
—Aunque nadie se le acerca. Es la sequía la que viene a nosotros —dijo Joel.
—¿Y una plaga de langostas? Pueden rodear las extensiones de agua, de modo que el agua las conduce. Y nos acercamos a ella para intentar combatirla. Evacuamos lo que queda en su camino, quemamos una franja de sembrado para dejarlas sin alimento.
Joel pareció sorprendido, esta respuesta satisfacía la mayoría de los requisitos aunque no era lo que él había pensado.
—No —dijo finalmente—. La plaga no es de agua, la solución no es válida. Pero creo que te mereces un gran bote de miel como recompensa a tu imaginación.
Otros varios propusieron respuestas distintas hasta que, al final, se les agotaron las ideas. Entonces Joel dijo:
—Se trata de uno de esos varones santos, que se adentran en el desierto e invitan a la gente a purificarse con ablaciones rituales. Se dice que comen langostas y visten ropas ásperas. Y son peligrosos, porque llenan las cabezas de la gente con ideas revolucionarias. A veces, acaban con ellos los romanos; otras, perecen en el desierto. Tan pronto uno desaparece, sin embargo, otro viene a ocupar su lugar.
—Estos hombres no son de agua —protestó uno de los convidados—. Es una pista falsa.
—Supongo que sí —admitió Joel—. Aunque el agua es parte integrante de su mensaje. Suelen predicar junto a los arroyos y emplean el agua como símbolo de purificación.
—¿Quién es el último de estos profetas del desierto? —preguntó alguien. Últimamente, las cosas parecen muy tranquilas.
—Es sólo cuestión de tiempo —contestó otro—. Salen como florecillas tras las lluvias de invierno. Todos prometen un mundo mejor, si fuéramos capaces de arrepentirnos.
—¡Y de librarnos de los romanos! —exclamó otro más—. Pero para eso hace falta más que un profeta acusador con su chusma de seguidores.
—Supongo que ya es hora de que aparezca otro Mesías —dijo un hombre que estaba recostado contra un cojín. Era corpulento y parecía hundirse en el entorno—. ¿O ya hemos desistido de esperarle? No deja de ser una esperanza infantil, ¿no es cierto? Un Salvador, un Mesías o como se le quiera llamar, que blandirá la espada y dará un escarmiento a los romanos. —Eructó tapándose la boca con la mano y sonrió, como si quisiera demostrar lo ridículo del asunto.
—Basta, amigos míos —dijo Joel, temeroso de que estallase la polémica del Salvador y la guerra de los fieles contra los romanos—. No queremos profetas en nuestra fiesta, salvo que formen parte de un acertijo.
Para gran alivio de María, los concurrentes dejaron el tema y volvieron a las bromas, los cantos y la diversión. Nadie quería prolongar una conversación controvertida. Su madre se le acercó y la abrazó, susurrándole:
—Avísanos cuando estés preparada.
Preparada. Lista para recibir felicitaciones, para bailar, para ser llevada a hombros de los invitados, preparada para que la acompañasen a la cámara nupcial, donde un dosel se había dispuesto por encima de la cama.
—Pronto ya; creo —respondió María. Sí, tenía que proceder, no podía evitarlo. Los buenos deseos para su nueva vida, las canciones ruidosas, el tradicional y clamoroso paseo de los novios a hombros, por la estancia y hasta la cámara nupcial… Eran cosas que tenían que ocurrir.
Al fin, ella y Joel se encontraron de pie junto a la cama, mientras los invitados les observaban desde la habitación contigua.
—Y ahora reclamo a la novia —dijo Joel sencillamente, mirándola primero a ella y luego a la concurrencia. Fue a cerrar la puerta que separaba las dos habitaciones, y el roce de la madera contra el suelo significó para María el fin de su vida anterior, con tanta nitidez como si alguien hubiese tocado palmas.
La puerta se cerró. Ya estaban solos o, mejor dicho, a salvo de las miradas ajenas.
Joel levantó la mano para tocarle el pelo, parcialmente recogido aunque siempre con el peinado de una doncella.
—Te honraré con mi vida —dijo.
María cerró los ojos, no sabía qué hacer ni qué decir. Le pareció natural responder:
—Y yo, con la mía.
Confiaba tanto en él, que no le resultó difícil tenderse bajo el dosel y convertirse en esposa. No usó las pociones que le habían dado las mujeres y, cuando quiso alcanzar la tela nupcial para extenderla sobre la cama, Joel se la quitó.
—Esto no nos hace falta —dijo—. Eres mía y yo soy tuyo, no hay nadie más, y no tenemos necesidad de demostrarlo a nadie.
La rodeó con sus brazos y la besó con tanta pasión que hasta la poesía del Cantar de los Cantares se borró de su mente.
—Eres tan hermosa —le susurró.